Buscador de la Tierra
La sensación comenzó en el núcleo de su cuerpo como un embrujo, en forma de brote palpitante, y un escalofrío ardiente lamió sus terminaciones nerviosas a medida que la precisión del roce aumentaba. Tras unos minutos caminando por tierras oníricas y neblinosas, el placer la arrancó del sueño y la atrajo a la realidad abriendo los ojos de golpe, dejándola desorientada y jadeante encima de las sábanas.
Sadira tardó un momento en enfocar a la mujer que tenía apoyada sobre el pecho, tumbada a su lado con una sonrisa traviesa y ojos de dragona. Sus dedos presionaban su interior con maña y habilidad hasta que notó que sus arterias se derretían como una jarra de vino agujereada; el calor llegó como una bocanada de fuego transpirando por cada poro de la piel, y de repente...
Se acabó.
La tempestad recuperó su calma. Creía haberse convertido en vapor.
—Buenos días, sirena mía —murmuró Nina, mientras retiraba la mano empapada y reluciente de su entrepierna.
—¿Qué me has...? —acertó a decir Sadira, desconcertada. Le temblaban las pantorrillas y sentía la respiración pesada como una losa. Apenas podía expresarse, todavía aletargada y con los ojos legañosos después de seis horas de sueño. Se acomodó en la cama y la capitana se tendió a su lado, bocarriba, contrastando su vientre blanco con la piel morena de la arriera.
—¿Te ha gustado?
—Sí... Pero ha sío rarísimo. Mu diferente esta vez.
Sadira abrió las piernas para observar el charco que había sobre las sábanas. Llevaba desde los cuatro años sin orinarse encima; ¿qué era aquello?
—No te preocupes. En los barcos siempre tenemos problemas de humedad.
Y soltó una carcajada. La arriera estaba preocupada de verdad, como si de repente se sintiera más cerca de estar enferma.
—¿Cómo...?
—Se te olvida que tú y yo tenemos la misma forma —ronroneó Nina—. Y ya sabes lo que dicen... "No hay mejor manera de viajar, que apostar en la Sangre, beber en la Tierra y joder en el Mar".
—Nadie me había hecho nunca na parecido.
—Es que no puedes pedirle a un hombre que conozca el cuerpo de una mujer. Uno solo sabe manejar el buque que tiene. —Le acarició la larguísima mata de rizos oscuros que nacían en su cabeza y se desperdigaban por su pecho desordenadamente. Ella se estremeció.
—¿Tienes frío?
—No.
—Hmm.
El camarote crujió perezosamente tras el balanceo de una ola. La lamparita de jade de la mesilla arrojaba una luz tenue y desnutrida.
Nina se arrebujó junto a Sadira, acariciándole los pies con los suyos.
—Dime, ¿soy la primera mujer con la que yaces?
—Sí —reconoció la arriera—. Nunca he tenido oportunidá de probar otras cosas...
De hecho, el mero acto de sentir las caricias era algo que Sadira percibía como desconocido; y tenía la impresión de que semejante muestra de delicadeza era una expresión preciosa del ser humano, a la par que inútil. Nina la tenía en un estado de comodidad y de expectación tremendo.
—¿Y cómo es yacer con hombres? —preguntó la capitana con curiosidad.
—Bueno... Conocí a mi hombre cuando tenía once años. Era un matrimonio concertado por nuestras madres, así que no voy a negar que me he jartao a burdeles... —admitió. Y alzó el dedo con orgullo—. Pero mi Señorío está lleno de varones recataos y hacendosos con los que contraer maridaje, no creas, algunos de muy buena casta y condición. Las mujeres no suelen yacer con mujeres porque sería dominar sobre otra cabeza de familia.
—Entiendo.
Se quedaron un momento calladas y con la mirada puesta en el frente, tranquilas, observando los ventanales que recorrían la pared del camarote de parte a parte y que permitían divisar la estela que dejaba el barco tras de sí, perdiéndose larga en la lejanía. El horizonte subía y bajaba con el balanceo de las olas y estaba definido por una línea recta perfecta; azul en el cielo y azul en el mar.
—Háblame de ti —pidió Sadira—. ¿Te espera alguien en el hogar?
—Tengo dos esposas en Londres.
—¡Dos! —Sadira alzó las cejas—. Ya me parece complicado tener que soportar a una pareja...
—Pues dos a mí me parece poco —rio Nina—. El problema es que yo ando mucho navegando y no tengo tiempo de conocer a más gente en las ciudades, pero la mayoría de ciudadanos del Mar tienen más de cinco parejas.
