Capítulo 7. Granada
Buscador del Metal
—Es todo un honor que hayáis decidido visitar la honrada ciudad de Granada, señor... ¿Grillo? ¿Es así como queréis que os llamemos?
—Eso es —respondió, colocando la mano sobre la suya a modo de saludo.
—Nos ha resultado una grata sorpresa acoger al ilustre Buscador del Señorío del Metal. Todo el mundo habla de vos por las calles —aseguró el chambelán, caminando por el pasillo abovedado con las manos detrás de la espalda. Volvió la vista hacia él—. Por curiosidad... ¿de dónde sois?
—Bastante más al norte. Bagdad.
—Qué calor... —comentó, riéndose—. Ya veréis que el clima es más suave por aquí.
—No tengo problema con eso —respondió el Buscador con una sonrisa, señalándose—. Pelo negro, piel morena y ojos oscuros. Por eso me llaman Grillo.
El chambelán asintió con humor y le condujo por el claustro revestido de celosías hasta llegar a una puerta de arco en herradura, labrada en madera de olivo.
—Nos complace enormemente teneros alojado en nuestra alcazaba, la gran Kasbah al-Hamra. Os hemos instalado en las alcobas que hay en la muralla para que tengáis vistas a las colinas, por si aparece el afamado hipocornio. Lamentamos si escucháis barullo fuera, por cierto, porque a veces se asientan maleantes y rameras al pie de la muralla para pedir favores a los huéspedes que se alojan arriba. Les hemos dicho mil veces que no les arrojen comida por las ventanas, pero son demasiado compasivos, ya sabe... —se disculpó—. Nos estamos ocupando de eso. ¡Ah! Y podéis disfrutar de nuestros distinguidos baños árabes a partir de las seis de la tarde. Las comidas se sirven a partir de las doce y las cenas a partir de las ocho, pero sois libre de pedir el plato que guste a cualquier hora. Por favor, informadnos de todo lo que preciséis y nosotros os lo proporcionaremos.
—Preciso de tinta y pluma, porque tengo un pelempir revoloteando por vuestros tejados esperando a que envíe una carta. Y necesito un caballo descansado para pasado mañana, que volveré a partir en busca del hipocornio.
El chambelán asintió repetidas veces y giró la llave en la cerradura para abrir la puerta. Grillo le acompañó al interior y sus pies se detuvieron sobre una alfombra granate y dorada, bordada exquisitamente. La habitación era pequeña y tenía una cama baja sepultada por numerosos cojines, una mesita de cedro rodeada de sillas para tomar el té y un escritorio decorado con filigrana de pan de oro. Sobre él, un platillo dorado y una jarra para lavarse las manos, acompañado de unas pastas de hojaldre y canela. Las paredes estaban forradas de tapices con mosaicos geométricos y flotaba una especie de olor a vainilla.
El chambelán abrió el cajón del escritorio.
—Aquí tenéis papel, pluma, tinta y cera de lacre, si es menester. Os dejo la llave colgada en la entrada.
—Muy bien. Os lo agradezco —contestó Grillo.
El hombre salió de la alcoba, agarrándose los bordes de la túnica granate para no pillárselos con la puerta, y la cerró tras de sí.
Grillo respiró hondo y se sentó en la cama, dejándose caer hacia atrás de golpe. Entonces sacó del bolsillo la carta que le había traído el pelempir a la puerta de la alcazaba y la desdobló. Leyó:
«Estimado Grillo,
Siempre es un placer recibir tus cartas.
Sabía que estaba pasando algo en la Corte. Maalouf Asís ha abandonado su cargo como Señor del Metal. Aún no es oficial ni se ha comunicado su decisión al resto de Señoríos, pero mi padre ya se ha enterado porque se lo ha contado el Duque de Saboya. Pronto llegará la noticia allá donde quiera que estés.
Imaginamos que el sucesor será su hijo, Xantana Asís, pero no entendemos el motivo que le ha llevado a ceder el poder estando bien de salud. Desde luego que esto ha sido algo premeditado, puesto que Xantana se había mudado a palacio una semana antes.
Mi estancia en la Academia Militar va bien; me respetan porque soy marqués. Nos están enseñando a disparar con mosquete y carabina y mi puntería está mejorando. Mi compañero Froilén de Borbón ha tenido un accidente y se ha disparado en el pie, así que han tenido que parar los entrenamientos y llamar a un médico del Señorío del Aire. Imagino que necios hay en todos los sitios, aunque sean hijos de duques.
