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El Último Deseo

Los deseos nacen del anhelo de una pérdida o de la esperanza de una fortuna inigualable que, de otro modo, sería imposible conseguir. Hay quienes creen que, rezando, se pueden obtener recompensas dignas de estas peticiones divinas. Hay quienes creen que su esencia viene del grito de las estrellas y que solo los astros deciden a los aventajados que se beneficiarán del destino. ¿Pero cuánta gente cumple su deseo por sí misma? ¿Son fragmentos de casualidades derivadas de un azar quisquilloso? Hubo quienes intentaron descubrirlo y fracasaron.

Este no es un informe de investigación policial, sino una recreación de los acontecimientos captados en vídeo en los laboratorios del centro de investigación militar en la semana previa a la redacción de este documento con fecha ** ** **. Queda prohibida su distribución, pues lo que van a leer a continuación posee datos confidenciales del gobierno de ***** ** ******. Desconocemos el estado actual de **** Origami.

Era una tarde gris. Por alguna razón no paraba de pensar en mi mujer, en cómo estaría gestionando Sheila que tuviese que irme de viaje unos días para investigar una llamada de socorro. Sabía que Carlos no me echaría mucho de menos. En cuanto se despistara, yo aparecería por la puerta de casa para darle una colleja por no ordenar su cuarto. Sonreía de manera inconsciente ante la idea.

Conducía por una carretera sin asfaltar que me llevaba a un recinto vallado con carteles de "prohibido el paso a personal no autorizado". Se trataba de un edificio muerto de varios pisos de altura, pero lo más importante estaba en el subsuelo, en los laboratorios que el doctor Buñols y su equipo de científicos utilizaba para realizar experimentos de medicina, tecnología y psicología. Cuando llegué, mi sorpresa se manifestó entrecerrando los ojos.

No había nadie vigilando las puertas y la valla principal de acceso estaba abierta de par en par, diría que incluso descolocada y arrancada. Desde el exterior no era posible ver el ambiente apocalíptico de las instalaciones. Aparqué posicionando el vehículo en dirección a la salida, por si las moscas, y me di una vuelta cautelosa con una linterna en una mano y la pistola en la otra, una superpuesta a la otra. Pese a que la luz del sol todavía dejaba focos anaranjados en la fachada del edificio, era costoso ubicarse.

Vi armas tiradas por el suelo y casquillos de bala tirados sin cuidado. No había ser humano vivo que me pudiese explicar por qué la seguridad había desaparecido. Me adentré por las puertas del edificio, seguro de mi decisión. El largo pasillo central se me hizo eterno. Sus luces parpadeantes advertían de cierto peligro latente que no lograba identificar. Las oficinas, vacías, esperaban la llegada de fantasmas de polvo mientras papeles salían volando por brisas de viento aleatorias. La soledad aislaba y apretaba mi cuello como si quisiese estrangularme. Acababa de suceder una desgracia.

Pregunté en voz alta por si miembros del equipo del doctor Buñols podían escucharme. No hubo respuesta. Vi cajas por los suelos, un desorden impropio de un complejo militar de tal calibre. Por cómo me hizo sentir el ambiente, supe que la llamada de socorro no provenía de la parte superior sino del subsuelo, de las profundidades abandonadas de la tierra donde quién sabe qué clase de sucesos pudieron suceder. Ni siquiera los militares pudieron con ello.

Me subí al ascensor al final del pasillo, añadí el código que me dio el científico por teléfono y contemplé las puertas cerrarse. Nunca imaginé que serían unas vistas que echaría tanto de menos. Ahí abajo, en los laboratorios, todo es artificial; el aire, la luz, los olores y en algunos casos hasta las personas.

La espera me impacientó y habría deseado quedarme atrapado entre los pisos en lugar de enfrentarme a la realidad. El primer paso que di al salir a esa oscuridad de débiles luces tambaleantes sonó como un charco a mis pies. Era sangre. Un río carmesí que formó una cascada al colarse por el hueco del ascensor.

