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Dios nigromante

La nigromancia era magia prohibida, pero él no tenía nada que perder, se lo habían quitado todo y solo la venganza anidaba en su corazón.

Esa noche, a diferencia de lo habitual, la luna era un círculo carmesí en el cielo e iluminaba con un fulgor sangriento el bosque Skógarfors.

Según los textos arcaicos que logró traducir del lísico, en la espesura plagada de criaturas mágicas se abría la puerta hacia el Geirsgarg, hogar de los muertos y dominio del dios Morkes, el nigromante. A él acudiría para clamar por venganza.

El sorcere siempre se consideró una buena persona. Además de ser un hechicero hábil, tenía un sorprendente dominio del arte de la espada, por eso en su reino, él fue el maestro de las nuevas generaciones.

Se esforzó en transmitirles sus conocimientos y disfrutó al ver que sus aprendices se convertían en espadachines expertos.

Pero después de toda su entrega ¿qué hizo su reino por él? Vejarlo y humillarlo. Se enamoró de una joven perteneciente a la clase noble, quiso cortejarla y solicitó permiso al concejo de sorceres solo para obtener un rotundo no por respuesta. Él no era nadie le dijeron, no era un noble sino simplemente un maestro de espada ¿cómo podría entonces osar pretender a una noble?

Aun así, persistió en su afecto e ideó fugarse con su amada. Pero el plan no dio frutos y el hechicero enamorado fue exiliado. Despreciado por todos fue condenado al destierro, pero él no olvidó la ofensa, juró que regresaría por ella y que se vengaría de los que lo humillaron.

Después de mucho buscar la forma adecuada de obtener el poder para hacerlo, halló unos antiguos manuscritos que prometían dones sin igual dados por el mismísimo Morkes, el dios nigromante.

Tradujo del lenguaje arcaico las pistas que contenían el secreto: "Cuando en el cielo se alce la luna de sangre, y Eöhl brille junto a ella, en ese momento será visible para el mundo de los mortales el paso al Geirsgarg, hogar del dios oscuro". Aguardó con paciencia que el momento indicado llegara y ahora veía colmado su esfuerzo.

Pero para llegar a su destino, antes debía vencer los peligros que el bosque entrañaba.

En algún momento de su recorrido sintió el aleteo de muchas alas. El hechicero reconoció a las Strigas en la frialdad de un aliento que se posaba cerca, rozándole la mejilla y erizándole los vellos del cuerpo.

Se volvió, levantó su mano diestra y dibujó en el aire las runas del hechizo para enfrentarlas. De inmediato la hambrienta figura se hizo visible, el hechicero tuvo que moverse rápido para esquivarla. Tomó del cinto su espada, la que se encendió en llamas con la fuerza de su magia. De nuevo, el escuálido ser se arrojó a él queriendo clavarle los colmillos. El sorcere giró y deslizó la espada cortando el pecho de la bestia que cayó muerta a sus pies.

Exhaló cansado, limpió su espada y volvió a envainarla. Skogarfors estaba lleno de criaturas inquietantes, pero era menester enfrentarlas y vencerlas si en realidad deseaba llegar con Morkes.

Muy avanzada la madrugada, encontró el magnífico árbol del que hablaba el pergamino. El Björkan, cuyas hojas plateadas se extienden hasta lo alto del cielo; su tronco blanco es ancho, tanto que diez hombres tomados de la mano no podrían rodearlo; las raíces descienden a lo profundo del Geirsgarg, hogar del dios Morkes, el oscuro nigromante. 

Se paró frente al Björkan. De su bolsa de cuero sacó una blanca calavera y otros huesos obtenidos del saqueo que hiciera en las tumbas de héroes caídos.

En la sangrienta oscuridad del bosque, tomó su espada y atravesó con ella el cráneo para realizar el hechizo que abriría la puerta hacia el mundo de los muertos.

Cuando el hechicero dibujó en el aire los complicados símbolos del encantamiento, un resplandor cerúleo lo envolvió. Bandadas de cuervos sobrevolaron su cabeza graznando, llamando en su lenguaje al dios con los ojos de fuego.

Al cabo de un corto instante la tierra tembló. Las gruesas raíces del Björkan se separaron, dejaron al descubierto un hoyo sin fin por el que una bruma negra fue subiendo, y envolvió el espacio hasta dar forma a una figura en la que solo era posible apreciar la mirada de fuego.

Una profunda voz clamó:

—Te conozco y sé lo que quieres. ¿Hay en ti la fuerza suficiente para aceptar el trato?

El sorcere tembló. En ese momento dudó si lo que hacía era lo correcto, pero luego a su mente acudió la pura y resplandeciente sonrisa de su amada y sus dudas se despejaron. El hechicero se arrodilló sumiso, con la cabeza gacha habló:

—¡Oh venerable dios! Juro que os daré lo que solicitéis a cambio de tener un poco de vuestro poder y obtener mi venganza por los agravios que he padecido.

Las llamas en los ojos del dios brillaron.

—Deseo lo que más amas. Soy un nigromante, mi trato es por almas. Sorcere, os pregunto de nuevo ¿Estáis dispuesto? Si aceptáis no habrá vuelta atrás.

El hechicero se estremeció. ¿Le pediría su alma a cambio? Cualquier cosa incluyendo su alma sería poco por recuperar a su gran amor.

Asintió.

En el fragor del bosque, la bruma esta vez delineó un espejo en el cual podía verse el agraciado rostro de su amada. Los ojos del hechicero se humedecieron, hacía tanto que no la veía.

—Obtendrás mi poder y vencerás a vuestros enemigos. Cuando termines, entonces tendré lo que quiero, el alma de aquella que te arrebataron y a quien todavía amas.

Una mueca de espanto se dibujó en el rostro del sorcere, pero ya no había vuelta atrás.

En el bosque Skógarfors cuando la luna brillaba sangrienta en el cielo, él lo perdió todo. 

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