Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Capítulo 35. Desierto del Sáhara

Buscador de la Sal

Se presentó a la puerta de la humilde casa de adobe, con la pelempira bajo el brazo y el caballo de las riendas.

La noche era tan cerrada que apenas se distinguían las paredes de barro y las briznas de paja entrelazadas, como si fuera un enorme animalucho de pelaje raído varado a orillas del desierto.

Un hombre apartó la gruesa cortina de lana de cabra, decorada con motivos geométricos, y lo miró con cara de pocos amigos. Llevaba una túnica raída y ningún tipo de calzado, así que se le veían los pies medio deformes y sucios. Tenía las arrugas de expresión muy marcadas y le faltaba algún diente, pero aquello no era más que el castigo del trabajo pesando sobre sus veinte años.

—¿Qué quieres? —gruñó.

—Soy Andrak Deniz, Buscador de la Sal. —Al terminar su frase, se dio cuenta de que tenía el cuello chorreando de sudor. Sacó la acreditación con una actitud desvalida que no pudo ocultar—: Busco alojamiento para la noche de hoy, y una comida caliente.

Mientras ambos se escudriñaban con cautela, Andrak inclinó la cabeza y vio una viejecita al fondo de la estancia.

El Buscador hacía tiempo que había perdido la noción del espacio. Las cordilleras y los bosques eran como áreas mágicas de transmutación corporal, donde los limbos y las fronteras políticas se desdibujaban rápidamente para, al cabo de semanas, escupirte a una sociedad distinta.

Pero averiguar el Señorío en el que estabas era enormemente fácil: si había varios hombres en casa —o varias mujeres— y no se reflejaba pobreza extrema en el mobiliario, se trataba del Señorío del Mar. Si la mujer no estaba en casa y el hombre estaba faenando con el puchero, era el de la Sangre. Si los progenitores de la familia estaban sentados en un sillón como sauces decrépitos, mientras los vástagos de cargaban sacos de arena, estabas en el del Metal.

Se notaba que aquella familia era más pobre que las ratas. El picor de la supervivencia hizo al joven arrugar el ceño y decir:

—No sé qué es un Buscador. Tampoco sé leer, pero si creéis que un papel puede pagar los dátiles pa vuestro gaznate, o echar a mi madre del catre, lo lleváis claro. A mi madre no la echa del catre ni Abd al-Rahman III.

—Pero los Señores...

—Lo que digan los Señores me la caga un dromedario. Con lo que os ha costao a vos llegar hasta aquí, ¿creéis que va a llegar un castigo suyo? —sonrió con los dientes mellados—. Ningún Señor sabe quién soy, ni me pueden diferenciar. Pa ellos somos como cabezas de res.

Andrak comprendió con desolación, que tenía razón. Para aquellas almas que viven en los confines del mundo, la confraternidad se grababa en las carnes y el abandono se sufría en el hábito. La sordidez marcaba tu comportamiento como un hierro a una bestia, y ya no había hospitalidad ni modales que valiesen. La Tierra lo sabe.

La legalidad también perdía su amenaza también, y empezaba a entrar en juego la posición de poder que tuviera cada uno en el momento. Y en aquel instante, el poderoso era el pordiosero que tenía un refugio de adobe en el desierto, y el vulnerable era el Buscador que iba a pasar la noche a la intemperie.

—Aquí come el que trabaja —declaró el joven finalmente—. Ponte a limpiar caracoles y veremos cómo duermes hoy.

Andrak ni siquiera sabía cómo aquel joven sabía lo que era un caracol, en aquellas tierras más áridas que un codo de viejo. Pero accedió con actitud amable, estacó a la pelempira en el exterior y entró en el habitáculo.

Era un lugar austero, muy alto y muy oscuro para evitar que se concentrara el calor. En la esquina, un catre de paja con un grosor lamentable indicaba el lugar donde debían de dormir él y la vieja. No había más muebles que un brasero central, servía para calentar la estancia y que hacía borbotear un caldero de comida que apestaba a especias. Las especias ayudaban a las comunidades del desierto a aguantar mejor el calor, y la alimentación acababa haciendo que ellos mismos también olieran fuerte.

