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Capítulo 26. La Dragona IV

Buscador de la Tierra

A través de los agujeros de las paredes, abiertos a cañonazos por los piratas y aún sin reparar, se veía la línea del mar oscilar lentamente hacia los lados. La brisa marina entraba con tanta fuerza que hacía vibrar los bordes astillados. En el fondo de la cámara se distinguía la figura de Piruétano tumbado junto a los dos haflingers de Sadira; uno de capa castaña descolorida y los otros dorados con las crines blancas; los tres envueltos en penumbra y dormitando para no marearse.

—Piruétano —canturreó el Buscador—. Mira lo que te traigo.

Caminando entre las barricas de vino atadas con cuerda, los enormes rollos de papel cubiertos con telas para que no se ensuciaran y las vasijas llenas de comino y pimienta negra, Tonatiuh se acercó a los caballos con un cesto de manzanas en el brazo.

Se sentó en la cama de heno y giraron la cabeza con interés, olisqueando su ropa y mordisqueando el florón de tela que llevaba fruncido en el calzón, a la altura de las rodillas.

—Aquí.

Acercó una manzana a los haflingers y le mostró otra a Piruétano, que la palpó con el hocico antes de hincarle el diente.

—¿Cómo estás, chiquito? —preguntó, observándole masticar—. Sé que este sitio es peligroso, pero arriba estarías estorbando.

El caballo giró la oreja al oírle hablar y lo miró con su enorme ojo negro. Tonatiuh le dio un mordisco a la manzana también.

—Sadira dice que va a prenderte fuego para que dejes de retrasarla en el viaje —confesó—. Ella no lo entiende. Para ella los caballos son instrumentos de trabajo. O instrumentos de belleza, no importa, pero no dejan de ser instrumentos.

Piruétano resopló.

—Yo también resoplaría. ¿A que es irónico? Las mujeres de la Sangre están tan cerca de vosotros y a la vez tan lejos...

Recostó la espalda en la cruz del caballo y giró la cabeza para mirarlo. Se le hacía raro verse reflejado en su enorme ojo sin distinguir detrás los frondosos liquidámbares de su hacienda, allá en las tierras calurosas de Veracruz. Los caracolillos de pelaje que se formaban en su hocico le recordaban a aquellos viejos tiempos de ingenuidad, donde corría por los jardines siendo un potrillo, mientras Tonatiuh se entretenía tallando figuritas en corteza de coco y su madre traía a los músicos de la capital a tocar en el patio trasero. Recordaba cuánto odiaba su madre el pianoforte que se había puesto tan de moda en el resto de Señoríos y cuánto disfrutaba escuchar la marimba o la bamba jarocha.

­Sacó otra manzana del cesto y se la mostró al caballo. Pero esta era diferente.

—¿Sabes qué día es hoy? Uno de noviembre, Día de Todos los Santos. ­—Le había dibujado una calaverita con el filo de un cuchillo, con los ojos grandotes para simular un rostro infantil­—. Con todo esto del viaje casi me olvido

Se quedó mirando la manzana entre sus dedos.

—¿Te acuerdas? Son esos días en que decoramos la hacienda con flores y frutas, que tú luego te robabas y mandabas todo el altar al pedo —rio, dándole unas palmaditas—. Esta vez estamos lejos del hogar, pero tenemos que recordar a Yago como todos los años y honrar su memoria.

Apagó la mirada un momento.

—Hoy cumpliría siete.

El caballo alargaba el cuello para morder la manzana, así que Tonatiuh la puso fuera de su alcance.

­—Tú. No te comas a Yago.

Puso entrecejo de enfado, pero fue incapaz de mantenerlo.

—Lamento hacerte pasar este viaje —empezó a decir—. Estabas acostumbrado a trotar en un espacio sin vallas y a comer plantas que aún no habían sido arrancadas del suelo. Y mírate ahorita, todo sepultado de cuerdas, masticando alfalfa seca y resoplando mocos de la humedad...

Suspiró, pero después alegró un poco la expresión. Le acarició el cuello, orgulloso.

—Y aun así, qué guapo estás conociendo mundo, navegando el mar por primera vez, conociendo lo que es un amanecer frío, viendo pastos más verdes y otros tipos de cielo... —Hizo una pausa y guardó silencio—. Pero no sé si eso es lo que quieres.

