Señorío de la Sal
Garvin Urión viajaba en una calesa tirada por dos yeguas lusitanas.
Atravesó el centro de Lisboa y pronto llegó a la descomunal Plaza del Comercio, donde las fuentes reflejaban los rayos del sol y el aire corría con libertad ante la vastísima extensión de suelo adoquinado. Los ciudadanos paseaban como liendres lanzadas sobre una enorme superficie calva, allí donde los pintores aprovechaban para llenar el lienzo y donde los carruajes y las viajadoras aparcaban en filas ordenadas.
Los lindes de la Plaza coincidían con el margen del río Tajo y se internaban en él en forma de orejones, equipados con cañones preparados para agujerear aquellos barcos que bajaban del curso alto y no fueran bien recibidos. Los galeotes que sí eran legales, dirigidos por tripulantes del Señorío del Mar, se encargaban de bajar las cabezas de ganado y demás productos de la Sal con el fin de distribuirlos al resto de continentes, poniendo en práctica la ruta que demostró que la Tierra era redonda allá por el año 1435.
La visión de los enormes buques con las velas hinchadas cruzando el río lentamente era continuada a lo largo del día y de la noche. Esos barcos luego salían a las aguas saladas, continuaban en dirección a las Islas Bermudas y, finalmente, cruzaban el océano hasta alcanzar el Señorío de la Sangre por la costa oeste.
El Palacio Señorial de Ribeira partía la Plaza en dos con su corpachón largo y estrecho, dejando a un lado el astillero Ribeira das Naus y al otro, el aparcamiento de los carruajes. El palacio de Zein Saavedra exhibía su magnífica cúpula barroca en la mismísima ribera del Tajo, de forma que se escuchaban las olas lamer el muro a través de las ventanas. En el ala opuesta del palacio se estaba construyendo la nueva Ópera del Tejo.
—Acompáñeme, vuestra merced —pidió uno de los guardias señoriales cuando la calesa se detuvo a la puerta, ayudando a Garvin a apearse—. El Señor de la Sal le espera.
Garvin acompañó al guardia hacia una de las puertas laterales, dando lugar al rellano donde una moqueta deliciosa recogió sus pisadas. Le condujo por unas escaleras que tenían una hilera de lámparas de cristalería suspendidas encima, que iluminaba su postura de cóndor y su peluca castaña. Cuando alcanzaron el tercer piso, Garvin pudo divisar la orilla opuesta del Tajo a través de la ventana, y toda la ciudad de Lisboa por detrás, donde se apreciaban las ferias de ganado ocupando los mercados.
Caminando por el pasillo, colgadas en la pared, le acompañaban los trofeos de caza del Señor de la Sal: cabezas de ciervos, rebecos, jabalíes, jaguares, rinocerontes, caribúes... cuyas figuras debían de proyectar sombras fantasmagóricas en la moqueta en cuanto caía la noche.
Zein Saavedra salió a recibirle a la antecámara envuelto en un camisón de terciopelo verdoso, con el pelo natural peinado hacia atrás y expresión adusta. En su brazo llevaba un gavilán con el capuchón puesto, pequeñito y precioso como una cajita de música.
—Señor Garvin, bienvenido a mi palacio —comentó en la distancia. Cuando llegó hasta él, el Señor de la Sal extendió la mano sobre el dorso de la de Garvin para saludarlo, como símbolo de poder—. ¿Qué te está pareciendo?
A su vez, le hizo una seña para invitarle a entrar en el gran salón, que le recibió con su techo constituido por un artesonado sencillo de forma diamantina. Las paredes estaban decoradas con tapices sobre toros de lidia y águilas majestuosas.
No era el tipo de exuberancia dorada que tanto les gustaba a los aristócratas del Mar, sino más bien una franca demostración de objetos que eran valiosos por cada centímetro de su grosor, como las vajillas de marfil o las mesas de madera de roble macizo.
—Muy... apropiado para vuestra merced.
—La sal da dinero. Las jades dan dinero —explicó él, encogiéndose de hombros—. Uno ya no sabe en qué gastarlo.
Luego le llevó hasta el final del salón, donde la chimenea altísima crepitaba noblemente y calentaba el espacio con esfuerzo. Le invitó a acomodarse en un diván hecho de piel de castor. A sus pies había una alfombra con patrón de leopardo de las nieves.
