Chào các bạn! Vì nhiều lý do từ nay Truyen2U chính thức đổi tên là Truyen247.Pro. Mong các bạn tiếp tục ủng hộ truy cập tên miền mới này nhé! Mãi yêu... ♥

Respira Conmigo (Transición)

Mi nombre es Sheila Campos y no sé nadar. Llevaba desde los dieciséis sin escribir nada en este diario. Y no lo habría hecho de no ser por esta sensación tan desagradable que me está ahogando. Hacía años que no soñaba con papá. Ver a mi hijo tan mayor y tan adolescente estar distante conmigo me está rompiendo y me devuelve a los recuerdos de ese pasado que guardo en un cajón de obsidiana. Es un muchacho de dieciocho años a quien quiero con toda mi alma. Y aunque me lleve por el camino de la amargura, me ha ayudado a comprender mejor lo que pasó con mi padre.

La edad nos cambia. Dicen que las hormonas nos revolucionan y, ¿quién no ha sido un rebelde en esa época? Yo lo fui tanto como para cometer errores, de esos que dan que pensar. ¡Y cómo se nos derrumba el mundo cuando creemos que son irreparables! No hay nada más catastrófico que el corazón de un adolescente ante la incertidumbre de un futuro desolador.

El tiempo pasa para ti tanto como para mí. No puedo decir que me sienta afortunada de la vida que tengo, pero tampoco sería justo afirmar que no he gozado de los mayores regalos que me puede ofrecer esta existencia efímera. No quiero alargarme más de lo necesario. Este escrito será mi catarsis. Lo hago porque sé que me ayudará a lidiar con los problemas con mi hijo igual que lo hizo cuando papá murió. De eso se trata en muchas ocasiones: las enseñanzas de una persona a sus generaciones futuras. Hay actos que tiemblan como ecos en la historia y actos que solo unos pocos llegan a reconocer. Mi padre fue de los segundos, pero yo siempre lo viviré como uno de los primeros.

Desde que tengo uso de la razón fui una niña con problemas de ansiedad. Me era difícil controlar la respiración cuando me pasaba y tenía que venir mi padre, con su sexto sentido de incomprensible naturaleza, para quedarse a mi lado y calmarme. "Mírame a los ojos, cariño", me decía, y yo lo obedecía porque confiaba en ese hombre más que en nadie. Él dirigía el ritmo y yo inhalaba y exhalaba aire siguiendo sus indicaciones. Me agarraba de las mejillas con suavidad, me acariciaba el pelo con los dedos y yo me tranquilizaba. "Respira conmigo. Todo pasará", repetía cuando notaba mis músculos tensos y la ansiedad se alargaba.

Tenía doce años cuando mi padre se ahogó en un viaje en barco que organizó la familia para celebrar su cumpleaños. Íbamos navegando por alta mar, disfrutando de la brisa cálida y contemplando el reflejo pálido del sol al chocar contra las olas de un azul cristalino. No olvido la sonrisa de papá. Ahora lo entiendo como si fuera yo misma quien estuviera en su posición. El amor de un padre es imposible de mensurar, igual que lo es el amor de una madre.

Me daba miedo el agua, y me lo sigue dando. No sabía nadar y ver a mis familiares tirarse para darse un chapuzón me hacía sentir mal. Yo no era como ellos, no era tan valiente como mis primos. Sabíamos que tan alejados de la costa no teníamos la misma seguridad que próximos a la orilla, pero era una costumbre típica y nunca había ocurrido ningún incidente. Aquel día tuve ansiedad. Estaba tan enfadada por la envidia que me daba sentir tanto miedo que empecé a llorar y a respirar agitada. Mi padre me colocó las manos en las mejillas y me susurró sus palabras mágicas.

Lo siguiente que hizo fue hablar con mi madre y, tras largos instantes dubitativos, decidieron que podía meterme en el agua con mi papá. Él me iba a sostener. Yo quise creerlo. Confiaba en él más que en nadie. Me aferré a su cuello, nos sumergimos despacio entre las frías olas y nos alejamos un metro del barco. Sentía cosquillas en el abdomen por el cambio de sensación. Estar bajo el agua no era tan desagradable, al fin y al cabo. Empecé a reír cuando mis primos y mis tíos se salpicaron agua. Yo me uní a su felicidad hasta que ellos decidieron volver al barco. Nos quedamos a solas, mi padre y yo, observando los espejismos del horizonte bajo la luz de un sol veraniego agradable.

Esa fue mi primera y última clase de natación. Quise aprender a flotar, a moverme en el agua tan bien como lo hacían los demás. Pero el destino me traicionó. Recuerdo ver a mi padre soltar un quejido de dolor momentáneo, colocar una mueca de asco y fruncir el ceño. "Cariño, vamos a volver al velero, ¿vale?", fueron las palabras que me dedicó. Yo seguía tan empeñada en disfrutar de esa sensación tan novedosa que no pude percibir los temblores nerviosos de aquel hombre asustado que no paraba de mirar abajo con paranoia.

Luego vino el golpe. Noté un empujón y caí al agua. De pronto, los sonidos se silenciaron y me vi flotando bajo un manto oscuro e inmenso lleno de burbujas. Abrí los ojos y grité, pero no podía hablar. Un universo azul oscuro me envolvía deseoso de engullirme entre sus garras. No veía a mi padre por ningún lado y, por unos instantes, creí que no lograría salir. Movía los brazos y las piernas tratando de alcanzar la superficie luminosa tan lejana que se iba apartando más y más de mi rostro.

Noté la violencia del brazo que me alzó como un ángel que me liberaba de las sombras demoníacas en las profundidades. En esos segundos entre la vida y la muerte, vi una aleta enorme y un cuerpo grisáceo extraño que apenas pude reconocer. Al salir fuera oí gritos aterrados y escupí el agua que me había entrado por la boca. Tosía y tosía sin poder ver nada. Unos brazos me llevaron hasta el velero. Fue ahí cuando pude recuperar la visión. "No mires, cielo. No mires", escuché, pero no supe si era mi padre o uno de mis tíos. Mientras escribo esto me doy cuenta de lo mucho que desearía haber hecho caso. El azulado cristalino del mar se había tornado escarlata y mi padre nadaba lejos, pidiendo desesperado que me sacaran mientras unas mandíbulas se cerraban entorno a su brazo.

Me pasé tres años sin apenas hablar. Dijeron que lo que pasó ese día fue el ataque de un tiburón blanco después de que mi padre se cortara con un plástico en la pierna. Nada pudo detener el ataque de ansiedad que sufrí durante el funeral, ni el resto de años en mi adolescencia en los que me culpé por mi estúpido deseo por aprender a nadar. Cada vez que me sentía en el límite, me tocaba la nuca con las manos y fingía que mi padre estaba delante. "Mírame a los ojos, cariño", susurraba siguiendo sus instrucciones.

Cometí errores, fui incauta y le hice la vida imposible a mi madre desde los dieciséis hasta los diecinueve. Nunca podré agradecer suficiente lo que tuvo que aguantar por amor.

Cuando cumplí los veinte, ella fue quien se acercó a mi habitación para hablar. Había empezado a madurar y, aunque tenía que ocultar las cicatrices en brazos y muslos, ya no era tan frecuente verme usar cuchillas de afeitar. Me contó lo que mi mente de niña no pudo entender ese día. En cuanto mi padre supo que había un tiburón, me sacó sin dudarlo y se aseguró de ponerme a salvo. Pudimos habernos salvado los dos, pero el riesgo de que ese depredador nos cazara a ambos era mayor. Decidió asegurarse de que yo viviera.

Ese mismo verano pasé las vacaciones en un hotel lejos de casa, con unas amigas que querían visitar nuevas ciudades. Yo sabía lo que quería desde el instante en el que acepté acompañarlas. No me había acercado al mar, ni a ninguna piscina, ni siquiera a lagos o ríos en rutas de montaña. Cada vez que veía vastas superficies azuladas, la respiración se me agitaba y necesitaba sentarme. Me mareaba, me sudaban las manos y un frío invadía mi nuca.

En ese mismo hotel vi una piscina y tomé la decisión tan rápido como pude. Me aseguré de que mis amigas dormían y nadie más podía verme para escabullirme hasta allí. Esquivé las medidas de seguridad, escalé la valla que impedía el acceso y me colé hasta ver el reflejo luminoso de las luces de la piscina en mi rostro. Ese era mi mayor miedo: el reflejo del océano. Me quité la ropa hasta que solo vestía con mi ropa interior, respiré hondo y anduve por el borde con seguridad.

Sentí escalofríos por una presencia que creí que me perseguía. Volví la cabeza con precaución, como si quisiese capturar a mi espía con la mirada, pero no había nadie presente. O eso creía. Metí los pies en el agua, notando el frío calar mis huesos y aguantando la respiración. El mero contacto me revolvía el estómago. Sabía que tomar aquella decisión me traería dolor, pero podría estar en paz conmigo misma.

Cuando el agua me llegaba por la cintura sabía que no habría vuelta atrás. Continué desesperada hasta que mi cabeza fue el último fragmento de mi cuerpo que no se había hundido. ¿Estaba segura de que quería hacerlo? ¿Sería esa la única forma de ver a mi padre? No sé por qué, pero en aquel instante tuve unas vibraciones que me dijeron que él volvería a mí si me quitaba la vida.

Me sumergí sin pensarlo y me dejé llevar. Cuando ya llevaba unos instantes sin respirar, mi cuerpo empezó a actuar por su cuenta para salir a la superficie. Me quedé flotando con la cabeza aún inmersa en el silencio absoluto de un océano en el que llevaba toda una vida atrapada. Pasó un minuto y deseé salir, pero no quería. Yo quería morir. Y eso fue lo que estuve a punto de conseguir de no ser porque unas manos me sacaron del agua.

Cogí aire como si pudiese absorber la atmósfera. Me agarré con fuerza a la persona que tenía al lado y empecé a llorar. "Papá", sollocé. Y él me colocó las manos en las mejillas, entrelazando los dedos en mi pelo recogido hasta que pude mirarlo cara a cara. "Mírame a los ojos", me dijo. Su rostro no era el de mi padre. Era otro muchacho, unos cuantos años más mayor que yo, de ojos verdes y mechones castaños. Tenía los labios temblorosos y una preocupación genuina brotaba del vacío en su mirada.

—¿Estabas intentando suicidarte? —Preguntó. Yo no pude reaccionar. Sabía lo pálida que estaba y no controlaba la respiración—. Eh, eh. Respira conmigo.

Me acercó hasta entrar en contacto con mi pecho. Hacía los mismos gestos que mi padre al hablar, y lo que empezó siendo un llanto desconsolado acabó convirtiéndose en risa. El pobre chico no sabía ni qué hacer. Se limitó a dejarse llevar por mi histeria.

Tantos años había pedido que me devolviesen a mi padre, tanto tiempo queriendo morir para volver a verlo y, cuando menos me lo esperaba, una persona con el mismo color de su alma apareció para consolarme. Las intenciones bondadosas de un chaval que había tenido la misma idea ilegal que yo de incumplir las normas del hotel para darse un baño nocturno se había convertido en mi salvador.

Estuvimos hablando, sentados en el borde de la piscina con los pies a remojo. Le conté la historia de mi padre y las razones por las que me aterraba el mar. Él me escuchaba con ese brillo tan característico en los ojos, cuidando cada detalle para poder darme el apoyo que necesitaba. Él me habló de su hermano. Acababa de morir y aquel viaje había sido un evento especial para desahogarse y dejar fluir la rabia que tenía por culparse de lo sucedido.

Aceptamos darnos apoyo el uno al otro. Resulta que veníamos de ciudades cercanas, por lo que podríamos vernos más a menudo. Su presencia calmó las noches de tormenta en las que pensaba en mi padre. Se convirtió en un pilar que me dio la seguridad que me faltó desde su muerte. Nadie podría reemplazarlo, pero al menos la vida era más amena a su lado. Con el paso del tiempo empezamos a pensar en un futuro juntos, y antes de lo que me esperaba, terminamos casándonos.

