Sueños De Porcelana
"Mi nombre es Noel Origami y soy detective privado de la provincia de Alicante. Lo que van a leer a continuación es el testimonio de un caso que viví hace tres años y que a día de hoy sigo sin poder explicar. Ruego discreción, por la privacidad e intimidad de los afectados. Este incidente pertenece al inicio de una larga saga de acontecimientos inexplicables sobre los que estoy investigando, pues considero que tienen una íntima relación entre sí"
La adolescente se llamaba Paola Núñez y vivía con sus padres en el momento de la desaparición. Mi equipo y yo estuvimos haciendo una investigación a fondo de la zona de los bosques donde se supone que se había perdido, pero no hallamos nada. "No puedes defraudar a unos padres tan destrozados, Noel. Esfuérzate más", me decía a mí mismo a cada hora que pasaba sin rastro de aquella joven.
Según la familia, Paola se había ido de picnic con unas amigas a los bosques de Rofchister, a las afueras de la ciudad. Subieron fotos a Instagram, vídeos e incluso realizaron una grabación en directo mientras se bañaban en un lago. Esa fue la primera pista que rastreamos. Investigamos a los usuarios que se conectaron a verlas en vivo con la intención de cazar a un fanático que pudiese haberlas seguido para matarlas. No era la primera vez que sucedía y menos aún con chicas adolescentes que acababan de cumplir la mayoría de edad.
Usamos perros para que olieran la ropa de las chicas y las buscaran. Dividimos el terreno por sectores y nos agrupamos día y noche hasta encontrar pistas que dieran con la ubicación. Al pasar cuarenta y ocho horas sin respuesta, empezamos a informar de las bajas posibilidades de rescatarlas.
Pese a que encontramos la región del lago donde estaban grabando, no hubo ni un solo utensilio o aparato que se les perdiera por el camino. Era como si hubiesen limpiado sus huellas, y aquello apuntaba a un secuestro. Quién sabe si también llegarían al asesinato.
El tercer día decidimos dar un último rodeo, desesperanzados, con la intención de sacar a la luz los restos de las chicas, si es que seguían por los bosques. Se descartaron hipótesis de que hubiese sido un accidente en cuanto vimos un árbol con restos orgánicos de una mano ensangrentada. No la habíamos visto antes. Parecía tan reciente que las expectativas de rescatarlas volvieron a florecer.
Deseábamos por todos los medios que siguiesen huyendo, aunque tres días sin apenas comida y agua, tres adolescentes en mitad de unos bosques, eran un caso perdido.
No tardamos mucho en encontrar los restos de las dos primeras adolescentes. Estaban desnudas, con arañazos por el cuerpo y moretones en el cuello, rodeadas de pequeños huesos y calaveras. Las habían estrangulado y dejado en una cuneta excavada en un recinto pequeño entre unos arbustos, a pocos metros de la entrada de una cueva. Los forenses revelaron que tenían claros signos de haber sido abusadas antes del asesinato. Las conservaban cubiertas de un mejunje extraño, como si las estuviesen preparando para ser devoradas.
Por la zona corría el rumor de que una tribu de caníbales vivía en las cuevas y se alimentaba de los turistas que, por puro desconocimiento, decidían adentrarse en las profundidades del bosque. La policía los había llegado a encontrar en cierta ocasión, subidos a un árbol con cerbatanas y vestidos con piel de animal rodeando su intimidad. Los abatieron en cuanto interceptaron al primer agente en el cuello con una aguja puntiaguda de madera.
Tratamos de entrar en las cavernas para exterminar la amenaza, pero la oscuridad y el peligro de aquellos túneles laberínticos nos impidió cumplir nuestro cometido. Desde entonces, la policía se limitó a vallar y poner advertencias sobre lo que podían encontrar más allá de los límites. Las adolescentes debieron creer que era un juego.
Paola Núñez siguió sin aparecer. Cerramos el caso dando por hecho que fue la primera víctima a la que devoraron. Sin embargo, yo no acepté la rendición. Insistí en explorar las primeras antesalas de las cuevas, con linternas y armados.