Por cierto, el comandante de la Academia nos ha dicho que va a hacer una celebración de bienvenida para los que tenemos más de trece años, que ya es hora de que sepamos lo que es yacer con prostitutas. Estoy nervioso.
Y tú, ¿has visto ya al hipocornio?
Atentamente,
D. Alphonse, marqués de Sade»
Grillo soltó una voluta de aire junto con una sonrisa. Luego se acercó al mueblecito, tomó la pluma de faisán que había en el soporte y la mojó en el bote de tinta. Se sentó en la silla y alzó la vista hacia la ventana, pensativo.
En el exterior se atisbaba la masa de castaños de indias, almeces y álamos invadiendo las colinas como una marea grisácea, mientras el aire se colaba en la habitación melosamente para balancear las cortinillas y los flecos de las almohadas.
Bajó la vista hacia el papel y escribió:
«Pequeño Marqués de Sade,
Yo acabo de llegar a Granada, pero no he encontrado ni rastro de ese bicho de mierda por el camino. No creo que haya llegado a cruzar las montañas, porque como se atreva a internarse en el desierto del Sáhara, va a acabar más seco que el talón de mi señora madre. También me he pasado por las minas de al-Amand para ver si conseguía averiguar más información sobre él, pero solo han sabido decirme que la ciudad se está infestando de cazarrecompensas intentando encontrarlo antes que los Buscadores para vendérnoslo después. Incluso hay algún maniático que ha comprado carísima la sangre del hipocornio que cayó al suelo cuando fue herido de bala. La gente está mal de la cabeza.
Pues es muy sencilla la razón por la que Maalouf se ha retirado, mi querido Alphonse: porque ahora pasará a la historia como el lobo dominante que fue en su juventud y tendrá más tiempo para hacer lo que le gusta, que es sentarse niños en la entrepierna y llenarse la barriga de vino y ternero asado. Te lo digo yo.
Coincido con tu comandante en que ya tienes edad para iniciarte en estas cosas. Conocer las armas a la vez que a las mujeres me parece una forma buenísima de aprender a ser un ciudadano digno del Señorío del Metal. No estés nervioso. Eres un hombre, aunque sea en pequeñito, y los hombres saben dónde tienen que meterla desde que vienen al mundo. Además, las mujeres son como las cabritas huérfanas; todo el día están buscando algo que mamar. Ya verás cómo te gusta.
Por cierto, que te respeten por ser marqués es una falta de respeto en sí misma. Demuéstrales que deben respetarte por quién eres o pégales tú el próximo disparo en el pie.
Atentamente,
Grillo»
Satisfecho, se levantó y se asomó a la ventana para buscar al pelempir. Alzó la vista hacia el sol, guiñando los ojos.
Entonces oyó el choque de una piedra, haciendo eco al pie de la muralla. Miró hacia abajo.
Una niña tenía la mano apoyada sobre la pared y le devolvía la vista con el cuello a punto de descoyuntársele. Parecía una hormiguita, y aun así acertó a distinguir como juntaba los dedos en forma de pico y hacía un gesto hacia su boca para pedir comida. Grillo la miró fríamente, con una minúscula sonrisa de altanería. Negó con la cabeza.
La niña se quedó quieta un segundo mientras el viento le revolvía el pelo, esperanzada por si cambiaba de opinión, pero finalmente agachó la cabeza con un puchero y se sentó al pie de la muralla. Se frotó los brazos con insistencia, mirando a su alrededor, y Grillo reconoció su comportamiento inmediatamente.
En Bagdad también había visto miles de niños callejeros que estaban enganchados a la Espina; esa sustancia que recorría los suburbios de las ciudades como una hiena y consumía los cuerpos demacrados de la gente pobre. La Espina actuaba como un dardo devorador de energía que los adictos intentaban recuperar metiendo comida al cuerpo, pero cuando apenas podías permitirte pagar un plato de sopa al día, solo podías acabar saliendo a la calle como un alma en pena hasta que el desgaste te mataba de hambre.
Desde las alturas, Grillo vio a dos jóvenes guardias rodeando la muralla de la Alhambra para acercarse a la niña. Alguien había debido avisarles.
—¿Cómo te llamas? —escuchó en la distancia, a duras penas.
—.... —tapó el viento su nombre.
—Sabib, tenemos una orden de detención para ti —anunciaron, cogiéndola del brazo.
—¿Por qué? —gritó la niña con voz de pito, a punto de echarse a llorar.
—Por holgazanería y bajo nivel de contribución con esta patria que es tu Señorío, según recoge la Ley de Vagos y Maleantes —informó el guardia—. Según el Régimen, los niños tienen que trabajar para poder descansar cuando son adultos.
Grillo observó cómo apartaban a la cría de la muralla de un tirón y se la llevaban lloriqueando y pataleando como un macaco, probablemente hacia alguna de las mugrosas cárceles que había repartidas por toda la región.
Todavía recordaba el día en que se crearon las cárceles por primera vez, cuando Grillo aún tenía los dientes de leche y se paseaba por las estepas disparando a perdices salvajes. El Señorío del Metal estaba orgullosísimo de haberlas inventado, y de repente el mundo pareció darse cuenta de que las ciudades necesitaban urgentemente un edificio donde mantener amontonados a todos los perezosos y gandules de las calles, así que enseguida se copió el método en el resto de Señoríos y los continentes se llenaron de prisiones sin una normativa demasiado clara para entrar.
Los alguaciles alardeaban de lo tranquilas y seguras que eran las ciudades desde entonces, pero nadie sabía exactamente qué clase de seguridad habían ganado. Al final todos los prisioneros compartían el mismo perfil: primero, que eran pobres, y segundo, que no habían sabido adaptarse al denso tejido trabajador, como prostitutas, impedidos, drogadictos, alcohólicos, mendigos y vagos.
El trabajo.
El trabajo era primordial.
Ese trabajo que destrozaba y envejecía tanto a los niños, que cuando llegaban a adultos lo único que podían hacer era tumbarse en la cama de cansancio y seguir engendrando niños antes de que viniera la muerte a por ellos. Si tenías dinero o apellidos importantes todavía podías terminar tus días en algún puesto importante, repartiendo órdenes a los peones de carga que tenían menos años de vida que tú. El resto ni siquiera sabían lo era descansar.
Así era la vida en el Señorío del Metal. Y todo el mundo estaba acostumbrado.
Buscador de la Tierra
Había vuelto a dormir mal.
Tonatiuh pensaba que su cerebro tomaría una actitud más relajada con el nuevo cambio de aires, pero aquella noche había soñado de nuevo con el zopilote. Su cabeza rugosa parecía estar cincelada por los fuegos del infierno. Sus plumas negras transmitían terribles augurios y daban sentido a las miles de leyendas supersticiosas que recorrían Veracruz. El pájaro de la muerte. El rapaz que se te aparecía cuando la Parca estaba rondando cerca de ti.
Cuando se despertó le corría el sudor por el cuello y tardó un momento en entender su ubicación: la hospedería donde le habían indicado Mateo y el resto. La habitación aún se encontraba en penumbra por el retraso del amanecer, pero fuera, el cielo negro ya había comenzado a aclararse. Desacostumbrado al olor desconocido de las sábanas, decidió ponerse el jubón encima de la camisa y salir ahora que era temprano, antes de que los carros comerciales se levantaran y llenaran las calzadas.
Ensilló a Piruétano con los fríos de la mañana y emprendió el camino con un sentimiento extraño, como destemplado. Le quedaba una cosa por hacer antes de abandonar Madrid.
Tras media hora buscando, mientras el rocío empezaba a reflejar los primeros rayos de sol, se plantó ante el Colegio de Arquitectos y agarró el enorme llamador dorado con forma de sarmiento. Lo dejó caer. Una vez. Dos veces.
Dio un paso atrás y admiró la fachada gótica. Los nervios escalaban para formar un arco apuntado con un rosetón en lo alto. El interior del edificio debía de recoger la luz matinal a través de la vidriera y formar un panorama precioso, pero Tonatiuh presintió que se quedaría sin verlo cuando un hombre calvo, con un babero cubriendo la túnica granate de lino, abrió el portón lo justo para asomar la nariz.
—¿Sí?
—Buenos días. Tengo una pregunta para vos.
—¿Qué hay más insolente que interrumpir a un hombre que está desayunando para pedirle algo?
Tonatiuh se quedó sin palabras. Hacía tiempo que nadie le hablaba así, pero había escuchado que los arquitectos eran gente engreída, y más los de la Tierra.