Avancé por el pasillo iluminando con la linterna las marcas de manos humanas ensangrentadas en las paredes, los cuerpos de militares desmembrados y de científicos asesinados con bolsas de plástico en las cabezas. Contemplé un mapa de la zona y traté de memorizarlo para ubicarme. Debía ir a la cámara del pánico situada a un par de pasillos. Cada encrucijada que recorría me daba un escalofrío ante el terror de hallar al responsable de la masacre. Armas, cuerpos y camillas desbordaban la zona. Formaban barricadas abatidas.

Escuché el grito gutural de una persona que se asemejaba más a un animal. Se me erizó el vello de tal manera que empecé a correr a zancadas sin darme cuenta. Por suerte logré llegar a esa puerta blindada que esperaba que me diera el cobijo necesario para entender qué acababa de ocurrir. Toqué con el puño y pregunté por el doctor Buñols.

—¿Quién anda ahí? —Contestó el superviviente atrincherado. Su voz temblaba con pánico mientras abría una rendija para asomar los ojos—. Tú... Tú no eres uno de ellos.

—¿De quiénes, señor? Soy el detective Noel Origami. He venido para investigar la llamada de socorro que envió alguien desde esta localización. ¿Fue usted? —Me agaché para verlo mejor, pero no podía ver nada más allá de sus ojos ámbar—. ¿Qué cojones ha pasado?

—Los experimentos. Han muerto todos. Solo quedo yo. —Sonaba como un maníaco que había perdido la poca cordura que le quedaba—. Los deseos. Quieren cumplir sus deseos.

—¿Qué quiere decir? ¿Podría por favor dejarme entrar y contarme quién los ha matado? Puede que esto requiera de la intervención del gobierno y cuanto antes pidamos ayuda, antes lo solucionaremos.

El misterioso hombre soltó una carcajada que se alargó hasta la saciedad. Estuvo a punto de ahogarse de tanta risa continuada. Aquello alarmó al asesino. Lo escuché mientras trataba de encontrar un modo de abrir la puerta blindada. No hubo manera. Los pasos lejanos se aproximaron desde una encrucijada de pasillos. No sabía de dónde iba a venir, ni cuándo, ni en qué condiciones. Pero sabía que era hostil.

Busqué una alternativa. Había una puerta junto a la cámara del pánico así que entré sin pensarlo y vi que estaba en uno de los laboratorios llenos de cuerpos y sangre. Recorrí la sala con la mirada y aceleré el paso hasta una hilera de taquillas en las que, a duras penas, cabía un ser humano. Me oculté, apagué la linterna y esperé observando por la rejilla al supuesto asesino. El calor se me pegó a la espalda y tuve que hacer esfuerzo por respirar tranquilo, tragando saliva.

Me angustiaba la sensación atrapada, pero era mejor a estar cara a cara contra lo que vi. Un hombre sin pelo, semidesnudo y sin párpados, entró por la puerta empuñando una sierra que chorreaba sangre. A excepción de un par de mechones sucios, estaba calvo por productos químicos y su piel gritaba radiación con su mera presencia. Contuve la respiración el tiempo suficiente como para que esa criatura no me percibiera.

Se acercó despacio, dejando tras de sí huellas sanguinolentas de sus mohosos pies desnudos. Observaba sin ver, en la dirección de los sonidos. Estaba ido, ajeno a la realidad que compartía conmigo. Sentí como si el corazón me fuese a salir por la boca, sí, pero también me inundó una extraña sensación de crisis al verlo tan perdido. Era un demonio artificial que ansiaba saciar deseos carnales. Pero, no eran esos los deseos de los que hablaba el misterioso hombre tras los ojos ambarinos, ¿cierto?

Un segundo hombre entró en la sala y se golpeó como un torpe contra una mesa. Llevaba una venda rodeando uno de los ojos y de sus dientes rotos brotaba sangre con cada movimiento. Era más alto y delgado, tenía un agujero en el cráneo y le faltaban dedos. No sabía si se lo había hecho antes o después de los experimentos. ¿Qué clase de inhumanas torturas se llevaron a cabo en ese subsuelo?

La criatura sin párpados se irguió al verlo llegar y tensó los músculos. Se quedaron mirándose el uno al otro, hasta que el alto intentó morderlo y recibió un beso de la sierra dentada en el cuello. El corte fue limpio y seco. Tal y como se abalanzó cayó de bruces hasta partirse la nariz contra un cristal roto. El hombre sin párpados dirigió sus enormes ojos hacia mi ubicación, dando unos pasos sencillos hasta la taquilla desde la que veía todo.

Yo mantuve los nervios como pude. Sabía que estaba temblando, que tenía ganas de vomitar y que, si pronunciaba una sola palabra, un solo grito ahogado, me haría lo mismo. El contacto visual entre los dos se alargó hasta que tuve que parpadear. Él derramaba lágrimas. No podía evitarlo.

Tras unos segundos dio media vuelta como si no me hubiese visto y se marchó de la sala dejando el cadáver de su compañero tendido en el suelo. Yo hice lo mismo en cuanto percibí que había acabado el peligro. Me asomé por la puerta y observé a una figura cubierta por un líquido viscoso y negruzco pasear. Llevaba una máscara de gas y empuñaba unas cadenas en una de sus manos.

Lo dejé pasar sin emitir sonido alguno. Lo que había empezado siendo una investigación policial se había convertido en un intento de pesadilla por sobrevivir. Los chasquidos de las cadenas me indicaron que el maníaco seguía su camino sin pararse a explorar. Conseguí escabullirme de cuclillas hasta regresar a la puerta blindada de la cámara de pánico. Traté de llamar la atención del misterioso superviviente.

—¿Es usted científico? —Susurré, viendo cómo la rendija se abría de nuevo para mostrar sus ojos ámbar. Aunque no veía su cabeza, sé que asintió—. ¿Qué le habéis hecho a estas personas? Ya no parecen humanos.

—Oh, yo no hice nada. Intenté evitarlo, de hecho, pero el resto estaban convencidos de que usar ese gas era buena idea. —Respondió. Sus ojos vidriosos me transmitieron arrepentimiento—. Sus efectos son devastadores.

—¿Por qué no me deja entrar y me lo cuenta? Mi vida corre peligro, por si no se había dado cuenta. No sé qué pretende dejándome aquí fuera sabiendo lo que me espera si no me pongo a salvo.

—Mate a los cinco experimentos que quedan y le contaré lo que quiera saber. Esa es mi condición. No abriré esta puerta si hay una mínima posibilidad de que me pillen.

Apreté los puños sobre el arma y la linterna. Quería golpearlo ahí mismo pero el ruido atraería a los engendros. Me levanté y comprobé las balas que tenía. Podría quitarme de encima a uno o dos si los pillaba distraídos. No sería suficiente.

—¿Algo que deba saber de esas cosas?

—Sus puntos débiles son sus deseos más profundos. Si logras identificarlos y usarlos en su contra, no tendrás ni que tocarlos. Ellos solos se matarán.

Pensé en el hombre sin párpados. A diferencia de aquel de dientes rotos, ese no parecía tener una debilidad clara. ¿Ver mejor? ¿Oír mejor? ¿Sentir mejor? No sabía qué clase de deseo podría tener una criatura de ese aspecto.

Me adelanté por el pasillo, sin alejarme mucho de la puerta blindada y con la atención puesta a mis espaldas. Apuntaba con la pistola e iluminaba el resto del pasillo con la linterna. No quería encontrarme de frente con nadie que no pudiese reconocer al instante.

Mi intención era volver por donde había venido, subirme al ascensor y escapar. No estaba preparado para esa clase de juegos y mucho menos después de lo que había visto. Huía de las luces, de los golpes metálicos que se escuchaban a lo lejos y los gritos desconsolados de quién sabe qué criatura. Pero para mi sorpresa, lo único que quedaba del ascensor era un hueco. Una sierra ensangrentada se bañaba de la sangre de los militares y, en lo más hondo del subsuelo, descansaban los restos del ascensor.

El refugio que me quedaba era la cámara del pánico. Debía hallar el modo de abrirla sin la ayuda de ese estúpido científico.

Deambulando por el pasillo vi un escrito en sangre en la pared: "Los deseos nos hacen libres", decía.

En una de las encrucijadas oí el aullido de una criatura. Apagué la luz, me agaché tras la pared y esperé a su llegada. El parpadeo reiterado de la luz que colgaba de unas LED en el techo, soltando chispas momentáneas, me permitió contemplar el aspecto feral de ese engendro. Era un hombre tan peludo como un oso que andaba a cuatro patas y tenía el rostro deforme por un grotesco hocico injertado.

—¿Querías convertirte en un animal? —Dije para que me oyera. Giró la cabeza con un chasquido y alzó las orejas como si fuese un depredador. Empezó a gruñir al verme—. ¿O tenías una mascota que querías recuperar?

El brillo en los ojos de aquella criatura me dio la sensación de que seguía siendo humana en lo más hondo de su mente corrupta, alimentada por deseos primitivos. Pero no fue suficiente. Rugió y se lanzó sobre mí. Yo disparé una vez. Me dio un azote con las garras que me arrojaron contra la pared opuesta. Solté la linterna y caí al suelo. Rodé al verlo lanzarse sobre mi cuerpo. Busqué la pistola, desesperado. No estaba donde yo pensaba. Me limité a explorar el cadáver de un militar.

Mientras desenfundaba su pistola, la criatura se acercó a mí hambrienta y salivando hasta que chorretones salpicaban sus mandíbulas artificiales. No lo pensé. Disparé una vez, luego otra y más adelante una tercera. En el quinto disparo atravesé la cabeza del experimento y lo vi ceder hasta desplomarse sin vida. Las luces anaranjadas de los disparos y el sonido aislado con eco captaron la atención del resto de engendros.

Notaba escozor en un brazo. Estaba sangrando. Me incorporé y gateé con la pistola hasta situarme entre los cuerpos de unos científicos. Los pasos veloces se hacían más cercanos hasta que el hombre de las cadenas y la máscara de gas apareció con un mechero en la mano.

—¡Eras un pirómano y deseabas arder! —Le grité como si me fuese la vida en ello.

En cuanto me escuchó, soltó las cadenas como si fuese un robot reprogramado y usó la suave flama para prender el líquido que rodeaba su cuerpo. Las llamas se extendieron hasta que crearon una hoguera humana inmóvil. Conforme la máscara de gas se derretía, pude ver los ojos tristes del hombre tras aquellos deseos que caía de rodillas y se desplomaba.

Una risa femenina me sorprendió por la espalda y me agarró de la gabardina para alzarme. Me estampó contra una pared y pude contemplar el rostro deforme y plagado de pus de la mujer que se relamía los labios. Tenía los ojos entrecerrados por las protuberancias que crecían en su cabeza. Coloqué el cañón de la pistola bajo su barbilla, pero ella logró desviar el arma antes del disparo que atravesó su pecho.

Al soltarme del agarre me llevé una mano al cuello. Estaba seguro de que no podría salir con vida de aquellos laboratorios. Pensé en Sheila y en mi hijo. Ellos me necesitaban. Merecían vivir con un esposo y un padre.

—Deseabas ser hermosa, o ser horrible. Te asustaba tu aspecto físico.

La mujer no cesó en su determinado camino hasta mí. Sus ojos brillaban de ira. Apretaba la mandíbula y enseñaba los dientes mientras sacaba un gancho de sus tirantes.

—Te culpabas y te sentías fatal por algo que hiciste. —Susurré, ella alzó el gancho—. Tu pareja te dejó por cómo eras en el interior. Y deseabas ser mejor persona.

La mujer deforme sostuvo el gancho al vuelo el tiempo suficiente como para comprender que, o había acertado, o me había acercado. Un cuchillo atravesó su cuello y como si se tratara de un muñeco de trapo, soltó el gancho y se precipitó al suelo escupiendo sangre.

Me giré y vi al hombre sin párpados con otro cuchillo en la mano. Me había salvado. Me había perdonado la vida de nuevo. ¿Por qué?

Me puse en pie, resentido por la herida en el brazo. Me coloqué a unos metros de la criatura, contemplando su mirada perdida y su piel devorada por la necrosis. Era pálido y silencioso.

—No sé si puedes hablar pero, ¿por qué me ayudas? —Me aproximé con cuidado. Ya no llevaba puesta la gabardina—. ¿Por qué el cambio no te ha vuelto hostil?

—El gas responde distinto en adolescentes. —La criatura tenía las piernas temblorosas y los ojos rojizos por las lágrimas. Pronto acabaría ciego—. Estas personas no merecían lo que les hicieron. Tú no mereces que te lo hagan.

—Joder... —Suspiré porque pensé en mi Carlos. Fruncí el ceño y recogí la pistola de un militar—. Voy a encontrar al responsable de esto y lo meteré entre rejas.

—Para entrar en la cámara del pánico tienes que decirle a ese hombre "tú solo querías salvar a tu hijo". —Aquel muchacho tenía la espalda encorvada y se quejaba por los dolores—. Pero antes de irte, por favor, acaba con mi sufrimiento.

No podía hacerlo. Era buen chico, era agradable y me había salvado. Aunque su primera impresión me había aterrado, ahora veía la verdad de sus intenciones.

—No. No lo haré. No diré cuál creo que es tu deseo. Te sacaré de aquí en cuanto pueda. —Lo señalé con un dedo y el muchacho empezó a sollozar. Era una imagen grotesca que no podía quitarme de la cabeza—. Te curarán. Te lo prometo.

—El dolor es insoportable, detective.

Cayó de rodillas, empuñó el cuchillo y se cortó el cuello en un abrir y cerrar de ojos. Yo me lancé a socorrerlo. Lo sostuve entre mis brazos y contemplé la profunda mirada perdida del chico hasta que perdió la luz en sus ojos y soltó su último aliento entre pavor.

Tenía la camisa empapada de sangre para cuando llegué a la puerta blindada. Se me había ensombrecido el rostro. Lo sabía. En cuanto tuviera ocasión, usaría la pistola contra ese maníaco, el peor de todos. Toqué dos veces con el puño y la rendija se abrió.

—Tú solo querías salvar a tu hijo, ¿verdad? —Dije sin esperar respuesta. Un silencio momentáneo llevó a que la puerta se abriese y una luz pálida me cegase—.

—¿Qué has hecho...?

Se me hizo un nudo en el estómago. Esperaba encontrar un científico, un responsable de aquellos crímenes a quien castigar, pero en su lugar me encontré con un hombre amputado, quemado y atormentado, tan víctima de los experimentos como el resto.

—No pude salvar al crío, pero los demás están muertos. —Entré a la cámara del pánico y vi las cámaras de seguridad que grababan lo que sucedía—. ¿Quién eres? ¿Qué pasó?

Grité las órdenes en un tono tan intimidante que el misterioso hombre dio un salto del susto.

—El doctor Buñols y su equipo estaba experimentando con un gas nuevo, una invención que permitía a quien lo inhalara cumplir sus deseos más profundos. —Explicó con temblores—. Lo que no esperaban era que fuese a convertirlos en monstruos. En realidad, los voluntarios que nos ofrecimos a colaborar éramos una excusa para Buñols. Él solo quería salvar a su hijo, ese pobre muchacho sin párpados...

