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Capítulo 28. La Tramontana

Buscador del Metal

Grillo se había quedado tirado.

Su caballo se iba cojo y con los tendones arrastrando tras el mordisco del hipocornio, así que acabó por desplomarse en el suelo poco después de entrar en el Ducado de Toscana.

El Buscador se bajó de la silla y notó un calambrazo recorrer su pierna, porque él no había corrido mejor suerte después de caer en el cepo de metal al que le había empujado el hipocornio.

La cordillera se extendía donde alcanzaba la vista. Debían de estar a la altura de Venecia, pero la civilización más próxima se encontraba a cuatrocientas leguas y Grillo decidió hacer noche.

Pero montura y jinete, unidos por la cojera del tobillo, poco habían congeniado en la solidaridad de su dolor. El animal miraba con terror a la persona que le había obligado a caminar herido durante horas, y el humano le miraba con el rechazo de verse retrasado por su culpa.

En la pequeña hoguera donde repiqueteaban las ramas de encina, el Buscador se sentó en silencio y echó la carta de Alphonse a las llamas. Su pelempir había muerto pisoteado por el hipocornio, así que no la correspondencia se había terminado. Se imaginó al niño asomándose a la ventana del barracón militar cada día, esperando su respuesta antes de irse a dormir.

Grillo se vendó el tobillo con un trozo de túnica y se acostó desesperanzado, sin saber muy bien qué iba a hacer al día siguiente.

Por la mañana, el mustang amaneció tumbado en la misma posición. Grillo salió a cazar un par de ratas para desayunar y volvió a la base cuando el sol golpeaba ya fuerte en el cogote. Había recuperado el malhumor.

—¡Levanta! ¡Hoooooo!

Agarró las riendas, clavó el pie sano en el suelo y tiró con todas sus fuerzas para torcer el cuello del caballo, pero este ancló la cabeza y no se movió. Le dio un puñetazo­ en la grupa.

—¡Muévete, bestia!

Tiró de las riendas de nuevo y apoyó todo su peso en el aire, pero el animal no se movió.

Grillo se sentía demasiado frustrado para lidiar con un ser más terco de él, así que se dio la vuelta con un rictus de rabia y gritó. Gritó y maldijo en árabe hasta que la basteza del campo ahogó su voz en la distancia, donde los castaños y los robles punteaban la ladera y los girasoles que se habían reproducido en pinceladas amarillas, a través de algún vilano silvestre.

Gritó para ser escuchado, pero el único que vino a buscarle fue un pelempir. No lo entendió. ¿El marqués había encontrado otra ave que enviarle?

Aleteó sobre su cabeza y graznó por los aires antes de aterrizar.

—Ahora no, Alphonse, me cago en tus ancestros. Más te vale traerme un jamelgo ahí dentro, o ya te puedes ir por donde has venido...

Pero el pájaro se le quedó mirando y Grillo no tuvo más remedio que tomar la carta de un manotazo. Se la llevó a los ojos con hastío.

Pensaba encontrar la letra tierna del Marqués de Sade, pero en su lugar se topó con un papel y una caligrafía que no supo reconocer.

«Ilustre Buscador nacional, que se hace llamar Grillo, —leyó.

Os escribe Brais Rhazel, Condestable del Ejército del Señorío del Metal, destinado en El Cairo. No nos conocemos personalmente, pero tengo el honor de haber sido puesto en contacto con vuestra merced para avisarle de que nuestra misión ha resultado fructífera. El anterior Señor del Metal, el Altísimo Maalouf Asís, nos encomendó la tarea de buscar al hipocornio aprovechando que se había escapado dentro de nuestras fronteras, operando en situación confidencial.

Estos meses hemos tenido graves problemas de maniobra, porque la bestia se ha mantenido en el lado de la Tramontana que pertenece al Señorío del Mar y no hemos podido seguirla, pero hoy por fin, día tres de noviembre, podemos comunicarle que la bestia ha cruzado a nuestra nación nuevamente y que se encuentra dentro de un rango controlado de veinte leguas, donde mis hombres la vigilan de cerca.

Comparto su ubicación exacta con vuestra merced y adjunto un mapa para que podáis orientaros; nos consta que podéis acceder a su paradero a través de un paso que hay en el curso alto del río Arno.

