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Capítulo 27. Veracruz

Señorío de la Tierra

Las ventanas estaban cerradas a cal y canto. Las cortinas estaban echadas.

La estancia habría estado en completa oscuridad de no ser por la infinidad de velas y candelabros que había alrededor del altar. Una mujer estaba arrodillada ante él, envuelta en un vestido negro que se fundía con el ambiente. Se había hecho un recogido en forma de trenza que le rodeaba la cabeza, fruncido en el lateral con un clavel rojo bien grande. Los pendientes y anillos de oro indicaban que era de buen linaje.

En el lateral estaba la marimba que tanto le gustaba a su familia, decorada con calaveritas de azúcar y amaranto. El altar estaba lleno de retratos de sus antepasados hechos a carboncillo, y también de cuadros de los animales que vivieron en su hacienda a lo largo de los años y que, por tanto, formaban parte de su familia también. En uno de los retratos había una yegua baya, con el nombre de "Salvia" escrito debajo.

Además, en el altar abundaban las ofrendas de aguacates, bananas, coco y cítricos. También botellas de tequila, tabaco y objetos personales en honor a algún fallecido que los disfrutaba.

El romero, la manzanilla, la calabaza.

El cuenco de sal, la copa de agua.

El plato con tamales, el pan de muerto.

Los jarrones repletos de celosías y crisantemos naranjas.

Decorándolo todo, los trocitos coloridos de papel amate tapizando el piso y las figuritas de salamandras talladas en madera, desparramándose por el altar como ratoncillos.

En el piso inferior había una cuna de mimbre, inundada en blancas mantitas de lino. Y en el interior, como si hubiera explotado una pequeña voluta de primavera, se hallaban un montón de pétalos dorados de cempasúchil. La esquina de la mantita tenía la palabra "Yago" bordada a mano.

Entró en la sala un hombre de buen porte, enfundado en un traje de cuero que apestaba a sudor y lanzando un haz de luz al salón.

La mujer se levantó.

—Roque...

Se acercó a ella y le tomó la mano, besando el dorso. Tenía la piel de color canela y los ojos marrones como el barro, y las pestañas tan largas y negras que podían verse hasta en Pekín.

—Hola, Cher, querida. ¿Cómo estás?

­—¿Cuándo llegaste a Veracruz?

—Ayer.

—No tenías que haber venido —dijo preocupada—. Los jornaleros podrían verte y... ¿escondiste el rocín?

—Sí, tranquila. Nadie me vio.

Le miró de arriba abajo.

­—Pero... ¿Cómo...? ¿Qué haces aquí? —arrugó el ceño—. ¿A tu familia no le importa que te ausentes hoy, el Día de los Muertos?

­­—Mi familia es saicana, ya sabes. Allá no se celebra.

Se miraron un segundo, como asegurándose de que estaban en la misma habitación. Luego se sentaron juntos en los cojines que había frente al altar.

La Religión Antigua había logrado sobrevivir en el tiempo, en los resquicios que dejó la Religión Moderna tras las Cruzadas de hacía siglos.

Perduraba en el Señorío de la Tierra y en el del Mar porque ambos se debían a las fuerzas de la naturaleza —que impulsaban sus barcos y hacían crecer sus semillas—, pero también tenía adeptos en el Señorío del Aire porque cuando un enfermo llegaba allí para ser curado, acostumbraba a traerse también las creencias de su tierra.

Así que ahora, los creyentes de la Salamandra —como Cher— no solo tenían que sobrevivir a Saica, sino también al ateísmo que se estaba poniendo tan de moda cada vez que un ilustrado como Diderot habría la boca. El mundo se había vuelto a dividir, y no solamente por profesiones. El pastor que inició el Escándalo de Saica en las cuevas de Qumrán había desatado, sin quererlo, una pugna por la conquista del mundo espiritual entre las tres posturas.

Pero la Religión Antigua estuvo allí antes de que Saica llegara y los calendarios empezaran a contar, cuando todavía no se había inventado la rueda y los humanos adoraban a los matorrales a las orillas del Éufrates. Entonces alguien observó por primera vez a una salamandra debatirse entre la tierra y la humedad, un bichejo que dominaba ambos mundos y que regeneraba sus heridas como los corales; y ese alguien, embelesado por la complejidad de la naturaleza, no encontró mejor manera conceptualizar su inspiración que llamándola de ese modo: la Salamandra. Una admiración tan visceral y tan inconsciente que nadie se daba cuenta de que todos los humanos la compartían a lo largo del mundo. Hasta que sí se dieron cuenta. Y entonces la Salamandra tuvo por fin su reconocimiento.

Ese alguien había sido Siddharta Gautama, un sabio que vivió en la cordillera Transhimalaya quinientos años antes de que llegara la religión Moderna y la distribución Señorial, y al que después llamarían Buda.

Y claro, en las tierras desérticas sentían la misma fascinación cuando miraban sus dunas, sus colinas pedregosas y sus lagos centelleantes, pero como no habían visto una salamandra en su vida, lo llamaban Dios Alacrán. Era el mismo perro con distinto collar.

Roque desvió la vista del altar para mirarla.

—¿Te escribió Tonatiuh? ­—preguntó, a lo que Cher negó­—. ¿Ni una vez en dos meses?

­—Ay, ese pendejo... Sabrá qué chingados andará haciendo. Yo sí le escribí.

Entonces ella se llevó la mano a la boca aterrorizada.

­­­­­­—Oh, ¿crees que le habrá pasado algo? No lo soportaría. Esta casa se haría aún más grande y desoladora y...

­—Seguro está bien, Cher. No te preocupes. —Se encogió de hombros—. Quizá te escribió y su pelempir se perdió por el camino.

­—¿Crees que se habrá acordado de Yago? —dijo ella después—. ¿Y de los abuelos? Tan lejos del hogar... ándale a saber si recuerda qué día es hoy, caminando por ese puente viejo y deprimente, o por cualquier llanura donde rumian los chivos.

El hombre no contestó, así que Cher guardó silencio un momento y luego dijo:

­­—Está aquí, Roque.

­—¿Tonatiuh?

—Yago. Puedo sentirlo. ­Si pruebas ahora el pan de muerto verás que no tiene sabor, y eso es porque su alma ha venido al olor del cempasúchil y se lo ha comido. —Respiró hondo, con los ojos cerrados y los dedos hundidos entre los pétalos dorados de la cuna—. Mijito lindo... Puedo tocarle la cabecita, así, mientras se ríe con esos dientitos de leche, asomando como huevos de caracol. Tiene alacranes y salamandras caminando por las paredes de la cuna para guiarlo. ­

Roque puso una mueca de asco, y Cher, con los ojos cerrados y como si le leyera la mente, susurró: ­

—No le hacen daño. Lo cuidan y lo protegen como yo no pude hacerlo. Ya sé que tú crees en otras cosas, Roque, pero estoy segura que me entiendes. Los niños son sagrados aquí y en todos los sitios.

­Roque asintió. Luego puso una mano en la suya­­.

—¿Quieres que me quede a dormir?

Ella abrió los ojos para mirarlo, despertando con esfuerzo de su ensoñación.

—Claro, quédate. No puedes irte a estas horas.­ Pero duerme en la alcoba de invitados esta vez, por favor. —Luego miró hacia la cuna—. No quiero que Yago te vea dormir en el lado de Tonatiuh.

Buscador de la Tierra

Sadira se pasó casi toda la tarde marginada en la zona más alejada posible de la civilización, es decir, subida al mástil mayor o en la punta del bauprés frontal.

La crisis identitaria le hacía pasarse los ratos llorando, maldiciendo su fe en su mente y arrepintiéndose después. Tampoco quiso acercarse a cenar para no compartir ni una brizna de aire más con aquellos sacrílegos extranjeros, que no tenían ningún reparo en saltarse su integridad para mezclar culturas que debían permanecer separadas.

Tonatiuh miraba a la arriera de vez en cuando para asegurarse de que no se tiraba por la borda para llegar a Génova ella solita, y aunque consideraba que su relación había mejorado bastante desde la mañana, no tuvo el valor de acercarse a hablar con ella.

El atardecer pronto comenzó a lanzar sus lenguas rosadas por el cielo y a mostrar las estrellas, mientras La Dragona avanzaba a medio trapo y dibujaba remolinos ruidosos sobre las olas.

—Por favor, Saica, devuélveme la fe y aleja la incredulidá de mí.

Suspiró.

Se frotó los ojos y escuchó unos pasitos detrás. Se giró de golpe para ver al niño soldado con la cabeza rapada y el uniforme gris, acechándola desde las escaleras.

—Pooja... —se secó los ojos.

—Hola. Te he oído llorar desde cubierta y he venido a consolarte —respondió con actitud responsable, sacando pecho.

—¿Qué? No necesito que...

—Qué falsos sois los adultos —comentó, sentándose a su lado. La miró con los ojos muy abiertos como una lechuza y le señaló el pecho—. Te duele el corazón. Lo noto.

—Estoy... empezando a pensar que to lo que trajo Saica son patrañas.

—Saica es mi padre. No digas cosas malas de él —frunció el ceño—. También es tu padre. ¿Por qué hablas mal de tu padre?

—Porque defender mi patria y mis costumbres lo único que está haciendo es volverme chiflada. ¿Y al final qué soy? La tonta que se enfada con sus compañeros de viaje por cantar juntos la misma canción —gruñó, ocultando la tristeza debajo de sus palabras. Después observó a Pooja con vaga curiosidad—. ¿Y tus padres de carne y hueso dónde están?

—Viven en un pueblito de Bangladesh. Trabajo para que puedan descansar y el Gobierno les paga una pensión —le dijo, orgulloso—. Ellos me enseñaron a rezar en el patio, subido en un escalón para que no me picasen las serpientes. ¿Quieres rezar conmigo? Rezar levanta el ánimo.

Sadira se mostró dubitativa. Llevaba sin realizar una oración en condiciones desde que pasó por casa el veinticinco de mayo, en la festividad de Santa Sarah Calé, donde toda su familia se vestía de negro y subían a las hijas en edad fértil a corceles de pura raza sevillana para pasearlas por la ciudad en romería.

—Bueno —aceptó, sin mucha emoción.

Pooja se puso de rodillas y se quedó mirándola, esperando a que le imitara.

Una vez se puso de rodillas también, el soldadito del Metal alzó la voz.

—Querido Saica, gracias por haber hecho que mis padres descansen ahora que son viejos y tienen los huesos débiles, mientras que yo, que soy joven y fuerte, soy libre para viajar por el mundo y mantenerles en agradecimiento a la vida que me han dado. Gracias por permitirme considerar como hermanos a todos los habitantes de mi Señorío, igual que esta mujer considera hermanas a las del suyo; y por alejar el mestizaje de nuestras tierras para expulsar, consigo, la rivalidad.

Entonces sacó un Libro Saico del bolsillo, tan pequeño como su palma, y lo abrió en una página que Sadira había jurado que era aleatoria.

—Como dice Saica en su libro sagrado: Versáculo 7. Cuando el cielo estaba en llamas, bajé a la Tierra y encontré a los humanos derramando lágrimas, descalzos y primitivos mientras el caos se propagaba a su alrededor sin conocerse una sola muestra de empatía y de sentimiento de humanidad. Entonces dividí el mundo en seis partes y entré en sus casas deteniendo la disputa, ilustrándoles en el arte de la colaboración y la dependencia —recitó en perfecto esperanto.

Sadira se dio cuenta de que el niño miraba la página, pero no las letras. En ese momento lo comprendió: no sabía leer, así que en su entrenamiento habían debido de enseñarle los discursos de memoria.

Su comprensión tierna y moldeable fue educada en base a tres arbitrios: primero, se necesitan los unos a los otros para sobrevivir.

—Se necesitan los unos a los otros para sobrevivir —repitió ella, con los ojos cerrados.

—Segundo, la autosuficiencia de un individuo solo puede llevar al egoísmo, a la depredación y a la mezquindad.

La autosuficiencia de un individuo solo puede llevar al egoísmo, a la depredación y a la mezquindad.

—Tercero, la única forma honesta de relacionarse con otro cuerpo humano es ejerciendo el comercio, pues de otrora manera, las personas dejarían de situarse frente a frente y se fundaría una relación de dominancia. Producir para sí mismo coloca a los humanos en escala, mientras que intercambiar sitúa ambos extremos en posición de trato, es decir, igualitario.

—La única forma honesta de relacionarse con otro cuerpo humano es ejerciendo el comercio... —abrió los ojos.

Levantó la vista hacia Pooja y de pronto entendió todo.

A pesar de su bajo linaje, ella estaba jugando un papel crucial en el mundo, porque como arriera, era la encargada de que ese comercio se llevara a cabo. Saica se había encargado de buscarle un lugar indispensable hasta al fulano más humilde e insignificante de la sociedad, y eso era algo que ni un idealista como Tonatiuh podía menospreciar.

La seguridad se manifestó en ella como un cosquilleo cálido y reconfortante, que chispeó en la punta de sus dedos y la dejó sonriendo como una tonta.

—Palabra divina.

—Palabra divina.

Pooja cerró el libro y dirigió la mirada hacia las estrellas, de nuevo.

—Altísimo Saica, tú que eres grande en el firmamento: gracias por haber diseñado el mundo de la manera más justa posible y por favor, dale fuerzas a esta mujer cuando sienta que se está alejando de ti.

Pooja la miró de reojo y descubrió su sonrisa con regocijo.

—¿Ves cómo rezar levanta el ánimo?

Entonces se levantó, se despidió y se fue a dormir muy contento.

