Capítulo 17. Merzouga
Buscador de la Sal
El hombre había revuelto la casa entera para buscar sus botas altas, sus espuelas y su casaca de cuero. Su mujer le seguía por la casa como un perro ovejero, dando tumbos con el enorme bombo que tenía por tripa y recogiendo torpemente las hebillas y los alfileres que caían al suelo.
Ambos tenían el símbolo del hueso fémur tatuado en el dorso de la mano.
—Eso aún no está cosido. Déjalo. Déjalo.
—Tú no te agaches, mujer, que se te va a salir el bebé.
—Pues tú deja de andar de acá para allá y párate a pensar —gruñó ella.
—Que ya está todo pensado, Mud. Que he aceptado.
—Ya. Tanto meditar y no me digas que ahora te entra la prisa...
—Me entra prisa porque es justo lo que quiere Zein —replicó, encarándola con decisión—. ¿De qué sirve nombrar Buscador a alguien que ya viva en este Señorío si luego tardo tres semanas en salir? Pienso ser el primero encontrarlo y honrar la oportunidad que se me ha dado. Lo tengo decidido.
—Pero ya no eres noble ni hidalgo. Ahora eres curtidor —rabió la mujer, persiguiéndole por la casa férreamente—. Transformas pellejos de vaca en babuchas para los garrulos de Merzouga. Los curtidores no viajan por el mundo en busca de caballos carnívoros.
—Pues tendré que aprender a hacerlo —replicó en tono tajante. Y alzó la vista, contemplativo—. Es mi oportunidad de poder volver a montar un corcel, de vestir de franela y seda, de conocer los más extraordinarios avances de la ciencia. De volver a ver el mar...
La mujer se estremeció hasta los tuétanos.
—Cuidado con lo que dices, Andrak. La In...
—La Inquisición ya me hizo pagar en su día, sentenciándome por la doctrina de una patria en la que yo no elegí nacer —gruñó—. Si quiere juzgarme de nuevo tendrá que buscarse mejores perros de caza, porque este absurdo olor continental me está sofocando y no pienso quedarme en esta casa a terminar de morir.
Se fue a la habitación de mal humor, buscando su casaca larga de cuero.
La casa apestaba tanto a orines y a heces que el espeso olor se había pegado a los muebles. Mud jadeó por el pasillo con la mano apoyada en la prominente barriga, asustada por la determinación de su marido.
—¿Y qué pasa con el crío?
Andrak se detuvo en la puerta y se giró para mirar a Mud a los ojos.
—Vamos... —rio—. Ambos sabemos que será mejor para el pequeño Andrej que yo no sea su padre. Me gastaré el dinero en bebida y volveré a casa borracho hasta que un día se me escape la mano y le haga saltar algún diente, me acostaré cada viernes con Yasmin por un par de monedas y aun así intentaré metértela por la noche aunque te pegue algún bicho. Seré un mal padre, Mud, igual que soy un mal esposo. Llevo quince años caminando confundido por la vida, y esa es la condena que me ha tocado vivir desde que me obligaron a retirarme de mi cargo. Y vivir con un condenado equivale a vivir condenada también. Créeme que ambos queremos que me vaya de aquí.
Mud le miró con recelo, desde la puerta, y dijo finalmente:
—Así que me estás abandonando. Sola y con un hijo a punto de salir entre las piernas.
—Te estoy liberando de mí —aclaró—. Ahora podrás volver a casa y casarte con un hombre decente que os saque a ti y a Andrej adelante.
Mud no daba crédito a lo que oía.
—¿Y cómo se supone que voy a hacer eso? Me trajiste aquí a vivir contigo y ahora pretendes largarte en cuanto se te presenta la oportunidad. ¡No tienes derecho a dejarme!
Andrak negó con la cabeza.
—En realidad te sientes aliviada de que me vaya, pero estás enfadada por todos los años que has desperdiciado aquí por mi culpa, en tierra hostil y lejos de la patria. Lo capto, ¿sabes? Curtir pieles mientras todo el mundo a tu alrededor se dedica a extraer metales... Nunca ha sido fácil.
—Nunca ha sido fácil porque TÚ te lo merecías —le señaló—, pero es que yo era inocente y, aun así, me arrastraron también con tu castigo. Yo tenía una familia, un apellido y un futuro a punto de construir... ¡demonios! ¡Mis padres tenían la ganadería de reses más prestigiosa de todo Berlín! Y de repente me enviaron aquí a manosear vacas muertas, orines de perro y pieles resecas —arrugó el hocico y le dio una patada a la aljaba que había en la esquina, volcando los pellejos de conejo por el suelo—. ¡Mi único delito ha sido nacer mujer!
Andrak tenía la boca entreabierta de la sorpresa. Jamás había visto a Mud tan enfadada, aunque no esperaba menos de una pólvora que había tardado quince años en explotar. Tuvo que elegir sus palabras cuidadosamente:
—Te he dicho muchas veces que habría preferido que me casaran con una dama de aquí, del Señorío del Metal, para no tener que sacar de su hogar a ninguna mujer de la Sal, pero no podemos casarnos entre habitantes de diferentes Señoríos. Lo sabes de sobra.
—Lo único que sé es que vas a arrodillarte ahora mismo, canalla —espetó.
Mud se volvió y cogió de la mesa la acreditación sellada por todos los Señores. La estrujó en su mano mientras cosía la mirada a la de su marido, desafiante.
—No me obligues a pelearme con una mujer preñada —musitó Andrak, alzando la mano para pedir calma.
Mud le señaló con un dedo índice pétreo y acusador, que se clavó en su pecho repetidas veces mientras el llanto comenzaba a brotar en sus ojos castaños.
—¡Di que lo sientes! —le gritó—. Nunca me has pedido perdón por haberme contagiado con tu penitencia oscura y asquerosa, Andrak Deniz. ¡Siempre en silencio! ¡Arrodíllate y dile a tu esposa que lo sientes!
Andrak tardó un momento en reaccionar.
Finalmente se arrodilló ante Mud, tan pacífico y sereno que a la mujer le dieron ganas de arrancarle la tráquea, y alzó unos ojos sinceros y heridos como los quince años vacíos que habían pasado apoyándose el uno en el otro.
—Lamento que hayas sido desterrada por un delito que no cometiste y que te hayas visto obligada a vivir en este Señorío por mi culpa. Lamento haberte robado tus años de juventud en un entorno frío y desconocido, lejos de tu familia y de las calles de Berlín donde creciste, y lamento si nunca supe valorar el horrible sacrificio que hiciste en realidad —susurró, aplacándola con su tono de voz de encantador de fieras—. Perdóname, Mud.
Esperó a que el río volviera a su cauce.
Ella bajó la mano y sollozó silenciosamente, devolviéndole la acreditación.
—No te perdono —respondió al fin.
Andrak asintió con la cabeza y se levantó con lentitud, sintiendo el peso de sus músculos y sus huesos como una carga abrumadora. Hay cosas en esta vida que solamente pueden aceptarse. La Tierra lo sabe.
—Tengo que irme.
Salió de la casa y los rayos de sol calentaron sus brazos tostados. El ambiente olía agrio debido a las pieles de vaca que había tendidas en los postes, esperando a ser aporreadas y con los pelos pegajosos por las costras de sal. Algún coyote hambriento había mordisqueado las esquinas y las había dejado repletas de agujeros. En la puerta de casa se acumulaban las tinajas llenas de heces de perro que los niños callejeros se dedicaban a recolectar para fabricar las disoluciones curtidoras. A lo lejos, las encinas y los milenarios olivos silvestres escalaban las colinas.
Se giró para despedirse de la mujer que había compartido su espacio durante tantas noches y se encontró su rostro húmedo, enrojecido de la tensión.
—Adiós, Andrak. Ojalá encuentres la sarna allá en las sábanas en que te metas, especialmente las de esas mariconas con las que quieres navegar —espetó, con un rencor que le dolía en el alma.
—Adiós, Mud. Nunca te he amado, pero has sido el apoyo que todo hombre necesita y quiero que sepas que estoy muy orgulloso de ti —respondió él.
La mujer notó que el labio inferior le temblaba, mientras el Buscador se giraba y comenzaba a andar hacia la puerta de la finca. Lo vio marchar con un paso que en otra época fue elegante y que ahora estaba enrudecido con el paso del tiempo y el trabajo. Apretó los dientes y alzó la voz desgarradora:
—¡Lo cambiaré de nombre! ¡Cambiaré a Andrej de nombre y lo llamaré Doug, como mi padre!
Andrak no volvió la vista atrás. El pelo le hacía caracolillos sobre los hombros y se ajustó el lazo blanco de la chorrera. Vestido con sus mejores ropas de cuero y la acreditación en el bolso, emprendió el camino hacia la villa de Merzouga para comprar un caballo.
Andrak caminaba por los bosquecillos del Señorío del Metal montado en un palomino de buena casta y acompañado de un galgo joven, ambos adquiridos en la villa de Merzouga. Como buen habitante de la Sal que era, había sido cazador toda su vida y sabía perfectamente cómo funcionaba el rastreo y la mentalidad de un gran depredador.
Rehuyendo las rutas mercantiles infestadas de dromedarios que se dirigían a Sijilmassa, el Buscador decidió internarse en la cordillera de la Tramontana porque suponía, con buen criterio, que al hipocornio no le gustaría demasiado acercarse al desierto. Los animales carnívoros no sudan como lo haría un asno, por ejemplo, y tampoco encontrarían presas suficientes en medio de las dunas para alimentar un cuerpo tan grande. Los desiertos estaban hechos para animales pequeños y de sangre fría.
Así que, ahuyentado por el calor y por la enorme movilización de cazarrecompensas, probablemente habría continuado hacia el norte del Metal por la falda de la Tramontana, o la habría cruzado en dirección al Señorío del Mar. Vio más probable esta segunda opción, porque los vientos cargados de la costa frenarían contra la cordillera en forma de lluvia y le sería más fácil encontrar agua al otro lado.
La Tramontana era como un soplo de aire fresco. Las encinas se habían transformado en pinares raquíticos a medida que ascendía, y en pinares mucho más densos y verdes cuando cogió buena altura. El suelo se había llenado de acículas secas y de agujeros de ratoncillos.
Andrak afinó la vista.
Se sorprendió cuando en lugar del hipocornio, se encontró una hilera de mujeres montadas a caballo que estaban paradas como pasmarotes en una formación larguísima, extendiéndose hasta perderse en la lejanía como una barrera de postes clavados en la tierra. Sus corceles, todos blancos, con crines muy peludas y complexión fuerte, se entretenían en mordisquear las herbáceas que tenían a su alcance con los ojos casi cerrados de somnolencia.
Andrak intentó atravesar el hueco entre dos vigilantes, pero fue interceptado inmediatamente.
—¡Deténgase ahí, vuestra merced! Los obreros del Metal están trajinando en esta zona y no se puede pasar —gritó una mujer de mediana edad y con el pelo del color del fuego. Montaba una yegua de mayor alzada que la del resto y parecía ser la líder.
Andrak esperó a que se acercara al trote y le dijo:
—¿Y quién sois vos para impedírmelo?
—Me llaman Camarguista —contestó ella—. Soy criadora de los famosos caballos de la Camargue, y actualmente las Señoras de la Sangre han arrendado mis servicios para proteger los territorios donde se están construyendo las vías del tren.
—Yo soy el Buscador del Señorío de la Sal, Andrak Deniz.
Quiso hacer el saludo de mano, pero como no estaba seguro del prestigio que tenía su nuevo cargo ni el de ella, no supo si debía colocar la palma encima o debajo de la suya. Terminó por no hacer nada, así que el encuentro quedó frío y turbador.
Andrak la estudió con la mirada. Tenía los lados de la cabeza rapados y el flequillo curvado hacia atrás como una gran ola carmesí, semejante la cresta de un gallo. En lo alto de su cabeza, una coleta se desparramaba en cien tirabuzones. Tenía mirada de mapache ladino, con los ojos bordeados en negro y los párpados llenos de sombra oscura, y las pecas se repartían por su tez blanca para darle un toque de picardía y falsa doncellez.
Las orejas descubiertas exhibían unos voluminosos pendientes hechos de plumas, rojos como su cabello y a juego con un vestido que ensalzaba bien sus pechos mediante un corsé. Llevaba la ropa típica que solían ponerse las mujeres de la Sangre: un vestido que cubría los cuartos traseros del caballo con una cola de volantes, siguiendo la moda femenina imperante en la Corte, pero que se adaptaba a la equitación siendo más corta por delante, para mostrar unos calzones y unas botas de montar equipadas con espuelas.
Bajo el brazo flexionado llevaba la fusta. Mantenía la pose disciplinaria mientras agarraba las riendas con la otra mano, también con las mangas acabadas en volantes.
—Desconozco si vuestra merced se ha enterado o no, pero el día doce de octubre sucedió un accidente durante los ensayos de velocidad del tren, en el que el suelo se derrumbó bajo los pies de doscientos menores de edad. Ha dejado una grieta de casi un kilómetro de largo. Al parecer había una mina antigua extendiéndose bajo estos terrenos, que no soportó la vibración del ferrocarril y se ha vino abajo.
Andrak no sabía que los raíles cruzaban por aquel lugar. Nadie lo sabía, en realidad. El trazado de las vías de tren no había sido divulgado públicamente para evitar que las poblaciones se asentaran alrededor y obstaculizaran las obras.
Le resultaba chocante que, antigua o no, hubiera una mina en estos parajes que eran propiedad del Señorío del Mar, ya que solo el del Metal podía dedicarse a la minería.
—Terrible noticia, sin duda —concedió Andrak—, pero yo tengo una acreditación que puede permitirme el acceso. Ábrame paso, vuestra merced, para que pueda cumplir con mi cometido.
Hizo ademán de arrear a su montura, pero la pelirroja se interpuso.
—Esto no tiene nada que ver con competiciones, señor Buscador, tiene que ver con su propia seguridad. Todavía no se ha acotado la dimensión de la mina, así que nos dejaría consternados que le sucediera alguna calamidad y no pudiese continuar con la búsqueda, o lo que es peor, que vistiera de luto a sus familiares.
—¡Pero el hipocornio habrá ido en esa dirección! —exclamó Andrak, señalando al frente.
La pelirroja le quitó importancia al asunto con un gesto.
—No sufra percance por eso; esos animales son listos. Mucho más que los humanos. Probablemente habrá percibido el temblor del suelo en sus patas y habrá escapado hacia un lugar seguro, como hacen las ratas —dijo—. Créame que lo sé, que llevo toda mi vida trabajando con caballos salvajes.
El Buscador no dudaba de sus palabras, pero no estaba dispuesto a abandonar. Tanteó la situación y optó por tirar de la cuerda.
—La normativa referente a las acreditaciones está por encima del reglamento Señorial, así que estoy bastante seguro de que puedo exigirle que me deje pasar por este punto si lo creo necesario.
La pelirroja se encogió de hombros.
—La normativa referente al ferrocarril también está por encima de la legislación de los Señoríos. No sé cuál proyecto tiene mayor importancia, pero si lo desea, puede esperar a que contacte con mis superioras para preguntarlo.
—Eso llevaría demasiado tiempo —negó Andrak, fastidiado.
—Entonces le sugiero bordear la zona de peligro hasta que determinemos su gravedad. Si sigue caminando hacia esa dirección encontrará villas del Mar donde puede descansar y planificar una ruta alternativa —dijo señalando hacia el oeste. Le dedicó una sonrisa—. Vaya tranquilo, contactaremos con vuestra merced si divisamos al hipocornio.
—¿A mí o a vuestra Buscadora? —advirtió Andrak, suspicaz.
La pelirroja guardó un breve silencio y luego respondió, sin la más mínima expresividad en el rostro:
—Las oportunidades son libres para ser tomadas.
Andrak no contestó. Se limitó a observarla con los ojos entrecerrados y apretar las mandíbulas de frustración, de forma imperceptible.
—¿Cómo ha dicho que se llamaba?
—Camarguista.
El Buscador empleó un momento de resistencia frente a la pelirroja, desafiante. Finalmente tiró de las riendas para voltear al caballo y comenzó a descender la ladera mientras ella lo observaba marchar con ojos de serpiente, estática sobre el fondo arbolado como un ciervo indómito. A medida que se alejaba, la hilera de caballistas comenzó a hacerse cada vez más pequeña en la distancia, hasta desaparecer.
Tener que dar un rodeo le fastidiaba igual que esperar a que se resolviera el problema de la mina, por lo que si iba a tener que aplazar su misión, prefería hacerlo en un lugar cómodo. Así que comenzó un tortuoso trayecto por la falda de la montaña llena de cárcavas, agresivamente talladas en el terreno por el efecto torrencial de los ríos del pasado, hasta que por fin encontró la manera de alcanzar las pendientes más bajas y dio gracias a todos los dioses porque su montura no se hubiera roto una pata por el camino.
Tardó un par de días más en encontrar la primera villa de montaña del Señorío del Mar. Llegó con el caballo embarrado hasta los flancos, el galgo sepultado de abrojos y el cielo grisáceo amenazando con rugidos entre las nubes. Por suerte, la casaca de cuero y la faldilla larga le aislaban del frío como buena piel de animal que era.
Decidió ponerse a cubierto y aprovechar para calentarse un poco las manos y el gaznate, así que deambuló por las calles empinadas buscando la taberna y cuando la encontró, ató la montura en la entrada y abrió la puerta.
El interior estaba iluminado por varias lamparitas de jade anaranjadas, que emitían un zumbido viejuno, pero también una luz amable. El ambiente era acogedor y mimoso, probablemente debido a la humilde y peculiar decoración: unas vasijas de barro para cazar pulpos colocadas encima de los estantes y unas nasas de camarón colgadas en la esquina en forma de racimo, con los filamentos deshilachados por el desgaste. Prácticamente nadie en los continentes tenía noción de lo que era decorar; los habitantes del Mar eran los únicos que gustaban de aplicar alguna clase de estilo a sus espacios.
El local estaba casi vacío porque estaban en horario de trabajo, pero Andrak supuso que no tardaría en llenarse tras la amenaza de lluvia. Se sentó en una silla con el galgo a sus pies, se quitó los guantes y se desató el lazo blanco del cuello. El tabernero se acercó a su mesa. Era un hombre de apariencia singular, porque tenía el pelo lleno de canas y cara de muchacho.
—¿Qué le pongo a usted? —preguntó con un acento cantarín.
—Un vaso de ron de miel, raspadito —gruñó Andrak, que todavía no estaba acostumbrado a que lo llamasen de "usted".
El tabernero asintió y se retiró con cara de curiosidad, mientras le miraba de reojo para ver si podía identificar el símbolo grabado en su mano. Volvió con una botella y vertió el líquido hasta el borde del vaso. Los humores dorados y dulces rezumaron hasta meterse en sus fosas nasales.
No pudo reprimirse y se atrevió a preguntar:
—¿Extranjero?
—Buscador. De la Sal.
—¡No me diga! —se le iluminó la cara—. ¿Y cómo usted por estas tierras?
—No lo sé, si os digo la verdad. —Bebió un trago—. No debería estar aquí, así que me marcharé lo antes posible.
La conversación se interrumpió cuando el viento se enardeció en el exterior y comenzó a aullar contra los tejados de pizarra, haciendo golpear las contraventanas de madera. El tabernero fue a cerrarlas, asomó la cabeza y miró hacia arriba. Después metió la cabeza con el pelo despeinado y algún goterón de lluvia en la frente.
—Hmmm. Hoy el cielo lleva piedra —declaró, consternado—. Eso es malo para los barcos, ¿sabe? Estamos muy lejos de la costa, pero puede afectar a la navegación por río. El granizo no daña la madera, pero agujerea el velamen y...
—Ahorraos la explicación —interrumpió Andrak, con la mirada triste clavada en el vaso—; sé de lo que me habláis. Fui marinero algún tiempo, hace muchos años.
—¿Usted? —se sorprendió el tabernero—. Pero si es ciudadano de la Sal. Debería ser ganadero.
—Y ya pagué mi condena en su día, por practicar la navegación. —Le mostró el símbolo del hueso que tenía tatuado en la mano, cruzado por una fea cicatriz que indicaría de por vida la falta de respeto a su Señorío—. La Inquisición me sorprendió realizando una actividad que no correspondía a mi patria y me castigó a pasar el resto de mis días exiliado a tierra hostil, allá, en el Señorío del Metal, trabajando como curtidor.
—¿Despellejando vacas?
—Y fabricando cuero, y labrándolo, y vendiéndolo, sí.
Bebió.
—¿Y ahora qué hace usted?
—Convertirme en Buscador fue la única oportunidad de redimirme.
El tabernero frunció el ceño, eligiendo cuidadosamente las palabras que emplear:
—Esa Inquisición... siempre anda defendiendo unos valores del hombre, que ni siquiera el hombre está seguro de defender. Y aun así seguimos sus reglas. ¿Así que usted tampoco está de acuerdo con la doctrina de diferenciación de Saica?
—No —respondió el Buscador—. Desde el día en que puse el pie sobre un buque y su capitán se atrevió a enseñarme los secretos del marinaje, me di cuenta de que navegar era mi pasión. Ni mi patria, ni las calles de Constantinopla donde me crie, ni el paisaje escarpado colmado de cabras y rebecos que se ve desde las ventanas, ni la famosa belleza de las mujeres que ordeñan vacas en la dehesa. Lo que más he echado de menos en mi vida todos estos años, ha sido el océano.
Bebió con solemnidad.
—Esa distinción es bastante inusual. Creía que todos los ciudadanos de la Sal eran fieles de Saica.
—¡Qué perdidos estamos, si la fe y la profesión se deciden antes de que uno nazca! —se lamentó. Luego se encogió de hombros—. Yo creía que todos los lilas del Mar adoraban a las lagartijas y a los soplos de viento.
—Yo adoro a mi madre. Y ya —replicó el tabernero—. Las deidades no sirven para nada. Miras atrás y llevamos más de cuatro mil años dándonos de hostias. ¿Y qué hemos aprendido? Nada.
Guardaron silencio un momento y se midieron el uno al otro con la mirada.
A pesar de nadar en aguas radicalmente distintas, parecían haber encontrado una isla peculiar en la que coincidir, y eso les producía un incómodo sentimiento de acercamiento. El posadero comprendía mejor que nadie su pasión, pero aun así le descuadraba que alguien que no fuera ciudadano del Mar pudiera compartirlas. No estaba acostumbrado a sentirse confraternizado con un extranjero. En este mundo nadie lo estaba.
Quiso buscar las diferencias que les determinaban a seguir distintos rumbos, pero no las encontró. ¿Por qué él podía amar el atardecer tiñendo de naranja el océano, pero Andrak no?
Decidió cambiar de tema.
—¿Tiene esposo? —preguntó después—. Quiero decir... ¿esposa?
Andrak se mostró dubitativo.
—La tenía. Tuve que dejarla antes de emprender mi misión. Se llamaba Mud.
—¿La echa de menos?
—Ojalá pudiera deciros que no.
Les sumió una pausa cómoda.
A pesar de la desolación y el desamparo, cuando pensaba en Mud notaba el brillo cálido del sol azotándole las retinas. Supo que era la nostalgia, el recuerdo de tiempos mejores del pasado donde paseaban en calesa por Berlín y comían salchichas con rábano picante. O quizá fuera alguna especie de predicción imposible del futuro, en la que Mud y él navegaban por el delta del Danubio agarrando de la manita al pequeño Andrej, mientras el sol bañaba los nenúfares y los cormoranes.
Luego la evocación se le indigestaba y le entraban ganas de encogerse en el lodo y no moverse nunca más.
Pero él en realidad no amaba a Mud. Ya se lo había dicho antes de irse. Lo que le torturaba era haber destrozado la vida de alguien que ni siquiera tenía una excusa romántica en la que apoyarse, que ni siquiera sería quien le esperase cuando acabase toda esta misión del hipocornio. Haberla visto cada día gastar su vida en jugar el falso papel social de esposa, había hecho que la cogiera mucho cariño.
—Mi marido está guisando arroz con berberechos ahí detrás. ¿Quiere cenar?
—Traedme a ver, pero servidme primero otro vaso de eso.
—Le veo que esta noche sale a gatas —rio el tabernero.
Andrak apoyó la cabeza en la mano mientras le rellenaba el vaso. Estaba empezando a notar los ojos húmedos y a sentirse mal, así que la única solución que se le ocurrió fue llenarse el gaznate de alcohol para sentirse todavía peor. Sería un malestar trivial, anclado a sus vísceras pero tan ordinario que podía ser alejado de un soplido, y con un poco de suerte, pasaría media hora y empezaría a confundir qué era aquello que le dolía en realidad.
Entonces descubrió un periódico doblado encima de una mesa. Le sorprendió. Había olvidado que en el Señorío del Mar la gente sabía leer y escribir por sí misma, así que no necesitaban pregoneros.
En la portada aparecía el retrato de un hombre de mediana edad, con la piel negra y el pelo lleno de trencitas, bajo el titular de "El Señorío del Mar ya tiene Buscador. El sorteo se cierra".
Quiso prestarle atención, pero entonces recordó algo y se incorporó de golpe, sobresaltado.
—He oído que ha habido un accidente con el ferrocarril. ¿Es eso cierto? —preguntó al tabernero.
—Cierto es —le acercó el periódico, buscándole la página—. Un montón de niños con el pescuezo aplastado por rocas y los huesos por fuera. Un panorama del copón. Lea.
Andrak estiró el periódico y entornó la vista para enfocar. Una lamentable pérdida de doscientos treinta obreros... Las vibraciones abrieron la tierra en dos y el suelo se sumió en el abismo... Los ciudadanos locales habían acudido a colaborar en desenterrar los cadáveres de entre las rocas... Locomotora en perfecto estado, pero un vagón descarrilado a trescientos cuernos de distancia de las vías y otro hundido en la grieta... Aún están negociando el número de bueyes necesarios para remolcarlos... El tiempo no parece acompañar el accidente con benevolencia... los sabios avisan de que una ola de calor proveniente del desierto llegará a Granada, la zona afectada, en dos días.
¡Granada! ¡Eso estaba a tres mil kilómetros de su posición!
El Buscador se levantó de la silla de golpe.
—¡Esa embustera!
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