Sin embargo, os recomiendo que corráis, señor Grillo, porque el estado de la bestia es bastante calamitoso.

Corred porque también está por aquí un ejército enemigo, al mando de alguien que se hace llamar Camarguista.

Corred porque no podremos retener a otro Buscador, si llega antes que vuestra merced.

Corred porque no podremos retener a la bestia tampoco.

Corred por vuestro honor y por vuestra patria, señor Grillo. Nos mantendremos en contacto.

Que Saica le bendiga.

B. Rhazel. Condestable tercero».


Cuando terminó de leer, Grillo podía escuchar el pálpito de su corazón a pesar del viento.

Se puso en marcha a toda prisa.

Cojeó hasta un arce que tenía las hojas rojísimas, único indicador del otoño en aquella marea de hoja perenne, y arrancó una rama de un crujido. Entonces volvió a la base y sacó la pluma de ganso que utilizaba para escribir cartas, atándola al extremo de la rama con cuerda.

Resollante como una caldera, se sentó en la grupa del mustang y le agarró de la crin.

—¡Levántate, borrico! —Le picó con el instrumento en el hocico, clavando la punta metálica encima del ollar y haciéndole dar respingo—. ¡Vamos! ¡Me cago en tu puta madre! ¡Vamos!

Le dio otro picotazo en el costado, donde la piel era más tierna. El mustang arrastró las patas traseras y corcoveó, molesto.

—¡Levanta, bestia, que te voy a arrancar la piel a tiras!

Entonces giró la muñeca y le picó con fuerza en los genitales que había dejado al descubierto, donde estuvieron los testículos antes de la castración.

El mustang no pudo hacer otra cosa que levantarse de golpe, torpemente. Agitó la cola para intentar librarse de aquella cosa que le estaba haciendo daño, pero lo único que recibió fue un tirón de rienda y otro picotazo en la grupa. Lanzó una coz hacia atrás y arrancó al trote con un relincho de dolor, intentando apoyarse en la pata sana. El cojeo era tan pronunciado que parecía que Grilló saltaba sobre la silla.

—Vamos a llegar los primeros. ¡Los primeros! —Le arreó para pedirle galope—. Y si para eso tienes que apoyar el hueso en el suelo, lo vas a hacer. ¡Como si andas con las orejas, desgraciao!

El mustang consiguió ponerse al galope, mientras los calambres llegaban hasta las pantorrillas de Grillo. El cuello comenzó a sudarle al cabo de unos minutos y tenía los ollares tensos como señal del gran esfuerzo que le estaba suponiendo. Logró cojear unos cuantos kilómetros más, hasta que prácticamente el hueso le sobresalía del casco y dejó de responder a las órdenes de rienda.

A Grillo no le importó bajarse y meterle por fin una bala en el cráneo, tras haber divisado en la lejanía lo que parecía ser un percherón.

Tiraba de una diligencia llena de presos, de esas que llaman "canguras" porque van completamente cerradas y dejan a los reclusos cociéndose en su interior. Aunque el castigo que les esperaba en las galeras sería mucho peor.

Los pobres infelices observaron a Grillo a través de los barrotes de las ventanas, a aquel hombrecillo de piel morenísima que se protegía del sol con el turbante y que tenía las babuchas llenas de mugre. A pesar de su altura y de su garbo de quinceañero, se apreciaba su espíritu rudo a través de los ojos pintados de negro.

Luego le metió una bala en el cráneo al oficial del Mar que acompañaba al séquito, porque para él, un lila menos en el mundo siempre era un progreso para la calidad de la raza humana. Después desenganchó al percherón y miró a los presos que se agolpan en la ventana ansiosamente.

—Sean cuales sean vuestros pecados, yo los multiplico —declaró Grillo—. Vuestra sentencia es estúpida, y vuestra condena, paternal. Ningún ser humano puede juzgaros. Solo ese de arriba.

Los convictos miraron al cielo y creyeron que hablaba de Saica, pero se fijaron mejor en su dedo señalador y la verdad les aturdió.

Se refería al Sol.

—Solo merecen vivir aquellos con el alma férrea y la piel dura de un lagarto; vuestro verdadero castigo será el calor.

—¡Misericordia, viajero! —suplicaron los presos, al comprender lo que estaba insinuando.