Un perro de caza descansaba junto a la chimenea, con los pliegues babosos de los labios arrugados sobre las patas delanteras. Zein se acercó y le acarició la cabeza, para después sentarse en el diván opuesto y llamar a gritos a su sirvienta.
Ella volvió corriendo con un vino de Oporto y una bandeja con dos copas. Le sirvió una a cada uno.
—Lamento tu pérdida —dijo Zein entonces, degustando el vino con indiferencia.
—Ojalá fuese solo mi pérdida, señor Saavedra. Es el mundo el que ha perdido a un gran hombre —contestó Garvin, imitándole—. Le informo de que nuestra patria natal, las ciudades de La Costura, han declarado un luto oficial de tres días de austeridad por la muerte de mi primo, en cuyo tiempo se prohibirá el paso por ambos extremos del puente.
—Vaya, qué molestia.
Al ver la cara ofendida de Garvin, Zein añadió:
—Pero no creas que no lo lamento, no. Sagastta también era un hombre muy apreciado en este Señorío... sobre todo en su ciudad de residencia. Leipzig está buscando ahora un nuevo gobernador que le preceda; supongo que las ciudades tienen que recomponerse deprisa para no perder el ritmo. —Acarició al gavilán sin mirarle—. Y tú, ¿qué vas a hacer ahora?
—He pensado volver a mi hogar, en La Costura, pero solo con pensar en el agua con sabor a cal y en las millones de escaleras que tienen las calles, se me quitan las ganas. Quizá me quede en este Señorío para ver cómo se echa a perder todo lo que mi primo construyó en Leipzig.
Zein no parecía preocuparse por ello. Observó fijamente al gavilán y alargó la mano para dejarlo en el poste de caoba que había junto a la chimenea.
—Era un tipo... singular, Sagastta. No le terminaba yo de captar... —comentó rascándose la barbilla.
—Era un alma chapada a la antigua, pero para bien —explicó Garvin—. Como los humanistas modernos, pero sin tanta palabrería. De los que llevan haciendo una revolución ética durante años y sin saberlo, con la simple herramienta de la lógica. ¡Ah! Qué lógica tenía. Tenía una lógica sólida pero pesada, sujeta a este mundo. Carecía de ese idealismo utópico que impide avanzar, así como de esa ira sarnosa que te hace apresurarte demasiado. —Miró hacia el fuego—. Pero si hay algo de lo que pecaba Sagastta, era de impaciente. No puedes darle al mundo una respuesta que no está preparado para recibir.
—¿A qué te refieres?
—A Sagastta venía a visitarle mucha gente importante. El joven George Washington iba a menudo, Linneo otras veces, Sebastian Bach, antes de lo de las fiebres... Bueno. En una ocasión, en presencia mía, el archiduque de Sajonia fue a verle a Leipzig y le dijo: "A la gente pobre no hay que tratarla bien, porque entonces se atolondran, pierden la cabeza y se empiezan a preguntar por qué no pueden ser iguales que nosotros".
—Estoy muy de acuerdo.
—Entonces Sagastta se quedó callado y le preguntó qué haría si le regalara en ese momento cien mil carpes, y el archiduque respondió con gran orgullo: "invitaría a todos los nobles de la comarca a un grandioso banquete y organizaría un concurso de cetrería" —Hizo una pausa—. Entonces Sagastta llamó a su sirvienta y le hizo la misma pregunta. Ella tardó muy poco en contestar, a pesar de estar perpleja: "Con cien mil carpes me compraría una ganadería de ochocientas cabezas de res y comenzaría un negocio". Entonces Sagastta miró al archiduque como si tuvieran delante la mayor obviedad del planeta, y dijo: "Banquetes y competiciones de cetrería ya hay muchas. Pero esto... Esto, es el futuro que yo quiero construir para mi mundo".
Zein se quedó callado. Garvin se encogió de hombros y añadió:
—En fin. Era un revolucionario. Uno de estos genios que solamente te encuentras un puñado en la historia.
El Señor de la Sal arrugó el ceño.
