Buscador de la Tierra
Tonatiuh jamás se había despertado tan temprano, pero era incapaz de dormir más.
La taberna crujía como mil demonios cada vez que alguien daba un paso en el piso inferior; parecía que se iban a derrumbar las vigas y los tablados de un momento a otro. Además le martilleaba la cabeza por la falta de sueño, por las pesadillas que habían estado martirizándole toda la noche.
Así que se vistió en silencio y se ató los cordones de la camisa, mientras observaba la escuadra de madera que descansaba junto a sus botas. Le había dado vueltas a quién podía ser el Arquitecto que mencionaba y cómo era posible que el hipocornio obedeciera a alguien que no fuera a su volátil espíritu animal. Tampoco estaba seguro de hasta dónde llegaba el sentido metafórico en aquellas tres misteriosas frases.
Como no pudo sacar ninguna idea concluyente, ni entendía por qué alguien querría que él tuviera aquel objeto, decidió guardar la escuadra en las alforjas para preguntar en la ciudad.
Cuando bajó por los peldaños chisporroteantes de la escalera, el posadero le recibió con una enorme sonrisa.
—¡Buenos días, caballero! ¿Tenéis hambre? Venid a la taberna, que le preparo el desayuno.
Tonatiuh entró en la sala principal, donde unos cuantos jornaleros estaban sentados frente a una cerveza con rostros ojerosos. Era imposible de saber si acababan de llegar o llevaban toda la noche planchando la oreja contra la mesa. También rondaba la esposa del posadero por ahí, algún crío madrugador y un par de viajeros que estaban de paso.
Tonatiuh eligió una silla, se recostó en el respaldo y paseó la vista por la taberna, donde habían dejado crecer un árbol invasivo a través de la pared y había fundido su tronco con las vigas del techo. Madera contra madera. Los barriles se apilaban en la esquina y esparcían un olor a rancio, como a alcohol repegado.
Cuando el hombre volvió con los cubiertos y las hogazas de pan, los aldeanos ya habían girado las vértebras en dirección al Buscador. Sin que nadie les dijera nada, habían percibido olor de la excepcionalidad rompedora de rutinas.
—Agradezco que haya elegido esta humilde posada de Rosales para reparar fuerzas, señor Buscador —comentó orgulloso el posadero, con la voz lo suficientemente alta para que todo el mundo lo oyera. Su mujer venía junto a él con una sonrisa de oreja a oreja—. Dejadme que os agasaje con un desayuno sustancioso. Pero antes... el cocinero consiguió algo muy especial en un mercado ambulante que para por Mápula.
—¿Donde dijo Marcia? —preguntó ella, pasando el trapo por la mesa.
—Sí —de repente había bajado la voz y miraba de reojo al resto de huéspedes—. No sé si estoy muy a favor de servir esto aquí... pero insistió en que os lo regalara y que corriera a cuenta de su bolsillo.
Tonatiuh estiró la cabeza y buscó al cocinero con la mirada, un hombrecillo que le observaba desde el hornillo con cara de ratón.
—¡Bien! Ándale y traiga ese plato, que es objeto de disputa.
El cocinero desapareció de la ventana y llegó al cabo de diez minutos a la mesa, donde ya se habían congregado diez personas con mirada curiosa.
—¡Guácala! ¡Eso lo he visto yo! —gritó un hombre señalándolo.
El objeto gelatinoso ondeó en contacto con la madera y arrancó destellos irresistibles sobre su gran orbe naranja.
—¿Qué es? —preguntó Tonatiuh.
—Un huevo freído. De oca.
Los reunidos esbozaron una mueca innata de rechazo.
—¿Los huevos... son así cuando están fritos?
—Sí. No se parecen en nada a los huevos de gorrión que se ven en los nidos, ¿verdad? —se aventuró a decir el cocinero, superando la timidez—. Mirad, pinchadlo con el tenedor.
Tonatiuh lo miró con recelo y se sintió al otro lado de una verja que no debía ser traspasada.
