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Capítulo 25. La Toscana

Buscador de la Sal

La pelempira le miraba desde el suelo con su enorme ojo. Andrak la miraba a ella.

Cada vez que el pájaro perdía el equilibrio, se bamboleaba y tenía que apoyarse en el pico para no caerse, intentando batir las alas atadas con cuerda. Los pelempires eran torpes caminando sobre suelo, así que la limitación de movimiento estaba empezando a irritarla.

Andrak había encontrado a la pelempira días después de que hubiera salido corriendo detrás del hipocornio, pero el galgo apenas pudo mantener el rastro y no volvieron a encontrar ni un alma. Ese animal debía de recorrer muchos kilómetros al día para que les hubiera dejado atrás tan fácilmente, así que decidieron seguir hacia el norte, donde la altura de la cordillera perdía fuelle y era más amable con las patas de las monturas. El paisaje se transformó en bosquecillos llenos de jabalís y aves rapaces.

La pelempira graznó con mal genio.

La primera vez que la vio, sobrevolando el hipocornio, no le llamó la atención; era habitual ver pelempires mensajeros en todos los cielos de los continentes, a cualquier hora. Pero rápidamente empezó a reconocerla por el frasco de cristal que pendía de su cuello y se dio cuenta de que estaba siempre ante el mismo animal, que iba y venía como un relámpago y apenas había variado la ruta en tres semanas. Algo empezó a picarle a Andrak en el cerebro, así que varios días después, cuando el Buscador caminaba por la ribera del río Arno, la pelempira volvió a pasar sobre cabeza y ya no le pilló desprevenido.

El cañón de la escopeta apuntó hacia el cielo y lanzó el eco del disparo a través de las montañas. La bala atravesó la membrana de su ala izquierda, donde acababan las plumas, y dejó un agujero silbante que condenó al ave a caer a tierra en forma de espiral. El galgo salió disparado detrás de ella.

Andrak siempre había sido buen cazador.

En Constantinopla, su padre le enseñó a cazar cualquier tipo de roedor con nada más que un trabuco en la espalda y un hurón en el bolsillo. Cuando se fue a vivir a Berlín, su estilo de vida se refinó y empezó a salir de caza en faetones ligeros, con el padre de Mud sentado enfrente y los perros apiñados en una cesta bajo la banqueta.

Una vez ya viviendo en tierra hostil, fue Andrak quien enseñó a su esposa el arte de la caza con hurón, en un amargo recuerdo de las cacerías del pasado que les mantenían vagamente conectados a su hogar.

El Buscador llegó hasta su presa de una carrera, que renqueaba en el suelo e intentaba retomar el vuelo como un alma rota. Tuvo que retener al galgo del pellejo para que no la confundiera con una rapiña y le destrozara los huesos a dentelladas. Se quitó la casaca de cuero y la lanzó encima del ave para protegerse de los mordiscos, envolviéndola en un bulto retorcido y cargándola en el caballo.

Estando ya en el patio de la posada, Andrak le ató las alas en la espalda para que no pudiera escapar y la dio de comer. Luego observó sus mandíbulas endurecidas, entreabiertas en su dirección como si esperara algo de él.

Era bien sabido que si a un pelempir no le rascabas en el lugar acordado por sus remitentes, podía arrancarte la mano de un bocado sin previo aviso. Las mandíbulas se cerraban a una velocidad inferior a un segundo, incapaz de medirse con la ciencia actual. Era como un mecanismo de seguridad que equivalía a la cera de lacre.

—A ver si guardas algo ahí.

Andrak se asomó prudentemente al hueco de la mandíbula, pero no vio ningún recipiente. Le intrigaba que no se tratara de un pájaro mensajero, que era la única utilidad que había visto hasta ahora. Tampoco tenía ningún distintivo aparte de la banda blanca que todos los pelempires llevaban en el pico, así que significaba que pertenecía a su Señorío originario, el Señorío del Aire.

El bote de cristal que colgaba de su cuello le causó todavía más curiosidad, cuyo interior estaba repegado con una costra oscura. Así que decidió cargar al ave en las alforjas y buscar algún criador del Aire que pudiera darle una pista del servicio que podía estar haciendo.

Siguió remontando el río Arno, que pasaba por Florencia y acababa en el mar. Se enteró de que los viajeros, las arrieras y los pelempires lo usaban de referencia para encontrar un paso accesible que atravesaba la Tramontana, para los que querían ir hacia el Señorío del Metal. La Ruta 102 y 107 también confluían por ahí, así que la zona estaba repleta de niños soldado para proteger a los viajeros del bandolerismo.

Andrak encontró a un centenar de personas sentadas en peñascos, con túnica recogida hasta las rodillas y los pies metidos en las aguas frías del Arno, tan andrajosos que daba pena verlos. Las varices purpúreas escalaban por sus piernas esqueléticas. Recogidos del viento, había varios pucheros enormes calentándose en una hoguera, esparciendo una densa nube de humo blanco por todo el asentamiento. El galgo se acercó a olisquear.

—Buenos días, gentes honradas.

—Que Saica camine con vos, compañero —saludaron ellos, con ojillos afables.

Andrak frenó al caballo para mirarlos.

—¿Puedo preguntaros de donde venís, siendo tantos y tan cansados?

—Somos peregrinos de diferentes rincones de los continentes —contestó uno con barba blanca y el cuello hecho pellejo—. Viajamos en penitencia desde la Santa Jerusalén, Señorío de la Sal, hasta La Meca, en los confines del Señorío de la Sangre. Recorremos La Costura a través del océano y así mantenemos conectados los desiertos, igual que estuvieron antaño. Si vos también venís a increparnos como esos infelices ateos, sepa que a estas alturas ya no somos lo suficientemente fuertes para defendernos, y solo pedimos que nos deje continuar en paz.

—No pretendo importunaros en absoluto, buen hombre. Simplemente habéis atraído mi atención. —Lo que de verdad había atraído su atención era el olor a comida caliente que salía de los pucheros, que llevaba sin probar desde hacía una semana—. ¿Qué tenéis para comer?

—Estofado de muelas. ¿Queréis acompañarnos?

Andrak lo agradeció y se acercó a ver qué era lo que ellos llamaban muelas: estofado de almorta.

Esperó pacientemente a recibir su cuenco de comida y se sentó junto al viejo de la barba, viendo cómo volvían un par de hombres con perdices atadas de las patas y una escopeta en la espalda.

—Veo que viajáis con pelempires —comentó Andrak.

Los hombres llevaron las perdices a las jaulas donde guardaban a los pájaros chillones.

—Por supuesto. Tardamos casi dos años en hacer la ruta completa, así que tenemos que comunicarnos con nuestras familias. —Señaló a la pelempira que Andrak tenía al lado—. Alimentad a la vuestra, anda. Esas fierecillas se ponen tontas si no se les da bien de comer.

Andrak tomó una perdiz y se la dio a su prisionera, antes de sentarse.

—A propósito... Andaba yo buscando a algún criador del Aire que pudiera ayudarme con ella... —Agarró su propio plato y sorbió de la cuchara para no quemarse—. ¿Sabéis de alguien que se encuentre cerca de aquí?

—En Florencia podéis encontrarlos. O en Génova.

Andrak chasqueó la lengua. Por mucho que desease acercarse a la costa para ver de nuevo las olas del mar, aquello le alejaba de la ubicación del hipocornio. Tomó su sentido de la responsabilidad.

—No puedo desviarme tanto

—Entonces tendréis que buscar vendedores en tierra hostil. El único que hay en Toscana vive en la montaña, a unos cuantos kilómetros de aquí, junto a... ¿cómo se llamaba el pueblo ese, Horacio?

—Siena.

—Ese, ese. —Arrancó un trozo de pan con los pocos dientes que le quedaban—. ¿Y vos qué hacéis aquí?

Después de haber lamido su cuchara y compartido su comida, le horrorizaba contarles que era Buscador y declararse superior a aquellas pobres y humildes gentes que llevaban más de un año caminando. Le agradaba seguir así. Seguir sin ser nadie. Que le miraran como si fuera otro caminante más de este mundo que debía cargar con su propia historia.

—También acabo de terminar una especie de penitencia. Ahora intento buscar el sentido a mi vida —confesó Andrak.

—¿Sois hombre piadoso?

