Marionetas Del Silencio
Los detectives me sacaron en coche de aquel lugar infernal. Las llamas devoraban la carne multicolor de los edificios y creaban hermosas lenguas de fuego que anhelaban el cielo de la noche. Me sentí liberada de un peso que no sabía que tenía. Me permití suspirar y me permití llorar de alegría observando cómo desplazaban los cadáveres de los miembros de mi comunidad hasta un camión. No hubo más supervivientes. Ni siquiera en el sótano.
No tuve el valor de hablar de lo que sucedió hasta que pasaron tres días. Aquel hombre de uniforme azul oscuro y repeinado apareció por la puerta de la sala de interrogatorios donde me había quedado a solas un tiempo. Llevaba una media sonrisa, un café humeante en una mano y se colocó en una silla ante mí. Parecía confiable. Se había dejado la barba recortada y portaba un tatuaje oculto bajo la manga que no supe identificar. Aunque tuviese mucha más edad que yo, no pude resistirme a la idea de que me parecía atractivo.
—Buenos días, Lucía —se presentó el agente mientras se acomodaba en el asiento. Revisaba unos documentos ante él—. ¿Has dormido bien?
Bostecé. Me salió por inercia y se lo contagié al policía. Él soltó una carcajada suave. Eso fue lo que me contagió él a mí. Hacía tanto que no sonreía de corazón que no pude evitar derramar un par de lágrimas.
—No. Por eso he venido, en realidad. Quiero desahogarme. Sé que así me sentiré libre al fin —contesté con un hilillo de voz que conmocionó al detective. Fue como si entendiese el trasfondo de tan solo oír el tono de mis palabras—. ¿Empezamos?
El policía asintió. Sacó una libreta y un bolígrafo, colocó su teléfono móvil encima de la mesa y le dio a un botón para iniciar la grabación.
—Aquí el detective Noel Origami. Estamos a diecinueve de julio del año 2023. —Se miró el reloj que llevaba en la muñeca—. Son las diez y media de la mañana. Este es el testimonio de Lucía Torreblanca, víctima de una comunidad sectaria autodenominada "Las Marionetas del Silencio". Adelante, puedes empezar.
Cuando me dio paso a hablar, titubeé unos instantes. Él paró la grabación, preguntando si de verdad estaba lista para contar mi versión o si necesitaba más tiempo. Yo me fijé en la venda que rodeaba uno de sus brazos. Todavía estaba recuperándose de la quemadura.
—¿Usted tiene experiencia con casos de sectas, detective? —La voz me salía suave y frágil, tanto que era apenas perceptible—.
—Es un tema que me llega a lo personal, sí. Entiendo lo complicado que es. —El hombre esperó a que continuara hablando, pero al ver que lo miraba con curiosidad, decidió suspirar—. Mi hermano entró en una secta cuando él tenía veinticinco y yo veintidós. Estuvo desaparecido durante tres meses hasta que la policía lo encontró. Su líder lo envenenó obligándolo a ingerir agua de piscina para que no hablara. No pude hacer nada por salvarlo.
Recordé lo que hizo por mí en la comunidad y volví a llorar. Aquello explicaba tantos detalles y tantos hechos que supe que necesitaba darle mi historia. Si en algún momento había dudado, ahora tenía claro que ese agente merecía saber lo que sucedió.
Todo empezó durante la pandemia global de COVID-19. Por entonces vivía con mi madre en un piso pequeño con lo necesario para subsistir. Ella estaba enferma de cáncer de pulmón y la aterraba salir a la calle incluso con la mayor protección posible. Iba de casa al hospital y viceversa. Yo apenas acababa de cumplir la mayoría de edad así que no podía llevarla a recibir sus tratamientos. Si hubiese sido un año más mayor, si hubiésemos tenido dinero para comprar un coche, si papá hubiese estado más presente, ella no habría acabado así.
Ni siquiera sé cómo ocurrió, pero se contagió del virus. Falleció una semana más tarde y en cuestión de días mi mundo se terminó con ella. Empecé a vivir con mi padre desde ese momento, pero ya nada era lo mismo. No tenía hambre, no tenía ganas de pintar, no podía dormir y no podía despedirme. No permitían los entierros. Sufrí un duelo largo y doloroso en el que las riñas de papá no ayudaron.
Cada año que pasaba me veía más perdida, sin un futuro al que aferrarme. No encontraba trabajo, no tenía esperanza en encontrar una pareja con quien pudiese compartir mi dolor y perdí amigos que no podían soportar la magnitud de acompañar a una persona que sufría de depresión. Sentía que, para muchos, lidiar con sus problemas personales significaba abandonar a quienes alteraban su ilusión de felicidad. O dabas buenas vibraciones, o no hacías más que transmitir tristeza que perjudicaba a los demás.
Durante meses asocié el contagio del virus de mi madre a aquel contagio emocional. Comprendí la importancia de rodearse de personas que, pese a las barreras, estaban dispuestas a acompañar hasta quien rozaba los bordes irregulares de abismos anímicos. Así fue como conocí a Pérez a través de redes sociales. Diría su nombre real, pero lo cierto es que después de años conociéndolo nunca he llegado a saberlo.
Empezamos a hablar por teléfono cada noche durante largas horas hasta que la madrugada nos servía de cobijo. Pude dormir tranquila por primera vez en años. Fue tal la conexión que formamos que cuando me propuso conocernos, acepté sin pensarlo. Era un chico atractivo al que le costaba hablar con desconocidos. Solía temblar por los nervios y sonreía con timidez. Con el paso del tiempo supe que me estaba enamorando. Lo conocí en una web de grupos de ayuda y me contó que pertenecía a una comunidad de espiritistas que podían sacar lo mejor de uno mediante la convivencia durante dos semanas. No tenía nada que perder, así que le mentí a mi padre diciéndole que me iba de viaje para poder participar. Si hubiese sabido lo que ocurriría, jamás lo habría hecho. Tan solo era una chica perdida y desesperada consumida por el deseo de recuperar a su madre.
Al llegar, me fijé que se trataba de una comunidad alejada de las ciudades y los pueblos, situada en una zona de campo con árboles y vegetación. Tenía dos calles con casas de madera construidas a mano y los miembros llevaban puestas túnicas grisáceas con las que paseaban con libertad por la zona. Pérez me habló de sus costumbres, de cómo se reunían cada dos días para tener charlas filosóficas o para compartir experiencias con nuevos visitantes. Yo me uní al segundo tipo de reuniones y así fue como conocí al resto de los que pronto se convertirían en mi hermandad.
Me daban dulces para animarme, me abrazaban cuando me ponía a llorar contando mis historias y me ofrecían sus casas para dormir. Pérez fue el más cariñoso. Él me daba besos, me nublaba con sus caricias y dormía a mi lado. Me calmaba los latidos cada vez que nuestros cuerpos se fundían. Los primeros días fueron intensos. Presencié piropos, no dejaron de traerme regalos y me contaron sus historias personales. Ninguno de los presentes estaba libre de sufrimiento. Algunos perdieron familiares cercanos, otros perdieron la fe, pero no había una sola alma que no viviese atormentada por su pasado. En la comunidad, podíamos expresarnos y ayudarnos a transformar esas emociones en tareas útiles.
Me dediqué a pintar las fachadas de las casas con el material que me compraban los miembros más veteranos. Dos semanas después me vi riendo y jugueteando con la pintura con Pérez, abrazando al resto de miembros para ensuciarlos de rojo, azul, verde, amarillo, rosa o violeta, de cualquier tono que me tocara utilizar. Era terrorífico lo mucho que me engañó esa falsa ilusión de seguridad. Creía que era un lugar perfecto, que podía renacer de mis cenizas mediante el amor y la integración en el grupo. Me equivoqué.
El día que me tocaba regresar a casa hablé con el líder de la comunidad. Él me explicó que, si quería, podía quedarme a vivir con ellos. Me daban dinero por los trabajos que hacía, me trataban con cariño y cubrían mis necesidades. Si volvía con mi padre, ¿qué me quedaría? Silencios incómodos en cenas desagradables. Tal vez saludos matutinos que se desvanecerían entre los ruidos de unos platos que no se fregarían sin mi presencia. Amigos que no querrían escucharme. Inseguridades que no dejarían de acecharme al ir a la playa, o a la piscina, o simplemente al ponerme un conjunto que no me estaba. Trabajos esclavistas y los miedos de no saber si llegaría a final de mes. Entre esas casas de madera podía ser yo misma y me sentía cómoda.
Mentí de nuevo al llamar a mi padre. No me di cuenta del tiempo que había pasado hasta que, un mes y medio después de mi llegada, busqué el móvil sin éxito. Alguien me lo había quitado. Pregunté, pero ninguno de los miembros supo dónde estaba. El líder de la asociación me aseguró que me compraría otro y que buscarían el teléfono de mi padre para que pudiese hablar con él si lo necesitaba. Yo no me lo sabía. Me había acostumbrado tanto a tenerlo todo tan inmediato que me olvidé de lo más básico. Esa fue una lección que aprendí de ellos.
Poco a poco empecé a tener más limitaciones. Acudía las reuniones sobre filosofía para informarme de la ideología de aquellas personas. Quería devolverles el favor que me habían hecho al salvarme de una vida de incertidumbre y dolor. Descubrí que, para ellos, la lealtad y la confianza eran valores necesarios e indiscutibles. Me convertí en una chica sumisa hacia Pérez. Cuando lo pienso ahora, en retrospectiva, se me ponen los pelos de punta. No sé que habría pasado si, en lugar de elegir al muchacho bueno hubiese decidido verme seducida por uno de los matones.
A los dos meses de mi estancia empezaron los problemas.
Se acostumbraron a mi presencia y volvieron a sus antiguas rutinas. Había hombres que reñían y agredían a sus mujeres si no obedecían, contemplé los trabajos duros que ejercían sobre personas mayores que deberían haberse jubilado hace décadas y me sentí aterrorizada ante la idea de incumplir una norma. El líder y los cabecillas las dejaron claras: toque de queda a las ocho, nada de comer separados, reuniones obligatorias cada dos días y obediencia ciega ante cualquier proposición sexual que desearan nuestros maridos. Tenía suerte de que yo quería a Pérez y estaba dispuesta a aceptarlo cuando le apeteciera. Él no era tan malo como los demás. Si me gritaba era porque estaba enfadado con los demás. Sé que nunca me habría hecho daño de verdad.
Me adapté a su modo de vivir. Fui la última persona en convertirse en miembro de su comunidad y me impliqué en sus ideales a través de un sacrificio de sangre. Me corté la palma de la mano con un cuchillo frente a una enorme hoguera que construyeron en el centro de nuestra pequeña aldea. Derramé la sangre sobre las llamas y una anciana me pintó el rostro de blanco hasta que mi esencia se acercó más a un fantasma que a un ser humano. Acompañé los cánticos con los brazos levantados y me desnudaron. Pérez estaba detrás de mí, de brazos cruzados, a la espera de que terminara la ceremonia.
Dos hombres corpulentos me colocaron la túnica grisácea y me obligaron a beber un brebaje de olor a canela y chocolate. Yo acepté. Lo que voy a contar a continuación son los recuerdos fatuos de lo que vi y escuché, pero sé que durante aquella ceremonia hubo mucho más que lo que mi mente puede recordar.
Tras beber del líquido, escuché gritos distorsionados de entes invisibles que procedían de las estrellas. Los rostros de los miembros de la comunidad se cubrieron de máscaras de hueso de animal hasta que lo único que me rodearon fueron monstruos que decían amarme. Yo empecé a bailar alrededor de la hoguera. Daba saltos y reía. No dejaba de ver sombras en mi visión y las fachadas multicolor de los edificios me despistaron. La intensidad de su color variaba y me mareaba. Al volver a mi sitio en el círculo, unas manos fuertes me frenaron. El líder trajo una plataforma de madera que colocó a un par de metros de la hoguera. La señaló con un dedo y yo tuve que tumbarme boca arriba sobre ella.
No recuerdo bien lo que pasó después. Sé que noté frescor de cintura para abajo cuando me levantaron la falda y calor intermitente cada vez que alguien se me acercaba. Las máscaras iban alternando, pero la sensación en mi entrepierna era la misma: placer y dolor. Para cuando llegó Pérez, apenas sentía las piernas. Me obligaron a levantarme y se llevaron la plataforma.
Entre el fuego incandescente que amenazaba con devorar el cielo nocturno, vi rostros irreconocibles. Se trataba de personas que no conocía, pero que estremecieron al resto de miembros de la comunidad. Ellos también habían bebido del brebaje. Me fijé en uno de aquellos rostros y contemplé cómo se convertía en una figura pálida a través de las llamas. Era mi madre. Lo supe al oír su voz. Sentí cómo mi corazón se aceleraba, cómo la calidez me llamaba. Mi entrepierna chorreaba tanto como lo hacía mi frente con el sudor. Tenía la melena empapada y no me había dado cuenta de que me rodearon la cabeza con una corona de laureles.
—En el otro lado no hay canciones —dijo mi madre antes de que perdiera el conocimiento—.
Las últimas semanas que pasé en la comunidad fueron confusas y distorsionadas. Lo único que recuerdo fue vagar como una muerta por las calles, descalza y con una sonrisa en busca de recuerdos que había vuelto a perder. Entré en una de las casas en las que escuché gritos y vi que no había nadie viviendo allí. Temía que estuviese volviendo a alucinar, pero sus voces frágiles e infantes me atraparon de nuevo desde el sótano.
Bajé las escaleras con precaución, con ese asqueroso chirrido de la madera podrida. Lo que encontré fue la causa de lo que la policía vio al investigar la zona. Una docena de niños vivía creando el tejido de las túnicas en aquel sótano, hacinados en literas incómodas y sin limpiar. El olor fue nauseabundo, como si llevaran encerrados cien años entre ratas, gusanos y polvo. Vomité de la impresión. Unas manos corpulentas me sacaron a rastras de vuelta por las escaleras. Me llevaron al cobertizo de los castigos y me lanzaron contra un rincón ignorando el crujido de hueso. Solté un alarido feral al sentir el calambrazo en la muñeca. No tardó en inflamarse.
Pérez apareció poco después con un cinturón entre los dedos. Sabía que él no me haría daño por voluntad. A los diez segundos de quedarse a solas conmigo, se puso a llorar y tuvo que venir un hombre sin rostro para arrebatarle el arma y usarla a latigazos contra mí. Me arrancaron la túnica de un tirón y, sobre mi piel desnuda, azotaron hasta que mis gritos se convirtieron en sollozos. No podía más.
No volví a saber más de Pérez hasta tiempo después de que me rescataran. Descubrí que encontraron su cuerpo sin vida en un río, a varios kilómetros de la comunidad. Durante los últimos días que pasé entre gente que nunca había llegado a conocer de verdad, tuve que obedecer y asentir ante las órdenes. Me obligaron a ser una esclava, pero era mi única oportunidad para sobrevivir. La alternativa era la muerte, o quién sabe qué otros horrores.
El día que la policía llegó estaba en el cuarto de uno de los miembros de la secta. No quiero entrar en detalles sobre qué tenía que hacer, pero puedo asegurar que me pasé la mayor parte del tiempo de rodillas. Un pequeño incendio comenzó a formarse en una de las casas cercanas. Resulta que uno de los miembros había traicionado a la comunidad y los había denunciado a la policía antes de inmolarse. En ese momento, claro, no tenia ni idea de qué estaba pasando. Traté de huir, pero me vi envuelta en un tiroteo entre unos y otros. Los focos de los coches de policía me cegaron. Busqué un refugio en el que ocultarme y recordé a los niños del sótano.
Cuando llegué, no quedaba ninguno con vida. Al volver a la casa, contemplé que estaba ardiendo. Las puertas y ventanas estaban bloqueadas y uno de los miembros de la secta terminó de lanzar gasolina antes de prenderse fuego a sí mismo con los restos. Estaban dispuestos a morir con tal de mantener el silencio. Eran simples marionetas de un líder con suficiente poder sobre ellos como para ordenarles un sacrificio colectivo. Subí al primer piso en busca de una salida y empecé a marearme. Grité por la ventana, desesperada para que me rescataran, y vi a dos agentes correr en mi dirección.
Caí al suelo poco después. Me debatí entre la vida y la muerte entre alucinaciones y confusas visiones borrosas del humo negro que inundaba el cuarto donde yacía tumbada. Usted, detective Noel, apareció como un héroe por la puerta. Estaba tosiendo, cubierto de una capa negra de ceniza, pero determinado a sacarme de ese infierno. Recuerdo que me agarró entre sus brazos y me sacó de la casa. Se quemó con la madera ardiente al tratar de apoyarse en la barandilla de la escalera. Luego, cuando me tumbó sobre la hierba y pude respirar aire puro, me sentí mareada. Lo siguiente que se me viene a la mente es ver lágrimas en sus ojos y la ventanilla de un coche que me sacaba de esa aldea. ¿Qué pasó entre medias?
Paré la grabación. Esta fue la declaración de Lucía Torreblanca acerca de sus experiencias en la comunidad sectaria de las Marionetas del Silencio. Se le concedió ayuda y atención psicológica posterior y yo, Noel Origami, me encargué de que pudiese reconstruir su vida lejos de esa comunidad. Son los jóvenes vulnerables los que más posibilidades tienen de caer en esta clase de sectas.
Mientras conducía de vuelta a casa, recordé lo que pasó entre el desmayo de Lucía y su despertar en el coche. Su corazón llegó a detenerse y tuve que realizar la reanimación manual. Presioné su pecho con lágrimas en los ojos y no paraba de gritar "¡Vive!" cada vez que la imagen de mi hermano se me venía a la cabeza. Fue un alivio verla abrir los ojos con un suspiro ahogado. Las lágrimas se derramaron solas por mis mejillas conforme la llevaba al coche en brazos.
Lo que ocurrió con aquella chica fue, sin duda, un evento que me cambió. No sabría decir si fue una catarsis personal, o un modo de recuperar lo que perdí, pero ayudar a esa chica a respirar me quitó un peso de encima.
Entré por la puerta de mi casa envuelto en pensamientos. Mi mujer alzó la mirada de su libro al verme llegar con un gesto afligido, serio y cansado. Se levantó del sofá y me preguntó cómo me había ido el día así que yo le expliqué por encima la historia que aquí os he narrado. Ambos nos sentamos juntos a ver fotografías de mi hermano Dani, de cuando aún vivía y sonreía. Si tan solo hubiese podido estar ahí para él cuando nuestro padre murió, nada de aquello habría ocurrido.
No dejo de pensar en un concepto que me continúa aterrando y entristeciendo. Somos almas solitarias que necesitan el contacto con otras para conservar su energía. Cuando nos aislamos, nuestro deseo por hallar una simple luz entre la oscuridad nos puede llevar a cometer errores de los que no somos conscientes hasta que es demasiado tarde. La perspectiva a mitad de camino, cuando ya es imposible rectificar ante una muerte segura.
Nunca estaré más agradecido de poder volver a casa y abrazar a la persona a la que considero el hogar de mi alma perdida.
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