—¿Y para qué queréis cinco? No hay tantas labores del hogar que hacer.
La capitana entornó la vista con estupefacción, como si le pareciera la pregunta más obvia del mundo.
—Porque así tenemos más tiempo para nosotras.
Sadira se quedó perpleja. Sintió vergüenza de preguntar más, pero no entendía para qué querían tener más tiempo libre si no había labores del hogar o trabajo en el que invertirlo.
—Cuéntame de ellas —pidió entonces.
—¿Quieres saber sobre mis esposas?
—Claro.
Nina perdió la mirada en la nada, ordenando sus ideas.
—Pues veamos... Corine es de Londres también, como yo. Es maestra de escuela en la capital y es muy buena con las matemáticas; tendrías que verla calcular ubicaciones cartográficas a partir de la estrella Polar y el ángulo con la vertical —sonrió—. ¿Sabes? Tiene una ternura y una suavidad en el tono de voz que ablandaría las guerras del mundo entero; muchas veces los niños la confunden con su madre y los adultos la confunden con su hija. —Alzó la vista, pensativa—. Luego está Silvana... que es de Siracusa y es tripulante de un barco de rescate que antes operaba en la mitad sur del océano. La conocí cuando fue destinada a trabajar en la mitad norte, allá en los ciclones de hace cinco años, y estoy convencida que lo que me ayudó a vomitar el agua de los pulmones y a aferrarme a la vida fue vislumbrar su rostro cristalino a través de la muerte. Hoy en día Silvana apenas pasa por casa, como me sucede a mí, pero cuando lo hace, vuelve a Londres y duerme con Corine hasta que la envían a su próxima misión. —Relajó la expresión de dureza que llevaba impregnada en las cejas, con cariño—. Ahora mismo me imagino a las dos abrazadas al amor de la lumbre, así, como estamos nosotras, y el corazón se me llena de unas ganas enormes de meterlas en una cajita y protegerlas de este horrible mundo en el que vivimos.
Sadira se quedó en silencio.
—Las quieres...
Nina se echó a reír, sorprendida.
—¿Por qué no iba a quererlas? ¿Acaso esto era alguna especie de prueba?
—Porque te estás acostando conmigo.
La capitana se encogió de hombros.
—También me acostaré con ellas cuando vuelva a Londres. Tú no eres más de lo que son ellas para mí; lo único que te diferencia es que a ti te conocí después. ¿Acaso el orden en que conozca a la gente hace que quiera más a unas personas que a otras? —Acarició su mano hasta entrelazar los dedos con ella—. Las mujeres del Mar no somos diferentes a vosotras, ¿sabes? Sino que nos permitimos la posibilidad de conocer a más gente. —La miró con sus ojos azules como el océano—. Tú podrías ser la tercera. Si quisieras.
Sadira se alarmó.
—Eso es pecao.
—¿Casarte con otra mujer?
—Casarme con alguien de otro Señorío —contestó. Se puso seria—. Mira, quilla, Saica pa mí es como un padre, que en gloria nos ampare —se besó el pulgar y lo alzó hacia el cielo—, y a un padre no se le puede llevar a casa a una pareja que no quiere.
Nina chaqueó la lengua.
Pecado.
No tenía grandes expectativas de su respuesta, pero que fuera un dios quien se interpusiera entre las personas le arrancaba una arcada de decepción e impotencia. No se imaginaba compartir una cama con Sadira, si ella no estaba dispuesta a sacar a Saica de entre medias.
—Además, ¿qué haría yo con la Corine y la Silvana? No tengo tiempo de querer a tanta gente.
La capitana sonrió sin ganas.
—Quizá sea mejor así.
La arriera parpadeó con perplejidad. Sus cejas oscuras dibujaban un arco de ingenuidad que le quedaba precioso.
—Olvida todo lo que te he dicho —agregó Nina, incorporándose también—. Deberíamos vestirnos y salir. He dejado mi buque al mando de un herbívoro, un niño armado y quince navegantes buscando la mínima excusa para sacar el ron.
Se levantaron de la cama y caminaron por el camarote en busca de su ropa, desnudas como dos delfines y sintiendo la madera fría en la planta de los pies.
—Tonatiuh debe estar contento —comentó Sadira, mientras se ponía la camisa blanca y fruncida en la cintura, ancha como una lámina de aire. El escote se le abría con soltura hasta casi partirla por la mitad—. Pensaba que iba a tener que compartir camarote conmigo todos los días y al final mira, lo tiene todo para él solo.