Le observó fijamente, endureciendo la expresión.

—¿Qué es lo que quieres?

El caballo se quedó mirando a la nada y parpadeó como lo hacen los caballos, con una acentuación exagerada. Luego sacudió la cabeza y las crines pardas saltaron para un lado y para el otro.

Tonatiuh sabía que no le iba a contestar, pero se habría sentido mal si no se lo hubiera preguntado al menos una vez en todo el viaje. La respuesta era, en realidad, una trivialidad en comparación con el valor de la pregunta.

En ese momento, la escotilla se abrió, arrojando un haz de luz sobre el suelo y dibujando una figura femenina. Sadira bajó a la cámara y se acercó a los bultos que traía en su carro, husmeando entre los pimientos ya completamente coloreados y las cestas de fruta.

—Ug... —se quejó, palpando un melocotón.

Luego cogió lo que parecía ser una zanahoria y se la llevó a la boca. La escupió entre maldiciones.

—Deberías cambiar la fruta a un barril seco y rellenarlo de arena, para prevenir la nieve tóxica. Los tubérculos pueden aguantar así hasta dos años.

Sadira alzó la cabeza al oír la voz. Entornó los ojos para adaptar la vista a la penumbra y reconoció a Tonatiuh.

—¡Ah! ¡A ti te quería yo ver! —se acercó a él, cruzando la bodega a paso virulento—. Estoy perdiendo la carga. A la fruta le están saliendo ya manchas venenosas y la zanahoria sabe a pezuña de cerdo. ¿Ya estás pensando cómo compensarme?

Tonatiuh la ignoró por completo y se le iluminaron los ojos.

—Mira qué buen momento que estés aquí ahorita. Quizá sea hora de que hagáis las paces.

—¿Las paces con quién?

—Con Piruétano.

A Sadira se le quedó una mueca rara.

—Tu cabeza funciona a otro ritmo, ¿eh? —bufó—. No pienso pedirle perdón a un caballo. Me importa un pito lo que le pase a un saco de carne con rabo. Mira, como su dueño.

—Tú también le vales madre a él, no te preocupes —contestó—. Lo que quiero es que des un paso al frente y hagas una declaración de intenciones donde elijas cambiar la forma en que te relacionas con los animales que trabajan para ti, en concreto con aquellos que te llevaron tan lejos con su propio sudor —señaló a los palafrenes—. Ellos no serán conscientes de lo sucedido, por supuesto, pero lo importante no es el resultado, sino la intención. Lo que quiero es que tengas disposición a marcar una diferencia en este mundo bruto y desagradecido; traer un poco de bondad. Porque solo con querer cambiar algo, ya estás cambiándolo.

Sadira entrecerró los ojos ante el inesperado arranque de pasión ética.

—Estás mal de la cabeza.

Hizo ademán de volverse, pero Tonatiuh la retuvo de la mano.

—¿Alguna vez te paraste a pensar en qué sería de la historia de la humanidad si no hubiera animales que trabajaran para nosotros? ¿Qué sería de tu Señorío?

—Por supuesto que sí —espetó ella, retirando la mano con indignación—. Yo honro la figura del caballo, pero si hay alguien que merece un cuidao en este mundo, son las personas. Es mi prima, que haciendo su ruta por Varsovia se le resbaló el carro por un risco y murió sola bajo un abeto, congelá y con el hombro salío de su sitio. Es mi hermano, que le aplastó las piernas un percherón cuando estaba limpiado la cuadra y tuvimos que enviarlo al Aire. No lo veo desde hace seis años. —Hizo un gesto airoso—. ¡Y tú te estás preocupando por una estúpida bestia!

Tonatiuh guardó silencio, atravesado por los ojos de una mujer que tenía la piel más dura que un lagarto. Podía ver el fuego correr por sus venas y que, aun así, había aprendido a reprimir a base de experiencia.

—Siéntate.

—¿Pa qué? —gruñó.

—¡Siéntate, chingadamadre! —espetó Tonatiuh—. ¿Tienes prisa? El barco no va a ir más rápido porque haya una mujer en cubierta dando vueltas como un trillo.

Sadira se sentó de mala gana.