Uh.
Tenía ante sí una existencia interrumpida, engendrada por una pareja de pájaros que estarían pasando su vida en algún corral del Señorío vecino, separado por una valla de los zorros salvajes que se escondían tras los arbustos. Sintió que no compensaba el favor.
Le faltaba el aliento, abrumado por sus propios pensamientos.
Si los animales tenían derecho a morir por este mundo que compartían con los humanos, también tenían derecho a vivirlo. No vivir solo el inicio de su existencia, ni vivirlo a medias, en un cuadrado contado con metros de valla, sino vivirlo de verdad. Los animales dependían de la vitalidad exuberante de las plantas para no morirse de hambre, de pena o de desamparo, y como a las personas les pasaba lo mismo, los pobladores de la Tierra solían decir que las plantas tenían a su merced a la humanidad, así que eran las únicas que la humanidad podía permitirse tener a su merced. Era una relación equitativa en la que los animales no entraban por ninguna parte, y esto hacía que abrazasen cualquier producto que saliera del suelo y repudiasen cualquier pelo, pluma, grasa o tendón que proviniera de un ser que caminara.
Pero Tonatiuh no podía negar la curiosidad, así que al final decidió aceptar el regalo con la responsabilidad que se esperaba de él: disfrazando el interés con una máscara de antipatía.
Pinchó la yema con el tenedor.
—¡Se desborda! —se alarmó, amontonando una muralla de pan en la fisura—. Parece un volcán.
—Comed —insistió el cocinero, acercándole el trozo a la boca.
Tonatiuh masticó escrupulosamente, bajo los ojos de todos los presentes. Aunque la primera sensación se le reveló en el paladar en forma de envoltorio misterioso y encantador, la verdadera imagen que tenía clavada en la sesera no tardó en aflorar como un manantial de agua caliente y pantanosa: imaginó los huesecillos del polluelo crujiendo en su boca como ramitas secas, sus plumas apelmazándose por la saliva y su efímera existencia desbordándose como una pompa de barro explotando en un charco. Sintió que, con cada mordisco, prohibía a la criatura usar las alas que la naturaleza le había regalado para poder surcar los cielos a más de tres mil leguas, sintiendo el calor del sol a media tarde y el frío del relente a media noche; y supo que pedir la vida de un ser que no quiere darla, siempre iba a ser pedir demasiado.
Estaba tan horrorizado con el derecho que acababa de usurpar, que se mareó del susto cuando comprendió que aquello tenía potencial para popularizarse alegremente entre sus propias gentes, extendiéndose por el corazón de los hombres como un mal que les aproximaba a las bestias y les alejaba, a la vez, de su benigna naturalidad. En ese instante comprendió que debía formar parte de la honorable labor de veganizar el mundo, antes de que el mundo los vegetarianizase a ellos.
Tras un momento de incómoda expectación, el Buscador consiguió disimular el amargor que le había subido desde el estómago directamente hacia el cerebro y declaró:
—Sabe como mantecoso... como cuando te lames una herida abierta. Me parece un sabor interesante, pero bastante desagradable al tragar sabiendo que se trata de menstrua de pájaro. —Y dejó los cubiertos sobre la mesa—. Comer este desacertado plato me hace sentirme un tanto impertinente, la neta. Lo que vemos aquí no es más que un campo que el ser humano no debe pisar. Pero agradezco el regalo y la dedicación que me mostrasteis, buen hombre, así que si hacéis el favor de volver a la alimentación vegetal, recomendaré pasar por vuestras manos a todo aquel que viaje por esta comarca.
El cocinero asintió con una reverencia de cabeza y retiró el plato. El posadero pensó que Tonatiuh estaba ofendido y puso cara de susto, así que le retuvo del brazo al pasar:
—Deshazte de esa chingada —le susurró—. No quiero volver a verlo en mis fogones.
La esposa observó cómo se llevaban el huevo frito y dejó caer los brazos con desencanto.
—Así que los rumores son ciertos.