—Hablad —instó el hombre, con cierto desdén—. Debe de ser importante, para que vengáis a llamar a estas horas sin haberos quitado las legañas.
—Lo es —aseguró Tonatiuh, buscando entre sus ropas—. Hace semanas un individuo anónimo dejó una escuadra grabada para mí, en una posada de Aguascalientes.
El arquitecto tomó la escuadra que le tendía y leyó el envés.
—¿Sabéis qué significa? —preguntó el Buscador, ansioso.
—Naturalmente.
—¿Sabéis quién es el Arquitecto al que se refiere?
—Naturalmente.
—¿Y por qué el hipocornio le obedece?
—Todos obedecemos al Gran Arquitecto Del Universo, especialmente esa criatura fenomenal.
Tonatiuh entornó los ojos, pero el hombrecillo no pareció añadir nada más.
El Buscador no estaba seguro de si estaba fanfarroneando para dárselas de místico, o estaba protegiendo alguna clase de secreto. Tampoco esperaba que un gremio de trabajadores fuera demasiado receptivo con los foráneos al oficio, —ningún gremio lo era—, pero en aquel estaban siendo más crípticos de lo esperado. Sospechó que tenía parte de culto religioso, pero el aura científica que lo impregnaba le desconcertaba.
—Pero vosotros trabajáis con rocas de yacimientos para construir —insistió Tonatiuh desalentado—. Sabréis decirme lo que significa la estrella de cinco puntas. Es una marca de cantero.
—Se llama pentagrama, y simboliza los cinco pilares del mundo: el agua, la tierra, el aire y en lo alto, el espíritu. El hombre de Vitruvio, de Leonardo da Vinci, ¿entendéis? La divina proporción.
—No mucho, la neta —reconoció Tonatiuuh.
El hombre puso cara de decepción, como si le acabara de dar una oportunidad valiosísima de defenderse.
—Entonces, he de volver a mi cerveza y mi pan de nueces.
Fue a cerrar la puerta, pero Tonatiuh la frenó con el pie.
—¿Dónde puedo encontrar al Gran Arquitecto?
—Eso es algo, caballero, que yo no estoy autorizado a decir.
—¿Quién lo está?
Él arrugó el ceño un segundo, tras aquella máscara de impasibilidad.
—¿Hacia dónde os dirigís?
—Hacia la Costura.
—Preguntad allí por el maestro Arenque Ahumado, en el edificio de la Alquimia.
Le cerró la puerta en las narices.
Tonatiuh volvió a la acera de mal humor, pero repitiendo las palabras del arquitecto para no olvidarlas.
Pronto salió de Madrid y comenzó a recuperar el ánimo habitual, recordando que tenía una noble misión por cumplir y que le esperaba el mundo entero por delante.
Una vez pasado el castillo de Rivas, decidió alegrar un poco la velocidad para entrar en calor. Se encontró con un grupo de campesinos alrededor de un pozo, que primero lo siguieron con la mirada y luego salieron tras él tirándole piedras.
—¡Bájate de ese animalico, no seas basura!
—¡Poca vergüenza! ¡Llévale tu a él en la espalda!
Una piedra golpeó a Piruétano en los cuartos traseros por accidente y los atacantes se detuvieron, muertos de culpabilidad. Solo entonces le dejaron en paz.
Tonatiuh continuó con calma.
Trotaba al lado del camino, por la hierba mullida, porque Piruétano no tenía herraduras y podía hacerse daño al pisar sobre suelos duros. El trayecto era entretenido porque a cada rato se topaba con algún carro que venía en dirección contraria, miraba a los ojos a las arrieras y continuaba con su ruta. Muchas de ellas iban acompañadas de un niño proveniente del Señorío del Metal armado con un fusil y sentado en el pescante o en el techo del carro, que las protegía de ladrones y bandoleros durante todo el recorrido. Las que no podían pagárselo, simplemente se armaban hasta los dientes y miraban como tiburones a cualquiera que se acercara a menos de dos cuernos de distancia de su mercancía.
Entre sus cargas habituales se encontraban tinajas de miel, quesos, carne en salazón y lana provenientes del Señorío de la Sal; además de frutas, verduras, tabaco y bebidas alcohólicas provenientes del Señorío de la Tierra. En dirección contraria llegaban carretas cargadas con rocas, minerales y joyería del Señorío del Metal; marisco y pescado del Señorío del Mar en los pocos carros que llevaban mecanismos de frío; e incluso partidas de caballos de raza que viajaban en marabunta desde propio Señorío de la Sangre.
