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Relato 1: Las brujas del Este y Oeste (El Mago de Oz)

Un extenso manto de nieve cubría las calles de la Ciudad Esmeralda cuando la bella y querida Glinda salió del palacio del Mago de Oz. Hacía días que un mal presagio le mantenía en vela, por lo que acudió a consultar sus miedos al hombre más adorado de toda la Tierra de Oz. Sin embargo, se sentía insatisfecha con las palabras de aquel caballero de elegante porte y poderes ilusionistas: él consideraba que no había nada que temer. Eran solo paranoias infundadas.

Sumida en una eterna preocupación por el bien de su tierra, el Hada Buena del Sur extendió sus cristalinas alas y voló en dirección al País de Oriente. Recordaba con pesar que aquel lugar de baldosas amarillas, donde vivían felizmente los Munchkins, fue en su día oscuro y temido. Durante mucho tiempo, La Bruja Mala del Este les asolaba y atemorizaba. Glinda recordaba a ese terrorífico ser perfectamente: era una mujer alta, de porte serio, que vestía trajes rojos y un gorro picudo casi tan grande como una calabaza. Siempre le llamó la atención esas calzas a rayas blancas y negras que lucía tan despreocupada —a juicio de Glinda, las medias más horrendas de universo—. Pero, sin duda, su rasgo más característico eran sus zapatitos rojos de charol que repiqueteaban en el suelo cuando caminaba. Estaban mucho mejor en los pies de Dorothy.

Hacía casi un año desde que el extraño tornado trajo la casa de la chica de Kansas y cayó justo encima de esa vieja arpía que había resultado ser La Bruja Mala del Este. Aquel día, la pequeña niña de trenzas pelirrojas y un adorable vestido azul, que siempre iba acompañada de un perrito muy agradable llamado Totó, venció por accidente a una monstruosa criatura, liberando así a los Munchkins de su esclavitud.

—Bendita Dorothy —murmuró Glinda—. Su aventura puso fin al reinado del terror y solo por ello los habitantes de la Tierra de Oz estaremos eternamente agradecidos.

Un hombrecillo de estatura diminuta, nariz respingona y un extraño peinado muy engominado, se acercó correteando enérgicamente al Hada Buena. Pronto supo que se trataba del Alcalde del País de Oriente.

—¡Es Glinda, El Hada Buena del Sur! —gritó, emocionado—. ¡Munchkins, munchkins! ¡Venid a ver a quién siempre nos ha cuidado!

Obedeciendo su llamada, las baldosas amarillas se llenaron de criaturitas pequeñas y divertidas, la raza Munchkin, ilusionadas por ver de nuevo a su queridísima aliada. La rodearon, contemplándola con ilusión y sonrieron animados por su visita.

—¡Qué recepción tan encantadora! —dijo ella tan—. Vengo desde la Ciudad Esmeralda para...

—¡Celebrar el invierno! —interrumpió uno de los diminutos.

—¡No, tontaina! Celebrar la Navidad.

—¡Sí, sí, la Navidad! —Varias voces alegres corearon al hada y bailaron festejando las próximas  fiestas.

Glinda estaba preocupada. Había olvidado por completo que la Navidad era la época del año más preciada de toda la Tierra de Oz. No podía preguntarles a aquellos pequeños inocentes si sabían algo de La Bruja Mala del Este o del Oeste porque se asustarían y cundiría el pánico. Con ello en mente, se decidió por fingir y sondear el terreno.

—¡Así es, Munchkins! He venido para obsequiaros con regalos y desearos una feliz Navidad. —Extendió los brazos y los demás aplaudieron—. Sin embargo, el invierno es también una época algo peligrosa, así que debo preguntaros: ¿alguien ha visto algo raro ocurrir en el Pais de Oriente?

A pesar de su duro intento por ser discreta, el público enmudeció. Las palabras de Glinda eran extrañas y, por ello, el Alcalde, echando un cable a su buena amiga, optó por despedir a los ciudadanos y buscó un momento a solas con ella. Quiso conducirla a su despacho, allá donde de seguro tendrían intimidad para hablar en confianza, pero el tamaño de Glinda le imposibilitaba cruzar cualquier puerta de las casas Munchkins. Tras dar muchas vueltas, encontraron un hermoso banco a la vera del camino de baldosas amarillas.

—Dime, Glinda, ¿qué está pasando? ¿Acaso están los ciudadanos del Pais de Oriente en riesgo?

La buena hada suspiró, con la mirada fija en el horizonte y una expresión de pesar en el rostro.

—Bueno, Alcalde, la verdad es que no lo sé, pero llevo unos días con la sensación de que algo malo puede suceder.

—¿Algo malo como qué?

Suspiró, pensativa, y enfocó sus claros ojos azules en los avellana del pequeño señor.

—Creo que las brujas han vuelto.

—¿Las brujas? Eso es imposible, Glinda. La Bruja Mala del Oeste murió derretida cuando Dorothy le tiró un cubo de agua en el rostro, mientras que La Bruja Mala del Este lo hizo al caerle una casa encima por culpa de ese extraño tornado que trajo a Dorothy y a Totó a nuestro mundo. —Negó con la cabeza, convencido—. Los muertos no pueden resucitar.