—Mira. Que yo entiendo lo difícil que es la vida —añadió suavemente—, pero eso no es excusa para descargar toda tu frustración sobre un animal de tiro. Eso es lo que hacemos los humanos. Nos frustramos porque los de arriba nos condenan a sufrir, y como respuesta, condenamos a sufrir a los de abajo. Los animales siempre han sido la mayor fuerza de trabajo de la historia de la humanidad; mayor incluso que los humanos. Así que el día en que tratemos bien a los animales, empezaremos a tratar bien a las personas. —Apoyó la palma en el cuello grueso de Piruétano—. Ya que este trotón me trajo hasta aquí, creo que como mínimo se merece un viaje cómodo. Y no me refiero a haberme llevado encima, no, sino a haberme convertido en Buscador.

—¿Un caballo puede hacer eso? —resopló Sadira, con deje minúsculo de burla—. ¿Cómo es que yo no soy Buscadora entonces, que me faltan dos días pa ponerme a relinchar?

Tonatiuh respiró hondo y explicó:

—Porque el Señor de la Tierra, Aneil Selva, entendió que para esta misión había que cruzar medio mundo y que necesitaba al ciudadano que más supiera de equitación.

—¿Y ese eras tú? —alzó la ceja—. Vaya percal.

El Buscador no se molestó en absoluto. Aquello era más bien un halago.

—En mi Señorío no hay muchos veganos que accedan a tener un caballo —explicó—. Pero mi padre era un bato excéntrico y emprendedor, de los que tienen la mente blanda y prefieren caminar por su lado. En Veracruz decían que se le había trastornado la sesera por vivir tan cerca de la frontera del Señorío de la Sal, de modo que recibimos muchas protestas cuando los vecinos nos dieron una yegua como regalo por los buenos tratos comerciales. Él me la regaló a mí cuando yo tenía ocho años.

—¿Tuviste una yegua? —se sorprendió la arriera. Recordó la cabezada de milenrama de Piruétano cuando se conocieron, y buscó cuidadosamente las palabras para no ofenderle—. No parece que sepas mucho sobre caballería.

—Sé lo esencial. Lo que verdaderamente importa saber de ellos —replicó Tonatiuh, con un deje desafiante—. Se llamaba Salvia y tenía aptitudes de velocidad. Crecí sin montarla una sola vez. Era mi compañera, jugaba con los perros de mi padre aunque fuera tres veces más alta que ellos, y comía de nuestros platos porque todos teníamos alimentación vegetal. Se paseaba por los jardincitos de la hacienda y venía a vernos cuando quería, en aquella época en que vivíamos tiempos de paz y el baronetesado no tenía vallas delimitando el perímetro. Y como no podía ser de otra manera para un animal que vive en libertad, un día regresó a la hacienda con un hijo en las entrañas.

—¿Piruétano? —adivinó ella.

Tonatiuh asintió y le acarició el cuello, con cariño.

—Fue hace ya diez años. Recuerdo que al principio nació negro y luego se aclaró. A mis primos les decía que era cosa del Dios Antiguo, que cambiaba a los corceles de color con su magia.

—Sí, los caballos blancos nacen negros —rio Sadira—. De to la vida, vamos.

—Esta vez mi padre me aventó a que aprendiera a montarlo. Que debía ser hombre de mundo, y que el mundo siempre le quedaría grande a un hombre que camina sobre dos patas. —Entonces rio al recordar—. El proceso fue laborioso y agotador. Despedimos a decenas de adiestradoras de la Sangre antes de dar con la adecuada porque no nos gustaban sus métodos, y Piruétano engordó varios kilos por entrenarse a base de premios en vez de órdenes. Además, ambos estábamos jóvenes, impacientes y descentrados; a la cual peor.

—¡Es verdad! —comprendió Sadira—. ¿Cómo lidiasteis con un caballo entero, sin castrar?

—Uff. Ese incidente me pone de la patada también —farfulló Tonatiuh—. Un día, unos inquisidores de la Sal descubrieron a Piruétano y nos acusaron de herejía contra la doctrina de Saica por tener un caballo sin castrar, alegando que nos dedicábamos a la ganadería equina y que esa actividad pertenecía al Señorío de la Sangre. Estuvieron a punto de sacrificarlo y de mandar a presidio a mi padre, pero al final acabaron apalabrando un trueque por el que el baronetesado pagaría a la Casa de la Santa Inquisición de Berlín un arancel de seiscientas toneladas de tabaco y mandarían castrar a Piruétano.

—Sería un jaleo de la hostia.

—La neta... no fue fácil para ninguno —asintió Tonatiuh—. Los marimberos de la capital se negaban a ir a tocar para mi madre y a mi padre lo rajaron la marca del Señorío para señalizar la ofensa, pero al menos llegamos a los oídos de Aneil Selva. Así me gané el puesto de Buscador.

La arriera se quedó callada, meditabunda.

Tonatiuh bajó la mirada. Recordó su discreta investidura ante el Señor de la Tierra, allá en sus dominios de Cuzco. Había salido del ducado de Veracruz con una pena en la espalda y había llegado a Madrid como un héroe, allá donde la mala reputación no podía alcanzarle. Entonces los ciudadanos de la Tierra comenzaron a verle como un ente inusual e imposible de interpretar, que es capaz de cumplir con la virtuosa misión de salvar al hipocornio y que, a la vez, tenía que ser transportado en la espalda de otro animal parecido.

—¿Crees que somos una deshonra para el Señorío? —musitó.

No se lo decía a Sadira, sino más bien a su caballo. La arriera resopló antes de contestar.

—¿Quién carajos es ese Señorío que se siente deshonrado? Un Señorío no es nada por sí mismo. Tu Señorío eres tú, y tú eliges lo que hacer. —Le miró a los ojos—. Eres un buen hombre, Tonatiuh. No necesitas que el veganismo te lo diga. ¿Descansar cada cuatro horas? Literalmente... no hay caballo en el mundo que no quiera conocerte.

El Buscador dejó escapar una pequeña sonrisa. Ella se levantó.

—Supongo que le debo una disculpa al penco —declaró, tocando a Piruétano con el pie para atraer su atención—. Valoro el mérito que tienes por existir en un Señorío donde la gente camina a pie y por... traer a este señor hasta el mismo camino que el mío. —Luego se dirigió a Tonatiuh—. No prometo tratar a los jacos como si fueran mis hermanos a partir de ahora, pero prometo tratarlos con más consideración cuando tú estés delante. ¿Te vale?

Sadira le regaló su expresión más solidaria y bondadosa, y aunque el Buscador no daba un carpe por su compromiso, apreció el esfuerzo y se conformó.

—Me vale.

—Salgamos de aquí, que no sé si me he meao las bragas o es la puta humedad —bufó ella.

Tonatiuh rio con suavidad y se levantó de la cama de heno.

—¿Qué tal vas con eso? —preguntó, señalando las vendas de sus brazos.

—Kost me sacó como treinta astillas, pero debo tener otras treinta viviendo dentro de mi cuerpo —respondió ella—. Estoy mejor.

Cuando asomaron las cabezas por la escotilla, les recibió la luz cegadora y arrugada del exterior. No habían tardado ni dos segundos en subir a cubierta, cuando Sadira vociferó:

—¡Capitana Tortilla! Mi verdura da más asco que un bocata de pelos. —Nina se dio la vuelta—. Se me está poniendo mala ahí abajo porque no le hace bien la humedad. ¿Cuándo atracaremos por fin en un dichoso puerto?

La capitana sonrió con humor.

—Hemos pasado ya la vertical de Cádiz, así que en menos de cinco días avistaremos la costa del Señorío del Mar, si los tiempos son propicios. Es cierto que la humedad envejece la fruta, pero no puedes negar que el océano se cruza muchísimo más rápido por barco que por tierra.

—Prefiero mil veces cruzar por la Costura —rezongó Sadira—. ¿Qué clase de animal demente elige avanzar por un líquido traicionero antes que por el suelo donde fue parido?

Nina rio y apoyó los antebrazos en el timón, entre los asideros de madera, observando el horizonte mientras el viento chocaba con fuerza contra su sombrero de tres picos.

—La Costura fue un camino crucial en la historia de la humanidad, lo reconozco. Antes de que se inventara la navegación en el Nilo, en el primer milenio antes de Saica, la gente solo se desplazaba por tierra y no tenía otra forma de cruzar los continentes que por ese puente de setecientos kilómetros. —Se distrajo para mirar su brújula y enderezó ligeramente la dirección. Luego volvió a prestar atención a la arriera—. Al principio ni siquiera por la Costura, claro, porque morían los de un lado y los del otro antes de alcanzar el extremo opuesto. La difusión era nula, pero entonces los mesopotámicos inventaron los alimentos en conserva y fueron alargando el trayecto, hasta que un día, ambas comunidades llenas de ansia se encontraron por fin en el medio. Imagínatelo. Imagínatelo.

La mirada brillante de la capitana demostraba que aquel relato le fascinaba.

—¿Y cómo sabes todo eso?

—Historia de los Continentes. —Se encogió de hombros—. La estudiamos desde los siete años.

—Li istidimos disdi lis siti iñis —gruñó Sadira.

Si en su Señorío ya había pocas escuelas dedicadas a la gente de clase baja, ninguna había que pudiera enseñar a leer y escribir a las niñas nómadas que viajaban junto a sus madres en los carros mercantiles, aprendiendo el oficio. Las que eran espabiladas y tenían interés, se llevaban los libros y aprendían a leer por el camino, pero para la mayoría de arrieras, la escuela eran las conversaciones que escuchaban delante de unas jarras de cerveza en las masías solitarias que encontraban en su ruta.

—¿Cómo no va a ser la hostia, ese peazo puente, si es una obra de construcción divina? —se pavoneó, aprovechando para hacer gala de su conocimiento popular—. El Gran Saica creó el océano que nos separa y luego el puente de la Costura para unirnos.

Lucho fregaba los charcos de cubierta hacia la borda y no pudo evitar escuchar la conversación.

—¿Por qué nos separó si luego quiso juntarnos?

La arriera dio un respingo de irritación.

—Si lo entendieras serías creador de mundos. ¿Acaso eres creador de mundos? —preguntó, indignada—. ¿Podrías quitarme el desierto del Sáhara del medio del Señorío, que me molesta? ¿Podrías hacer un poco más baja la cordillera de Tramontana para que no se me salga un pulmón por el coño cada vez que la cruzo? ¿O crear un puente que vaya desde Sevilla hasta Barranquilla pa que pueda traer tabaco a mis hermanas sin que vuelva a casa un año más vieja? ¿No? Pos te callas el hocico.

El tripulante prefirió recular ante su actitud belicosa.

En ese instante, Nina prestó atención al viento que estaba acrecentándose por momentos y tomó el control:

—¡Señores! ¡Dejen de parlotear, enderezamos rumbo hacia el puerto de Génova! —anunció desde el timón, a voz en grito—. Suelten foques para descargar viento y prepárense para recoger el centro vélico. Cogemos arrancada por babor.

Orzó el timón poco a poco hacia barlovento y los tripulantes se apresuraron a tomar posiciones. Unos cuantos bracearon la vela cangreja para ayudar en la virada y otros, se apresuraron a cazar las escotas, que se habían tensado cuando el viento cogió de lleno las velas.

—¡Viento a diez nudos! —gritó el segundo al mando.

—Bien —asintió Nina—. Cacen foques. Ahora. Cargad la vela mayor en mínimo abatimiento.

Los tripulantes se reorganizaron en el centro de cubierta, en torno al mástil mayor. Agarraron ambas escotas formando dos filas y tiraron con todas sus fuerzas para trimar la vela, de forma que el viento hiciera virar el barco buscando de nuevo la perpendicularidad. Una vez consiguieron el ángulo, cazaron las escotas en los pernos y La Dragona sufrió una pequeña turbulencia de arranque.

—A ver esa vela, que el borde flamea —avisó la capitana, señalándola.

La tripulación se acercó al perno y tiró aún más fuerte del puño de escota, corrigiendo la holgura.

El buque viró ahora con libertad, mientras los navegantes se tomaban unos minutos para descansar y limpiarse el sudor de la frente.

Mientras tanto, Sadira se había echado a un lado para dejarles trabajar y seguía parloteando con Tonatiuh.

—Bah... La complejidá de los mares no tiene na que ver con la complejidá de la tierra. Mira, el Gran Saica levantó La Costura con ayuda de sus creaciones, los hipocornios. Todo el mundo lo sabe.