Incluso aquella anciana parecía irradiar sudor de comino. Estaba envuelta en un manto negro con bordados de colorines y le miraba con una sonrisa de oreja a oreja.

—Toma. Limpia —interrumpió el hijo bruscamente.

Soltó en su regazo un puñado de piedras y unas herramientas, que consistían en un pedernal afilado y un cepillo hecho con pelos de dromedario. Andrak cogió una de las piedras y con lo que vio, se quedó patidifuso: había un caracol blanco atrapado dentro de la roca.

Por más que daba vueltas al pedrusco en la mano, el Buscador no acertaba a comprender cómo se había metido ahí el bicho. Que un caracol atravesase la roca le parecía un suceso digno de la magia y el espiritismo.

—Dicen que tienen muchos años y que guardan el espíritu de la tierra, así que los canteros y los arquitectos los pagan muy bien. También los alquimistas y esa gente rara que lleva mandil —explicó el hijo, ante su cara de desconcierto. Luego frunció el ceño—. Como te guardes alguno te corto las manos.

Andrak hizo un gesto de paz y se dispuso a limpiar el primer caracol, fijándose en cómo lo hacía el otro.

En aquel momento, la vieja se levantó del suelo y sacó un caldero de té del brasero, mostrando sus rodillas deformes. Luego partió una piedra de azúcar en trocitos y echó uno dentro.

Andrak pronto intuyó que se trataba de la madre, que debía tener unos cuarenta y cinco años, pero el trabajo infantil la había podrido de artrosis y ahora su hijo cuidaba de ella. Vivir exiliado en el Señorío del Metal le había enseñado mucho sobre su sociedad.

Mientras trabajaban, ella daba vueltas al té con un hueso de pollo, hasta que le dirigió la mirada y señaló los caracoles.

—¿Sabes por qué? —dijo con un esperanto chapucero—. Porque esto antes era mar. El dios Alacrán trajo desierto y metió caracoles en roca.

—¡Qué iba a ser esto mar, yemma! —bufó su hijo. Y la ordenó que se sentara en su idioma natal.

La vieja hizo un puchero de reprobación, como si compadeciera a su hijo por su falta de conocimientos. Andrak estudió a la viejita que olía a comino con admiración. Para su sorpresa, denotaba que, incluso en un Señorío profundamente saicano como era el del Metal, todavía quedaban familias ancladas a la Religión Antigua.

—Hijo tonto. Hijo no sabe —continuó la viejita, mirándole con una sonrisa cómplice—. Fátima es clan Amazigh, tú llamas "Bereber". Fátima tiene familia en el desierto, que se mueven —señaló hacia la negrura, a través de la ventana.

Andrak alzó una ceja, sin entender. ¿Qué su familia estaba allá dentro, con la hora que era?

—Ellos enseñan a Fátima cuando así —estiró la mano a medio metro de suelo—. Enseñan que ahora, mal momento para viajar. Mucho calor, mucho viento. Fátima duele los eizaam —se señaló los juanetes resecos—, y cuando Fátima duele los eizaam, uno tiene que meterse en casa y tapar ventanas.

—¿Por qué? —quiso saber Andrak.

La vieja bajó la voz, expectante:

—Alacrán enfadado. Tormentas de arena.

—Tú —espetó el joven duramente—. Deja de hablar con yemma.

Andrak obedeció y bajó la cabeza hacia sus caracoles, intentando molestar lo menos posible. Imaginó que era de mala educación que los hombres hablaran con las mujeres de familias ajenas.

Sin embargo, la vieja no se callaba. Por el rabillo del ojo observó cómo soltaba una risita que hacía temblar todo su cuerpo y levantaba su dedo huesudo.

—Tu pájaro.

Andrak alzó la vista y miró hacia donde señalaba: la ventana rectangular a través de la cual se veía a la pelempira, con las alas atadas e intentando remontar el vuelo hacia el cielo nocturno.

—Tu pájaro —repitió—. Quiere ir algún lado.

Andrak se quedó quieto, viendo al animal guerrear. La vieja tenía razón: tenía la mirada fija en el horizonte, como si tuviera algo que hacer allí.

Entonces una idea chispeó en su mente. ¿Podría funcionar...?