—Bueno, no es ningún secreto que yo me llevo mal con los charlatanes humanistas, así que es obvio que no le tenía especial cariño a Sagastta. Pero si se codeaba con gente como Washington, significa que sabría hacer bien las cosas. —Alzó la vista—. Recuerdo el año en que le regalé la ciudad de Leipzig. En vez de fundirse con las instituciones y prepararse para un largo periodo de planicie, la tomó como una misión reformista que debía dejar cumplida y luego abandonar. ¿Pero abandonar para irse a dónde? Siempre supo que no era de allí. Por eso fue elegido Rey Ecuménico, en cierto modo, porque mantenía sus raíces neutrales. —Bebió vino y se recostó complacido en el diván—. Ah, Leipzig. Casi se me sale el vino por la nariz cuando Voltaire la nombró "la ciudad más segura de los continentes". Ese gordinflón hizo un ramo de lirios en medio de un campo de ortigas. A la gente le gustaba, lo admito. No sé ni cómo consiguió transformar ese pozo de alimañas en una comunidad de hombres decentes.
Garvin soltó una risita.
—Porque los criadores de jades tenían salarios adecuados. Porque los bosques eran de libre entrada para la caza y porque el ganado tenía las rutas establecidas por los alrededores, sin parcelas privadas. Porque la montaña era rica en sal y el río bajaba cargado de ella —Alzó el dedo—. Para que la gente tenga tiempo de ser buena, primero la tierra y sus recursos tienen que ser buenos con ellos.
—Sí, sí... palabrería bonita para los libros —agitó la mano—. Pero yo lo he visto, al populacho. Cuidando de su prole y mordiendo al resto como si fueran bestias tontas, con el espíritu igual de mugriento que la cara y la boca llena de blasfemias, sin un ápice de coordinación y... berreando por la calle como gallinas descocadas —espetó Zein con desprecio, sin ser exactamente asco—. No sé lo que hizo Sagastta en Leipzig, pero no funcionará en el resto de ciudades.
—Si eso es lo que usted piensa, entonces coincido, no funcionará.
Zein lo miró de una manera extraña.
—Igualmente, no vamos a echarnos las manos a la cabeza por la casta de la plebe, ¿verdad? Todo aquel que deje que su nombre se funda en una palabra tan corta, es porque es débil y prefiere delegar. Pero ser débil no es malo, claro, es una forma de ser natural. Es el pavimento para que puedan destacar los fuertes. —Se incorporó con energía—. Y si no mira a tu alrededor. ¿Sagastta? Un genio. ¿Mi bisabuelo, Miguel de Cervantes Saavedra? Un genio; los estudiosos aún se gastan las horas de su vida mirando sus frases. ¿Mi abuelo? Un incompetente que se ponía como un piojito todas las noches en la taberna. ¿Sus hermanas? Ni una buena; parece que han mamado de una rata. ¿Mi padre? ¡Ah! Otro genio, ese sí. Federic Saavedra mandó construir la mitad de Berlín hace cincuenta años. Y ya solo nos queda... ¿su hija, María Ana? Tiene el cerebro del tamaño de un piñón y vive en un verano eterno. Muy guapa, claro, pero menos comida gasta un cuadro suyo pintado en la pared. ¿Y mi hermanastro? Se pasa el día cenando cordero y saliendo a cazar pájaros como un babuino. Le falta chispa y picardía para entender este mundo. —Se le quedó mirando fijamente—. Y luego yo, ¿qué soy?
—¿Otro genio? —se atrevió a decir su invitado, cautelosamente.
—No, yo soy un majadero malhablado, lo que pasa es que aquí todos vamos a la ópera y nos sentimos cultos. No me hagas la pelota, Garvin —avisó Zein. Luego bajó la voz—. ¿Pero sabes qué es lo que yo tengo? Capacidad. La necesaria para apartar a mi hermanastro a un lado y convertirme en Señor, el primero que salió del coño de una ramera. —Se encogió de hombros con cierta expresión de sorna—. Y ahora toda mi familia me da la espalda. Los bastardos no le gustamos a nadie, ¿eh? Somos el insulto de este siglo y de los que están por venir.
Garvin puso una mueca de incomodidad ante la situación, pero el Señor de la Sal parecía bastante relajado.