—Me crie en la Religión Moderna, sí, pero me temo que perdí la fe hace años.

—Ay, ay. Después de todo este lío, los ateos están comiendo terreno a los hombres de fe. Nunca antes los vi tan desatados, ni tan agresivos, ni tan humillantes. Cuando ven pasar a unos pobres viejos como nosotros, nos tiran tomates, nos roban las botas o nos orinan en el puchero de comida. Me duele en el corazón esa falta de humanidad —murmuró. Luego alegró un poco la cara—. Pero Saica nunca deja de susurrar a los virtuosos. Esforzaos y podréis volverle a escuchar. —Rebuscó entre sus ropas—. Mirad. Aceptad este humilde obsequio para que también os dé fuerza en el camino, que es el símbolo de los penitentes.

Era una concha de vieira.

Andrak dio las gracias, se la guardó y estrechó el brazo del hombre. Lavó su cuenco en el río antes de continuar, se subió al caballo y emprendió la marcha.

A medida que el clima se endurecía por los vientos que se colaban del desierto, aparecían palmeras datileras, granados y almendros silvestres. Habían nacido allí por casualidad, y contra todo pronóstico, algunos ciudadanos del Mar habían logrado reconocerlos y estaban subidos a sus troncos cogiendo las frutas.

Llevaban tanto tiempo sin sembrar por sí mismos, que para ellos era inaudito que pudieran crecer plantas comestibles sin ayuda humana y, por tanto, sin tener que pagar al Señorío de la Tierra. Eso demostraba que la semilla de los antiguos pueblos recolectores seguía presente en lo más profundo de su mente.

Eran cosas que a Andrak le entretenía mucho ver, y que manifestaban una vez más, que el sistema de diferenciación por Señoríos que trajo Saica estaba abocado al fracaso.

El paisaje comenzó a hacerse rocoso y semiárido.

El galgo le acompañaba al trote, desapareciendo de vez en cuando para traer algún ratoncillo entre los dientes. Andrak le miraba y se acordaba del podenco que trajo su mujer de Berlín, un cachorro vivaracho del mismo color que se ahogó en un pozo cinco años atrás.

Se acordaba mucho de Mud. De su cuerpo de ranita y sus pantorrillas fuertes; de sus mofletes cuando se perlaban de sudor; de sus ojos llenos de arrugas de reírse, que se mudaron a tierra hostil y no se rieron más.

Ahora que lo pensaba, aquel era el último día de octubre y Andrej ya debía de haber nacido. Quizá había venido al mundo oliendo el orín de curtir. Quizá lo había hecho en una sucia viajadora de camino a Berlín, para conocer a sus abuelos.

Y ahora a él no le quedaba nada. Tan solo una acreditación que le regalaba respeto gratuitamente y la necesidad atropellada de aprovechar su vida para compensar el tiempo que había perdido. ¿Pero aprovecharla cómo? ¿Qué sentido tenía encontrar al hipocornio, si luego no podría volver a Constantinopla, ni recuperar su puesto de policía, ni recuperar a Mud, ni tampoco quedarse en el Señorío del Mar a cumplir su sueño de ser marinero?

Ah, el océano.

Se preguntó si seguiría activo el buque donde navegó hacía quince años, o si los piratas lo habrían estrellado ya contra el acantilado de Barbados. Se preguntó dónde estarían sus compañeros de tripulación, porque la vida de un corsario no duraba demasiado, allá donde las leyes humanas no tenían valor alguno contra la ley del mar.

Lo daría todo por volver a pelearse contra la noble furia del océano. De hecho, ya lo había dado. Había sacrificado su vida, su familia y su futuro, y aunque las directrices de Saica le importaban tan poco como a la gente de esta patria —y más ahora que el Escándalo de Saica había flexibilizado el culto—, había algo que los ciudadanos del Mar no pasarían por alto antes de acogerle: él no era lila. Sus tiempos viviendo en el Señorío del Metal le habían enseñado unas cuantas cosas sobre sus vecinos del otro lado de la frontera: a pesar de su corazón liberal y su pensamiento Ilustrado, no tenían ningún reparo en arrancar a las chiquillas de sus amantes en cuanto se enteraban de que eran de sexo opuesto. Incluso había rumores de jóvenes de quince años que nacían grises y se les sometía terapias de reconversión a lilas, donde les forzaban a tener sexo con otros muchachos.

Ese hermetismo que fluía por las venas de los continentes le desanimaba. Comprendió que era un hombre solitario que había sido lanzado despreciablemente contra la basteza del mundo, y eso le hacía perder la motivación y la fe.

Estuvo a punto de liberar a la pelempira varias veces. Ni siquiera sabía si era capaz de cumplir la única misión que Zein Saavedra le había encomendado. A él, un humano insignificante en pleno estado de purgación, que solo tenía algo de valor por estar viviendo cerca de las tierras donde se perdió el hipocornio. Según las palabras escritas por el Señor de la Sal, presentía una absolución de su destierro en caso de que tuviera éxito, pero aquella aceptación no era real. Hacía tiempo que había sido desconectado brutalmente de sus raíces. No veía ningún futuro más que vagar por los continentes estrechando manos que solo consentirían tenerle cerca por tiempo limitado. Estaba condenado a vivir en el limbo desolador de los apátridas. No pertenecer a ningún sitio era peor que ser pobre, porque al menos los pobres tienen un suelo donde poner sus huesos. La Tierra lo sabe.

Tampoco quería pensar demasiado en la posibilidad de que, si fracasaba, probablemente le esperase la muerte. Aunque quizá fuera lo mejor.

Por fin, los tejados del pueblo de Siena recortaron el horizonte.

Andrak preguntó a las arrieras, hasta que consiguió llegar a una casita de madera con una pajarera en lo alto. Pelempires de diferentes tamaños lo observaban llegar; otros alzaban el vuelo o aterrizaban entre aleteos. Tenía el friso decorado con siluetas de aves y un abrevadero conectado al interior de la casa para aprovechar el agua, donde flotaban miles de mosquitos.

El criador salió al exterior. Debía de tener la edad de Andrak; un hombrecillo con el pelo rizado que empezaba a canosear y los hombros cubiertos de caspa. Iba vestido con un delantal y un guante de cuero para recibir las garras de sus aves, y estaba entretenido picando carne en una cesta para alimentarlas. Había pintado el símbolo de la pluma en la cortina para acordarse de su hogar. Andrak encontró alguna especie de confraternidad con el individuo, puesto que él también sabía lo duro que era vivir en tierra hostil.

Fue a acercarse, cuando escuchó el sonido de muchos galopes contra el suelo. Divisó un grupo de caballos negros entre los árboles y retrocedió por precaución, escondiéndose entre unas retamas.

Una veintena de jinetes frenaron en el patio de la casa y se pavonearon frente al criador, haciendo piafar a sus corceles y levantándolos a dos patas. Las banderas negras ondeaban en los flancos como símbolos de mal augurio.

Se apearon detrás de su líder, cuadrados como armarios dentro de un chaleco de cuero. Con botas militares que aplastaban el suelo y todo lo que hubiera encima. Con las cabezas rapadas al cero y la barba encuadrando sus quijadas. Con los brazos tatuados y el cuello pintado de rojo hasta las clavículas, como símbolo saicano. Parecían una bandada de petirrojos, pero grandes como osos polares.

El criador se olió el problema y quiso escabullirse por la puerta trasera, pero uno de los individuos corrió por el otro lado y le atrapó del jubón.

—Mira como patalea, la pájara —se mofó—. No tiene dios al que pedirle ayuda.

—Los que adoran al Dios Salamandra me dan ganas de vomitar, pero los ateos se merecen una escopeta por el culo —escupió otro.

—¿Qué queréis de mí? —gimoteó el criador—. Tengo licencia para estar aquí. El cantón de la Toscana lo sabe.

—El cantón de la Toscana no sabe ni cómo te llamas. Pero poco importa lo que sepa ese lila malparido; si también es ateo, irá después de ti.

—Tengan piedad, caballeros —suplicó, al ver muy negra la posibilidad de escapar—; soy un hombre honrado y trabajador que lleva quince años vendiendo pelempires a los viajeros. Nunca he dicho una palabra contra Saica ni he estorbado en la fe de otras personas.

Los petirrojos rieron hasta que se les arrugó la calva a la altura de la nuca, y luego arrugaron el ceño.

—Ni una palabra más de vuestra boca sucia. Sois la lacra de la humanidad. Habéis venido revolver los cimientos del mundo, pero aquí está la noble Legión Ultrarroja para traer la estabilidad. Por cada hombre que pierda la fe en el mundo, un ateo perderá la vida. —Alzó al criador por el cuello—. ¡Temed, impíos en tierra hostil, porque la justicia de Saica ha renacido! ¡La caza continuará hasta que los continentes queden limpios de traidores!

Entonces sacaron un cuchillo del cinto y se lo llevaron a la cara. Con un movimiento aserrado, comenzaron a cortar la nariz del criador mientras se desgañitaba en gritos. Las lágrimas se mezclaron con la sangre y el petirrojo alzó la nariz como un trofeo, mostrando el hueco calavérico que había quedado en su lugar.

Después le bajaron el calzón y la ropa interior, riéndose de su pene recogidito por el terror. Le enrollaron una cuerda en los testículos y le levantaron en volandas hacia el tejado de su casa. El criador se atragantaba con la sangre y suplicaba por su vida. Los pelempires de la pajarera salieron espantados por el ruido.

Pasaron el extremo de la cuerda por el apéndice del farolillo y tiraron a modo de polea. Quedó colgado bocabajo y chillando como un cerdo, con los testículos blancos igual que dos perlitas a punto de estallar. No tardarían en ponerse morados.

—¡Agita los brazos, sabandija del Aire! ¡Agita los brazos a ver si echas a volar como un bicho de esos tuyos! —reían ellos—. ¡A ver si tienes cojones ahora para dudar de Saica!

Parecía que iba a desgarrarse de un momento a otro.

Los petirrojos se cansaron rápidamente de su juguete y sacaron la daga de nuevo. Con el filo dibujaron una curva entre las clavículas y la sangre empezó a brotar por el cuello, escurriendo al suelo. Lo habían convertido en otro petirrojo.

—Expía tus pecados, infiel, ahora que te desangras como un marrano en San Martín y puedes rogar a Saica que te abra las puertas de su reino. Grita. Grita fuerte a ver si te oye.

Los berridos del hombre eran música para sus oídos. Uno de los militares agarró del hombro al líder.

—Ahí hay un hombre, Adolf.

­—¿Dónde?

—Ahí, con un perro.

Los petirrojos se giraron y alcanzaron a Andrak en un par de zancadas, que estaba subiéndose en su montura. Cortaron el paso al caballo antes de que saliera al galope, mientras el galgo ladraba de inquietud.

—¿Adónde vais tan rápido, anciano? —le agarraron de las riendas—. ¿De qué Señorío sois?

Andrak se quedó paralizado, mientras su mente trabajaba a toda velocidad. Aunque el símbolo de la Sal que tenía tatuado en la mano probablemente fuera el mismo que el que tenían ellos, estaba tachado por la ofensa de haber navegado los mares, así podría terminar de condenarle. Otros al menos tenían la excusa de haber nacido con costumbres diferentes, pero él había sido un traidor a su patria.

Valoró otras opciones, pero enfrentarse a ellos era una completa locura. Tenía cuarenta y dos años y un ligamento mal curado contra pero sus veinte cuerpos de oso polar; ni siquiera su caballo podría salir de allí a la fuerza. Tampoco creía que un papelajo como la acreditación pudiera salvarle.

La posibilidad de morir allí mismo consiguió agitar su corazón. Después de tantos años, había olvidado lo que era el miedo.

—Está poniéndose blanco como los cojones del otro. Este es ateo también —declaró uno.

Entonces Andrak se acordó de algo y se apresuró a rebuscar entre sus ropas, acalorado.

—No, no, yo soy devoto de Saica como vosotros. —Sacó la vieira y la alzó—. Soy peregrino y me dirijo a la Meca.

Los petirrojos se miraron un momento. Estaban demasiado lejos del mar para encontrar vieiras, así que debía estar diciendo la verdad.

—Ah, entonces perdonad por el espectáculo, caballero. —Soltaron las riendas—. Seguid vuestro camino y pregonad con orgullo, ¡las hazañas de la Legión Ultrarroja de Berlín!

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