Me adentré a lo que parecía ser un pasadizo de roca húmedo cuyo final desprendía una luz anaranjada típica de las hogueras. Un humo tan negro como la noche provocó que empezáramos a toser cuanto más avanzábamos. Mi equipo y yo fuimos sigilosos hasta que pillamos a los aldeanos de aquella tribu en mitad de un festín de carne y sesos. Celebraban una orgía junto a una pequeña hoguera.
No dudamos ni un segundo. Los disparos sonaron con ecos entre los gritos agónicos y los aullidos infernales de criaturas que no parecían humanas. La sangre salpicó las paredes y al cabo de unos instantes, la tribu de caníbales se extinguió por completo. Lo único que sacamos en claro fue que coleccionaban muñecas de porcelana desnudas en un rincón. Una de ellas se asemejaba mucho a Paola, así que la cogí para llevarla a un laboratorio y que pudiesen hacer una exploración. Su cuerpo no apareció.
Informamos a las familias de lo ocurrido y zanjamos aquellos crímenes con éxito. En el laboratorio, los científicos confirmaron que los restos orgánicos de la muñeca pertenecían a Paola Núñez. Su sangre, su carne, sus uñas, todo estaba pegado a aquella grotesca y decrépita figura. Era un horror imaginar la reacción que tendrían sus padres de saber en qué habían convertido a su hija.
Yo mismo di la noticia. Sentí un nudo en la garganta al ver los llantos suplicantes de su madre y la mirada perdida de su padre. No quise indagar en la muñeca de porcelana que encontramos, pero a petición de la mujer, tuve que dársela para que la viera.
Nunca sabré si fue el olor lo que la calmó o fue la esencia de aquella muñeca misteriosa de ojos tétricos, pero sus padres la trataron como si todavía siguiese viva.
Pensaba en mi mujer y en mi hijo cada vez que los veía hablarle a un trasto de porcelana. Los visitaba de vez en cuando, cuando tenía días libres de trabajo, con la intención de ver qué tal llevaban el duelo. Y para mi sorpresa, en cuestión de unos meses parecieron volver a la normalidad. Habían adoptado a la Paola de porcelana como su nueva hija y la usaban como si no hubiese muerto en aquella cueva. Supuse que era un mecanismo de defensa contra el trauma, que el psicólogo al que acudieron les recomendó que enfocaran sus emociones hacia el único objeto que conservaban de la adolescente.
Seguía oliendo a Paola, incluso medio año después. Fue escalofriante ver lo mucho que se parecía a ella en cualquier sentido. Llegué a plantearme si había crecido con el paso del tiempo, pero no podía ser posible. Ni la magia existía, ni las películas de terror de objetos malditos irían a cambiar mi opinión. Eso fue lo que creí durante los primeros meses. Luego llegaron los problemas.
Me desperté una madrugada con una llamada de aquella madre desesperada. No puedo describir la emoción que sentí al verla llorar de alegría, pero pronto volví a colocar una mueca de horror al comprender lo que estaba sucediendo: la muñeca había hablado. Acudí de inmediato a su domicilio pese a las indicaciones de mi mujer de que era tarde y podría ir al día siguiente. Quería presenciarlo con mis propios ojos. ¿Qué había en aquella cueva de caníbales que permitió la creación de una muñeca de porcelana tan peculiar? ¿El humo era por el fuego o por el túnel abismal más allá de los cuerpos semidesnudos de esas personas sin conciencia? ¿Por qué olía tanto a químico?
Al llegar me encontré a los padres de Paola en pijama, de pie en el sofá. Me llevaron al viejo cuarto en el que solía dormir su hija y vi que no habían cambiado ni un solo detalle desde su desaparición: el estuche de pinturas seguía abierto con el lápiz rojo sobre un cuaderno, el armario abierto con una camisa a medio colgar y la cama deshecha.
La muñeca de porcelana, tiesa como un pilar, se hallaba sentada en una silla frente a la ventana. Tenía la mirada perdida, pero se dirigía hacia la puerta del dormitorio. Un escalofrío me erizó el vello al sentir esos ojos azules vacíos depositados en mi piel.
—¿Qué es lo que ha dicho? —Pregunté mientras me aproximaba a la figura inmóvil, que tenía las manos recogidas en su regazo.
—Ha dicho: "mamá, te quiero". Tú también lo has oído, ¿a qué sí, Rodolfo? —La mujer buscó una sonrisa cómplice en su marido, pero él se encogió de hombros—.
—No lo sé, cariño. He oído una voz que parecía la de nuestra hija, pero... Puede haber sido un sueño. Sabes lo mucho que nos gustaría que volviese y podemos haberlo imaginado... —El hombre colocó una mano en el hombro de la madre, que tenía los ojos cristalinos por las lágrimas—. No sé si hacía falta llamar a este buen agente.
Mientras hablaban, yo no dejaba de analizar los detalles de la muñeca. Su tamaño había aumentado, ya no tenía los bordes de las extremidades delimitados y parecía tener los senos esponjosos. El vestido que le compraron ya no le estaba. No entendía cómo una muñeca de aquel material podía agrandarse con el simple paso del tiempo. Era incomprensible.
—Señores... —No sabía cómo explicarlo con tacto—. Creo que deberían contactar con alguna empresa encargada de hacer esta clase de muñecas para entender qué le está ocurriendo. No sé mucho de ello, pero les puedo asegurar que esto no es normal.
Ambos soltaron un suspiro ahogado y se llevaron las manos a la boca. Al girarme, vi que la cabeza de la muñeca se dirigía hacia mí, con sus ojos cada vez más humanos atravesando mi alma como lanzas de espartano. Sentí cómo se me revolvía el estómago, paralizado por el miedo. No tenía lógica lo que estaba sucediendo. No pudo ser el viento, ni pudo ser un movimiento arbitrario. Aquel cambio fue intencional.
Volví a casa con la imagen de la muñeca en mi mente. No podía quitarme su rostro de porcelana de la cabeza ni siquiera al echarme agua al rostro. Mi mujer estaba preocupada. No me había visto tan pálido desde que nuestro hijo sufrió una enfermedad de corazón a los cinco años y tuvimos que llevarlo al hospital. No sabía cómo explicar lo que acababa de presenciar.
Decidí contarle la historia desde el inicio. Le hablé de las adolescentes desaparecidas, de los caníbales y sus rituales y de lo que encontramos en la cueva hasta que le narré los hechos en casa de los padres de Paola. Esa noche apenas pude pegar ojo. Los abrazos de mi chica eran dulces y me consolaban hasta en mis días más oscuros, pero había un nerviosismo en mi pecho que me impedía calmarme. Mi corazón latía con violencia, me faltaba el aliento y ni siquiera percibir las caricias y los besos de mi mujer lograba que se me pasara el malestar.
Soñé con porcelana. Estaba en una fábrica llena de aquellas muñecas que representaban adolescentes muertos e imaginé que mi hijo era uno de ellos. Lo veía pasar de un simple muñeco estereotipado a un adolescente de aspecto idéntico a mi chico. Él me pedía ayuda, gritaba que lo salvara, que estaba en peligro. No podía hacer nada. Me rodeaban cientos de aquellos espíritus vengativos hasta que me ahogaba en mi propia ansiedad y despertaba entre sudores fríos y llantos solitarios. Así me pasé la noche, y me sentí horrible por tener a mi mujer pendiente de que no perdiera la cordura.
Al día siguiente hablé con el resto de mi equipo en comisaría. Les pedí que me dieran un listado completo de adolescentes desaparecidos en los bosques de Rofchister, y fui comparando sus rostros con las muñecas que rescatamos del fuego en aquella cueva. Eran idénticos, copias que no paraban de crecer y de ocupar espacio innecesario en el almacén. Llegó un punto en el que tuvieron que tirarlas a la basura para ser quemadas. Yo mismo asistí a aquella ceremonia.
Sentí un fuerte escalofrío cuando escuché gritos más allá del horno que reducía a cenizas los recuerdos de una decena de criaturas de porcelana del tamaño de un ser humano adulto. Nadie más los percibió por el ruido de las máquinas, pero yo supe reconocerlo. Una mano ensangrentada se depositó en el cristal, y entonces recordé la huella humana que encontramos en los bosques antes de llegar a la cueva.
Mi siguiente decisión fue coger el coche e ir a la casa de los Núñez para ver cómo iba la situación con la muñeca. Me recibieron con ojeras, temblorosos y fumando. Parecían ser diez años más viejos y evitaban el contacto visual. Al preguntarles qué ocurría, ellos se limitaron a señalar el cuarto donde tenían encerrada a la muñeca. Ya ni siquiera podían acercarse. La oscuridad oprimía ese rincón de la casa como si de un lugar embrujado se tratase.