Tuve a mi hijo Carlos antes de los treinta. El parto fue duro, pero la alegría de escuchar a mi pequeño llorar me hizo tan feliz como cabría esperar de una madre que siempre había desearlo serlo. Mi marido me acompañó en esos baches oscuros que pasé pocos meses después, en la depresión de mi madre. Estuvimos el uno para el otro y vi en él la imagen de mi padre mientras cuidaba de nuestro hijo.

Lo peor llegó cuando Carlos cumplió los cinco años. Empecé a sentir que la ansiedad volvía, que el dolor era más común, que le gritaba a mi esposo sin razón alguna cuando me superaba la situación. Mentía cuando me preguntaba qué me pasaba, pero lo cierto era que cada día se acercaba más el momento en el que mi niño llegaría a los doce años. No quería que la historia se repitiera. No quería ser lo que una vez fue mi madre, condenada a cuidar sola de mi pequeño en ausencia de un hombre maravilloso que tanto nos quería.

Empecé a ver sombras en los espejos y detrás de las puertas. No dormía, comía poco y en el trabajo apenas rendía. Volví a acudir al psicólogo para afrontar mis sensaciones y llegamos a la conclusión de que enseñaríamos a Carlos a nadar.

Al principio me costó hacerme a la idea. Cada vez que lo veía flotar con sus manguitos se me encogía el corazón. Necesitaba sentarme para tranquilizarme. Incluso en la piscina, acompañado en todo momento por mi esposo, lo veía hundiéndose y pidiéndome ayuda. Me ahogaba en las memorias oscuras de rojo y azul. Mis manos sudaban, todavía sudan hoy en día ante la idea de que ese tormento vuelva.

Conseguimos viajar en velero varios años después, siguiendo la ruta que iniciamos en aquel cumpleaños tanto tiempo atrás. Ni siquiera podía acercarme a la barandilla. Estaba metida en la cubierta, o tomando el sol en un lugar seguro, o con los ojos cerrados o distraídos en un libro. Escuchaba las risas de Carlos jugando con la pelota con mi marido y sonreía, pero nada más allá de estímulos auditivos puntuales.

La prueba de fuego llegó al tener que ver cómo ambos saltaban en bomba al mar y nadaban unos minutos antes de volver. Estuve desde el instante en el que los vi en el aire pidiendo que volvieran. El corazón me latía con intensidad pues, aunque la zona no fuera la misma que aquella en la que atacó el tiburón, seguía temiendo el mismo resultado.

Me mantuve en silencio, viendo cómo reía mi hijo y derramando lágrimas al imaginarme a mí misma en su situación. Yo fui esa niña una vez. Mi esposo le chocó la mano al terminar y ambos subieron al velero sin problemas. Abracé a Carlos. Lo hacía por él, por lo orgullosa que estaba, y por mí, por aquella niña que nunca pudo regresar a tierra con su padre.

Pasaron los años y mi hijo se convirtió en un adolescente rebelde que no paraba de cometer errores. Sí, tal y como lo fui yo. Conservaba a su padre, un hombre que cada vez tuvo menos tiempo que pasar con él por trabajo y que, aun así, lo adoraba y hacía lo necesario para animarlo. Yo tenía que ser la mala, la que castigaba, la que reñía, la que indicaba. Pero no me importaba. Al menos no hasta que esas disputas comenzaron a distanciarme de él. Puede que no haya sido una buena madre, pero era lo mejor que sabía hacerlo.

Suelo llamar a la mía propia para pedirle consejo y disculparme por cómo la traté. Sé que no soy perfecta, ni tengo la paciencia de mi marido, ni me he recuperado de los traumas que ensombrecieron mi vida y la convirtieron en un mar de lágrimas.

Ayer soñé con mi padre. Vi a ese tiburón devorarlo en mil pedazos, y todo vino por esos pensamientos que tuve de él después de que mi hijo se encerrara en mi cuarto gritándome que era la "peor madre que podía existir". Suelo tener pesadillas en las que no puedo salir de un cuarto que se llena de agua, o sobre una playa infinita en la que el único camino hacia la vida es sumergirme en el océano, pero nunca sobre papá. Él es un ente sin rostro, un fiambre que me persigue y me ataca cuando cierro los ojos.