—¿Tan antiguos son los hipocornios? —cuestionó, distraído.

—Viejísimos. Por eso cuando me enteré de que había uno que seguía vivo, solo pude echarme a reír. Llevan intentando cruzarlos con caballos desde antes de que el Señorío de la Sangre existiera.

—¿Y lo consiguieron?

—Pos te puedes imaginar, quillo, qué risa, cuando el hipocornio en vez de copular con la yegua se la empezaba a comer a mordiscos. No debió salir bien ni una vez.

El segundo al mando escuchaba cerca de ellos.

—¿Y te crees esas historias? Cuando las cosas pasaron hace tanto tiempo, uno ya no puede fiarse de nada. No hacen más que inventarse trolas y tesoros para los juglares —soltó un resoplido de burla. Se trataba de un hombre con el pelo recogido en un lazo y un mostacho más negro que el de un violador—. Como el cuento aquel... en el que un pueblecito de Transilvania decidió quemar un bosque antiguo para convertirlo en pasto y el Dios Salamandra envió a un hipocornio para castigarles por su osadía. ¿Cómo decía? Su cuerno creció y creció y fue ensartando en él a todos los aldeanos, comenzando por los más viejos y terminando por los más jóvenes, hasta que no quedó nadie vivo excepto un bebé en la cima de la columna, que solo se pinchó la espalda con un trocito de cuerno. El Dios Salamandra se apiadó de él y lo dejó en el suelo con cuidado, cerca de Varsovia. Cuenta la leyenda que el hipocornio todavía se pasea por los continentes con los esqueletos enganchados en un cuerno de cien varas de longitud, pero que solo puede verse los días que baja la niebla en Transilvania.

—No fue el Dios Salamandra quien hizo eso, fue el Gran Saica —se ofendió Sadira—. ¿Qué clase de patrañas te contaba tu madre de pequeño?

El segundo al mando interrumpió la conversación para ordenar a la tripulación bracear las velas del siguiente mástil, el de proa. Mientras los navegantes repetían la acción en el trinquete, el hombre del mostacho de violador contestó, sin dignarse a mirar a Sadira:

—El Dios Antiguo existía en los inicios del mundo, mucho antes de que llegara tu Dios Moderno. Que conste que no soy un hombre creyente, pero encuentro menos tiránica la historia del Dios Antiguo que la de Saica.

—Encuentra lo que quieras, pero antes de Saica no había na. Por algo los años comienzan ahí —replicó ella mordazmente—. Tu dios Lagartijo no es más que una fantasía para llenar una nebulosa de años negativos y humanos asalvajaos.

El segundo al mando no pudo evitar soltar una carcajada y, motivado por la idea de mofarse de Sadira, se dirigió a la tripulación y cantó a voz en grito:

—"El Dios Salamandra alzó con sus manos, ciudades de gloria en tiempos añejos".

Y de repente ellos le respondieron a coro, cada uno desde un rincón del barco:

—"Estuvo aquí solo antes que nadie, cuando el mundo era joven y el dios era viejo".

Sadira se sobresaltó en lugar de molestarse, maravillada por el efecto de la docena de voces graves unidas en el mismo canto. Tonatiuh y el soldadito del Metal también se sumaron a su estupefacción.

Antes de que pudieran asimilarlo, Nina inició el siguiente verso desde el timón, con una gran sonrisa:

—"Viejo como el suelo, mutable como el mar y franco como la flor".

—"Pues no hay otro dios en el mundo, que la tierra, el viento, el agua y el sol" —entonaron ellos, tirando de las escotas al unísono con cada palabra. La botavara que tensaba la vela fue tornándose lentamente, haciendo a La Dragona completar la virada.

—"En el Mar de las Desgracias, un viejo al agua cayó" —continuó el segundo al mando.

—"Se puso a cantar esta saloma, y a las sirenas enamoró" —entonó la tripulación. Estaban visiblemente más contentos a pesar del esfuerzo.

Sadira quedó encantada y animada como una cría. Contagiada por el ambiente cantarín, bajó rápidamente a por los bultos de su carro y agarró la vieja guitarra de palisandro, que siempre llevaba consigo cogiendo polvo.

