Capítulo 16. La Dragona III
Buscador de la Tierra
Nina Küdell se giró de golpe, haciendo ondear la casaca. Bajó a cubierta elevando su vozarrón, mientras la tripulación corría a faenar a sus puestos:
—¡Icen velas y prepárense para velocidad punta! ¡A todo trapo hacia el sureste; nos desviaremos veinte grados para coger el viento en su dirección y rectificaremos más adelante!
—¿Son piratas? ¿Qué quieren? —preguntó Sadira, preocupada.
—Quieren lo que todo el mundo quiere en este mundo, pero sin pagarlo —respondió la capitana—. Si nos quedamos a su lado, nos agujerearán la nave hasta que el vino ponga borrachos a los peces y nos asaltarán como las garrapatas para llevarse todas las mercancías que sus brazos puedan cargar. Saben que venimos repuestos del Señorío de la Tierra.
—¿Vamos a enfrentarlos? —se atrevió a preguntar Tonatiuh—. ¿Con cañones?
—Una Dragona no tiene por qué escupir fuego ante un enemigo, a veces lo más inteligente es echar a volar —resolvió Nina con firmeza—. Dos mástiles son como las alas de una mosca en comparación con el velamen que tiene mi bergantín, así que avanzaremos hasta que entremos en el cuadrante vigilado por las fragatas corsarias del Gobierno. No se atreverán a seguirnos allí.
La tripulación se puso en marcha. Algunos escalaron por los obenques como zarigüeyas para izar el velamen de tercera línea, tirando de las escotas y los escotines para cazar las velas y tesarlas sobre los puños de las esquinas. Los cabestrantes parecían estar a punto de estallar. Liberaron también la vela cebadera que había debajo del bauprés, frente al reptil tallado en el mascarón.
Tal y como indicó la capitana, se apresuraron a virar el barco en la dirección del viento para coger velocidad, por lo que decidieron usar la vela cangreja de la parte trasera del barco en lugar del timón, para poder maniobrar sin frenar lo más mínimo. Tres marineros se agarraron a la escota inferior y apoyaron todo su peso en el aire para torcer la vela lentamente, crujiendo por el efecto del viento.
Sadira se mantenía al margen del movimiento y se esforzaba por encerrar la curiosidad entre cuatro paredes; entender el funcionamiento de la navegación del Señorío del Mar habría constituido una herejía contra la doctrina de Saica. Se quedó ciega y quieta en el castillo de proa, como los burritos que están equipados con anteojeras para no distraerse.
Por otra parte, Tonatiuh estaba interesadísimo en ayudar a la tripulación, pero no se atrevía a exteriorizar una muestra tan evidente de paganismo. Solo cuando Lucho levantó la mirada del perno y se encontró con la suya, establecieron una conexión anticlerical tan fuerte que acabaron mandando la doctrina de Saica a la mierda, juntándose para tirar juntos del cabo y afirmarlo en la baranda.
En cubierta, Pooja brujuleaba de acá para allá con nerviosismo; el soldadito del Metal cargaba sobre sus hombros la responsabilidad de repeler un ataque marítimo que en su vida había tenido que enfrentar.
La Dragona alcanzó, de esta forma, la velocidad punta apoyada en los fuertes vientos alisios. El tajamar frontal del barco rompía el agua violentamente en vez de acompañar el movimiento sinuoso de las olas, por lo que el balanceo pronto se convirtió en una fluctuación arrítmica y mareante. Las velas estaban tan hinchadas que parecía que iban a explotar. Las gaviotas quedaron atrás por no poder mantener el ritmo.
Mientras tanto, los enemigos aprovecharon los vientos de igual manera y comenzaron una persecución que puso su nave casi en perpendicular con la Dragona. La vigía distinguió las letras escritas en su costado a través del catalejo: N.A.O. La Ingobernable.
—Sir Tonatiuh, Sadira. Creo que es hora de que bajéis a las andanas. No hay nada más que podáis hacer en cubierta.
Tonatiuh quiso protestar, pero no se sintió con fuerzas de imponerse a la capitana. En el fondo sabía que era un ser de tierra, y siempre lo sería.
Nina los acompañó hacia la escotilla para que no sintieran que habían sido desterrados de la tripulación. Bajaron por la escalera crujiente, mientras Sadira se agarraba a las paredes con la cara pálida.
—¿Aquí estaremos a salvo?
—No hay ningún sitio que esté a salvo de un cañón —declaró Nina, con sinceridad.
Tonatiuh fue a tranquilizar a los caballos que estaban alojados a un par de metros. Mientras tanto, Nina se asomó por uno de los portillos que entraban luz del exterior y observó el barco pirata con sus cejas de lince, entornadas y larguísimas. Sadira se acercó a ella por detrás.
—En el fondo los envidio —murmuró la capitana.
—¿A quién?
—A los piratas. Su rumbo es libre y su ruta la marca el viento. Su barco es suyo y de nadie más, mientras que mi Dragona bonita podría dejar los océanos si el Honrado Concejo Naval lo deseara —dibujó una mueca amarga—. Eso me partiría el corazón.
—Pero tú eres la capitana —replicó Sadira, sin comprender—. Eres la que parte el bacalao aquí.
Nina se giró para mirarla con una sonrisa divertida. La tripulación debía de haberle contagiado estos días las expresiones propias del Señorío del Mar; a ella, a una arriera más campestre que las amapolas.
—Me alegra que me tengas en tanta estima, pero yo lo único que hago es dirigir la alcancía económica del Gobierno en forma de buque. Me la pueden quitar, igual que me la dieron hace nueve años.
Sadira negó con la cabeza.
—Eso no pasará. Saica velará por ello.
La capitán no contestó.
—Tengo que irme.
Se giró para volver a cubierta, donde le esperaba su tripulación manteniendo el barco a todo trapo. Subió los primeros peldaños y Sadira la siguió por detrás.
—Espera. ¿Qué carajo hacemos aquí mientras?
La capitana les tendió una botella de cristal tapada con un corcho, en cuyo interior latía un líquido bermejo.
Y si el agua sube hasta los tobillos, subid a avisarme.
Dejó a ambos de piedra, con el nerviosismo agarrotándoles la garganta. Tonatiuh fue a decir algo para liberar tensión, pero Sadira le interrumpió.
—No me hables —desvió la vista, de mala gana—. Bastante tengo con que me hayan tirao aquí como a los pencos.
La siguiente media hora se pasearon por la bodega sin hablarse. Se asomaban al portillo. Se volvían a meter. A veces escuchaban el sonido de los cañones piratas tanteando la distancia, impactando contra el agua muy cerca de su posición.
Pero la Dragona avanzaba rauda sobre las olas, con un movimiento que les invitaba a expulsar por la boca todos los fluidos que tenían en el cuerpo.
—No sé si voy ciega ya o solo quiero potar. Todo se mueve en mi cabeza.
—Todo se mueve afuera de tu cabeza, también —se lamentó Tonatiuh, sentándose para buscar un apoyo de seguridad. No lo encontró. Si miraba al frente veía el horizonte inclinarse a través de los portillos. Le pareció una tortura.
—Joe, quillo... ¿cómo distinguirá la tripulación si va pedo o solo está mareá?
—Porque si anda pedo, seguro dice más groserías. Aunque tú siempre dices groserías, así que no hay diferencia.
Sadira buscó dos cajas de mercancías y las arrastró hacia el medio de la bodega.
—Tú también dices groserías, lo que pasa es que empiezan toas por chingo y no tienen efecto. Siéntate —instó.
Ambos se sentaron en las cajas.
En ese momento, entró como una exhalación. Una bala de cañón impactó contra la esquina del caso. Las astillas volaron en todas direcciones y Sadira y Tonatiuh se cubrieron con el brazo.
A los pocos segundos, la bodega recuperó la calma. Se escuchaba el viento silbar contra las maderas astilladas, y ellos levantaron la cabeza, temblorosos. El aire entraba por un boquete alargado donde ahora se veían ampliamente las olas del mar. Los caballos relinchaban de terror, pero todos sabían que no había nada que pudieran hacer para mejorar su situación.
Así que, con cara indolente, Tonatiuh le pegó un trago largo a la botella de ron.
—Vamos a distraernos, o si no me cuelgo del pescuezo. —Sadira sacó una baraja del bolsillo—. ¿Quieres que te eche las cartas? En mi familia tenemos buena mano con la magia negra.
—Ni tantito —negó bruscamente—. Guarda esa madre, que bastante espiritismo tuve últimamente.
Sadira frunció el ceño, pero decidió no preguntar y guardó las cartas.
—Bueno, pos entonces juguemos a algo. Juguemos a las mentiras.
—¿Cómo así?
—Mira. Empiezo yo. —Hizo una pausa, y luego sentenció—: Yo nunca he cometido fornicio con mujeres.
Poniendo gesto de culpa exagerada, como si estuviera confesándose ante su mismísima madre, alzó la botella de ron y bebió un trago hondo.
Tonatiuh comprendió. Se lo pensó unos momentos, pero el alcohol en sus venas impedía que se tomase nada demasiado en serio.
—Yo nunca probé un huevo freído —confesó—. Ni jugué a volcar reses con ciudadanos de la Sal.
Bebió otro trago, mientras Sadira emitía una "uuuuuuh" divertido.
En cubierta se escuchaban las voces y el movimiento de la tripulación. De vez en cuando escuchaban algún proyectil pasar silbando cerca del barco, pero se limitaban a arrugar la vista y prepararse para un impacto que no, no acertaba por esa vez. Así que achicaban su respiración bajo la frágil vulnerabilidad del momento y seguían bebiendo, como si no sucediera nada.
—Yo nunca denuncié al esposo de mi vecina por cometer adulterio, y por mi culpa lo quemaron en la hoguera de la plaza de Sevilla —dijo ella después, con una risita maliciosa.
Tonatiuh estaba demasiado ebrio para escandalizarse. Cuando observaba a Sadira, percibía que sus bordes se desdibujaban y vibraban como una piedra impactando en el agua. Parecía que era ella era el único punto inamovible del cosmos, la que provocaba el zarandeo toda la bodega.
A Sadira se le escapó la botella de las manos y rodó por todo el piso. Detalles como ese les recordaban que estaban jugado sobre un terreno inclinado y les golpeaban con fuerza la lógica.
Sadira gateó detrás de la botella torpemente hasta que el recipiente hizo tope contra la esquina. Se acercó a él y fue cogerlo con la mano, cuando otro proyectil acertó de canto y se llevó por delante la pared entera. El crujido resonó en los tímpanos de Sadira como un rugido cerebral. Las esquirlas de madera salieron disparadas en todas direcciones y algunas terminaron clavadas en su carne, pero no tuvo demasiado tiempo para quejarse: el barco cogió la siguiente ola en descenso y Sadira se encontró inclinándose hacia el agujero recién abierto.
El agua se arremolinaba a unos cuantos metros de caída. Le llegaban las salpicaduras frescas y el penetrante olor a sal. La arriera clavó las uñas en la madera con todas sus fuerzas y echó el cuerpo para atrás, en la medida que le permitía su borrachera. Sintió que se iba de boca hacia el vacío. El rozamiento le costó unas cuantas astillas bien clavadas en las rodillas, y sus piernas se precipitaban hacia el agujero cuando una fuerza la hizo frenar de golpe.
Tonatiuh la sujetaba del cuello de la camisa, agarrado patéticamente a la baranda de las escaleras. La Dragona cambió de rasante con la siguiente cresta de ola y perdió la inclinación, así que ambos gatearon torpemente hacia el centro de la bodega.
Se tendieron bocarriba recuperando la respiración, mirando el techo amable e intacto.
—¿Estás bien? —preguntó Tonatiuh.
Sadira pareció ser consciente entonces de las astillas que tenía clavadas.
—Estoy a bordo, que no es poco. —Y de repente soltó—: Que no sé nadar.
Tonatiuh levantó la vista.
—¿Qué vergas...? ¿¡Por qué no me dijiste?!
—¡Porque no me salió del coño! —gritó Sadira—. ¡Soy arriera! Yo solo voy por donde pueda ir mi carro. Algún día inventarán carros que puedan ir por encima del agua, ¡pero hasta entonces me quedo con mis caminos llenos de morrugos!
—Esos carros ya existen. Se llaman barcos.
Sadira arrugó el ceño.
—Usa el hocico pa decir algo más útil. Vas a tener que beber mucho para igualar mi confesión.
Se quedaron callados. Nada más sucedió, solo aquella insidiosa calma postraumática que los enviaba, cada vez más, al límite de la extravagancia.
—Yo nunca me preocupé de estar siendo engañado como un hijo de la chingada —comenzó a decir Tonatiuh. Levantó la botella de ron para mirar el interior refulgente—. De pasearme por el mundo valiendo verga con una escuadra en el bolsillo que me metió una pinche sociedad secreta, que parece ser el hogar de un chingo de científicos y de gente bien pendeja, que se piensa que soy mensa y que me va a agarrar de bajada cuando sepa que fueron ellos quienes mandaron quebrar a Sagastta y quienes me tuvieron acá, pasando peligros y penurias para NADA. ¡Pero mira! Ya estuvo. ¡A la verga el hipocornio, la Orden de Babel y el puto Arquitecto culero hijo de su chingada madre!
Terminó con la respiración agitada; las gotitas de saliva volvieron a caerle en la cara. Estaba tan furioso que se le olvidó el mareo y la situación que acababan de pasar.
Sadira estaba boquiabierta y tardó unos segundos en estallar en carcajadas.
—Creo que no comprendiste el juego, primo. Dices que nunca lo has hecho, pero en realidad tienes que decir cosas que sí te han pasao. Tienes una tajá encima que no sabes ni dónde estás.
Tonatiuh no contestó.
Se limitó a girar la cabeza para mirarla. A ella. A su punto de estabilidad en la bodega. Sadira no entendió su fijación, así que le sentó como una patada en el hígado.
—Encima no dejas de mirarme con esa cara de garañón, quillo, que parece que estás encoñao. ¿Por qué me miras tanto? ¿Qué es lo que quieres ver? ¿Esto? —Sadira se bajó el cuello de la camisa de un tirón, dejando su seno al aire. El nuevo boquete de la bodega arrojaba luz sobre el globo de piel morena, erguido hacia el techo como la cúpula de una catedral florentina. Sadira parecía una estatua griega; la Victoria de Samotracia, pero con más mal genio—. Es que los hombres sois tos iguales, carajo. Os quejáis de que os tratemos como a perros, pero luego sois los primeros que cuando veis a una mujer bonita, decís que no podéis controlaros.
—¿Dices eso ahorita que te volviste la más marica del lugar? —fue lo único que Tonatiuh pudo decir. Estaba enfadado por su mala contestación, después de que la hubiera salvado la vida.
Sadira se apresuró a indignarse, pero luego cambió de actitud.
—Pos mira, quizá sí me haya vuelto la más marica del lugar. Así no tengo que hacer el amor con personas que me agarran como a una puta oveja pa esquilar. Y así tampoco tengo que preocuparme de que me metan un chiquillo en las entrañas.
Tonatiuh alzó las cejas.
—Qué vergas estás diciendo. La gente se esfuerza por tener hijos. La gente pierde a sus hijos —remarcó—, y créeme que esa chingadera se siente de la patada. ¿Tú sabes lo importante que son los chamacos en el Señorío del Metal, que son su fuerza trabajadora? ¿Tú sabes lo que tienen que hacer en el Señorío del Mar para conseguir descendencia, siendo todos lilas? —resopló—. La humanidad pelea por salir adelante, y vosotras andáis tomando jugos para matar los hijos que lleváis dentro. Lo vi toda mi vida. En mi tierra se cosecha una planta que se llama ruda y huele bien feo, y sé que se empaca y se envía al Señorío de la Sangre para hacer abortar a las mujeres. Mi madre nunca me lo dijo, porque no es una mercancía fácil de mover, pero yo siempre lo supe.
Sadira se indignó por su tono de voz.
—¡¿Y en qué momento es culpa nuestra?! Nosotras no pedimos ser inundadas con la leche que sale de vuestro rabo asqueroso e invasor. Bastante que nos tomamos la ruda y le ponemos remedio; ¡y porque todavía no hemos encontrao la manera de evitar que los hombres anden regando el mejillón sin permiso! —Le señaló con el dedo, de forma cruda—. Que sepáis que sois los siguientes en meteros al cuerpo plantas venenosas.