Yo todavía no sé nadar. Puede que aprenda algún día, o puede que nunca lo haga. Quisiera poder escribir un final feliz para esta historia, pero estaría mintiéndome a mí misma. No hay peor terror que saber que esas memorias no morirán y me acompañarán toda la vida. Las puedo aceptar, pero no puedo engañarme fingiendo que desaparecerán. Lo único que me queda es la sonrisa que me ponía y...

Dejé de escribir y me levanté notando una presión en el pecho. Me dirigí hacia la cocina, donde se encontraba mi marido, y me apoyé en la pared. Estaba mareada, asustada, presa de los sudores fríos y la falta de aire. Me ahogaba. Volvía a hundirme en el agua con mi padre.

—Noel —susurré. Él vino enseguida a socorrerme.

Me colocó las manos en las mejillas, acarició mi pelo con los dedos y pronunció las palabras mágicas.

—Mírame a los ojos, cariño. —Su sonrisa era dulce—. Respira conmigo. Todo pasará.

Repetimos las palabras al unísono, sin dejar de mirarnos. Quería hacerme la fuerte y resistir el llanto, pero no pude. Llevaba una década reprimiendo el dolor para que mi hijo no viese a su madre vulnerable, pero no podía seguir viviendo así. Abracé a mi esposo y coloqué el rostro en el hueco entre su cuello y su clavícula. Él acarició mi espalda como lo hizo en aquella piscina cuando teníamos veinte años. Me sentí segura, como si pudiese salir a flote con cada caricia.

Esa noche, antes de acostarnos, me quedé sentada sobre Noel para abrazarlo. De vez en cuando necesitaba saber que estaba ahí para mí y, tal y como él recibía mis abrazos, yo recibía los suyos.

Soñé con que me desvelaba por la madrugaba y decidía darme un baño. Había velas rojizas a mi alrededor que no había puesto yo y una música tranquila y calmada. No había más luz en la casa. Mientras me dejaba llevar por la humedad de mi cuerpo, noté un sutil movimiento bajo el agua. Encogí las piernas con rapidez. En cuanto me tocaron unos dedos desconocidos, me puse en pie y salí de la bañera de un salto, mirando al espejo y viendo una criatura sombría en el reflejo empañado por el vapor.

Me dirigí al dormitorio para despertar a Noel, pero no estaba en la cama. Giré la cabeza al oír chasquidos. En una esquina de la habitación, mi marido colgaba ahorcado de una cuerda. La presión sobre su cuello me contagió y percibí esa misma sensación ahogada. Tiraba y tiraba y dejaba una marca morada en la piel. Me deshice de aquello en cuanto abrí los ojos con mi esposo agitando mis hombros. Era, de nuevo, otra pesadilla.

Esta vez la respiración agitada se tranquilizó antes. Nos situamos uno frente al otro. Él me preguntó, pero yo lo callé con un beso. Lo agarré con suavidad de las mejillas, acariciando su pelo con los dedos y derramando una lágrima entremezclada con el amargo sabor de una sonrisa llena de paz.

—No digas nada, cielo —supliqué, chocando ambas frentes y cerrando los ojos—. Solo... —hice una breve pausa para respirar hondo— no te separes de mí.

Noel me obedeció y conservó ese silencio tan sutil y cálido que me encantaba. Me volví a tumbar, guiando sus brazos para abrazarme por la espalda en posición de cuchara.

—No me dejes, por favor.

Él me dio un beso en el cuello y yo empecé a llorar. Estuvimos así hasta que me derrotó el sueño y pude descansar sin demonios que me atormentaran el resto de la noche, rezando para no volver a ceder ante las sombras bajo el agua, ante las oscuras manos de las criaturas en el océano que ansiaban estrangularme. En sueños, todavía susurraba sus nombres. "Papá", decía. "Te quiero, Noel", decía. Y las noches se hacían más amenas.

Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro