Capítulo 13. La Costura
Buscador del Aire
Llevaba cinco días atravesando La Costura y su montura estaba exhausta.
La Costura era un puente milenario situado cerca del epicentro de las cartografías, al nordeste del Ecuador y del Meridiano 0, pero para cualquier persona que preguntases, aquel era el verdadero epicentro del mundo: un angosto tramo de acantilado que cruzaba el océano y conectaba ambos continentes.
Como era finales de verano, el sol apretaba fuerte por el día y camuflaba la ardiente insolación sobre los cogotes gracias a la brisa fresca del mar, pero eso solo lo hacía todavía más peligroso. Debido a un desmayo puntual que había sufrido su caballo, el Buscador del Aire se había visto obligado a cambiar de montura con una diligencia y a continuar su viaje por las noches.
El camino a través del puente estaba sin iluminar, porque se hacía inviable para los aceiteros mantener lámparas de jade a lo largo de setecientos kilómetros inhóspitos, por lo que la mayoría de los viajeros preferían extinguir las luces que llevaban consigo y acostumbrar la vista al oscuro brillo de la noche.
Cuando el cielo estaba despejado, la luna imponía su luz sobre las aguas negras y hacía las noches tan claras como un atardecer. Las estrellas parpadeaban en el cielo y mostraban sus constelaciones a los navíos que surcaban el océano, que no se alejaban demasiado de La Costura para poder guiarse. El rumor de las olas se volvía entonces un arrullo constante allá abajo, en los suburbios de los arcos, donde los pececitos se arremolinaban para lamer los pilares de piedra y a veces atraían a tiburones solitarios y ballenas.
Otras veces, cuando las noches estaban cerradas y no se veía el suelo por el que pisaban ni se adivinaban formas en la distancia, se hacía necesario revivir a las jades luminosas que revoloteaban en las lámparas colgantes de los carros, cuyas luces flotaban en un balanceo fantasmagórico en medio de la negrura. Al tratarse de un camino tan recto y limpio, en estas ocasiones Malinois era capaz de divisar a las viajadoras a kilómetros de distancia.
Las viajadoras —o dormilonas, como las llamaban en otros sitios— eran larguísimas diligencias formadas por numerosos vagones encadenados y veinte caballos de tiro emparejados en fila, encabezados por un percherón de carácter ejemplar. Dependían del Señorío de la Sangre y eran capaz de llevar hasta sesenta personas a la vez, con sus pequeños equipajes incluidos y unos camastros para dormitar en los tramos sin baches. Viajaban por los continentes siguiendo siempre las mismas rutas, recogiendo y dejando a los pasajeros en cada pueblo. Se alimentaban en las parcelas circundantes según el Reglamento acordado entre todos los Señoríos, pero cuando atravesaban La Costura lo pasaban especialmente mal al tener que alimentar a tantos animales a la vez en medio de la nada.
Cuando Malinois se cruzaba con una, primero escuchaba el repiqueteo de miles de herraduras sobre el suelo de roca. Tardaba un rato desde que la hilera de caballos pasaba y podía ver por fin a la cochera que los dirigía desde el pescante, que le dedicaba un breve "Que Saica camine con vos" seguido de una docena de pares de ojos que se asomaban por las ventanas.
—Que Saica camine con vos.
—Que Saica camine con vos.
—Que tenga un buen viaje.
—Que Saica...
—Que el trayecto le sea leve.
—Que Saica camine con vos.
—...con vos.
Los pasajeros estaban tan hartos de ver solamente la línea del mar que aprovechaban cualquier desconocido que se cruzara con ellos para intentar entablar conversación.
Al Buscador del Aire aquello le ponía muy nervioso. Ya le era complicado relacionarse con una sola persona, como para encima tener que asumir la atención de quince a la vez... así que normalmente se limitaba a saludar a la cochera y a bajar la cabeza cuando le gritaban los pasajeros desde el vagón. Entonces siempre repetía el movimiento de acariciar a su yegua para distraerse de la ansiedad, porque era una acción que reconocía como estándar y porque los animales son más simples que las personas, así que siempre reaccionaban igual ante la bondad. No tenía sorpresas que temer, y eso le generaba seguridad.