—¿Estas seguro?

—Completamente.

Así pues, Glinda se autoconvenció de que estas locas ideas solo existían en su cabeza. Había cosas más importantes en las que poner su atención, como que pronto sería Navidad y ella era la encargada de preparar la fiesta más importante del invierno en la Ciudad Esmeralda. Se despidió del Alcalde Munchkin con un cordial saludo y salió volando de regreso a sus quehaceres.

En las profundidades del bosque, oculta entre sombras de árboles de troncos gruesos y fuertes, la Bruja Mala del Oeste caminaba sigilosa. Cubierta por una capa negra que ocultaba su piel verde y llamativa, la temible enemiga de Glinda esperaba, nerviosa, la llegada de alguien muy importante. Estaba cansada, se sentía sucia entre tantas plantas y bichos, pero sabía que si abandonaba la protección del bosque, el Mago de Oz mandaría matarla de inmediato.

Se sentó en la base de un gigantesco álamo, siempre pendiente de que ni un centímetro de su piel quedarse al descubierto. Últimamente portaba una máscara que cubría al completo su rostro para que nadie pudiera conocer jamás su identidad. ¡Qué ganas tenía de huir de la Tierra de Oz para siempre! Ya no aguantaba un día más allí. Si su plan marchaba como esperaba, pronto, tanto ella como su hermana, sería libres y ni si quiera la estúpida Dorothy podría impedirlo.

Una rama crujió y los instintos de la bruja se pusieron alerta, preparada para atacar.

—¿Theodora? —murmuró una voz grave.

—¿Y tú quién eres?

Frente a ella apareció una figura cubierta por una capa azul oscura.

—¿Eres Theodora? —repitió sin desvelar su identidad.

La Bruja Mala del Oeste temía que aquella silueta no fuera su cita secreta, sino un soldado de la Ciudad Esmeralda que el Mago de Oz habría mandado para detenerla. Su paranoia era mucho más grande que la de Glinda: Theodora no podía dar un paso en falso si pretendía seguir con vida. Se puso en pie de un salto, sobresaltando al otro, y en un ágil movimiento estiró la capa de su oponente para vislumbrar un cuerpo de hojalata recién engrasado que fruncía el ceño molesto.

—Sin duda eres Theodora —dijo algo molesto—, pues solo ella sería capaz de hacer algo tan grosero como desnudar a un hombre.

La bruja rio, discreta, y retiró su máscara para mostrarle al leñador su peculiar rostro color del césped, confirmando sus sospechas.

—Así es, soy yo. Aunque ya hace muchos años que nadie me llama de esa forma. En la Tierra de Oz solo me conocen como La Bruja Mala del Oeste.

El hombre de hojalata ya sabia eso, así que asintió. Tanto tiempo en soledad había dejado a la bruja muy charlatana.

—Siempre he odiado al Gran Mago y todos creen que es porque soy mala y cruel, pero tú sabes que la verdad no es esa, ¿no es cierto, Bastián?

—Sí, yo sé toda la verdad.

—¿Y por qué ayudaste a Dorothy a robar los zapatos de rojos de mi hermana? ¡Me tiró un cubo de agua encima! Tú sabes que tengo hidrofobia y, a pesar de todo, no lo impediste.

De pronto, la bruja estaba furiosa y el hombre de hojalata se sintió intimidado. La historia siempre se había contado de otra manera. Popularmente, se alababa a las dos hadas buenas: Locasta, de las Tierras del Norte y Glinda, de las Tierras del Sur, que ayudaron a la niña Dorothy de Kansas a vencer a las brujas malas del Este y el Oeste, quienes gobernaban con crueldad los países de Oriente y Occidente. ¡Qué horrorosa mentira!

—Mira, Theodora, ¡te comprendo! Debes de estar muy enfadada conmigo por todo lo que ocurrió el año pasado pero ¿qué puedo decirte? ¡No tenía corazón! Era un odioso leñador de hojalata sin engrasar desde hacía décadas. Pasé mucho tiempo quieto en las entrañas del bosque, sin nadie que me hiciera compañía hasta que Dorothy me encontró y engrasó. —Miró a la bruja con rencor—. ¿Por qué nunca me rescataste? Si lo hubieras hecho, yo no habría ayudado a la niña a llegar a la Ciudad Esmeralda.

—Estaba muy ocupada gobernando a los Winkies. Quizás no lo recuerdas, pero solo había cuatro brujas en todo Oz y cada una de nosotras tenía la obligación de reinar un extremo de las tierras. A mí me tocó el País de Occidente, donde viven los Winkies.

—Theodora, esa excusa no me sirve. ¡Tú me convertiste en hojalata y me abandonaste en el bosque!

La bruja se cruzó de brazos.

—Lo dices como si te hubiera maldecido, cuando la verdad siempre ha sido la siguiente: estuviste a punto de morir. Tuviste una pésima idea al agarrar esa endemoniada hacha y decidir internarte en la oscuridad del bosque para derrotar al temible Rey de los Leones. —Rodó los ojos—. ¿Cómo se te ocurrió semejante estupidez? Quisiste ser valiente y al final el león casi te mata. Por suerte para ti, yo volaba ese día en mi escoba y te encontré lleno de sangre entre tantos árboles. Si no hacía algo, morirías. Usé un antiguo conjuro que te convertiría en un hombre de hojalata; solo así dejarías de sangrar y te salvaría la vida. ¿Y aún así me lo reprochas?