—Creo que en el fondo preferiría estar acompañado.
Sadira no lo entendió.
—¿Cómo?
—Para llevar tanto tiempo viajando juntos, no os conocéis demasiado... —dijo Nina con una media sonrisa desde el suelo, mientras se ponía las botas.
Cuando salió del camarote, le recibió una humareda caliente con olor a agua estancada. El cocinero había tendido una plancha de hierros en medio de cubierta, subida sobre una pila donde ardía un acervo de ascuas. Las llamas lamían una olla de metal ennegrecida en cuyo interior borboteaba el agua hirviendo.
El tripulante de la coleta y la oreja repleta de anillas, que se llamaba Lucho, alzó la mano para recibir a Nina.
—Buenos días, mi capitana. Mientras usted compartía lecho con la dama, Kost ha raspado mejillones de la quilla y ha subido una tanda de vieiras.
—Me tenéis aburrida ya con el marisco al vapor —bufó—. Recordad no cocinar la comida de nuestro invitado vegetal en la misma olla, que luego se enfada.
Él rio y buscó al aludido con la mirada, que estaba bajando del obenque del mástil mayor. Las ojeras violáceas que colgaban de los ojos de Tonatiuh reflejaban las últimas noches de mal dormir, donde según decía, le habían atacado las pesadillas.
También se notaba el largo viaje que llevaba en el desgaste de su ropa: la camisa empezaba a amarillearle, los florones fruncidos de su pantalón habían perdido color y los calzones se habían manido con el roce del carro.
—¡Eh, rumiante!
—Órale, qué vértigo allá arriba. Casi echo el higadillo —se quejó el Buscador, con la tez pálida.
—¿Me ayudas a elegir un vino de tu tierra pa acompañar la comida?
—Estáis hirviendo vivo a un animal —gruñó—. Creo que vos y yo no tenemos nada de qué hablar.
—¿Qué, te preocupas por esto? —sacó un mejillón de la perola de agua, que asomaba entre las valvas como un tesoro naranja—. Pero si ni siquiera tiene cara.
—Cuando tiene calor abre las conchas, igual que nosotros nos desabrochamos la casaca para no sudar. Son iguales que nosotros.
—Pues qué disgusto le voy a dar a mi madre como seamos iguales que un mejillón.
—Tú especialmente.
Lucho soltó una carcajada y se inclinó sobre la perola. Cogió un puñado de mejillones y echó a andar.
—Mira, ven.
—¿A dónde?
—Ven —insistió—. Te voy a enseñar algo.
Lucho atravesó la cubierta mientras Tonatiuh le seguía a regañadientes y subió al castillo de proa, donde el bauprés cortaba los vientos. Allí le tendió la mitad de los mejillones al Buscador.
—Toma, coge.
—No voy a agarrar una babosa achicharrada.
—¡Vamos, hombre, cógelos! —le puso los mejillones en la mano y dejó a Tonatiuh con una mueca de desagrado impresa en las comisuras de los labios.
Después alzó la vista hacia el cielo y emitió un par de silbidos, para luego flexionar las rodillas y lanzar el mejillón al cielo con todas sus fuerzas. Vieron el punto naranja ganar altura y perder velocidad, cuando de repente, una gaviota apareció como una saeta blanca y lo atrapó al vuelo.
—¡Hija de la chingada! —Tonatiuh se llevó las manos a la cabeza—. ¡Lucho! ¡¿Viste eso?! ¿De dónde salió?
El pájaro había desaparecido de su vista, tan fugaz como había venido. El tripulante sonrió muy contento y preparó otro mejillón. Cuando lo volvió a lanzar, una segunda gaviota describió una parábola en el cielo para atrapar al mejillón en un vuelo rasante, antes de que cayera al agua.
—¡Oh! ¡Oh! Ahí va otra vez —se asomó por la borda, maravillado. Entonces descubrió un grupo de gaviotas planeaba a la altura de la quilla, acompañándoles en el trayecto—. No sabía que nos seguían. ¿De dónde salieron?
—Probablemente vivan en torno a La Costura, que queda a un par de millas de aquí, o quizás las hayamos traído desde los puertos del Señorío de la Tierra. —Le animó con un gesto—. Vamos, ahora prueba tú.
Tonatiuh miró los mejillones que tenía en la mano y le pareció un bicho de lo más curioso. Los palpó con ligera repulsión; no acostumbraba a tocar algo tan blandito. Le recordaba a la vulva de una mujer. Jamás los había visto antes porque en el Señorío de la Tierra no andaban hurgando dentro de las conchas de nadie.