Tonatiuh se quedó sin palabras. El fuego que sentía indicó que estaba herido en el orgullo; nunca pensó que aquella atroz conjuración de mujeres asesinado a los vástagos que llevaban en el vientre pudiera volverse contra él. Él nunca se había preocupado de dónde vertía el poder creador de su semilla.
Como no supo lidiar con el desconcierto, bebió. Estuvo a punto de atragantarse por beber tumbado, pero en ese momento no se sentía con fuerzas de levantarse y enfrentarse al mareo. Prefería fundirse con el suelo, a ver si así dejaba de moverse.
A su lado, la arriera levantaba el brazo para mirarse las astillas del brazo, intentando extraerlas.
Otro proyectil debió impactar en algún lugar de cubierta. El galeón entero había transmitido el choque a través de los listones de madera del techo. Ambos apretaron las manos, respiraron hondo y esperaron. Esperaron.
La calma volvió a sus corazones, y si no volvía, tendrían que seguir bebiendo.
—Oye, Sadira. Tengo mucha curiosidad en algo... —dijo Tonatiuh, buscando distraerse—. ¿Cómo fornican dos mujeres?
Sadira soltó una carcajada que hizo levantar la cabeza a los caballos.
—Nina dice que es el secreto mejor guardado de la humanidad. No te lo voy a decir a ti, hombrecito —resopló—, pero es que solo de pensarlo me pone más caliente que un lila sentao en un carro de pepinos. Tiene unas manos que parece que está tocando la guitarra contigo, que sabe cómo arrancarte los sonidos justos.
Se pasó la mano por el cuerpo, acariciándose con los ojos cerrados. Los muslos, el pezón que tenía al aire libre. El rubor de sus mejillas indicaba que estaba más borracha que una cuba.
Tonatiuh la miró en silencio. Algo en su interior se deleitaba con la imagen y jugaba con enviarle sangre a la entrepierna, pero su cabeza estaba centrada en otra cosa.
Aquella mujer terrenal, con una vulgaridad tan natural que resultaba un millón de veces más justa que la belleza, apisonando al público con su confianza, incluso cuando estaba muriéndose de miedo en las entrañas de un barco. Ahora se mecía y se acariciaba el cuerpo como un felino, dedicándole todo su pensamiento a otra mujer que ocupaba tanto espacio en su pequeña dimensión de realidad, que había echado fuera a todos los hombres del mundo, y que sin quererlo, había vuelto inalcanzable a aquella leona indomesticable.
La impotencia le supo tan mal que acabó girándose para vomitar todo lo que tenía en el estómago.
—Pos sí que vas pedo —se rio ella, malvada y transparente a la vez. Su carcajada recordaba a unos colmillos de pantera.
A Tonatiuh no le mareaba la bebida, ni tampoco el balanceo del bergantín. A Tonatiuh le mareaba pensar que hubiera mujeres así sobre la faz de la tierra, y si quizás su esposa también era una de ellas. ¿Y si no se había dado cuenta hasta ahora?
La otra mujer del barco estaba justo encima de sus cabezas, encaramada en el castillo de proa como una gárgola celando su nido.
Tenía bajo su responsabilidad cuidar de un Buscador, de una tripulación de compañeros, de un niño de doce años y de una mujer a la que quería. No supo discernir cuál era más importante de proteger.
El día continuó con una lentitud exasperante. Las horas parecían gotear sobre un reloj de arena. La tensión continua era agotadora y palpable cada vez que los marineros se paseaban por cubierta, comprobando continuamente que los cabos estaban bien amarrados y arreglando los desperfectos. La tripulación ya no jugaba a las cartas y las conversaciones eran vacías y estúpidas, inexactas, rellenando el tiempo burdamente y construyendo un segundo sobre otro para llegar cuanto antes al momento de rechazar el abordaje. La Ingobernable ganaba un poco de cercanía de vez en cuando, lanzaba algún cañonazo y ponía los corazones a latir con fuerza, pero después se volvía a alejar y eso causaba irritación generalizada.
Iban ya hacia mediados de la tarde cuando La Dragona entró en el radio de vigía de las fragatas, que protegían los islotes cercanos. Poco a poco los corsarios militares fueron duplicándose en el horizonte, elegantes y adustos como atalayas, y finalmente la tripulación contempló cómo el barco pirata frenaba y se daba la vuelta.
Solo entonces respiraron aliviados.
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