Sadira se quedó un rato más en el castillo de proa, sola y pensativa.

Ya no quedaba nadie levantado, excepto dos tripulantes que montaban guardia en cubierta mientras enfrentaban una estrella contra un erizo de mar a la luz de una vela, riendo en bajito y dándole un trago a la botella de ron cada vez que el bicho llenaba de espinas el brazo de su oponente.

Cuando bajó al piso, miró los portones de madera que guardaban el camarote de la capitana y se detuvo. Entonces cambió de opinión y bajó de nuevo hacia el camarote de los invitados.

Encontró a Tonatiuh ya acostándose en la cama, con la cara iluminada por un candelabro y un papel entre las manos. Al verla entrar por la puerta alzó las cejas, sorprendido.

—Sadira...

—Hola —murmuró, con sequedad. Se limpió los mocos con la manga y se acercó a la cama que le habían asignado el primer día, aún sin deshacer y situada a medio metro de la de Tonatiuh. Se empezó a quitar las botas mientras observaba el papel de Tonatiuh—. ¿Qué haces? ¿Qué es eso?

—Es una carta que me mandó un amigo, Roque Martínez —explicó el Buscador—. El pelempir llegó esta mañana.

­—Qué dice.

—Me desea suerte en la misión. Dice que va ir a visitar a Cher el día Día de los Muertos. Luego cotorrea un rato sobre su madre, que ahorita tiene una silla de ruedas gracias a un carpintero que hace ortopedias y prótesis para el Hospital de El Paso —decía mientras leía la carta­—. Es que... bueno, yo conozco a su madre porque fue la que me crio cuando a la mía se le cortó la lactancia, así que en realidad es mi hermano de leche. Es un chavo chistoso, el Roque. ­Te caería bien. También le gustan los caballos, y tiene el negocio de jabones más dichoso de toda la comarca.

­­—¿El negocio de jabones más importante no lo tiene Alepo? ­

Tonatiuh abrió los ojos y respondió, cautelosamente:

­—Eh... Bueno, es un tipo especial de jabones... ­

Sadira tiró las botas con fuerza.

—Me da igual, no quiero conocerlo. No me caen bien los burgueses. Andan por ahí creyendo que pueden comprarlo todo, ¡hasta a las mujeres!

Les sumió un momento de silencio, en el que Tonatiuh percibió su mal humor y se quedó mirándola.

—Wey, ¿te pasó algo con Nina?

—No me ha pasao na. ¿Qué me va a pasar? —gruñó, sin muchas ganas de hablar—. Me vengo a dormir aquí. Me he cansao.

—¿De dormir con ella?

—¿Tú qué, quillo, lo quieres saber todo?

Tonatiuh alzó las manos en son de paz. Le alargó una pesada manta con el brazo.

—Toma, quédate esto para dormir, que es de lana y a mí me da repelús.

Sadira cogió la manta con hostilidad y espetó, de repente:

—Coño, es que a mí me gustan los hombres. ¿Se me ha olvidao ya o qué? Me cago en mis muertos. —Estiró la manta sobre la cama de golpe—. Yo les ponía a todos la tranca como un caballo hasta que no les llegaba la sangre a los sesos. ¿Sabes lo que digo?

Tonatiuh no dijo nada.

—Es que a mí no puede cogerme una zagala y hechizarme al segundo día. Que yo no soy ninguna coneja, que picar de todos los sitios ya es vicio —bufó—. Si me viera la mama me daba una hostia. ¿Y si por acostarme con mujeres se me acaba pegando la naturaleza del hombre y pierdo la feminidad? ¿Eh? Qué disgusto le daría a la familia si me volviera lila. Y a Saica ni te cuento. Tendría que irme de mi Señorío y largarme a vivir a alguna ciudad del Mar que huela a alcantarilla y tenga ratas flotando en los canales.

Se quedó contemplando la cama con la respiración acelerada, como si hubiera hecho un gran esfuerzo.

Tonatiuh se dio cuenta de que estaba viviendo en un estado continuado de confusión, y eso la hacía estar aún más asustada. Observó cómo se quitaba la camisa amarillenta y se postraba en la cama de lado para observarle rigurosamente, expresando alguna especie de deber de la responsabilidad.

—Venga, primo. Métete conmigo un rato y me enseñas lo que tienes en los calzones.

El Buscador alzó las cejas.

—¿Cómo?

Por un momento, a la mente de la arriera le costó entender la lentitud de su respuesta, así que se lo puso más fácil.

—Mira, te dejo que me hables al oído sobre liberación animal mientras te hago el amor a la luz de esa vela. ¿Qué te parece, lechuguino? Ahora mismo soy una corderita calentita, pero a ti te dejo que me comas...

Le miró con complicidad, dibujando una expresión sucia mientras se llevaba la mano a la entrepierna para invitarle a entrar. El Buscador permaneció inmóvil en sus sábanas y murmuró, frío como el hielo:

—Antes de alburearme, deberías pensar en tu marido.

—¿Qué pasa con él? —Sadira empezó a molestarse por la demora—. No tiene por qué enterarse; no es necesario enturbiar su vida simplona y doméstica con nuestros asuntos.

—Bueno, pues resulta que no quiero coger contigo —replicó Tonatiuh—. Yo tengo pareja también.

Ella alzó las cejas y rio.

—¿Quién? ¿Esa mujer que se pasea por la casa como un alma en pena, dejando morir las macetas y cerrando las ventanas, según me has contao?

—Esa misma.

Y no dijo más. Se acomodó en la cama y se volteó para darle la espalda.

Sadira apenas podía creérselo.

—¿Te estás haciendo el duro? A ver si te crees que no me he dao cuenta de cómo me has mirao en todo el viaje.

—Bueno —murmuró sin mirarla—, no eres la única que se replanteó estos días en qué cama quiere estar, Sadira.

La arriera guardó silencio. Al ver que su compañero no tenía ganas de hablar más, sopló la vela y se cubrió de sábanas hasta arriba para tapar su humillación.

Se dio cuenta de que la humedad se colaba por cualquier hueco hasta calar en los huesos, así que enseguida entendió por qué necesitaba una manta de lana. Se quedó mirando hacia el techo y suspiró.

—¿Crees que soy poco femenina? —preguntó a la oscuridad, con voz tímida.

Escuchó sonido de sábanas de Tonatiuh al darse la vuelta.

—Creo que cuando una tiene tan fácil las relaciones sexuales a su alrededor, acaban perdiendo su significado. Así que deja de preocuparte por tu feminidad.

A Sadira le gustó la respuesta y asintió.

—Es culpa de este barco del demonio, que nos influencia y nos vuelve iguales a esos maricas de gallinero. —Giró la cabeza hasta Tonatiuh y distinguió el brillo de sus ojos, ya con la vista más acostumbrada a la oscuridad—. ¿Me avisarás si se me pone la voz más grave o se me encogen las tetas?

Él expulsó el aire en una risita.

—Sí, Sadira, te avisaré.

Finalmente, el buque quedó en el más absoluto silencio, solamente vilipendiado por el rumor tranquilo de las olas y el crujido intermitente de las maderas.

Por otro lado, sola en el camarote, Nina Küdell esperaba sentada en la cama que la puerta se abriera de un momento a otro.

Desnuda, con la piel de gallina y las plantas de los pies escociéndole por llevar tanto tiempo en la misma postura, terminó por apartar la vista con un sentimiento arraigado de furia y orgullo herido. No iba a venir.

Sintió el rechazo golpearle en lo más profundo del alma.

Se levantó con torpeza y caminó hacia la lámpara de jade del escritorio con la mirada desenfocada, a punto de desfallecer. Apoyó la mano en el borde de madera y la arrastró hasta que sintió las astillas en los dedos. Cogió la lámpara y se volvió, y el espejo de la esquina le devolvió la imagen de una mujer fuerte con el ánimo reducido a cenizas.

Se miró a sus propios ojos bañados en lágrimas y con una mueca agresiva.

—No le gustas. Pero tú tampoco me gustas a mí —espetó a su imagen.

Se miró el cuerpo y no se reconoció a sí misma. A las clavículas marcadas como las ramas de un árbol, al pecho sólido para sostenerlo y a los preciosos senos turgentes y apuntados. El costillar dibujaba trazados de sombra y el vientre tierno por la falta de maternidad perecía en el pubis, donde el vello negro escondía el punto en que se juntaban todas las aristas. La luz levantaba reflejos naranjas sobre la tez blanca como el talco que conformaba su cuerpo, y se preguntó a quién pertenecía aquel recipiente tan hermoso de observar; tan difícil de llevar.

No podía soportar la idea de que se estaba traicionando a sí misma.

Se llevó la mano al pezón e hincó las uñas. La sangre brotó como una minúscula amapola, pero no experimentó ninguna impresión de peligro a pesar del dolor. Cuando retiró la mano con jirones de carne entre las uñas, se sintió parte de la identidad que debía atacar a su cuerpo en vez de defenderlo.

Con las mejillas inundadas en lágrimas, tapó el respiradero de la lámpara para asfixiar a la jade y se metió en la cama.

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