Demonios y Pesadillas (Transición)
Entre la vida y la muerte siempre hay un hueco.
No soy el único que, en la soledad de su existencia, contemplando las nubes recorrer el cielo, se ha replanteado los errores que ha cometido en el pasado.
Antes de perder el conocimiento, escuché un grito seguido de un disparo. Lo siguiente que vi fueron imágenes borrosas como los sueños que uno experimenta de forma vívida durante un coma. Sentía que estaba muriendo, y que no podría cumplir mi promesa de volver a casa. Sheila y Carlos me necesitaban. Debía luchar, aunque mi futuro ya no dependiera de mí.
Entre el sueño y la vigilia, me encontré viajando a recónditos espacios de mi pasado. Estaba quieto en el jardín de la casa de mis padres. Mi yo de niño jugaba en el césped mientras el resto de la familia comía en el salón. Nunca había tenido problema con pasar las tardes en mi propio mundo abstracto, lejos del contacto humano, pero aquella vez sé que debí acercarme a un adulto. Fui un idiota.
Oí un estruendo desde el cobertizo donde guardábamos las herramientas de carpintería.
Mi mente infantil era curiosa e inocente. Traté de detener al pequeño en su lento camino hasta el cobertizo, pero mi esencia etérea traspasaba su cuerpo como si fuese un fantasma que lo observaba en otro plano. Salí corriendo hasta su destino, tratando de echar abajo la puerta antes de que fuera demasiado tarde. No podía cambiar el curso de los eventos. Me quedé roto al ver cómo ese niño feliz se sumergía en la oscuridad del cobertizo y, tras unos intensos minutos discutiendo con la sombra que lo acechaba, se ponía a sollozar.
Un aullido me cegó. Una luz pálida resplandeciente se me apareció antes de convertirse en un abismal vacío negruzco. Me trasladó a un polideportivo de noche, con las luces de los focos encendidas como única forma de visión. Eran pequeñas esferas repartidas por un infinito campo de césped. No había nadie más. Anduve evitando las miradas sombrías de la esencia espectral que me seguía y me coloqué en el centro de uno de aquellos focos para estar a salvo.
Sentía que era mi salvación y lo averigüé cuando se fundió.
Una criatura había echado sus garras sobre el cristal y lo había destruido en mil fragmentos. Sus ojos rojizos me seguían corriendo desde lo alto del poste. Pronto esos dos ojos se convirtieron en seis, luego doce y así hasta que me vi rodeado bajo la paz de la luz de nuevo. Iba desarmado y la luz se apagó en el momento preciso en el que esos seres me rodearon.
Desperté en una camilla con la visión borrosa y olor a químicos. Era amargo, como a guantes de enfermera. Deslicé la mirada entrecerrada y noté brazos tocando mi cuerpo. Era una superficie carmesí, pálida y desesperada. Oía una voz llamarme en la distancia.
En un parpadeo volví a verme en una vasta playa sin fin. Las olas chocaban con tímidos azotes contra mis piernas desnudas y la arena se me metía entre los dedos. Era un espacio tranquilo pero fúnebre, tan silencioso como la muerte. Olía a sal y flores.
El horizonte amenazaba con lanzar un destello dorado cuando el sol se ocultara. Podía ver el reflejo formando una espada blanca en el mar que apuntaba en mi dirección. Derramé una lágrima. Me estaba llamando, pero yo no quería ir. Desde las olas salieron unos dedos que se tornaron manos. Me alejé despacio, lanzando un suspiro ahogado en cuanto comprobé que el origen de esas manos eran cabezas rojizas sin rostro, con cuernos y pequeñas alas recogidas a sus espaldas.
Caí de culo y me sumergí en la inmensidad de una piscina de aguas verdosas. Nadé hasta la superficie y sacudí la cabeza para despejarme. ¿Dónde estaba? ¿Por qué no paraba de caer cada vez más hondo? No podría resistir si debía mantenerme a flote durante horas.
Una garra me atrapó la pierna y me arrastró a la oscuridad.
Desperté sobre la camilla, esta vez sin movimientos ni luces intensas atravesándome la córnea. No notaba el abdomen. Me puse en pie con temblores y pesadez. Las piernas me respondían a regañadientes y mis brazos se tensaban con tan solo apoyarme en ellos. Me arranqué las gasas de la mano, me levanté y sostuve el equilibrio aferrado a la camilla. Al salir del cuarto, me fijé que no quedaba ningún miembro del personal presente. ¿Cómo podía ser? ¿Y si hubiese necesitado ayuda?
Escuché un baúl caer en algún punto del pasillo. No sabía si era una persona, pero había sonado con eco hasta las entrañas del edificio. Arrastré los pies, aterrado. ¿Estaba muerto? Si de verdad lo estuviese, habría visto a mi mujer y a mi hijo. No podía ser. No me iría sin despedirme.
Una puerta corredera me dejó parado, sin fuerzas y desorientado, ante una figura misteriosa al final de un largo pasillo. Su piel era rojiza, tenía tatuajes en los brazos y dos cuernos a ambos lados de la cabeza. Me lanzó una mirada penetrante tan intensa que me quedé bloqueado. Mis piernas no reaccionaban mientras esa criatura deambulaba en mi dirección. Deseaba poder huir a zancadas, pero mi cuerpo no era capaz de seguir el ritmo de mi apresurada ansiedad.
Al girarme tropecé y me precipité de bruces al suelo. Un agudo pinchazo provocó que gritara de dolor. Me coloqué boca arriba y noté humedad en el abdomen; se me había abierto la herida. Pedí ayuda a los enfermeros, grité para que me salvaran, pero nada frenaba el lento pero incansable avance del demonio que venía a por mí. Era el mismo que vi siendo un niño en el cobertizo, el mismo que me persiguió en pesadillas adolescentes, el monstruo debajo de la cama y al otro lado del armario.
Respiraba con dificultad y tragaba saliva. Ante mí se presentó la alta figura del averno, con una mirada carente de emociones y unos ojos amarillentos que deseaban apoderarse de mí.
—Te encontraré algún día —dijo sin apenas abrir la boca cosida al rostro.
Sacó un puñal de la falda negra que cubría su cintura y me lo clavó en el pecho, a la altura del corazón. Cara a cara, esa criatura parecía ser un simple encuentro onírico con lo que me atormentaba.
Desperté de nuevo, esta vez tendido sobre la camilla de un hospital que sí tenía enfermeros y médicos paseando por los pasillos fuera del cuarto. Sheila y Carlos estaban sentados en sillas a mi lado y lloraban ante la idea de mi posible muerte. Acaricié los dedos de mi mujer con sutileza y ella alzó el mentón como si acabase de ver un ángel ante sus ojos. Me contagió su alegría y sonreí. Revolví el pelo de mi hijo y suspiré por las sensaciones desagradables que nacían bajo mi lengua.
Todo había sido una mala pesadilla entre la vida y la muerte.
Los médicos me explicaron lo que había ocurrido desde el disparo hasta mi llegada al hospital. El pelotón militar que investigaba el incidente en los laboratorios me encontró poco antes de desmayarme y me atendió con los materiales que tenían disponibles hasta que el equipo de emergencias llegó al recinto. Estuve en coma durante una semana, tiempo en el que avisaron a mi familia y resolvieron el caso del gas de los deseos.
—Señor Origami, me temo que deberá usted guardar reposo un tiempo. Su trabajo requiere esfuerzos que no puede hacer —explicó el médico que entró en la sala a los segundos.
Las siguientes dos semanas las pasé en casa, ayudado por Sheila y mi hijo por turnos para volver a adaptarme a la rutina. Dejé de lado los casos, pero no abandoné esas pesadillas que llevaba décadas sin tener. Se me notaba en el estado de ánimo, y mi esposa me lo preguntaba de vez en cuando, en la intimidad de nuestro dormitorio. Insistía en mi cansancio, en mis dolores, en mi deseo de volver al trabajo, hasta que ninguna excusa me hizo sentir tranquilo ante la idea de preocupar y generar desconfianzas en ella.
—Cariño, nunca te he contado por qué empecé a investigar casos especiales, ¿verdad? —La miraba sentado en el borde a los pies de la cama. Ella desvió los ojos de su libro para prestarme plena atención—. No he estado siendo sincero contigo estos días. Creo que me siento preparado para hacerlo ahora.
—Cuéntame. —Dejó el libro sobre la mesilla de noche y se sentó a mi lado—. Soy toda oídos.
Se lo conté sin dejar ni un detalle. Había borrado una parte de mi infancia que mis padres me recordaron cuando cumplí la mayoría de edad. Siendo un niño, era solitario y silencioso. Estaba metido en una especie de burbuja aislada de los adultos y otros chicos de mi edad. Me obsesionaban los puzles, los juegos que me podían distraer durante horas, las aventuras que creaba en mi mente usando muñecos. Era creativo, pero no tanto como para inventarme lo que no existía.
El día del cobertizo, mis padres dijeron que sollozaba y gritaba. Decía que había visto un demonio que me miraba y creyeron que se trataba de un ladrón. Se pasaron el resto de la semana creyendo que podía ser un secuestrador, o un maníaco, o quién sabe qué clase de delincuente que había allanado nuestra propiedad. No descubrieron nada. Y yo no paraba de tener pesadillas. Veía a esa criatura, con sus cuernos y su piel rojiza. En todos ellos me acechaba. Conforme iba creciendo, en lugar de asustarme, empezaba a golpearme y cuando era adolescente las pesadillas se volvieron más crueles y sangrientas. En todas ellas moría.
El demonio dejó de aparecer cuando maduré y mis padres creyeron que había sido desde el principio una fase. Era el modo que tenía de afrontar la vida, justificando los males que ocurrían culpando a una criatura inexistente que solo aparecía en mis pesadillas. Solo a las puertas de la muerte, me di cuenta de que no se había marchado.
Empecé a investigar casos especiales con la intención de enfrentarme a ese demonio. Era el misterio que había formado la esencia de mi infancia y que oscurecía mi ser. Aunque ya no lo viera, creía poder identificarlo entre trastornos mentales, o muñecas de porcelana, o criaturas de otro mundo, tal vez sectas, tal vez alucinaciones y asesinos seriales.
Era la base de esa incertidumbre que se me presentaba cuando no podía resolver un misterio: ¿esto es real? ¿Lo ha sido alguna vez? ¿O soy yo quien estoy tan obsesionado que no puedo percibir la verdad objetiva? Cada caso tenía una explicación racional, pero había ocasiones en las que mi mente era incapaz de encontrarla. Me agitaba la búsqueda incesante de un demonio que solo parecía vivir en mi cabeza.
—No puedes dejar que tu trabajo se mezcle con un tema tan personal, Noel. —La voz de mi esposa sonaba entristecida mientras acariciaba mi espalda con afecto—. Después de lo que ha pasado creo que deberías pedir que te cambiaran de puesto a uno donde sepamos que no vas a darnos estos sustos.
—Sí, tienes razón. Lo siento. —Le devolví el gesto amable deslizando una mano por su muslo—. No sé qué más soñé estando en coma, pero no paraba de pensar en ti y en Carlos y en que no podía abandonaros. Y menos aún después de lo de tu padre...
—No saques el tema. No quiero hablar de ello. —Sheila apoyó la cabeza sobre mi hombro y me abrazó—. Estás vivo y eso es lo que importa.
Suspiré. Puede que fuese el momento de dejar las investigaciones más difíciles a quienes pudieran tomarlas de manera profesional. Entonces vi una sombra por el rabillo del ojo, una presencia que, al mirarla, ocultó los cuernos en la bañera del cuarto de aseo.
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