—Sí, ya se los dije. Hay gente comprándolos en algunos pueblos, pero Marcia dice que a las tierras del sur todavía no llegaron —informó un viejo, con el pelo blanco como un armiño.
—Debería darles vergüenza. Y a todos los pendejos que traicionan tantos siglos de alimentación sin animales —escupió el posadero—. Nos acabaremos por convertir en salvajes como el resto de Señoríos.
—No los culpo, las cosechas se están yendo al pedo estos últimos años —respondió otro—. Las plagas son cada vez más frecuentes y más desconocidas, los agricultores se empapan de agua hasta que les sale la alternaria por la boca, mientras la negrilla les ataca el maíz que tanto esfuerzo costó conseguir y sol les arranca la piel por estar más horas expuestos a él.
—Y siempre lo hemos superado —atajó el posadero.
—Sí —afirmó la mujer—, pero los médicos ahorita recetan clandestinamente leche para el dolor de articulaciones, miel para la garganta y huevos como alimento para el invierno. Productos que vienen de animales. Están dejando de lado la medicina vegana que llevamos tantos siglos usando.
—¿Y los grandes señores de la Tierra lo saben? —quiso saber Tonatiuh, que se encontraba a las puertas de la esfera acomodada.
—Por supuesto que no. Y se horrorizarían como se enteraran, ¿pero qué puede opinar alguien que no se partió el lomo trabajando en su vida? —bufó un tercer hombre.
—Esta deshonra callejera me pone la carne de naranja —se lamentó otra mujer, acongojada—. ¡Les estamos quitando el alimento a las bestias! ¿Qué es, si no, la leche pa terneros que convierten en deformidades como esa que llaman queso?
—Me valen verga, las bestias —respondió el cocinero, encogiéndose de hombros—. Uno no puede preocuparse de otros si se tiene que preocupar de sí mismo.
Las miradas polémicas de los aldeanos se encontraron como el fuego cruzado. Una campesina grande como un toro se aventuró a decir:
—Hay algo que no entiendo. ¿Qué ganan los carnívoros de la Sal con dejarnos los huevos a precio de paja? Lo lógico sería que pudiesen permitírselo solo los grandes señores.
—Es sencillo. Si nosotros estamos mal, a sus hogares no llegará ni un mísero frijol —respondió su compañero, golpeando el bastón contra el suelo—. No tiene más misterio. Las guerras van y vienen, pero el hambre de los soldaos es eterna.
Entonces intervino un hombrecillo con lentes, que ejercía de maestro de escuela:
—No creo que el Señorío de la Sal busque enriquecerse, porque si no los habrían vendido en ciudades grandes como Alepo, que está cerca de la frontera. Están distribuyéndolos en pueblitos chiquitos para ayudar a nuestro comercio. ¡Para ayudarnos, fijaos, buenas gentes; lo que no han hecho en toda la historia! Y no hay nada más peligroso que estar agradecido con alguien...
Los aldeanos asintieron con la cabeza, manifestando su preocupación.
—Todavía esperarán también que nos vistamos con colas de zorro y pelos de oveja —bufó el viejo con sorna.
—Órale, dónde vamos a llegar... —se lamentó la mujer del posadero.
—No angusties, Talía —gruñó su esposo—, y tráele al señor Buscador un desayuno como dios manda.
—Como Saica manda —se burló ella, dándose la vuelta en dirección a la cocina.
La posada entera recuperó el humor y estalló en carcajadas, incluso los despojos humanos que dormitaban delante de su jarra de cerveza.
—Al menos ese pendejo barbudo opresor sí que no irá a ninguna parte —rio el campesino que había hablado antes, golpeando la mesa con los dedos gordos como morcillas—. Tantos siglos violentando a las gentes honradas de este Señorío y por fin, la historia lo devolvió al lugar del que nunca debió salir: la imaginación. Me cago en su pinche calva divina.
—Cállate, Teo, que se nos viene la Inquisición a la puerta de casa mañana mismo —bufó el viejo de pelo blanco.