Se levantó rápidamente y, sin decir palabra, salió al exterior y se arrodilló junto a la pelempira. Le ató una cuerda al tobillo y le liberó las alas, por lo que el bicho ascendió hacia el cielo como una voluta de humo. Se quedó suspendida hasta la distancia que permitió la cuerda y comenzó a oscilar en parábolas ansiosas alrededor del Buscador. Rozar la libertad con las plumas la enfurecía y la convertía en un moscardón errante, en una cometa azotada por el viento.

Andrak comenzó a empalmar todos los cordeles, correas y cintas que llevaba encima, con el objetivo de darle cuerda para que pudiera elevarse más y ver el horizonte. En cuanto cogió diez metros de altura y encontró la dirección, fue directa hacia el límite como una veleta.

Andrak apenas cabía en sí de la emoción. Pronto se olvidó de la comida caliente y del catre que iba a compartir con una vieja que olía a comino. Ella lo miraba desde la ventana con sus ojos negros de perro y repetía, solamente:

—Alacrán enfadado.

Andrak se subió al caballo, ató el extremo de la cuerda a la silla y le espoleó, siguiendo la dirección en la que tiraba la pelempira.

Buscador del Aire

Durante aquellos días viajando juntos, Malinois había llegado a congeniar con los Buscadores del Mar.

Konah era una persona tranquila y sabia, pero su carácter era más manso que un burro, así que se le hacía muy difícil controlar a su hija. Su fortuna le había dado la dominancia que nunca corrió por sus venas y lo había convertido en una vaga figura de autoridad. Pero Malinois se había dado cuenta de que solamente utilizaba esa autoridad para hablar de estética y cultura, en las cuales se volvía un modelo moral difícilmente rebatible. Probablemente era por su aura de profesor de Universidad.

En cambio, a Dharma la veía como un pequeño recipiente de energía que, en el momento en que la adoptó su padre, pasó a formar parte de un mundo donde el dinero ponía a su disposición todas las oportunidades imaginables.

Aquello fue un golpe para su personalidad. Traía en la sangre la velocidad de la supervivencia, que nada tenía que ver con el ritmo de la vida tranquila y acomodada a la que su padre la había arrastrado. Eso la convertía en un macaco demasiado apresurado para su nueva realidad, muy difícil de manejar para ella, que desembocaba en manías como morderse las uñas hasta que se despellejaba los dedos.

Konah siempre la regañaba porque daba una imagen muy fea, pero Malinois la reconocía como una bastante familiar: ella se mordía las uñas, igual que él tenía el movimiento oscilatorio para calmarse. Se preguntó si la gente que se mordía las uñas para lidiar con el nerviosismo también sería ausentista, como él.

Se sentía cercano a ellos. Cuanto más tiempo pasaba en su carruaje, más transparente se volvía la caja opaca que cubría sus emociones.

Pero en el momento en que Malinois descubrió al Konah con la mano metida en las bragas de su hija, no hubo simpatía que lo salvase de ser expulsado de aquel pequeño espacio seguro. En los ojos del Buscador del Mar vio reflejado un sentimiento que no supo identificar y, entonces, el Buscador del Aire tuvo que bajar al suelo asustado.

Los vio alejarse con el convoy y los guardias incluidos, quedándose solo en una tierra tan bochornosa que recordaba lo cerca que estaba del desierto del Sáhara. Ni siquiera había podido reclamar el caballo que viajaba con el carruaje, ya fuera por motivo de olvido o de represión por meterse donde no le llamaban.

Entonces miró a la lejanía y supo que el hipocornio estaba allí dentro, en algún lugar, así que no le quedó más opción que internarse en el desierto y rezar porque no fuera demasiado tarde.

El aire se levantaba por momentos y formaba graciosos remolinos dorados. La vegetación se transformó en marañas espinosas y poco a poco fue desapareciendo. Los animales fueron haciéndose cada vez más pequeños y rápidos.

Malinois se puso la capa sobre la cabeza para protegerse del sol.

Cuando llevaba unas cuantas horas caminando, divisó un grupo de personas arremolinadas en torno a una pequeña ensenada. El agua apenas era visible a causa de los arbustos que habían infestado la orilla, aprovechando el único remanso de humedad en el entorno. Un rebaño de cincuenta cabras mordisqueaba las hojas duras como escarpias, mientras sus dueños establecían unas jaimas a su alrededor, formadas por estacas y telas.

Los nómadas estaban cubiertos de túnicas de color claro, turbantes y collares. Estaban morenos y arrugados como las patatas, y el guiño permanente de ojos les daba un aspecto huraño. La comunidad se quedó observándole desde el primer momento, pero por alguna razón, no le provocaron ninguna ansiedad social. Podía percibir que aquellas personas estaban tan desconectadas de la sociedad como él.

Malinois llegó hasta ellos dubitativo, sin saber muy bien cómo entablar contacto. Entonces rebuscó entre sus ropas y sacó unos alfeñiques de jengibre que le había regalado Dharma antes de irse. Se los tendió a los nómadas, haciéndoles un gesto que significaba "comestible". Uno de ellos —cubierto con un turbante de forma que apenas se le veían los ojos—, lo reconoció como un regalo y se acercó a cogerlo muy contento.

El Buscador se puso la mano en el pecho y dijo, en esperanto:

—Soy Malinois.

Parecieron comprender enseguida. Otro de ellos señaló a su pueblo y contestó con voz ruda:

Amazigh.

Malinois no sabía que existían los nombres colectivos, pero tampoco le importó. Aunque no hablaran la lengua común, él era experto en encontrar canales de comunicación diferentes a la palabra. Se puso la mano frente a la cara para simular el cuerno del hipocornio y abarcó el desierto con un gesto.

Los Amazigh murmuraron entre ellos y asintieron rápidamente. Señalaron hacia el horizonte con el dedo y el que había cogido el regalo se ofreció a acompañarle con una sonrisa. Malinois apenas daba crédito a la suerte que había tenido. El bereber se colgó al hombro un odre con agua, pero antes de irse, su tribu pareció advertirles que tuvieran cuidado con algo que pasaba en el cielo.

Así que Malinois y su nuevo guía emprendieron el camino, dejando atrás los suelos más duros y comenzando a caminar por la arena blanda de las dunas.

El paisaje desembocó en un océano dorado e inmóvil, donde el viento arremetía contra ellos en ráfagas y les desequilibraba por momentos. El guía bereber le llevaba por la cresta de las dunas porque costaba menos trabajo caminar, y desde su posición se veían las laderas marcadas por diminutos regueros serpenteantes, provocados por el viento.

Malinois no tardó en perder la orientación, en aquel desierto donde no había vegetación, animal ni construcción que sirviera de referencia. Tras un periodo de tiempo imposible de discernir entre media hora y dos horas, el guía se plantó de golpe y señaló hacia abajo.

Allá, al agrego de la ladera, había un animal blanco medio sepultado por la arena. Habría podido confundirse fácilmente con un cadáver de dromedario, ya que los huesos picudos del hambre marcaban su figura.

Malinois bajó a toda prisa por la colosal ladera de la duna, mientras la arena helada le mordía los tobillos y se introducía en sus botas. Nunca había pensado que la arena que quedaba en la cara sombría del desierto pudiera llegar a estar tan fría. Para cuando llegó torpemente al pie, el guía ya se había marchado.

El Buscador se acercó al hipocornio con cierta cautela, aunque el animal no parecía representar ninguna clase de peligro. Por el movimiento acompasado del costado, pudo comprobar que aún respiraba, aunque con debilidad. Le puso la mano en las costillas y no se movió. Su pelaje era suave y muy corto, jaspeado como si hubiera sido forjado en las chispas del infierno. Tenía la cabeza semi enterrada en la arena, así que Malinois cavó a su alrededor con las manos. Tenía el corazón en el puño. El polvo dorado se escurrió entre sus fauces y dejó al descubierto el cuerno amenazante de dos palmos de longitud y el ojo entrecerrado, sepultado de legañas más duras que el adobe.

Pero lo más aterrador era la herida que tenía en el tabique, hinchada y morada como una ciruela. Había perdido el pelaje y hedía a sudor de ratón, y cuando le tocó el rostro, supo que la fiebre le había puesto tan caliente que solo podía haber sobrevivido por tener la cabeza enterrada en la arena fría.

El aire comenzó a aumentar un poco su intensidad. Malinois supo que tenía de darse prisa.

Todavía recordaba las lecciones básicas de medicina que le enseñaron en el Señorío del Aire, antes de dedicarse a la cría de pelempir.

Se puso de pie, se sacó el pene y se puso a orinar sobre el hocico del hipocornio. Levantó sus fauces para que pudiera beber y con el último chorro, lavó la herida y sus manos para desinfectarlo todo. Luego se arrodilló, se puso la cabezota en el regazo y, con la punta del cuchillo, presionó la herida de bala. Borbotones de sangre y pus corrieron por los muslos, expulsando un olor deleznable.

Hurgó con la punta un momento más, tocando la bala alojada en el tabique y ayudándose del dedo para sacarla. Cayó a la arena con un sonido inerte, como un gélido recordatorio del Señorío del Metal. Luego se arrancó un trozo de capa y le vendó el hocico muy prieto, dejando los ollares al aire para que pudiera respirar.

Una vez terminado el trabajo, Malinois se dejó caer hacia atrás, recorriendo el cuerpo del animal con la mirada. Se detuvo en sus genitales, impresionado.

—Eres hembra —observó.

En su entorno, nadie había considerado la posibilidad de que el famoso hipocornio fuera hembra. No le sorprendía; hasta él se había dado cuenta de que la humanidad siempre asociaba la brutalidad y el vigor al macho semental. Sin embargo, a la naturaleza no se le pueden poner reglas. La Tierra lo sabe.

Se tomó un momento para admirar a la bestia que ahora dormitaba inofensiva, lejos de las aproximaciones glorificadas o malditas que se hacían sobre ella. Malinois no entendía de misticismos, así que era capaz de ver al animal en su forma más orgánica y sencilla.

La mirada que tanto incomodaba a la gente eran simplemente unos ojos de carnívoro desplazados al frente, que le permitían enfocar a sus presas en la profundidad para poder cazarlas. No era como los antílopes, que necesitaban visión lateral para vigilar sus alrededores por si llegaba el momento de huir.

A diferencia de los caballos, tenía los ollares en lo alto del tabique, como las aves pescadoras. Pero no por designio divino, sino porque al ensartar el cuerno en sus presas se habría llenado de sangre y no habría podido respirar.

Para él los animales no entrañaban ningún secreto. Los reconocía exactamente por lo que eran, y ninguno ocupaba un escalón superior o inferior a los pelempires que él criaba en el Señorío del Aire.

El viento se había enfurecido repentinamente y traía arena sobre ambos animales: el hipocornio y el humano. El Buscador le limpió las legañas secas y le levantó el párpado. Se vio reflejado en su pupila, que imperceptiblemente parecía desprenderse de las redes de la inconsciencia y hacer un esfuerzo sobrehumano por enfocar, por captar algo de información. O quizá se lo estuviera imaginando. No guardaba demasiada ansia por que la hipocornia sobreviviera, porque sabía que eso ya no estaba en sus manos y que sería la naturaleza la que tendría que decidir.

El viento comenzó a emitir un suspiro sonoro por todo el desierto, como de miles de granos acariciando las dunas. La arena finísima se desprendía de la ladera y formaba figuras volátiles, como espíritus caminando, pero dejó de ser un panorama bonito cuando el polvo abrasivo comenzó a metérsele en los ojos.

Malinois se cubrió con el brazo e intuyó que algo iba mal. Se vio obligado a levantarse luchando contra el viento, dirigió una última mirada a la hipocornia y se dio la vuelta.

Las lenguas doradas lamían las dunas y arrancaban la arena para dársela al cielo, aumentando la temperatura repentinamente.

El Buscador salió corriendo hacia la ladera y se dispuso a remontarla, pero tardó varios minutos en alcanzar la cima. Acabó llegando cuatro patas y con los pulmones a punto de estallar del cansancio. La boca le sabía a arena.

Miró hacia atrás.

Una nube de polvo se cernía sobre el desierto a toda velocidad, sepultando rápidamente a la hipocornia y las huellas que había dejado al pie de la duna.

No pudo hacer otra cosa que cubrirse con la capa. La tormenta tardó unos segundos en abalanzarse también sobre él.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro