Capítulo 2. Sijilmassa
—Lamento haberles convocado a esta reunión con tan escasos detalles, pero imagino que ya se habrán enterado de lo sucedido —repuso Maalouf—. Los mensajes vuelan rápido; los rumores más.
Los Señores se miraron los unos a los otros con fría reticencia, sin saber muy bien cómo enfrentar la situación.
Por supuesto que esperaban deslealtades y obstáculos en el reinado de Sagastta, pero ninguno imaginaba que fueran a suceder tan rápido que ni siquiera le dieran tiempo a coronarse. Les había pillado a todos por sorpresa, y lo más vergonzoso era que habían encajado el golpe de una manera tan ignorante y torpe que no se atrevían a mandar encarcelar a ninguno de los ocho. La presión era tremenda. Ya solo quedaba aguardar al más mínimo error para abalanzarse como buitres sobre cualquier cabeza que quedara bien expuesta para la sociedad, así que era un momento peligroso porque todos sabían que era motivo suficiente para dejarse el puesto y la vida en el conflicto.
Era un dilema de tal magnitud que el Comité de Señores se había reunido a puerta cerrada en un sobrio palacete de Sijilmassa, en vez de montar una colorida audiencia pública como tanto les gustaba hacer, y se habían metido todos juntos, como ocho barriles de pólvora, en aquella cámara custodiada por el grabado de una rosa encima del arco de la entrada. La rosa del silencio, que simbolizaba la confidencialidad.
Las sillas donde se sentaban debían ser movidas con ayuda de un sirviente porque estaban hechas de madera maciza, tremendamente valiosa en aquella región sin árboles, y no hacían ningún ruido al arrastrarse porque la alfombra tenía un pulgar de grosor. Las paredes de la cámara estaban talladas con mosaicos. Se iluminaban gracias a las lamparitas que colgaban del techo, cada una con la cristalería de un color.
Mientras los criados les servían una copa de vino, los líderes miraban de reojo al Señor más reciente en llegar al grupo, Pimentel Favalier. Nunca terminaban de acostumbrarse a la pomposa presencia de los Señores del Mar, siempre vestidos con casacas de estilo náutico y pelucas altísimas adornadas con broches en forma de velas.
Maalouf esperó a que los líderes se acomodaran. Tenía a un niño sentado en las piernas, que lo observaba todo con sus enormes ojos verdes, mientras la mano posesiva en su cuello demostraba quién mandaba. Sería alguno de los muchos bastardillos que engendraba por su palacio como el pan recién hecho.
Los anillos de zafiro brillaban sobre sus dedos huesudos y adornaban las cicatrices que surcaban los nudillos. Su pierna artificial, labrada en fino bronce y engrasada cada mañana, descansaba pesadamente por debajo de la mesa y le condenaba a estar inválido en una silla la mayor parte del día.
Finalmente, Zein Saavedra, el Señor de la Sal, tomó la palabra con las gruesas venas de su cuello formando un rictus violento y encaró al Señor del Metal.
—Entiendo que para ti no fuera más que un extranjero, pero Sagastta era un hombre importante en mi Señorío y esto no va a gustar a la gente. Diderot y su bandada de charlatanes aprovecharán para echarse sobre mi espalda con esas bocazas de piraña. ¿Y sabes qué? Les enviaré a tu Señorío lleno de canijos para que te inunden los fosos con sus cartas de mierda humanista. Así tendrás leña para todo el invierno —espetó, visiblemente herido.
—Relájese, señor Saavedra —advirtió el Señor de la Tierra.
—¡No me digas que me relaje! —gruñó, volviéndose de nuevo hacia el Señor del Metal—. Por el Gran Saica, Maalouf, estabas rodeado de fusiles para detener el asesinato. ¡Precisamente tú, viejo, tienes más armas que todos nuestros Señoríos juntos! ¿Qué excusa puedes poner para no tener el cadáver de ese animal disecado en el vestíbulo?