—Soy un hombre transparente, yo.... incluso más que tu querido Sagastta —se encogió de hombros—. Digo lo que pienso. Muero por lo que pienso. Al resto de Señores les escandaliza que haya alguien metido así en una cámara parlamentaria, así que esperan que siga siendo su mono de circo hasta que alguien me meta una bala entre las cejas. Pues que esperen. Los bichos que sobreviven a este mundo siempre son los más feos.
Se inclinó hacia delante con una sonrisa maliciosa.
—La capacidad no entiende de sangre, Garvin, ni de linaje. Por eso odio a esos aristócratas que se gastan el dinero en pelucas de crin y en tocadores de ébano, igual que odio a ese supuesto pueblo llano que debe ser merecedor de mi compasión por nacer donde ha nacido. La naturaleza da las herramientas para que todo el mundo ocupe su sitio, pero en lugar de ello, estamos organizándonos en base a nuestros ridículos apellidos porque somos idiotas. Idiotas los aristócratas por darlo por supuesto, e idiota el pueblo por aceptarlo. —Se quedó pensativo un segundo—. Solo por la burguesía guardo cierto respeto, fíjate lo que te digo, y también por aquellos que se atreven a portar un arma. Ambos saben el poder que tienen y lo aprovechan, pero no olvidan de dónde vienen. Este mundo no les deja olvidarlo.
Garvin no dijo nada.
El Señor de la Sal se levantó y caminó hacia la ventana más próxima, observando las lomas de Lisboa cubiertas de establos e instalaciones para la cría de jades.
—Estamos en un mundo convulso, Garvin —comenzó a decir—. Los ciudadanos del Aire controlan nuestras comunicaciones con los pelempires y podrían dejarnos aislados en cualquier momento. Las arrieras de la Sangre y los navegantes del Mar ven cada día crecer sus beneficios gracias al transporte, y si el Señorío de la Sal no se queda atrás es precisamente por el negocio de las jades, porque el consumo de carne y derivados tampoco está en su mejor momento. Los fusiles están fabricados en el Señorío del Metal, y los ciudadanos de la Tierra buscan darnos una lección de moralidad, pero luego contratan niños-soldado en vez de tener ejércitos propios para no mancharse las manos. Por no hablar del puto Escándalo de Saica —Miró a Garvin, divertido—. ¿Cómo pensaba arreglar tu primo todo eso?
—Eso dejó de importar en el momento en que convirtieron a Sagastta en una albóndiga sangrante dentro de un agujero polvoroso.
Zein se quedó un momento callado, mirándole fijamente con una gran sonrisa.
—Me gustas, Garvin. Tienes las preguntas adecuadas en la cabeza y sabes cómo comportarte ante un bocazas sinvergüenza como yo. Eres un tipo listo —murmuró, observador—. ¿No te entra el hambre cuando miras el trono que Sagastta dejó vacío?
—¿A mí? —Garvin alzó las cejas—. No, por Saica, no. ¿Cómo podría? Cuando Sagastta nació, envió inmediatamente a la sombra a cualquier pariente que estuviera labrándose algún tipo de brillo. Cuanto más cerca estas del sol, menos puedes ver. Y después de él, no queda nada rescatable en la familia. Ahora mismo no somos más que el molde que dejó su culo gordo y majestuoso.
—Te ciega la admiración, Garvin... Es lo que suele pasar con la gente que camina detrás de una sombra. Pero te diré algo —le señaló con el índice—: desde el momento en el que admiras a alguien, ya no puedes superarlo.
El invitado rio levemente y negó con la cabeza.
—Agradezco sus palabras, señor Saavedra, pero Sagastta era la última persona que podría haber sido capaz de reunir los intereses de la humanidad, tragarlos y expulsarlos en alguna clase de figura lógica. —Respiró hondo—. Hemos dejado atrás la era de la confianza ciega y de la oscura superstición. Caminamos hacia un futuro donde se pone en duda la veracidad de los gobernantes, sean divinos o no, y por tanto, hacia un futuro donde difícilmente encontraremos personas dispuestas a morir por ellos. Es decir, a morir por la patria, que es lo que representan.
—¿Y eso es malo?
—No es bueno ni malo. Esnuestro futuro.
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