Las arrieras que conducían los carros tenían rasgos muy variados, pero todas compartían la altanería y la firmeza propias de su Señorío. Como tenían buena mano con los caballos, la mayoría se hacían comerciantes al llegar a la adultez y se lanzaban a recorrer el mundo mientras sus maridos se quedaban en la patria cuidando del hogar. Ellas eran las que se encargaban de llevar por tierra todos los productos que intercambiaban los Señoríos, así que se disputaban el monopolio del transporte junto con el Señorío del Mar y su enorme flota de barcos.
Era la ventaja de vivir en un mundo tan conectado, que si te sentías solo o perdido bastaba con caminar un par de kilómetros para encontrar una de las miles de Rutas de mercancías que surcaban el territorio. Los continentes estaban llenos de caminos porque su supervivencia se basaba en el comercio, así que si la afluencia de carros se detuviese en algún momento, la mitad del mundo se moriría de hambre y la otra mitad se mataría a palos. Era una verdad latente que se llevaba en silencio y con cuidado, como una idea demasiado peligrosa para ser rozada con la mente.
Una voz nació del horizonte detrás de Tonatiuh y fue creciendo lentamente en intensidad, cantarina y alegre, femenina pero grave como la de un dragón. El Buscador tardó cinco minutos en lograr distinguir la letra:
—Caminando a la orilla del río,
Mi madre ha visto un muchacho,
De los que saben estar calladitos
De los que saben trabajar con las manos.
Avanzaba el carro con presteza, escuchando el traqueteo de los caballos cada vez más cerca.
—Que buen mozo que me llevo,
Si su madre me diera su aplauso,
Pa pasearle por mis jardines
Montando caballo alazano.
La arriera llegó a la altura de Tonatiuh con la mirada vanidosa puesta en el aire. Se trataba de un carro de madera pintado de rojo, decorado con dibujitos y campanitas colgando al amparo del enorme techo curvado.
—Me he casado con el mozo,
Soy la envidia de mi pueblo,
Me dará seis hijas rosadas
Y cuidará bien de mi suelo.
La mujer no tendría mucho más de veinte años. Tenía el pelo larguísimo, recogido en una coleta y con dos mechones largos enmarcándole la cara. Su piel era morena, con la nariz un poco ganchuda pero esencialmente bella. Iba vestida con un chaleco y una camisa blanca que empezaba a amarillear, holgada en las mangas y ceñida en el vientre con un cinturón.
Miró a Tonatiuh con una expresión felina, audaz y desvalijadora.
—Que Saica camine con vos —saludó, al notar que la observaba.
Él tardó un momento en contestar.
—Que tengáis buen viaje también.
La mujer sonrió brevemente e hizo amago de arrear a los caballos, que caminaban a la par de Piruétano. Entonces, una imagen fugaz cruzó la mente de Tonatiuh y alzó la voz:
—Eh. Me acuerdo de vos. ¿No sois la que compró las alpacas a Mateo?
—Ah, ahí atrás las tengo —asintió ella, señalando hacia su espalda con el pulgar—. Tendré que venderlas por cuatro perras en cuanto salga del Señorío de la Tierra.
Tonatiuh se quedó pensativo. Algo no le cuadraba.
—Aguántala. Yo salí de Madrid antes de que amaneciera y se levantaran los carros. ¿Cómo es que me alcanzasteis ya?
—Porque vos sois muy lento y yo soy muy rápida. Esa es mi táctica —explicó ella, orgullosa—. Si me doy más prisa que ningún otro carro y consigo llevar productos perecederos a las tierras donde todo llega en conserva, me pagarán una gran fortuna. Soy la dama más veloz de los continentes.
—Muy astuto —concedió Tonatiuh.
—No se lo vayáis a contar a nadie, ¿eh? Que se me echa el negocio a perder.
—Descuidad. —Y señaló a la pareja de rocines que tiraban del carro—. Aunque para eso tendréis que forzar mucho a vuestros caballos.
A Tonatiuh no le entraba en la cabeza que un corcel pudiese caminar más de cuatro horas seguidas.
—Claro —respondió alzando las cejas, sin ver el problema—. Ya descansarán en el lugar de destino o los cambiaré por otros más frescos para hacer el trayecto de vuelta. Por cierto. A ese trotón vuestro le lagrimean los ojos. Mirad a ver en el mercao si también podéis buscaros otro.
—¿Que le lagrimean? No manches —Tonatiuh dio un respingo de alarma y se inclinó hacia un lado para mirar—. ¿Estáis segura?
—Mujer, pos vos veréis —resopló—. He crecío toda mi vida en el Señorío de la Sangre. He mamao más teta de yegua que de madre.
La chica ralentizó el paso de su carro y miró con detenimiento a Piruétano.
—Se le está pelando la piel ahí por la carrillera. Será por la cabezada esa que le habéis puesto. ¿De qué está hecha?
—De milenrama trenzada. ¿Qué le pasa? —preguntó, preocupado.
—Pos que el roce le está abrasando la piel y los humores que desprende la planta le hacen llorar. ¿Cuánto tiempo lleváis de viaje?
—Casi un mes, no más.
—Normal. Si es que esa vaina está hecha pa desfilar y ya —resopló—. Os puedo dejar una cabezada de cuero, que tengo de sobra.
—No uso cuero.
La muchacha alzó las cejas. Luego lo entendió y puso los ojos en blanco.
—Ay, estos comeflores... Mu compasivos seréis, pero no tenéis ni idea de caballos. —La mujer le dirigió una mirada curiosa y examinadora, deteniéndose en cada botón de arce y cada remache dorado de su ropa—. ¿Adónde vais?
—A La Costura.
—Hacia allá voy yo también, a las tierras del Señorío de la Sangre a vender la carga. —Señaló a Piruétano—. Como parece que no queréis cambiar de caballo, si lo deseáis podéis venir conmigo en el carro y quitarle la cabezada al animal pa que descanse.
Tonatiuh percibió perfectamente el interés de la arriera en relacionarse con una persona como él, que a pesar de no esgrimir escudo ni estandarte en su apariencia, desprendía un aroma a casta limpia y reputación.
Aun así, se dejó complacer por su insistencia merodeadora, porque llevaba muchos días viajando solo y extrañaba a alguien con quien hablar para el resto del camino. Así que bajó del carro, retiró la cabezada a Piruétano y le ató con una cuerda al arreo del caballo más próximo. Su corcel le sacaba dos cabezas, pero tenía la mitad de masa corporal.
Luego se subió al carro y se acomodó a su lado en el pescante. La joven retiró los bultos para hacerle hueco, entre los que Tonatiuh divisó una guitarra y una escopeta. Ella le dedicó una amplia sonrisa.
—Soy Sadira. ¿Y vos?
—Soy el Buscador del Señorío de la Tierra, sir Tonatiuh Castañeda —respondió, colocando la mano sobre la de ella para saludar.
—¡Mujer, pero si me he encontrao a la competencia! —rio.
—¿Supone eso algún problema? —preguntó Tonatiuh.
—Ni medio. Como tenga que esperar a encontrarme con la Buscadora de mi Señorío pa hacerle de cochera, no voy a tener ná que contarle a mis hijas.
—¿Tenéis hijas?
—Pronto, pronto —contestó ella, con tono riguroso. Luego le miró de arriba abajo, con curiosidad, reparando en su jubón de lino y en sus calzones fruncidos con dos florones laterales, a la altura de las rodillas. Indagó—: ¿Caballero?
—Baronet —aclaró Tonatiuh—. Aunque preferiría que me tuteaseis para poder pasar desapercibido.
—Como guste el herbívoro, claro que sí. Yo te trato como a sangre de mi Sangre si hace falta.
Con una carcajada, rebuscó entre sus bolsillos y se sacó un rulo de tabaco y un fósforo. Después de apoyárselo en los labios y encenderlo, exhaló una densa voluta de humo y cogió las riendas de nuevo.
Tonatiuh estaba impresionado; jamás había visto fumar a una mujer.
—Buena cosa esta que cultiváis aquí —alabó Sadira—. Lo he comprao hace unos días en una villa que... Ampudia, creo que se llamaba. Se lo llevo a mis hermanas, que les gusta mucho.
Le tendió otro rulo a él.
—Yo no fumo.
—Qué raro eres, primo —resopló—. Bueno, pos ponte cómodo. —Golpeó su pierna—. Pero en mi carro se cierra las patas, que los hombres tenéis una costumbre mu mala de expandiros.
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