—¿Se le está olvidando el respeto que me debe? —espetó Maalouf con altivez—. No pienso responder ninguna pregunta con semejante ofensa hacia mi persona.
—Déjate la prepotencia en tu palacio de hierro. Todos sois de la misma piel que yo, por mucho que os guste empolvar las pelucas y llamar «vuestra merced» hasta a la mierda que dejáis en la bacinilla. La hiena que se viste de león sigue siendo hiena —gruñó Zein. Los líderes se revolvieron en el asiento con actitud crispada—. Estoy demasiado furioso para soportar las formalidades que tanto nos hacen perder el tiempo, así que solo limítate a contestar por qué no entraron treinta balas en el cuerpo de ese bicho.
—Pues es muy sencillo, señor Saavedra. —Hizo una pausa desafiante—. Porque prohibí disparar.
La tranquilidad de Maalouf dejó al Señor de la Sal con los ojos muy abiertos, demasiado desconcertado para indignarse siquiera. El resto de Señores alzaron la ceja con interés.
—A ver si lo he entendido bien —murmuró Zein muy despacio—. ¿Dejaste morir al primer rey de la historia... para salvar a un caballo?
—¿Quiere hablar de historia? Le diré qué es ese caballo.
Maalouf bajó al niño de sus rodillas y le hizo un gesto con la mano. El crío salió de la cámara y trajo una almohada de tafetán con una cajita de madera encima. Cuando volvió a sentarse en su posición, la mano arácnida del viejo se encaramó en su cuello de nuevo. Entonces el niño abrió la caja y mostró el papel que había dentro.
—Esto que ven aquí —sentenció Maalouf—, es un boceto del animal que asesinó a Sagastta, realizado por un niño de ocho años llamado Francisco de Goya que trabaja para mi corte.
Los Señores se inclinaron sobre el dibujo.
La innata cualidad que tiene el ser humano de aferrarse a los mitos les hizo devorarlo con la vista en el más furtivo de los silencios: lo habían visto representado en los libros de historia, en los tapices antiguos, en los frescos de las catedrales, en los espectáculos de los titiriteros y en los cuentos que les leían sus padres. Fingir desdén habría supuesto un crimen a su cultura, pero tendrían que haber estado ciegos para no reconocerlo.
Así que solo Desmond Allary, el Señor del Aire, un hombre que superaba los sesenta años y escondía su calvicie bajo una discreta peluca atada en un moño, movió sus pupilas neblinosas por la habitación y tuvo la excusa de romper silencio:
—¿Tendría... tendría alguien la bondad de describírmelo?
—Tenía forma de caballo, con el cuello grueso de un percherón y las patas como pilares —arrancó el viejo Maalouf, con emoción—. Era altísimo, blanco con las crines grises; con un cuerno de un palmo de longitud encima de la nariz, así, curvado como una daga, y los ollares en medio del tabique igual que... ¡sepa Saica qué criatura! —se santiguó. Los oyentes estaban demasiado ensimismados para crisparse por la alusión—. Respiró el aire entero de Alamand en un resoplido, como si percibiera la contaminación en nosotros y la depurase en su tráquea, y luego chasqueó esas horribles encías de hueso y nos miró... con los ojos más negros que las profundidades abisales del océano. En un segundo escarbó en nuestro interior y nos conoció más que nuestra mismísima madre. Qué digo... Más que nosotros mismos. Qué diablura de bicho.
Respiró hondo.
—Un hipocornio —respondió Donna Tiritean con solemnidad.
Sus palabras materializaron el pensamiento de todos los Señores, pero estando en plena modernidad del siglo XVIII, la sola mención de un animal legendario era simplemente ridícula. ¡Qué afirmación tan supersticiosa y fuera de lugar! ¡Qué nigromancia tan pasada de moda!