—La misericordia es para los sabios, y nosotros lo que somos es animales. La supervivencia se conquista. Luchad por vuestra vida, esforzaos en abrir esa puerta y seréis dignos de la libertad.

Entonces se volvió para subirse en el percherón. Necesitó apoyarse en el carro para llegar a la grupa; jamás se había montado en un caballo tan alto. Pareciera que galopaba en un titán monstruoso y bonachón, cuando dejó atrás los gritos de súplica y se encaminó hacia las llanuras del Arno.

Semejante calor infernal tan cerca de la costa no le daba buena espina, porque si el calor entraba al desierto se transformaría en viento.

Y el viento en el desierto solo podía significar una cosa: tormentas de arena.

El viejo vendedor de perlas llegó exhausto. Ya había anochecido.

Llevaba todo el día caminando por la ribera del Arno, hasta que vio unas luces blancas en mitad del río y, cuando agudizó la vista, se dio cuenta de que era un grupo de hombres metidos en el agua hasta la cintura.

Debía tratarse de pescadores, que habían cercado el río de orilla a orilla y estaban sumergiendo unos botes de cristal con jades luminosas detrás de la red, probablemente para atraer algún tipo de pez.

El viejo fue a acercarse a ellos, cuando escuchó movimiento de vegetación y se agachó de repente, encogidito.

Miró a su alrededor. A su edad, uno tenía que tener cuidado con la gente que se escondía en la oscuridad. Y fue entonces cuando distinguió a dos hombres encorvados detrás de unos arbustos de espliego, uno detrás del otro. No se habían dado cuenta de su presencia, respiraban entrecortadamente y se movían al ritmo de los empellones. El de atrás tenía entre las manos una especie de serpiente sujeta por la cabeza, brillante como si estuviera cubierta de baba. Sea lo que fuera aquella cosa, el hombre se la había enfundado a su compañero en el pene y le masturbaba con energía.

El viejo nunca había visto algo así. Se quedó un rato callado, sin moverse y sin parpadear. De repente había olvidado lo que había venido a hacer allí.

Pero entonces las figuras escucharon algo y se irguieron.

—¿Quién anda ahí?

El viejo tuvo que salir al descubierto, muy despacio.

—Hola. Qué alegría encontrar a alguien a alguien a estas alturas de la noche.

Salieron de detrás del espliego y tiraron rápidamente lo que tenían en la mano. Era una anguila con la boca desencajada. Quizá por eso les olía la verga a pescado que echaba para atrás.

Se subieron los calzones y se abrocharon los botones de la camisa a toda prisa.

—Somos pescadores de angulas. Nuestros compañeros están atrapándolas en el río.

—Sí, ya los he visto —respondió el viejo. Luego rebuscó en el bolsillo y se acercó a ellos—. Yo venía a traerles esto. Una arriera me lo dio arriba del Arno, que dice que se lo dio una mujer cerca de la Tramontana. Contiene información importante; nada que un viejo como yo, o un pescador de angulas pueda hacer; pero quizá a algún mandamás pueda servirle de algo.

—¿A quién, abuelo? Nosotros vamos a vender las gulas a Jartum.

—Pues hacia allá tiene que ir. El Nilo siempre trae oportunidades.

Los pescadores se miraron. Entonces uno de ellos se encogió de hombros, se limpió las manos en la camisa y fue a coger la carta. El viejo la retiró a tiempo.

—Pero antes... ¿Quiere usted unas perlitas recién cogidas?

—Las perlas son para burgueses, abuelo.

—¡Anda, calla! Las perlas quedan bien en el cuello de todo el mundo. Y en el de ese galán suyo, lucirían más que el sol, jeje. —Miró con picardía al otro pescador, que se puso nervioso—. Además, estoy seguro de que os interesa esta carta. Está firmada por un tal "Marqués de Sade" y tiene sello oficial. Buena caligrafía, buena mano. Alguien importante, seguro. Podrá venderlo por ahí, al precio que usted decida. Yo solo le pido a cambio, que me compre unas perlitas. ¡Fíjate lo que dirá el burgués cuando vea a un pescador de anguilas con sus joyas puestas!

El pescador llevaba fruncido el ceño de la desconfianza, pero leyó la carta a la luz de un fósforo para comprobar que era verdad y suspiró.

—Abuelo, es usted un tigre.

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