—A la Inquisición le queda media primavera también; los fuegos se alzarán en su contra antes de que acabe el año —respondió tras dar un trago a su cerveza—. Ya lo veréis, anciano, ya lo veréis. Hasta vos viviréis para verlo.
Los aldeanos volvieron a reír, entre dientes, y alzaron su bebida a la salud de un futuro convulso y esperanzador. Talía volvió con un plato de rebozuelos con arándanos.
—¿Y hacia dónde iréis hoy, señor Buscador? —preguntó entonces un niño escuálido como una ranita, con el brazo enroscado a la pata de la mesa.
—Uy. ¿Tú qué haces despierto?
La mujer sacó al niño de los bajos y le dio un azote seco que resonó en la ropa llena de aire. Tonatiuh contestó con una sonrisa:
—No puedo revelar la ruta que voy a seguir por precaución, pero confío en llegar al principio de La Costura para dentro de un mes.
—Esa zona está bastante ajetreá últimamente; los chamaquitos del Metal se pasean por el puente cargando traviesas y vigas para construir los raíles del tren —comentó el posadero—. ¿Os imagináis a ese monstruo circulando a toda verga por el medio del océano? Dicen que el ferrocatril atravesará el mundo en dos días y volverá en menos de la mitá, que irá tan rápido como los ángeles.
—Es ferrocarril —corrigió el hombrecillo de lentes—. Y pueden pasar años hasta que nos pongamos de acuerdo con las Señoras de la Sangre y entre en funcionamiento.
—Ah, sí. Esas pajaronas... —se estremeció Talía—. Seguro que se van a capturar al hipocornio y se lo van a transformar en un perro perdiguero, todo dócil y apijotao.
Ya comenzaban los aldeanos a revolverse de nuevo, cuando Tonatiuh intervino con aquella voz dulce y naciente de la buena voluntad:
—¡Calma, calma! Es hora de que confíen en mí, buenas gentes. —Le miraron—. ¿Saben qué es lo que haré? Encontraré a esa criatura, le devolveré la dignidad que se merece y luego envolveré en gloria al Señorío de la Tierra. Sentaré un culo vegano en el trono, retorceré las conciencias de todo el mundo hasta hacerles vomitar e instauraré un mundo herbívoro que esté lejos de cualquier aberrante modo de vida. Escuchadme bien. Los ciudadanos de la Sal van a tener que buscar otra forma de hacer dinero, porque ya que nos vamos a ganar enemigos, nos los vamos a ganar bien.
Buscador del Metal
La luz de la mañana entraba por la ventana y hacía bailar las motas de polvo de la repisa, incidiendo sobre los pechos de la mujer que había tendida en la cama. La iluminación borraba las marcas de mordidas en su piel y levantaba reflejos dorados sobre la mata de rizos oscuros.
El joven acostado a su lado giró la cabeza para mirarla, con los ojos sombríos como dos chimeneas sucias y el pelo negrísimo. No contaba con más de veinte años y ya tenía a una mujer que doblaba su edad encogidita y dócil bajo el brazo. La ropa estaba tirada por el suelo a pesar de estar labrada en lino de la mejor calidad: una túnica corta de color vino y unos calzones de estilo árabe holgados hasta la pantorrilla.
Se entretuvo en ver dormir a la mujer hasta que una figura opacó la ventana del burdel y oscureció la habitación, aleteando contra la vidriera estruendosamente.
Ella se despertó de un respingo.
—Es para mí —respondió el joven, levantándose para abrir la ventana.
El pelempir entró como un vendaval y revoloteó por la minúscula habitación, gorjeando con sus rasposos chillidos mientras buscaba un trozo de suelo donde posarse. Tenía el tamaño de un buitre y arrastraba la cola tras de sí, plegando las plumas de la punta y golpeándola contra las patas de la cama por falta de espacio.
La mujer se subió al colchón con asco.
—Nunca me han gustado esas gallinas.
Una cinta blanca rodeaba la mandíbula superior del animal, con el sello del Señorío del Aire que llevaban todos los pelempires y la firma del emisor grabada debajo. Además, el saco membranoso que colgaba de su mandíbula estaba dilatado, lo que significaba que guardaba algo para él.
—Porque tu vida es tan simple y patética que no tienes a nadie más allá de estos tejados que quiera hablar contigo, pero yo soy un hombre importante —contestó de forma tranquila—. Hay mucha gente pendiente de mis movimientos.
El joven se agachó y rascó la nuca del animal, que alzó la cabeza mansamente y abrió las fauces ante la señal. Los pequeños dientes se curvaban como espinas en los bordes del pico, y el frasco era tan pequeño que tuvo que hurgar en la cavidad bucal del pájaro para encontrarlo.
Luego se acercó a la mesa y cogió el lomo de merluza que había sobrado de la cena entre dos dedos. Se lo lanzó al pelempir y tardó menos de un segundo en atraparlo en el aire y engullirlo.
Con el pañuelo que usaba de turbante, secó las babas del bote y abrió la tapa, sacando el papel doblado. Se sentó a leer con calma.
«Estimado Grillo,
Espero que tu viaje esté siendo fructífero. Por aquí no ha habido demasiadas novedades desde la anterior semana que te escribí, aunque mi madre dice que el Señorío del Metal se está resintiendo mucho después de que el señor Sagastta muriera en nuestros territorios. Parece que la burguesía extranjera está descontenta. ¿No se dan cuenta de que nosotros también lo estamos?
En palacio también está sucediendo algo extraño, porque mi padre fue invitado a la Corte de Maalouf Asís y nos contó que las cortesanas de Xantana se han mudado con él. También han entrado corceles nuevos a las caballerizas, y ninguno es de la raza que le gusta a Maalouf. Creemos que también las ha traído su hijo para organizar cacerías.
A propósito; recientemente he ingresado en la Academia Militar, desde donde te escribo, y pretendo acceder al Regimiento de Caballería Ligera cuando acabe el entrenamiento. Ya te contaré qué tal mis avances.
Te admiro mucho.
Atentamente,
D. Alphonse, marqués de Sade»
—Mi señor... —murmuró la mujer, rodeándose con la sábana.
—Cállate un momento. Búscame tinta.
Ella se levantó con un suspiro y rodeó al pelempir lo más alejada posible, rebuscando por los estantes hasta encontrar un frasquito negro y una pluma de ganso despellejada. Luego se lo tendió a Grillo, que le dio la vuelta a la carta de Alphonse y comenzó a escribir:
«Pequeño marqués de Sade,
Me enorgullezco de que hayas dejado esa tontería de los libros y por fin hayas decidido ingresar a la Academia. Yo entré ahí con once años, así que espero que tú con catorce, patees a todos los mocosos que ingresen contigo.
Mi viaje va bien. Aún no han transcurrido los tres meses de cortesía y no me dejan capturar el hipocornio, así que viajo por la comarca sin revelar mi identidad y me entretengo buscándole la pista. Guárdame esta confidencia, ¿eh? pero el gobierno ha reorganizado a sus partidas de soldados disimuladamente para que vayan echando un ojo por los bosques.
También ando esperando a que aparezca el resto de Buscadores para darles un pequeño susto. Estoy deseando conocer a la ramera del Señorío de la Sangre y domesticar esa boquita detestahombres.
Ya me contarás qué sucede en la Corte. Seguimos en contacto,
Grillo»
El joven releyó la carta por última vez y dobló el papel para meterlo en el bote, ante la ingenua mirada de la prostituta. Luego volvió a rascar la nuca al pelempir para que abriera la boca y metió el recado en su mandíbula.
El animal entendió la orden y se dispuso a salir desplegando las alas membranosas. Cogió impulso en el alféizar y Grillo lo vio marchar mientras se encendía un rulo de tabaco, desnudo y apoyado sobre la ventana.
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