La Señora de la Sangre se quedó sola y subestimada junto a sus dos hermanas. Majo y Denisse apoyaron a la rechoncha mujer con sus habituales miradas de lobas en un mundo de lobos, mientras los Señores disimulaban sonrisas de burla.
—No puede ser otra cosa —la defendió Majo Tiritean con agresividad—. La historia ha detallado así a ese animal desde que puso el pie en nuestros campos y lo supimos documentar. La historia está hecha por los atrevidos y escrita para los desconfiados, así que como comprenderán, la opinión de esta cámara no puede aspirar siquiera a raspar su superficie.
—La historia está escrita por gente borracha y exagerada —rio Zein Saavedra—. Menos mal que hay alguien aquí para dudar de ella.
—Todo el mundo sabe que los hipocornios no existen —afirmó el Señor de la Tierra con solemnidad. Su actitud gallarda y su traje verde de fina seda con enredaderas bordadas en el pecho le daban cierto aire de trascendencia—. Son mitos y cuentos sobre dioses que trajeron caballos carnívoros al mundo, para enseñar a los humanos dónde estaba el límite de la domesticación. Se dice que los primeros hombres que les vieron y les echaron el lazo encima, acabaron abiertos en canal y ondeando como banderas en lo alto de la montaña.
—Eso huele a leyenda disparatada desde aquí, pero sí que han existido hipocornios a lo largo de la historia —interrumpió Donna, entornando las cejas perfiladas con carboncillo. Los mofletes sonrosados de carmín contrastaban la mueca rígida y taimada que compartían las tres hermanas, cuyas pelucas blancas se enarbolaban hacia el techo adornadas con caballitos de oro y flores de cuero—. Pisaron mi territorio y también pisaron el vuestro, señor Aneil, hace ya muchos siglos.
El Señor de la Tierra resopló con humor, pero no contestó.
—Yo tengo una duda —preguntó Pimentel—. Si los dioses no existen, ¿por qué existirían sus caballos?
La frase del Señor del Mar dejó al resto de Señores en un ambiente tan denso que se podía cortar con un cuchillo. Negar la existencia de un animal era un juego de niños en comparación con negar la existencia de Saica. La pólvora no tardó en explotar.
—Quizá no exista tu detestable dios pagano, urraca —espetó el Señor de la Sal, levantándose de la silla—, pero a mí ningún papelajo en descomposición puede convencerme de que el Gran Saica es una confabulación secreta creada por humanos que lleva dos mil años engañándonos a todos. ¿Para qué, para dominar a la plebe? ¿Para decirles a los niños que recen todas las noches en su cama y entierren a sus abuelos con dignidad? ¿Pero tú de qué pino te has caído?
—Zein, haga el favor...
—Todo el mundo sabe que Saica salpicó de peces las costas del Señorío del Mar, llenó de minerales las entrañas del suelo para el Señorío del Metal, creó al caballo para servir al Señorío de la Sangre y otorgó al Señorío del Aire la dominación del cielo gracias a los pelempires. De las yemas de sus dedos nacieron las semillas para el Señorío de la Tierra y con su carne creó las vacas para Señorío de la Sal. ¡Regalos! ¡Eso es lo que os hizo a cada uno! —Su mirada desprendía furia—. Tu Dios Antiguo no le llega ni a la suela de los zapatos al Dios Moderno, y por maricas desagradecidos como tú tengo que aguantar todas esas blasfemias inmundas que pululan ahora por las calles.
—Usted no me conoce, señor Saavedra —contestó Pimentel, tan apacible que inspiraba terror—, así que le aconsejo que se siente y se guarde sus palabras para sí mismo.
—¡Tú sí que no me conoces! —le señaló con el dedo—. ¿Dónde estabas el año pasado cuando nos reuníamos en esta mesa para dirigir los malditos continentes? ¿Eh? ¿Dónde estuviste el anterior? —Pimentel entornó la vista—. No sé a cuál Señor del Mar he detestado más en la última década, pero debería daros vergüenza ser los únicos líderes que tienen que venir a presentar su insolente rostro y a adaptarse a nuestro ritmo cada dos años. ¡Me cago en vuestro sistema electoral! —Se giró hacia el resto de líderes con la respiración agitada—. ¿No os dais cuenta de todo lo que Saica ha hecho por vosotros a lo largo de la historia? Ha dividido las actividades por territorios para que no os saquéis los ojos los unos a los otros. Criar, cultivar, transportar, navegar, labrar el metal y comunicarse. Os ha dado una identidad, os ha puesto a todos en su lugar y os ha buscado un sentido en este mundo despiadado y arrollador. Así que porque de repente haya aparecido un papiro de hace mil quinientos años diciendo que Saica fue la invención de un perturbado al otro lado del mundo, no vamos a destrozar la paz y la serenidad que hemos construido con tanto esmero durante siglos —sentenció—. Y ahora, dadme un condenado cigarro. Me estáis dejando sin aire.
La sala se quedó en silencio.
El criado corrió a por la bandeja de tabacos y le repartió uno a cada líder. Pimentel apoyó la barbilla en su mano con una sonrisa de sorna, lejos de tomárselo como una ofensa.
—No necesito llevar sentado en esta silla toda la vida para conocerle, Señor Saavedra —entornó los ojos—. Usted no echa de menos a Saica; echa de menos el sistema de orden que trajo consigo.
—Cómo te atreves.
El Señor de la Tierra intervino.
—Abordaremos el Escándalo de Saica cuando las aguas se calmen un poco. Ahora no es el momento —resolvió. El resto de Señores contuvieron la palabra para no entrar en conflicto. Luego acercó el fósforo al cigarro exportado desde su Señorío y el olor inundó toda la habitación—. Así que, ¿por dónde íbamos?
—Que si se extinguieron o no. Los hipocornios.
—Por el dibujo que ha traído el señor Maalouf, parece ser que nunca llegaron a hacerlo —respondió Donna tras soltar el humo—, aunque no tenemos constancia de haber criado ninguno después de...
Alzó las manos para contar con los dedos.
—Incitatus, la montura del emperador Calígula —intervino Denisse.
—¿Ese lunático? ¿No fue quien mandó construir una villa entera para su caballo y quiso nombrarlo cónsul? —se burló Maalouf.
—Ese mismo —replicó Majo—. Aunque hay indicios claros de que no era un caballo.
—¿Y cómo saben vuestras mercedes que era un hipocornio, si esa palabra nació siglos después? —preguntó el Señor del Aire, con su voz suave y sus ojos vidriosos.
—Porque los testimonios dicen que le daban de comer pollo y mejillones mezclados con escamas de oro, y un caballo no puede comer carne porque le daría un cólico que le destrozaría los intestinos. De hecho, el oro también se convertiría en un problema letal para un animal que no puede vomitar, como es el caballo, pero los hipocornios son carnívoros y están acostumbrados a expulsar bolas de huesecillos o carne corroída. Es la única forma de que hubiera podido sobrevivir.
—¿Y por qué Calígula no lo cruzó con una yegua para tener descendencia? ¿Por qué frenó ahí la línea sucesoria de semejante tesoro?
—Porque Incitatus no copulaba con yeguas. Calígula le buscó una esposa humana con la que yacer —explicó Majo.
Los Señores se inclinaron hacia atrás, con una mueca de asco impresa tras las retinas.
—A mí me parece una costumbre bastante lógica, fornicar con caballos —comentó Maalouf, dibujando una sonrisa en sus dientes amarillos. Luego miró a las Señoras de la Sangre—. ¿Cómo van a compensar si no, la falta de virilidad en ese Señorío, donde los hombres no son capaces de doblegar a sus mujeres y devolverlas al lugar donde deberían estar, con sus honradas tareas domésticas? Deben andar todas confundidas, las pobres...