Las viajadoras eran tan imponentes que aun habiéndose marchado, tardaban un rato más en desaparecer del todo. Su estructura había sido objeto de inspiración para los ingenieros del Metal a la hora de idear el ferrocarril. Aspiraban a mover una máquina con mayor potencia de tiro y sin necesidad de llevar bestias, y como las viajadoras llevaban ya sus rutas marcadas, al contrario que las diligencias, no les fue demasiado difícil llegar a la conclusión de que una máquina debía moverse de la misma forma, pero por raíles.
Era un planteamiento brillante. Tan brillante que las criadoras de la Sangre vieron lo mejor de su idea transformarse en una locomotora que iba a necesitar mucho Metal y poca Sangre que tirase de ella, así que presintieron que en un futuro próximo iban a ser sustituidas y comenzaron a temer por su negocio. Si el tren tenía éxito y el trazado de raíles se ampliaba por todos los continentes, aquel podría ser el fin de las viajadoras.
Malinois escuchó una fuerte batida de viento, como si una mujer sacudiera una manta para quitarle el polvo. De golpe, un pájaro gigante entró en el campo de visión de su lámpara y se le iluminaron las pupilas dilatadas y las plumas cobrizas. La yegua pegó una espantada sobre el sitio y el Buscador estuvo a punto de caerse de la silla.
—Susto —se quejó.
Cuando consiguió calmarla, sacó el brazo de la capa y lo extendió para que la pelempira se posara encima.
En su cuello colgaba un frasquito de cristal vacío, donde todavía quedaban restos resecos de la sangre del hipocornio, y entre sus duras fauces estaba un mechón de pelo grisáceo enredado entre sus dientes. Un mechón de crin.
—Lo has encontrado —murmuró Malinois.
Apenas se atrevía a tocarlo.
Acarició a la pelempira y tomó el mechón de pelo a cambio de un rodaballo que tenía colgando de la silla. A los pelempires les gustaba mucho el pescado debido a su proximidad con los pelícanos, pero como habían perdido sus patas palmeadas, también se habían vuelto unos pésimos pescadores.
Mientras el ave engullía el rodaballo y trituraba las espinas con la lengua, el Buscador del Aire admiraba las fibras grises y ásperas que tenía entre sus manos, duras como las cuerdas de un laúd. A la pelempira le había debido resultar sumamente difícil conseguir. Se la imaginó lanzándose en picado sobre el cuello del hipocornio y tirándole del pelo mientras ambos giraban y cabeceaban de forma violenta, esquivando los mordiscos hasta conseguir arrancarle el mechón y largarse volando de allí, dejando al hipocornio resoplando de crispación y con un terrible enredo en las crines.
Cuando la pelempira alzó la cabeza, el Buscador del Aire dirigió la vista hacia ella.
—Llévame hasta él.
Buscador del Metal
El pelempir revoloteaba por el cielo sin perder de vista al humano al que había sido asignado.
Tras el deprimente fracaso del rinoceronte, Grillo tuvo que retomar sus pasos y rectificar su dirección a lomos del caballito granadino. Lo único que tenía para entretenerse por el camino era la correspondencia que le enviaba el marqués de Sade. El Buscador se sentía expectante porque la carta que había recibido esta vez era más larga de lo habitual.