Exploré los archivos que tenían recogidos entre pilas de documentos y cintas de vídeo. Uno de los televisores mostraba el proceso del gas en un paciente y su transformación grotesca. Se trataba del mordedor que vi oculto en la taquilla, un hombre que deseó poder degustar el mejor de los manjares y acabó convirtiéndose en un caníbal.

—¿Cuál fue tu deseo? —Pregunté, inmerso en la escena. Me volví para contemplar el rostro atormentado del quemado. Su mirada podía traer pesadillas.

—¿Por qué quieres saberlo? ¿Es que pretendes matarme a mí también? ¡Eres un maníaco! —Aullaba. Estaba tan devastado como los demás sujetos de prueba.

—No, para nada. Escucha, no quiero hacerte daño. Por favor, mantén la calma.

Levanté un brazo para asegurarle que no pretendía dañarlo, pero las desconfianzas de aquel hombre se tensaron como un hilo a punto de partirse en dos.

—Los humanos estamos hechos de deseos inalcanzables que nos atormentan. Sí, esa es la base de la locura para muchos. Queremos cambiar lo imposible. No somos los dueños del universo. No somos nada más que trozos de carne que algún día morirán y se los comerán los gusanos. Somos mentes que reprimen el animal que llevan dentro. El gas nos hizo libres, porque nos deshicimos de esa inhibición. Ahora somos libres.

—Deseaste ser inmortal... —El labio me tembló. Sentí un escalofrío que me bombeó el corazón.

Los ojos del maníaco se abrieron y una sonrisa llena de anhelos imposibles se dibujó en su rostro mientras una radio sonaba con interferencias cerca de mí. Me aproximé y traté de configurarla para oír la voz al otro lado.

—Gamma, ¿me copias? —Sonó la voz al otro lado—. Hemos enviado al pelotón Delta por el Código Rojo. Repito, hemos enviado al pelotón Delta por el Código Rojo. Si queda algún superviviente que pueda responder, escondeos y no salgáis hasta que llegue el equipo de salvamento.

—Seguimos vivos. Aquí el detective Noel Origami del equipo especial de investigación del gobierno. El primer piso del subsuelo está limpio, pero quedan tres más y el ascensor ha sufrido una avería. Por favor, necesitamos apoyo.

Un chasquido me sorprendió. Me volví y escuché el disparo de inmediato. Respondí disparando dos veces y solté el arma por el impacto. La voz de la radio comenzó a insistir en que respondiera, pero me había quedado paralizado. Observé al frente y vi al hombre quemado sangrando por dos heridas de bala en el pecho. Seguía sonriendo, malicioso, y escupía sangre.

—Lleva cuidado con lo que deseas, detective... Porque tus deseos podrían hacerse realidad algún día. —El misterioso sujeto de pruebas dejó caer sus manos cuando el brillo en sus ojos se apagó apoyado en un rincón de la sala.

Suspiré con nerviosismo. Empezaba a hacer calor. Me toqué el abdomen y noté que había sangre. ¿Era mía? Me desabroché la camisa y me precipité al suelo apoyado sobre una mesa. En escasos segundos ya estaba tumbado boca arriba. No dejé de pensar en mi familia. Deseaba volver a verlos, deseaba protegerlos. Esa era la razón por la que investigaba casos de aquella magnitud. La maldición de cuando era un niño, el demonio del armario. Todos aquellos pensamientos se me pasaron por la mente mientras presionaba mi abdomen con las manos.

Los mareos siguieron a la calidez, y esta a su vez derivó en sudores helados. Sentía que la cabeza me estallaría allí tendido bajo la luz pálida de la cámara. Sentí que la vida se me escapaba de las manos. Sentí que debía hacer presión en la herida. Y sentí frío.

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