Anduve dispuesto a sacar la verdad del asunto. Me temblaban las muñecas y notaba la fragilidad de mis rodillas con cada paso que daba. Al otro lado de la puerta se oía una melodía suave y melancólica. ¿Era una radio? ¿Quizás un reproductor de vídeo? Paola solía tener un portátil en la mesa, por lo que vi en los últimos meses de visitas. Sea como fuera, la música era una triste balada de violín. Era como si la muñeca estuviera tocando con sus propios dedos de porcelana.
Abrí la puerta con suavidad y sin apartar la mirada de sus padres. Ambos permanecieron al final del pasillo, agarrados de las manos el uno con el otro y con gestos atormentados. No sabía qué habían visto, pero si aquella ilusión que tenían por ella se había convertido en congoja era por un motivo de peso.
La imagen que se reflejó en mi mirada al percibir el aroma a vainilla fue devastadora. El aroma del perfume de la adolescente nublaba el cuarto, y es que ahora la muñeca de porcelana se encontraba de pie frente a la ventana. Una melena castaña caía por un cuerpo desnudo cuya piel parecía frágil como la cerámica. Tenía un color similar a la carne, pero no parecía tener humanidad.
Al dar un paso al frente, su cabeza se giró con un chasquido brusco. Su rostro poseía los rasgos que una vez fueron la seña de identificación de Paola Núñez. Erguida y proyectando su sombra con el reflejo del sol, la muñeca de apariencia humana dio media vuelta y se mostró desnuda ante mí. Sus movimientos eran erráticos, como si no estuviese acostumbrada a la vida.
—Usted me liberó, agente. —Su voz sonaba tan aguda y distorsionada que me fue imposible reaccionar. Levantó el brazo con gestos robóticos hasta señalarme—. Gracias por salvarme.
No lo pensé mucho. Hice un movimiento tan rápido como las manos me lo permitieron, más incluso que cuando estuve en aquella cueva en el fin del mundo. Desenfundé la pistola y disparé en su pecho. La porcelana saltó en pedazos y los padres de Paola gritaron de terror. Disparé hasta que el cargador se acabó y la muñeca cayó de bruces al suelo y se golpeó la frente contra el borde de la cama.
Tendida en el suelo, me acerqué a verla de cerca. La brecha de su frente desprendía un hilillo de sangre. Aquellos caníbales la llenaron con los restos orgánicos de la persona a la que querían representar. No pude evitar vomitar en una papelera cercana.
Al despejarme, sentí que ya no olía al perfume de Paola, ni sentía la esencia de su ser en la habitación. Un peso desapareció por completo de mi espalda y de los padres de aquella pobre adolescente convertida en un monstruo.
Al regresar a casa, le conté a mi mujer lo que había presenciado. Ella me dijo que había sido fruto de mi imaginación, que estaba fatigado por la falta de sueño y que ni yo ni los padres de Paola teníamos la cordura suficiente para asimilar lo que había sucedido. Fue la versión que decidí creer, porque las alternativas me volverían loco. Respiré hondo, saludé a mi hijo con un abrazo y me alegré de ver que seguía de una pieza. Nunca antes me había sentido tan seguro al abrazarlo.
Me apartó con un quejido de adolescente enrabietado y se encerró en su cuarto de un portazo. Yo sonreí. Sabía que seguía siendo el mismo muchacho de siempre.
Cenamos en familia y me acosté en la cama para dormir. Estaba mucho más relajado y mi mujer agradeció poder descansar lo que no había podido durante la noche anterior. Los sueños de porcelana desaparecieron, pero hubo una extraña sensación de inseguridad que no se fue, ni siquiera horas después de entrar en las profundidades oníricas de mi ser.
Nunca habría podido imaginar lo que estaba sucediendo en uno de los contenedores de la ciudad donde se almacenaban restos de porcelana y el cuerpo destrozado de lo que quedara de Paola Núñez. Sus ojos azules, que habían perdido su luz tras golpearse la cabeza, volvieron a brillar bajo las sombras de las tinieblas.
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