Entonces alzó la vista hacia el cielo, cogió impulso y lanzó varios mejillones a la vez. Las gaviotas se abalanzaron sobre ellos como un enjambre furioso y aletearon unas contra otras, peleándose entre graznidos y perdiendo algunas presas en el agua.
—¡Ja! ¡Ahí lo viste, las sabandijas! Se muerden peor que nosotros, ¿eh? —rio Lucho. Luego se acercó a Tonatiuh y le puso un mejillón en la mano, para después agarrarle del brazo suavemente y dejárselo suspendido en el aire—. Mira ahora. No te asustes.
Una gaviota apareció y se puso a su altura mientras batía las alas con energía, luchando contra el viento frontal y con la atención puesta en el mejillón. Tonatiuh vio su rostro reflejado en el gran ojo negro. El animal parecía evaluar la peligrosidad de la situación con su pequeño cerebro de ave, y calcular la distancia y la velocidad que necesitaba para atrapar la jugosa presa. Y Tonatiuh sintió que allí no solo estaban él y Lucho dando de comer al bicho, sino que allí estaban él, Lucho y la gaviota como tres individuos pensantes; como tres conciencias separadas que convivían en el mismo plano y debían velar cada una por su bien personal.
Después de unos segundos que a Tonatiuh se le hicieron eternos y fascinantes, la gaviota se atrevió a acercarse con un par de batidas de alas y tomó el mejillón con la precisión y la delicadeza de una dama. Había podido percibir la dureza del pico justo antes de que el animal se dejara caer hacia atrás para alejarse con la corriente de aire contraria.
Tonatiuh estaba atónito. Alargó el cuello para intentar seguirla con la mirada, pero enseguida se juntó con las demás en los laterales del buque y fue imposible de distinguir. Se le había quedado una sonrisa estúpida.
—¿Qué te pasa? —preguntó Lucho—. ¿Te has enamorao?
—Eso estuvo... padrísimo.
Lucho sonrió con orgullo, mientras el Buscador se recreaba en la maravillosa cercanía de la vida. Solo entonces se dio cuenta de que el tripulante estaba tan pegado a su espalda que podía notar el aliento en su cuello y el contacto de algún bulto irreconocible.
Se apartó del susto.
—Qué haces.
—Qué hago de qué.
Lucho quitó importancia a la situación señalando hacia la barandilla de babor, donde se había posado otra gaviota que ya le tenía bien calado.
—Mira, les has caído bien. ¡Pues no son listas ni na, las pajaronas!
El ave emitió un graznido afónico para pedir comida. El Buscador la miró, conmovido, pero algo en la lejanía acaparó toda su atención y le distrajo del juego: un punto negro surcaba las olas bajo el sol de baja altura.
La tripulante que oteaba el horizonte desde lo alto del mástil mayor ya lo había visto, así que bajó grácilmente de la cola de vigía agarrada al cabo de la vela, dejando caer su peso a trompicones en los obenques y gritando:
—¡Nave desconocida a las siete en punto! ¡Diez grados norte, cuarenta grados oeste! ¡Se avecina a gran velocidad!
Nina habría alzado las orejas si fuera un perro de caza. Subió rápidamente por las escaleras de madera hasta el piso superior de popa, donde se encontraba el timón y se perdía la estela espumada que dejaba el barco. Extendió el catalejo con sus manos y miró al frente.
—¿Número de mástiles?
—Demasiado lejos para avistar, mi señora.
Esperó con paciencia. La tripulación se había colocado ordenadamente sin decir palabra, expectantes de recibir órdenes. Sadira y Tonatiuh se miraron con inquietud y de repente sintieron que se encontraban en el lugar más inestable del mundo, flotando sobre un pedazo de madera proveniente de un ser absolutamente terrestre como era el árbol. Qué hacían allí. Con qué osadía el ser humano había decidido poner sus pies en una masa de agua donde no podía sentarse ni caminar.
Estaban demasiado asustados para mostrar el escame que los había distanciado durante días, así que cuando se miraron, sintieron el reconfortante recuerdo de la rutina que habían compartido durante más de un mes y se agradecieron en silencio.
—¿Número de mástiles? —repitió la capitana.
—Dos.
—¿Bandera?
Tardó un momento en distinguir y, cuando lo hizo, contestó en un tono sombrío que puso a todo el mundo de uñas:
—Negra.
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