Bastián miró al suelo avergonzado. Nunca le gusto la idea de que su piel fuera dura y oxidada, pero la bruja tenía razón. El único motivo por el que perdió su forma física, fue por tomar la mala decisión de poner su vida en riesgo venciendo al Rey de los Leones. La Bruja del Oeste le evitó morir desangrado y, sin embargo, su rabia le llevaba a tratarla mal y hacerla responsable. Había sido injusto con ella.

—Esta bien, reconozco que tienes razón. He sido un completo desagradecido y, por ello, te suplico disculpas en este instante. Espero que me perdones —dijo, arrepentido—. Como muestra de agradecimiento, te daré lo que quiera que me pidas.

Los habitantes de Oz creían que Theodora era mala, pero la realidad es que siempre había estado erróneamente sancionada con un adjetivo que poco le caracterizaba. Era fea y verde, lo cual le dificultaba caer en simpatía a las personas y ser tratada con bondad y cariño. Cualquier cosa que hiciera era siempre objeto de injurias. Solo con su hermana Evanora se había sentido siempre feliz.

—Necesito una cosa, pero no sé como dar con ella. Esperaba que tú, Bastián, pudieras ayudarme.

El hombre de hojalata asintió con energía. Deseaba redimir sus pecados.

—¿Qué es?

—Un deseo altruista.

Bastián esperó a que la bruja concretara, mas ella no añadió detalle alguno. La observó inquisitivo.

—¿Y eso que és?

—No lo sé; un ingrediente para un hechizo que pretendo conjurar el día de Navidad. Es decir, mañana.

—¡Oh! Haber empezado por ahí. Los ingredientes de un hechizo son siempre enigmáticos y hay que pensar mucho en su significado. —Se acarició el mentón—. Veamos, ¿no es un deseo altruista, algo intangible? Yo diría que los deseos son pensamientos y no se pueden atrapar.

La bruja asintió. Ella también había pensado en eso.

—Pero la gente pide deseos a diario y muchas veces lo hace en determinados lugares que considera mágicos. Estoy pensando en una fuente: los winkies suelen lanzar monedas con los ojos cerrados y pensando aquello que desean que se cumpla.

—Los munchkins hacen lo mismo en pozos y creo que los quadlings en cántaros llenos de agua.

—¡Eso es! —Chasqueó los dedos verdes—. Necesito uno de esos cántaros y tendré el ingrediente.

El hombre hojalata no parecía convencido de la idea de su amiga.

—¿Cómo sabrás que el cántaro que cojas habrá servido para conceder un deseo altruista? No tienes manera de saber qué piensan los quadlings cuando encestan las monedas en esos artefactos. —Negó tajantemente—. Además, esos pequeños viven en las Tierras del Sur, demasiado lejos de donde nos encontramos. Te propongo una idea mejor: ¿qué tal si robas la Estrella Crisoprasa? Está en la copa del abeto de la Ciudad Esmeralda. Todos los ciudadanos se acercan a verlo para pedir sus deseos navideños que, sin duda, serán altruistas.

—¡Por supuesto! ¿Cómo no se me había ocurrido? —Theodora se lanzó a los brazos del hombre de hojalata y le besó en la mejilla—. ¡Has sido de gran ayuda! Ahora solo debo llegar a la Ciudad Esmeralda, volar en mi vieja escoba y hurtarla.

—Pues te deseo mucha suerte: ese lugar esta plagado de soldados del Mago de Oz.

Sin dar más detalles de la utilidad del hechizo que pretendía conjurar, la bruja se despidió del leñador dando por saldada su deuda. Se puso aquella extraña máscara en la cara y reanudó su travesía por el bosque, sigilosa como un gato, rumbo a la Ciudad Esmeralda.

Entre el bosque y la gran capital de las Tierras de Oz, se extendía un vasto campo de amapolas. Era uno de los paisajes más bonitos de aquel mundo y Theodora lo recordaba con mucho cariño. Allí fue donde ella secuestró a Dorothy, un año atrás, para hacerse con los chapines rojos. Muchos la odiaron por hacer aquello, pero la bruja no tuvo opción: le pidió en reiteradas ocasiones a la niña que le devolviera los zapatos de su hermana, pero la muy egoísta se negó. Al final, tuvo que tomarlos por la fuerza.

La bruja no se distrajo con tonterías. Conjuró un sencillo hechizo que hizo desaparecer temporalmente su piel verde, reemplazándola por una color café. Luego, se subió en su escoba y sobrevoló las amapolas, infiltrándose, sin ser vista por la temible guardia del Mago de Oz, en la Ciudad Esmeralda. Theodora era muy astuta, así que una vez se introdujo eficazmente entre las murallas, se escondió en un callejón. Aun lucía un elegante vestido negro que llamaría la atención de cualquiera. Al fin y el cabo, era la época de las fiestas navideñas y un manto blanco de nieve cubría las aceras: los colores oscuros contrastaban demasiado.

Vio una ventana abierta, donde una mujer canturreaba villancicos mientras tendía la ropa en una larga cuerda que se extendía de punta a punta de la habitación. Entre las telas, Theodora descubrió un precioso vestido verde y blanco, muy acorde con el espíritu navideño. En un segundo se vistió y cambió completamente de aspecto. Ocultó su sombrero de punta y paseó por la plaza de la ciudad, escoba en mano, como si no fuera una fugitiva en busca y captura.

—Pues ha sido sencillo —murmuró para sí misma.

Un niño corría jugando a la pelota, cuando se chocó con la bruja mala sin saber él que era mala.

—¿Por qué llevas una escoba? —le preguntó.

—Bueno, es que soy barrendera.

—¿Y que barres?

—La nieve de los caminos —mintió.

El niño asintió maravillado.

—Entonces tu profesión es muy útil en Navidad.

—Así es. —Sonrió—. Oye pequeño, ¿dónde está el gran abeto? Quisiera pedir un deseo a la estrella.

El niño que, como todo el mundo en la Ciudad Esmeralda, iba vestido con ropa verde, curvó sus labios en una adorable sonrisa ladeada.

—¡No puedo creer que aún no hayas pedido un deseo a la Estrella Crisoprasa! Yo lo hice hace una semana. ¿Ves las luces que cuelgan de las farolas?

—Sí, las veo.

—Pues solo debes seguirlas y llegarás a árbol de Navidad.

Theodora dio las gracias —por muy bruja que fuera, siempre fue educada— y deambuló siguiendo las indicaciones de aquel inocente hasta encontrar el abeto. Lo que vio le sorprendió tanto que se preocupó: era un enorme árbol de veinticuatro metros de alto y quien sabe cuántos de ancho. El tronco ocupaba un trozo gigante de la plaza repleta de personas.

El robo fue algo dicho y hecho. Frente a las miradas curiosas e incomprendidas de los transeúntes vestidos de verde, Theodora se montó en su escoba y voló hasta la copa del abeto. La gente no podía creer lo que veía, pues, al fin de cuentas, todos pensaban que no quedaban brujas vivas en la Tierra de Oz. Ante semejante desconcierto, la fugitiva agarró la Estrella Crisoprasa y huyó de la Ciudad Esmeralda sin mirar atrás.

Los ciudadanos entraron en pánico, corriendo de lado a lado y gritando:

—¡La bruja ha vuelto! ¡La bruja ha vuelto!

En el palacio, el Mago de Oz escuchó el ajetreo y salió al exterior preguntando qué demonios ocurría para que todo el mundo reaccionara de esa manera.

—¡Es la bruja, Gran Mago! La Bruja del Este ha vuelto.

—¿Qué? Eso es imposible.

—No lo es, señor. —dijo el niño que antes habló con Theodora—. Yo he sido engatusado por ella, la he visto de cerca fingiendo ser una simple barrendera.

El Gran Mago frunció el ceño y escrutó el semblante atemorizado de aquel pequeño. No le pareció que estuviera mintiendo.

—¿Volaba en una escoba?

—Así es.

—Eso quiere decir, sin duda, que se trata de una bruja. Debe ser la del Oeste, pues es imposible que sea la del Este.

—No señor, no puede ser. La bruja mala del Oeste era verde como la Ciudad Esmeralda; sin embargo, la que ha robado la estrella tenía la piel color café.

Tras esa sincera declaración, el mago se quedó confuso. Él tenía información exclusiva que le conducía a pensar que Evanora no podía ser quien había atemorizado a la población. Supuso que su hermana, Theodora, había conjurado su aspecto para pasar desapercibida.

Pensando en qué estaría tramando esa bruja, volvió a palacio y mando a llamar a sus mejores aliadas: el Hada Buena del Norte, Locasta y el Hada Buena del Sur, Glinda. Ambas aparecieron por arte de magia en el salón del trono, conscientes de la urgencia de la llamada del Gran Mago.

—¿Qué ocurre, Oz? —preguntó Locasta.

—La Ciudad Esmeralda ha sido atacada. ¡Theodora ha vuelto!

Glinda, quien había sido esa misma mañana despechada por el gobernante ilusionista cuando manifestó el presentimiento de que algo malo acontecería en las fiestas navideñas, frunció el ceño y aprovechó para reñir al mago por no creer en ella.

—Lo lamento, Glinda —se disculpó—. ¿Cómo iba a imaginarlo? Dorothy le echó un cubo de agua encima y se derritió. ¿Quién hubiera dicho que seguía viva?

—Es que debimos asegurarnos de que estaba muerte, como hicimos con su hermana, Evanora. —Locasta paseó por la sala pensativa—. ¿Dices qué ha robado la Estrella Crisoprasa? —El mago asintió.

—¿Para que la querrá?