Donna y Majo se sonrojaron de ferocidad, pero la diplomática Denisse salvó la situación replicando con absoluta calma:
—Nuestro resentimiento como vecinos territoriales no tiene nada que aportar a esta reunión, señor Maalouf, así que vuestras ofensivas opiniones personales ya no nos producen más que pérdida de tiempo. Y el tiempo que se pierde aquí es de todos.
Los Señores le dieron la razón y Maalouf avinagró la expresión.
—Pero Incitatus vivió en la época del Imperio Romano, antes de que se formara el Señorío de la Sangre —recordó el Señor del Aire—. Hace mil quinientos años.
—Lo sé. Por eso intuimos que deben de quedar pocos ejemplares y estar en territorios incomunicados para reproducirse, así que suponemos que su esperanza de vida reside en la longevidad, de la cual no tenemos datos porque ningún hipocornio que hayamos conocido ha muerto por causas naturales.
—Si ese animal ha logrado llegar hasta mi Señorío, estoy seguro de que los hipocornios no se habrán quedado incomunicados a lo largo de la historia —atajó el Señor el Metal—. Les digo que es inteligente. Aquel día lo vi razonar una solución compleja para liberarse de las ataduras.
El Señor del Mar resopló.
—Los animales no son inteligentes; como mucho son capaces de seguir órdenes. —Dedicó su mirada inquisidora a Maalouf—. Los esclavos no pueden ser juzgados por lo que les obliga a hacer su amo, así que eso significa que el hipocornio probablemente fue traído por alguien y soltado en Alamand para hacer el trabajo sucio.
—¿Qué insinúa? ¡Dígalo alto! —rabió el Señor del Metal—. ¡Yo no conspiré para matarlo! He mandado azotar a todos los niños que se encargaron de traer a los caballos del Señorío de la Sangre, pero ninguno sabe quién lo metió en los establos. Dicen que nunca lo habían visto antes. ¡Por favor! La mayoría ni siquiera ha vivido lo suficiente para saber qué animal es. —Dedicó una mirada furibunda a los reunidos—. La estrategia de matarlo en mis territorios para acusarme es tan anciana ya que cojea. Saben que yo no ordené su muerte, y si deciden ignorarlo a propósito para tener a alguien a quien cargar las culpas se están haciendo un flaco favor, porque quedaremos en una posición de conjura que puede durar años y que resquebrajará aún más la poca confianza que nos une. Por no hablar de que el verdadero asesino seguirá campando por las Cortes y compartiendo nuestro aire. Y cuidado... porque los traidores que traicionan una vez, lo harán una segunda.
Los Señores pusieron una mueca de desagrado, pero la gravedad de la situación les empujaba a exponer sus peliagudos pensamientos sobre la mesa.
—Yo más bien estaba pensando en otras culpables —sugirió Aneil Selva con suspicacia—. Los percherones llegaron desde el Señorío de la Sangre, como todas las monturas de los continentes, así que podemos imaginar quiénes han sido las únicas que han podido criar hipocornios con éxito. No creo que sea muy difícil camuflar uno entre caballos tan corpulentos.
—¡Nosotras no criamos hipocornios desde hace diecisiete siglos! —se defendieron ellas.
El viejo Señor del Aire suspiró de pesadez y tomó la palabra.
—Tenemos que solucionar este desastre. Después del Escándalo de Saica, tenemos a la población encolerizada y sin ninguna ley moral que les obligue a seguir manteniendo el modelo de división de actividades por Señoríos, así que es cuestión de tiempo que empiecen a copiarse unos a otros y traigan ese comportamiento tan temido que llamamos... competitividad. —Los líderes arrugaron el hocico de horror ante la palabra—. Tenemos que encontrar otro rey Ecuménico que formule un reglamento y mantenga los límites, y tenemos que hacerlo pronto.
—La próxima reina tiene que ser mujer —ladró Donna con aplomo—. Nos lo prometieron a cambio de que aceptásemos el nuevo sistema.
—Les prometimos que la sucesora del rey Sagastta sería mujer, pero ¿acaso se ha llegado a coronar algún rey? —preguntó Pimentel riendo—. Ustedes saben que en nuestros Señoríos las mujeres no saben valerse por sí mismas, así que habría más posibilidades de que la reina proviniera de vuestro territorio.
—Pues enseñadlas a reinar y no se quedarán atrás —espetó Majo—, que lo saben hacer de sobra.
—Damas, caballeros... Céntrense —suavizó Aneil Selva—. ¿Cómo lo hacemos entonces? Ya no tenemos ningún criterio objetivo para elegir a alguien, sin que huela a patriotismo y sea repudiado por el resto de Señores, y tampoco estamos seguros de que la conspiración no vaya a volver a alcanzarle.
—Nosotras no aceptaremos a un hombre como rey Ecuménico; eso tenedlo por seguro —sentenció Donna.
—Ni yo a un marica, no vaya a ser que saque brillo al trono de tanto restregar el culo —gruñó Zein, mirando de reojo al Señor del Mar.
—Ni yo a nadie menor de veinte años —puntualizó el propio Señor de la Tierra, midiéndose severamente con Maalouf y con el crío que tenía en sus piernas.
Los ocho presentes se sumieron en un silencio quebradizo y cargado de intención. Estaban apretando tanto la cuerda que se quedaban sin espacio. Los humanos siempre llegan a situaciones desesperadas cuando huelen el peligro detrás de la esquina y no saben quién lo había puesto ahí. La tierra lo sabe.
—Propongo un desafío —habló entonces Desmond Allary, con sus ojos blancos sostenidos en el aire—. Cada Señorío enviará a un Buscador por los continentes para capturar al hipocornio, que gozará del amparo legal de todos los territorios mediante un indulto real. Seis Señoríos, seis Buscadores. El que antes lo encuentre tendrá derecho a quedarse el animal para su Señorío y a proponer al próximo rey Ecuménico. El rey de los continentes.
Los líderes compartieron la mirada, al principio atónitos y después cautivados por la idea.
—No estarán pensándolo en serio, ¿verdad? Es un insulto utilizar un método tan azaroso —recriminó Aneil Selva.
—Solo el azar puede salvarnos, Señor mío.
—Espere un momento —protestó Majo—. El hipocornio debería ser nuestro. Llevamos criando y entrenando caballos desde hace mil años. Con todo el respeto, vuestras mercedes no sabrían qué hacer con él ni aunque os lo entregaran con un lacito en la cabeza y los testículos cortados.
—Pues como tengamos que confiar en la gran experiencia de ustedes criando hipocornios, que el último lo vieron hace diecisiete siglos... —se burló Pimentel.
Las Señoras torcieron el morro.
—A mí me parece bien —expresó Maalouf con simpleza.
Los Señores lo miraron con estupor, recelosos de sentir optimismo porque el viejo gruñón era siempre el más difícil de convencer. Seguramente tendría algún plan.
—Pero vuestra merced no podrá mover ficha hasta dentro de tres meses, señor Maalouf, porque el hipocornio se perdió en vuestro territorio y jugaría con ventaja —aclaró Desmond—. Estimo que tres meses son suficientes para que el animal tenga tiempo de salir de vuestro Señorío, o no salir jamás.
—Me sigue pareciendo bien —accedió el Señor del Metal, tras poner cara de perro momentánea.
El resto de Señores asintieron con la cabeza y se miraron por el rabillo del ojo. Sabían que todos sus cerebros estaban maquinando formas de adelantarse a sus oponentes.
—Entonces tendremos un año de plazo —resumió el Señor del Aire—. Si pasado ese tiempo el hipocornio no ha aparecido, o ha aparecido muerto, nos prepararemos para el caos.
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