Sentado en la incómoda silla de montar, ordenó al caballito de las borlas avanzar y se dispuso a leer:
«Estimado Grillo,
No es ningún misterio que Maalouf era un fornicador de niños y un hombre violento, y cuando se hizo demasiado viejo para levantar la mano a nadie, utilizaba el bastón de hierro en el que se apoyaba para golpearlos. ¿Has visto alguna vez que Xantana tiene la oreja partida? Se rumorea que un día Maalouf le dio tal paliza que le quebró el cráneo y estuvo tres meses sordo, así que tendría todavía más motivos para usurpar su trono. Esto debe estar confundiendo todavía más las cosas por ahí fuera. ¿Qué es lo que dicen en el resto de Señoríos? ¿Puedes preguntar por ahí, tú que estás recorriendo mundo?
Además, tengo constancia de que Xantana recientemente superó la mayoría de edad y pasó al rango de los adultos, así que los niños le tienen puesto un ojo encima. Está en esa posición gracias a la presión que hicieron para echar su padre; no creo que se le olvide.
Sé que los jóvenes de la nobleza se reúnen varias veces al mes en las ciudades importantes del Metal. Nunca he asistido a sus asambleas, pero por mi edad podría hacerlo. Aquí en la academia tengo compañeros que sí han ido alguna vez y me dan un montón de envidia.
¿No te fascina cómo funciona el Régimen? Nosotros hacemos nuestras reuniones y los adultos hacen las suyas, aunque ambos somos conscientes de lo que hace el otro estrato. Quizá no lo sepas porque los ocho Señores nunca se hanreunido en Bagdad, tu ciudad natal, pero te voy a contar un cotilleo: en todossus comités hay un niño sentado en las rodillas de Maalouf. Cuando lo hizo laprimera vez nos pareció humillante; sabíamos que era para recordarnos dónde estabanuestro lugar. Pero ahora nos sirve para tener un observador en las reuniones yrecabar información de primera mano. Uno nunca puede fiarse de la palabra de unadulto».».
Grillo sonrió. Quien decía que los críos no sabían organizarse, era porque no conocía a los niños del Metal. Ellos tenían un compromiso muy grande con su propia patria, porque además de querer a los padres que les daban de comer y que formaban parte de su familia, tenían una potente línea de separación situada en los veinticuatro años que les unía al resto de menores de edad y que les alejaba de los adultos.
En realidad, no había ningún misterio: los niños era verdaderos expertos en imitar y apoyar a los demás espontáneamente, sin hacer preguntas. Dudar y traicionar es siempre cosa de adultos, porque para ser egoísta en esta vida hace falta conocer. Hace falta vivir. Así que al final de todo, ahí estaba la cuestión: los padres estaban muy distanciados de los hijos.
Volvió a bajar la vista al papel.
«¿Sabes lo que nos enseñan en la academia después de cada misión? Que en esta vida se le da el control a quien se le da las armas. Somos niños soldado para lo bueno y para lo malo, y los adultos nos necesitan porque una nación no puede sobrevivir sin sus trabajadores. Ambos estratos lo sabemos, aunque al principio me causaba confusión que los adultos estuvieran de acuerdo con ello. Ahora ya no. Ahora ya sé por qué ambos lo preferimos.
Me causa hilaridad que el resto de Señoríos hablen de nosotros sin haber entendido jamás cómo funciona el Señorío del Metal. Estoy muy orgulloso de trabajar para el Régimen.
Por cierto, Grillo, ¿tú no tenías veinte años? Te quedan solo cuatro para alcanzar la mayoría de edad. ¿No tienes curiosidad por saber lo que se sentirá al pasarse al rango de los adultos?»
Grillo sí había sentido curiosidad, pero para los ciudadanos de su Señorío, abandonar a su bando para unirse al contrario era un proceso tan natural como la propia muerte. Era como una emancipación de la familia; una segunda separación de la madre, para volver a reunirte con ella. De repente obligabas a tu cerebro a olvidar sus intereses de la infancia, a relajar tu mentalidad trabajadora para adaptarse al nuevo periodo de retiro y de dominación sobre los más jóvenes. A crecer.
No se te permitía madurar antes de tiempo, ni quedarte en tu juventud más de lo indicado. Cualquier lazo de confianza y comunicación que hubieras hecho con alguien menor que tú debía cortarse hasta que esa persona alcanzara también los veinticuatro años. Erais enemigos que se parasitaban mutuamente y que convivían con amable disciplina.
Grillo recordó su infancia en las llanuras pedregosas de Bagdad, donde era colocado en una hilera junto a otros sesenta niños y un adulto les hacía disparar a sesenta gallinas lanzadas al aire con una bombarda. Recordaba mirar con una sonrisa al compañero que tenía al lado y con recelo al adulto que daba la orden, pero no terminaba de entender el por qué. Cuando creció, todo empezó a tener sentido.
Pero a los jóvenes nadie les había regalado nada. El control de las armas tenía un precio. Los niños más pequeños se limitaban a crecer en un entorno de trabajo donde eran silenciosamente obligados a participar en cuanto adquirían suficiente fuerza en los brazos, pero los más mayores pronto pasaban a tomar conciencia de su situación y a hacer militancia en su estrato de forma organizada.
Siguió leyendo.
«Por cierto, te causará satisfacción saber que sigo quedando con Zaina. Solo la llevo a la Academia Militar porque no quiero que mi padre se entere de que ando con prostitutas, pero es que sus ojos marrones no me dejan dormir por las noches y no puedo dejar de pensar en sus labios gruesos como dos pedazos de mango. Deberías conocerla un día. Me gusta mucho como se arremanga el vestido para mostrarme sus muslos de pájaro, pero sigo terminando rápidamente y ella se ríe cuando sucede. Entonces levanta la cabeza y me contempla desde las alturas. Desde el cielo. Y no me hace ni pizca de gracia que me mire con esa cara de superioridad. A mí, que soy el marqués de Sade. Me hace sentir incómodo.
Por cierto, ¿encontraste al hipocornio?
Te admira,
D. Alphonse, marqués de Sade»
Grillo sonrió complacido. El pequeño marqués no podía tomar una figura paterna como ejemplo porque estaba muy lejos de que le permitieran actuar como un adulto, por lo que, desamparado y confuso dentro de su extraña infancia, se había aferrado a la figura del Buscador y había dibujado un halo de admiración a su alrededor. Grillo era lo suficientemente joven para estar en su estrato y lo suficientemente mayor para tener experiencia.
Y él aceptaba esa responsabilidad. Era como criar a un jabato; ojalá a él le hubiera explicado alguien lo dura que era la vida.
No le quedaba tinta para contestarle, así que se guardó la carta en el bolsillo de la túnica y levantó la vista. De un ramalazo volvió a la desoladora situación en la que se había metido por culpa de la niña minera que no había visto a un rinoceronte en su vida: llevaba diez días atravesando la cordillera que separaba el Señorío del Metal del Señorío del Mar, en un intento por buscar climas más apropiados para el hipocornio. No se había encontrado a nadie por el camino, ni bestia ni persona, y eso le había dejado el ánimo por los suelos.
Valoró sus posibilidades. En línea recta hacia el Océano de la Cicatriz se hallaba Siracusa. Como los ciudadanos del Mar eran navegantes, las praderas no tenían ningún interés para ellos y estaban desiertas. Solamente ubicaban sus poblaciones en la costa y en los bosques de montaña, así que con suerte encontraría alguna aldea a los pies de la Tramontana que se dedicara a talar madera para enviar a los astilleros. Los astilleros eran la base del Señorío del Mar porque construían los barcos. Los ciudadanos del Mar se dedicaban a clarear las arboledas más densas y dejaban que se repusieran solas a lo largo del tiempo, mientras que en los bosques pequeños, solían deforestar la parcela entera y al año siguiente llamaban a un grupo de ciudadanos de la Tierra que se encontraban viviendo en tierra hostil para que replantaran los árboles.
Ávido por volver a tener contacto humano después de tantos días asqueado en la naturaleza, Grillo divisó los tejados de la aldea más cercana y dirigió al caballito granadino hacia allá al galope. Las masas de lluvia que venían de la costa descargaban en el bosque y lo llenaban hasta arriba de musgo, cedro y laurisilva. Atravesó los helechos para buscar el mejor camino de descenso y finalmente, se presentó en medio de la aldea con su piel morenísima, sus cabellos despeinados y una cara de apetito humano que asustaría a un león.
Los madereros del Mar se quedaron sorprendidos de ver a un transeúnte viniendo de la Tramontana; como indicaba su nombre, de más allá de las montañas. Le preguntaron si se había perdido. Si quería calentarse junto a la chimenea. Si tenía hambre.
Sí que tenía hambre, pero no de comida.
Atravesó las miradas curiosas y se alejó hasta las casas más alejadas del pueblo en actitud huraña. Atraído por la pulcra idea de adueñarse de una mujer cualquiera atrapada en los hilos de la rutina, que fuera ignorante de los complejos problemas del mundo y que conservara aún ese espíritu simple e inocente que él había tenido que sacrificar cuando tenía solo un puñado de años, acabó aniquilando cualquier rastro de empatía y dejó de ser humano para convertirse en bestia.
Ahí estaba. Agachándose a la puerta de casa para extender una capa de gravilla sobre el suelo y así evitar que se hundieran y embarraran los pies al entrar. La dulce insignificancia de su trabajo bastó para generar en los calzones de Grillo una robusta erección.
—¿Puedo ayudarle? —preguntó ella al sentirse observada.
Era una mujer joven, de facciones finas y ojos claros, pero aun así más mayor que el Buscador.
Grillo automáticamente bajó de su caballo y la agarró del pelo con fuerza para que tuviera menos oportunidad de movimiento. Tenía los ojos incendiados en ímpetu, y tampoco podría haberse resistido contra aquellos músculos forjados en toda una vida de trabajo infantil. Luego desenfundó la daga que usaba para despellejar conejos y la colocó en el cuello de la mujer.
—Entra en casa o te dibujo una sonrisa en el cuello, ternerita.
La mujer le miró aterrada.
—¿Co-cómo? —Lo identificó como un extranjero debido a su vestimenta, a su piel morena y a sus ojos pintados de col negra como una pantera—. ¿Qué quiere? ¿Dinero? Por favor...
Al percibir la actitud de hielo de su agresor, comprendió que no serviría de nada apelar a su sentido de la misericordia, así que se apresuró a vomitar un montón de frases nerviosas en su defensa:
—Espere... espere... Si me sucede algo la gente del pueblo se enterará. Puede tener problemas. Le recuerdo que son leñadores y todos guardan un hacha de tres kilos en el rellano de casa. Además, mi hermano es alguacil y...
—Creo que no sabes con quién estás hablando.
Sacó la acreditación firmada por los Señores y la sostuvo delante de sus ojos atónitos. Confió en aquel rumor que decía que todos los ciudadanos del Mar sabían leer y escribir.
—Sucede que yo soy el Buscador del Señorío del Metal y en este papel pone que tengo derecho a yeguas descansadas en cada pueblo que vaya —declaró—. Eres tú la yegua que exijo, así que si se te ocurre alzar la voz para pedir ayuda, mandaré venir al mismísimo Xantana a este ridículo villorrio perdido en el ano del mundo para quemar el bosque con todos vosotros dentro hasta que supliquéis volver a estar en un barco rodeado de agua con el resto de vuestros depravados compañeros —le acercó la cabeza a su rostro—. Y ahora dime, ¿hay alguien en casa?
La voz de la mujer salió estrangulada por el miedo, adivinándose un titubeo de duda en sus palabras.
—No...
—Pues entra —ordenó.
—Caballero —balbuceó ella, previendo la situación que estaba por venir—, no lo entiende porque usted es extranjero, pero en este Señorío a las mujeres les gustan las mujeres y a los hombres les gustan los hombres.
—Ya sé cómo sois aquí, los lilas. A mí no me importa lo que le guste a una sucia invertida como tú mientras tenga un agujero como todo el mundo —replicó Grillo con tranquilidad—. Porque eso no se contagia, ¿verdad?
La mujer se había quedado de piedra con sus palabras. Negó con la cabeza lentamente, asustada.
Grillo le dio un empujón como respuesta, que levantó toda la grava del suelo y la forzó a entrar en la vivienda de madera. Les recogió una voluta de calor atrapado y el olor a cena recién hecha. Una niña de seis años estaba sentada junto a la chimenea y dirigió los ojos hacia ellos en cuanto entraron. Tenía la piel oscura, los labios gruesos y el pelo en forma de ricitos negros.
Grillo obligó a la mujer a avanzar para pasar de largo.
—No pasa nada, Arlia —gimoteó con una falsa sonrisa—. No subas, ¿sí?
La niña se quedó inmóvil como una lechuza mientras les seguía con la vista, tan quieta que parecía estar pintada sobre el fondo.
Subieron las escaleritas hacia el piso de arriba con torpeza, hasta que entraron en la primera habitación que había y Grillo lanzó a la mujer contra la cama y le metió la mano en las bragas. Estaba tan seca como indicaba su mirada de pánico.
—Desnúdate.
La mujer no se movió. Sin que ella lo viera venir siquiera, el manotazo llegó desde un lado de la habitación y se estrelló contra su cara con tal fuerza que acabó mirando hacia la pared opuesta. En otra ocasión, Grillo se habría sentido juguetón y la habría permitido pelear y corretear un rato, pero esta vez estaba tan ansioso por someterla que prácticamente se sentía enfermo.
—Y ahora, desnúdate.
Ella obedeció sin decir palabra. Él también se quitó la túnica y el pañuelo, y se bajó el calzón. Luego la puso a cuatro patas como los perros y la penetró de una estacada rastrera y despreocupada. Mientras Grillo comenzaba a acelerar la respiración, ella apretaba los dientes de repugnancia y temblaba de puro sentimiento de rechazo. Acostumbrada a compartir su cama con otras mujeres, su cuerpo se resintió al contacto invasivo como una piel en carne viva que todavía insistían en rascar.
Por suerte, la tortura no duró demasiado y Grillo acabó en su interior con un amplio ronroneo de comodidad. Se separó de ella y se dejó caer en la cama mientras la mujer se quedaba paralizada en el sitio todavía, con los ojos como platos.
Todo había ocurrido de una forma tan simple, tan evidente y orgánica, que ni siquiera se enfadó cuando el Buscador le dijo, descaradamente:
—Me voy a quedar a dormir un rato; me gusta esta cama. Puedes irte si quieres.
No pudo contestar.
Se moría de ganas por salir corriendo de allí, pero no quería abandonar su casa y le daba miedo que se quedara a solas con Arlia. Así que esperó un rato más, con la mente enroscada sobre sí misma y sin atreverse del todo a desbloquearla. Tumbado y dándole la espalda, el sonido de su aliento pareció indicar que se había amodorrado y había bajado la guardia. Así de poca consideración la tenía. Para él era otra mujer débil, otra Zaina vencida.
Entonces la mujer se atrevió a girar la cabeza y vio la túnica de Grillo tirada en el suelo, en cuyo bolsillo asomaba el papel blanco de la acreditación. Las chispas del rencor comenzaron a nacer en cada vena de su cuerpo ultrajado.
Bajó de la cama como un pajarillo herido.
Tiró de la esquina para extraer el papel del bolsillo y leyó las primeras líneas, porque tal y como decían los rumores, en el Señorío del Mar hasta el último mono sabe leer y escribir. No era lo que esperaba encontrar.
«Estimado Grillo,
No es ningún misterio que Maalouf era un fornicador de niños y un hombre violento...»
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