Esperó a que llegaran los siguientes versos para acompañarlos con una melodía pulsante, precipitada como un galope sobre la grava.

—"Mis madres decían, mis madres decían, que desconocer te llena de miedos".

—"Que los ignorantes tienen el corazón, lleno de pelos, llenos de pelos".

Los tripulantes parecieron encantados también con el acompañamiento instrumental, y al ver que Sadira tenía cierto bagaje musical, la animaron a participar también.

Ella titubeó un momento al principio, pero teniendo la gracia y el salero corriendo por las venas como ella tenía, cogió la pequeña vela del bote salvavidas y se la ató en la cintura a modo de vestido. Luego se subió a una pila de barriles atados, guitarra en mano.

Rasgueó las cuerdas ante la mirada alborozada de la tripulación, que se arrimó a su alrededor con fascinación. De no haber sido todos hombres lilas, estarían en ese momento babeando por hallarse tan cerca de sus muslos torneados.

Lanzó una patada al aire para hacer ondear su "vestido" y guardó una pausa fulminante y vertiginosa.

Entonces alzó su vozarrón de leona, suave pero con cierta fricción, igual que una tela siendo arrastrada por el suelo.

—"En la tierra donde el sol hace imperio,

Señoritas pasean con Sangre del sur

Aquí cabalgan las yeguas de fuego

Y los caballos flamencos, bajo el cielo azul".

La tripulación aplaudió fervorosamente. Tonatiuh y Nina observaban a la arriera con cierta devoción, en una especie de orgullo ajeno.

—"Golfilla, tú, que haces tuya la calle,

Que tocas guitarra y vibras con los pies

Que tu piel es negra como las golondrinas

Que hueles a jazmín y hechizas al burgués".

Sadira sacó la voz de lo más profundo de su pecho, embriagadora como una botella entera de ron. Sus manos se movían por la guitarra como si tuviesen vida propia.

—"Sevilla bonita, ay, cómo mimas

A las madres de palacio y las de callejón.

En Triana las mujeres cantan

Y los hombres trabajan, de sol a sol".

Tocó las palmas.

—"En Triaaana las mujeres cantan

Y los hombres trabajan, de sol a sooool."

Los marineros, muy alegres, corearon la canción detrás de Sadira.

—"En Trianaaaa las mujeres cantan

Y los hombres trabajaaaan, de sol a soooool".

Sadira fue perdiendo la voz, opacada por el canto de los marineros. Se quedó mirándoles con un parpadeo de pajarillo, casi desorientada, mientras ellos lo repetían gozosos y entusiasmados.

—"En Trianaaaa las mujeres cantan

Y los hombres trabajaaaan, de sol a soooool".

Y finalmente, no aguantó más.

—¡NOOOOOOO! —chilló entonces, por encima de todas las cabezas—. ¡Callarse, callarse!

La tripulación fue enmudeciendo a medida que reparaban en la repentina cólera de la arriera, sin comprender.

—¡Ni una palabra MÁS! —rugió, lanzándoles la guitarra a la cabeza, que chocó contra algún brazo y acabó rebotando por el suelo entre astillas. Se señaló a sí misma con fuerza.

—Es MI tierra, es MI canción y es MI cultura. ¡Qué vais a cantar vosotros, que no sois gitanos ni ná, que no sois ni mujeres! ¡Cantad lo vuestro, maricas, y dejad de robar las canciones que no pertenecen a vuestro pueblo!

Se quitó la vela de la cintura y bajó al suelo de un salto, feroz como un temporal gestándose en el cielo.

—Sadira, espera... —comenzó a decir Nina.

Pero no habría podido retenerla ni usando la fuerza, porque las tormentas son imposibles de agarrar. La tierra lo sabe.

La arriera se giró desafiante y la taladró con la vista, con aquellas cejas negras y contundentes que dibujaban una expresión terrible de resentimiento.

—Y tú cállate y llévate tus embrujos. No soy un puto atún corriendo detrás de tu barco.

La tripulación contempló, en silencio, como la arriera se marchaba a paso rabioso, pegando una patada al mástil al pasar por su lado. Luego miraron a Nina confundidos, sin saber si debían disculparse. La capitana se quedó un momento paralizada, pero luego resopló y se marchó hacia el timón.

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