—¿No es evidente? —Glinda había averiguado sus intenciones desde hacía rato—. Dejad que os lo explique:

»Cuando la Tierra de Oz apareció, había cuatro clase de habitantes: Munchkins, Quadlings, Winkies y Gillikins. Eran tan diferentes unos de otros, que no podían vivir en paz sin un buen gobernante. En necesidad de una figura neutral que les liderara de la forma más beneficiosa para todos, tú, nuestro Maravilloso Mago, te erigiste como rey de las Tierras de Oz. Sin embargo, eran demasiados y tú solo uno, así que convocaste a las dos únicas brujas y dos únicas hadas, con la idea de repartirnos el continente en secciones: el País del Norte sería para el hada Locasta, líder de los Gillikins; el País del Oriente para Evanora, reina de los Munchkins; el País de Occidente para Theodora, regidora de los Winkies; y, finalmente, las Tierras del Sur para mí y mis queridos Quadlings.

»La vida iba bien en Oz hasta que ocurrió una terrible calamidad.

El mago alzó un brazo y tapó con sus fornidas manos la boca de Glinda.

—¡No! Te prohibo mencionarlo. Eso fue un error y no volveremos a hablar de ello jamás.

El Hada Buena, terriblemente ofendida por semejante atrevimiento, se zafó del hombre y gritó enfurecida.

—La culpa de todo lo que está pasando es tuya y solo tuya: ¡Te enamoraste de Evanora, le juraste que os amarías para siempre y luego cambiaste de opinión!

—Eso es...

—Es cierto, mi querido amigo —interrumpió Locasta, conciliadora—. Pero Glinda, no puedes responsabilizar a Oz por todo lo que hizo Evanora cuando se le partió el corazón. Existe el amor y el desamor, ¿qué culpa tiene el mago por dejar de quererla? ¿Acaso existe un conjuro que obligue a las personas a amarse para siempre? Bien sabemos nosotros que no.

La hermosa rubia de alas blancas se silenció. Glinda había sido impulsiva al responsabilizar al mago de algo tan aleatorio y arbitrario como amar y dejar de hacerlo. Aquello fue una trágica historia, pero inevitable.

—Después de eso, Evanora perdió la cabeza. Se volvió loca. —El mago parecía embriagado por los recuerdos—. Los pobres Munchkins vivían en un reinado de terror constante. Si no fuera por la repentina aparición de Dorothy, seguiría causando estragos y amargándonos la vida a todos. Ella nos salvó al caer su casa sobre la malvada bruja y tú, Locasta, te asegurarte de que esta dicha fuera eterna cuando le quitaste sus zapatos rojos.

Habían llegado al secreto. Solo los tres que custodiaban la sala y Theodora eran conocedores del extraño vínculo existente entre los chapines rojos y la Bruja Mala del Este: estaban conjurados para resucitar a la bruja y salvarle de morir en cualquier situación. Ese calzado era el principal motivo por el que ninguno de ellos había podido vencerla hasta ahora.

—Cuando estaba enamorado de ella, le regale unos bellísimos zapatos rojos que favorecían sus pies divinamente. Le dije que con ellos siempre estaría a salvo, pues son como una vida extra: si los lleva puestos, es invencible —explicó el hombre—. Por eso le pedí a Locasta que viajara de las Tierras del Norte a las de Oriente: ella debía asegurarse de quitarle el calzado a Evanora, para que muriera de una vez por todas.

—Le quite los zapatos en cuanto la vi aplastada y se los regalé a Dorothy porque creí que en sus pies estarían mejor que en los míos —suspiró—. Aun recuerdo cuando giré mi cuerpo y descubrí que la bruja ya no estaba debajo de la casa. La pequeña de las trenzas se extrañó tanto como yo, pero por no atemorizarla inventé que se había secado al sol. Siempre sospeché que Theodora, su hermana verde y fea, había aprovechado ese instante de mi despiste para recuperar el cuerpo de su hermana y llevárselo a algún recóndito lugar.

—El resto es historia: Dorothy viajó acompañada del Espantapájaros, el Hombre de Hojalata y el León Cobarde hasta la Ciudad de Esmeralda —terminó Glinda—. Quería que tú, Gran Mago, le indicaras como regresar a Kansas. En todo ese viaje, Theodora hizo lo imposible por recuperar los chapines rojos. Nosotros sabemos que lo único que quería era devolverlos a los pies de su amada hermana para resucitarla y, aun así, lo impedimos. ¿Cómo podemos culparla de que se volviera mala?

—¿Me culpas a mí del tormento que padecieron los Winkies y los Munchkins durante el gobierno de esas dos hermanas? ¿Culpas a Locasta por robar los zapatos mágicos de Evanora para asegurarse de que no volviera ha hacer daño a nadie? ¿Acaso tú, bella Glinda, tienes derecho a señalar responsables como si nada de esto fuera contigo? Te recuerdo que nunca lo impediste. Es más, ayudaste a Dorothy a regresar a Kansas con los chapines puestos.

—¡No hago nada de eso, Gran Mago! Tan solo digo que Theodora solo quiere recuperar a su hermana.

—Su hermana está loca —bramó Locasta.

—¿Y qué? Es su hermana al fin de cuentas; se quieren —Glinda se sentía incomprendida en esa disputa. Aunque bien el rey de las tierras tenía razón: entre los tres habían montado un buen estropicio—. ¡Ahora lo entiendo! Theodora ha robado la Estrella Crisoprasa porque quiere usar su magia. Es un objeto repleto por todos los deseos de los habitantes de la Tierra de Oz; con ella es casi invencible.

Locasta sollozó, atemorizada. Se preguntaba qué pretendía la Bruja Mala, pues, sin duda, el Hada del Norte no había sido tan buena como decía. Robó unos zapatos del cadáver de una bruja, se los dio a una niña inventando una historia y calificó de mala a Theodora por simplemente querer recuperar a su hermana. Era evidente que su venganza recaería en ella.

—¡Tenemos que hacer algo ya! —lloriqueó.

—¿El qué? —El mago parecía tan desquiciado como ella.

La más sensata del grupo suspiró, abatida, paseándose por la estancia pacientemente.

—Tenemos que disculparnos por nuestros actos.

—¡Estas loca! ¡Nos matará!

—Si no queréis hacerlo, no lo hagáis. Yo iré a buscarla y me disculparé. Quizá así, salvemos Oz.

Sin que ninguno de los otros dos pudiera evitarlo, Glinda alzó de nuevo el vuelo, extendiendo sus alas sobre la Ciudad Esmeralda. No tenía ni idea de dónde podría estar la bruja, pero debía dar con ella costara lo que costase. Theodora nunca había sido una bruja mala, sino una hermana preocupada que, aunque fea y verde, siempre había gobernado justa y coherentemente. De hecho, su suplicio del año anterior exigiéndole a Dorothy que le devolviera los zapatos rojos era más que comprensible. Ellos le había arrebatado a su única familia viva y, después, la derritieron con un cubo de agua y se desentendieron de ella. ¿Cómo podía esperar que la perdonase?

Buscó por el campo de amapolas; por las tierras de los Winkies, que una vez fueron gobernadas por Theodora; por el bosque encantado; la cabaña del leñador de hojalata y, en todos esos casos, no consiguió dar con ella. Tras varios días de incesante búsqueda, Glinda creyó escuchar un grito proveniente de un maizal. Corriendo, acudió al rescate de la criatura que suplicaba auxilio y allí encontró al Espantapájaros herido en la pierna izquierda, acompañado de la bruja mala. Ella tenía su forma original: aquella piel verde como la de una rana, nariz aguileña, ojos negros y mentón resaltado. Era la definición exacta de la fealdad.

Glinda se interpuso entre ambos, adoptando una postura defensiva frente a su adversaria.

—Ya basta, Theodora. ¡No dañaras a esta criatura!

La bruja, molesta, apretó los puños de las manos y dio un zapatazo al suelo.

—Vaya, vaya... ¿Quién se ha unido a la fiesta? Si es Glinda, el Hada Buena del Sur, aquella que siempre juzga sin contexto y sentencia sin justificación. No le he hecho nada al Espantapájaros, se ha caído solito y he venido a curarle las heridas con mi magia.

La aludida se sintió confusa y dolida: las palabras de Theodora no iban desencaminadas y le avergonzaba que así fuera.

—He venido a hablar contigo y pedirte disculpas.

Incrédula por aquel extraño giro de los acontecimientos, tanto la de verde como el Espantapájaros profirieron una exclamación de sorpresa. La bruja aún dudaba de la veracidad de las afirmaciones del hada, así que se mantuvo sujeta a su palo de escoba y a la Estrella Crisoprasa por si debía prepararse para escapar.

—¿Tú quieres disculparte conmigo? ¿Por qué?

—Pues por todo lo que ocurrió en el pasado. Lo lamento de veras, Theodora. Debió ser durísimo para ti ver como tratamos a tu hermana y, después, a ti misma. Te pido disculpas de corazón, pero también quiero evitar que destruyas Oz con el poder de la Estrella.

—¿Cómo dices?

—¡Es Navidad! Ese objeto que ostentas entre tus manos es el símbolo de los deseos y la felicidad de la Tierra de Oz, algo único e inigualable que solo ocurre una vez al año. No puedes usarla para el mal. —Le señaló con el pulgar, con las primeras lágrimas asomando en sus ojos azules—. No mereces el título que se te otorgó, ni el dolor que sufriste. Por favor, no te conviertas en lo que nunca has sido.

Perpleja, la bruja miró a la Estrella y luego a su interlocutora. De repente, estalló en una estruendosa carcajada que resonó por todo el maizal. Glinda no entendía nada de que lo que ocurría, por lo que se quedó quieta intercambiado miradas desconcertadas con el Espantapájaros.

—Debes de tener un concepto nefasto de mí para creer que haría algo semejante —dijo la verde entre risas—. Lo único que quiero es usar el poder de la Estrella para abrir un portal a Kansas. No deseo hacerle ningún mal a Oz.

—¿Es a Dorothy a quién pretendes destruir? —gritó horrorizado el Espantapájaros—. ¡Sabía que no tramabas nada bueno, bruja mala!

—¡No! Solo quiero recuperar lo que pertenece a mi familia: los zapatos rojos que Dorothy robó del cuerpo inerte y sin vida de mi querida hermana. ¿Tan mal está querer recuperar sus últimas pertenencias? No le tocaré un pelo a la niña y al perro tampoco, lo prometo.

El Espantapájaros y Glinda volvieron a sorprenderse. Parecía que solo eran constantes acusaciones y prejuicios de los supuestos buenos hacia la supuesta mala. Sin embargo, ni una de las palabra de las que mencionaba Theodora parecían lo suficientemente horrendas para tacharla de mala. ¡Cielos! ¿Y si, a pesar de todo, los auténticos villanos eran ellos y la heroína, Theodora? «Eso sí que sería un tremendo desenlace» pensó Glinda «El Hada Mala del Sur, Glinda y La Bruja Buena del Oeste, Theodora». Sería humillante e irónico.

El arrepentimiento del Hada Buena por todo lo que le había ocurrido a esas hermanas, le comía por dentro. Odiaba haber sido participe de tal maltrato.

—Supongamos que te ayudo a resucitar a tu hermana —propuso—. ¿Luego qué tienes pensado hacer? ¿Destruir Oz?

—¡Qué obsesión con la destrucción de Oz! Lo único que quiero es largarme de estas horribles tierras con Evanora y vivir en paz y armonía para siempre.

Menuda hipocresía la del mago y las hadas. Llevaban todo este tiempo actuando mal en nombre del bien.

—Entonces te ayudaré.

—¿De verdad?

—Así es. —Asintió—. Sin embargo, no necesitas la Estrella Crisoprasa para nada. Yo puedo abrir un portal a Kansas ahora mismo si tú le entregas el objeto lleno de deseos al Espantapájaros para que sea él quien lo devuelva a la Ciudad Esmeralda.

El Espantapájaros había pasado casi toda la escena escondido tras Glinda, pues tenía pavor a la bruja y, además, no entendía nada de lo que escuchaba. Él desconocía de Munchkins, Winkins, Quadlings o Gillikins.

—Hada Buena, ¿cómo vas a llevarla a Kansas? ¿Y si le hace daño a Dorothy?

—Ha dicho que no lo hará.

—¿Y si miente?

Suspiró la mujer de las alas cristalinas.

—Pues habré cometido un terrible error.

Con esa última oración, la bruja supo que Glinda estaba dispuesta confiar ciegamente en ella. Decidió que intentaría hacer las cosas evitando producir males innecesarios.

—Esta bien, Glinda, voy a confiar en ti. Aunque no entregaré la estrella al Espantapájaros hasta que Dorothy me dé los chapines.

El hada asintió, de acuerdo con la negociación. Bastante daño le habían hecho a la pobre bruja para además exigirle que tuviera fe ciega en ella.

Glinda salió del maizal y mostró su brillante varita mágica. Era muy fina, delicada como el cristal, y dejaba un rastro de purpurina cuando la balanceaba. Cerró los ojos para concentrarse y entonó unas cuantas extrañas palabras que conjuraron un portal. Frente a la mirada de los tres, una de las baldosas amarillas se convirtió en una espiral púrpura que se movía en círculos.

—¿Preparada para llegar a Kansas, Theodora?

Tan tranquila, Glinda traspasó el portal al mundo ordinario.

Seguida de la bruja, el hada aterrizó en casa de Dorothy. Les pareció triste y aburrida: en Kansas no había ni colores ni magia. Se encontraron dentro de un pequeño cuarto de decoración campestre, bastante simple. Había una estrecha cama con un colchón duro, un escritorio bastante abandonado y un armario lleno de ropa acromática.

Un grito ahogado les recordó que se hallaban en casa ajena. La realidad es que desconocían con quién vivía Dorothy, especialmente La Bruja Mala: ella solo sabía que era una niña egoísta que se había llevado a su mundo unos zapatos que no eran de su propiedad. En el umbral de la puerta, la hermosa mirada asustadiza de una niña de largas trenzas, oscilaba del hada a la bruja y de la bruja al hada a gran velocidad.

—¡Dorothy, querida! —Glinda extendió los brazos, preparada para abrazar a la pequeña.

—¡Es la bruja, Glinda! ¡La Bruja Mala del Oeste! Yo creía haberla vencido, le tiré un cubo de agua encima y se derritió. ¿Cómo es posible?

Dorothy cundió en pánico, pues durante toda su estancia en la Tierra de Oz, Theodora había sido su peor enemiga. En realidad, la niña no era consciente de las injusticias que había vivido la bruja; desde que pisó ese mundo extraño más allá del arcoíris, le había perseguido, robado a Totó y después secuestrado, forzándola a entregarle a cualquier precio los endemoniados zapatos rojos que Locasta le había mandado custodiar. Para ella, Theodora era malvada.

—Ella no es una villana, Dorothy —explicó Glinda—. La juzgamos mal. Lo único que pretende es resucitar a su hermana.

—¿La Bruja Mala del Este?

—Evanora. Mi hermana se llama: Evanora. —La mal llamada villana le corrigió algo molesta.

Tras apaciguar los nervios de la chiquilla de largas trenzas, Glinda le relató, pacientemente, toda esta última aventura, confesando las dudosas acciones que habían realizado Oz, Locasta y ella misma, así como el tormento vivido en los últimos tiempos por Theodora. Le contó también cual había sido el pacto entre la de verde y la rubia para solucionar tal contienda. Dorothy sintió mucha lástima por Theodora y le pidió disculpas por haberse llevado sus zapatos a Kansas.

—Pero ¿cómo iba yo a saberlo? Es que me perseguías en tu escoba, con ese monos voladores  a tu alrededor que tanto miedo me daban —se excusó—. Yo no suelo tirar un cubo de agua a la gente sino es porque me atemorizan. Aunque ahora comprendo que tú insistencia era legítima.

Dorothy buscó debajo de la cama hasta dar con un calzado que parecía, a simple vista, idéntico al que habría pertenecido a la difunta Bruja Mala del Este. Se los entregó sin oponer resistencia a su antigua enemiga y con ello creyó saldados sus confusos actos.

—Estos son los zapatos que me llevé de Oz.

—¿Estas segura? Como en este mundo no hay color, no sé si lo que me dices es verdad o no.

—Te lo prometo, no osaría engañarte.

El rostro de la heroína de las Tierras de Oz era tan severo que a Theodora no le quedó más remedio que creerla. Si pretendía que el mundo cambiara, debería empezar por cambiar ella misma. Así que decidió aceptar el ofrecimiento de la niña. Después, le pidió a Glinda que le devolviera al País de Oriente, donde se encontraba, muy bien conservado, el cuerpo sin vida de la Bruja Mala del Este.

Tras agradecer a Dorothy su comprensión, el hada y la bruja abrieron, de nuevo, un portal al mundo más allá del Arcoíris.

Theodora se sentía muy dichosa, ya que al fin alguien comprendía todo el daño que había sufrido y hacía algo por remediarlo. La soledad había sido su compañera demasiado tiempo, tanto que no recordaba lo que suponía compartir las cargas más pesadas con una aliado. ¿Podría ser Glinda su amiga? Quizás era un poco pronto para saberlo, pero por primera vez no lo descartaba.

Sin embargo, la felicidad fue efímera. Tan pronto regresaron a las Tierras de Oz, El Hada Buena del Norte, Locasta, y el Gran Mago, Oz, emboscaron a las viajeras en un acto inesperado que terminó por quebrar la poca confianza de Theodora en Glinda.

—¡Me has engañado, tramposa!

—¡No! Te prometo que yo no tengo nada que ver con esto —gritaba el hada.

—Ríndete, bruja —dijo el mago—. Esta vez no escaparas.

Theodora, llena de furia, se preparó para atacar. Ella deseaba largarse de ese mundo cuanto antes, pero, hiciera lo que hiciera, el Gran Mago le impedía alcanzar la felicidad. ¿Tan difícil era que cada uno marchara por un lado? ¿Por qué debía existir un vencido si podían todos ser vencedores?

—¡Detente, Oz! —Glinda se interpuso entre el mago y la bruja—. Ella no quiere hacer nada malo. He sido yo quien ha abierto el portal a Kansas. La Estrella está intacta, ¿verdad, amiga?

La bruja no contestó. En ese instante, justificar sus actos no era una de sus prioridades. Se había pasado todo su vida explicando el porqué de sus decisiones por el mero hecho de tener una apariencia poco agraciada. Ser una bruja no era sinónimo de ser mala, de igual modo que ser hada no era sinónimo de ser buena.

—Ves. No dice nada. Solo quiere engañarte —Locasta hablaba sin atreverse a mirarla a los ojos.

—¡No! —Repentinamente, el Espantapájaros hizo su aparición—. Yo he sido testigo y doy fe de que Glinda dice la verdad. Theodora solo quiere ponerle los zapatos a su hermana para resucitarla.

Locasta ahogó un grito y el mago se sobresaltó. Ambos miraron a la bruja para suplicarle que no realizara algo tan arriesgado.

—¡Por favor, Theodora! ¡Por favor! No puedes hacer eso, tu hermana está loca.

—Evanora nunca ha estado loca, solo enfadada. Si no hubiera sido por todas las promesas rotas que hiciste, Gran Mago, ella no se habría convertido en un tirana.

—¿Qué culpa voy a tener yo por dejar de quererla? Esas cosas pasan en la vida: uno quiere y un día deja de querer —Se encogió de hombros el caballero.

—Bueno, bueno... Dejarla y luego acusarla de ser una bruja mala, no es manera de gestionar una ruptura. Ella te quería y, cuando tú le dijiste que no le correspondías, se sintió muy triste y desolada. —El ser de paja y rostro sonriente hablaba sin hacer pausas—. Theodora quiere resucitarla y marcharse de las Tierras de Oz para siempre.

—¿Es eso cierto? —interrogó El Hada del Norte mirando a la bruja.

—Pues claro que sí. ¿Por qué habríamos de quedarnos donde no somos bien recibidas? Nos difamasteis y aislasteis de todo el mundo. Mi hermana se dejó guiar por el dolor y el pesar, ¿en serio crees que quiere volver a reinar el País de Oriente? Ya te garantizo yo que no.

Replanteándose la situación, tanto el mago como el hada coincidieron en que no existían motivos para esa burda competición. En realidad, todos ellos querían lo mismo: vivir en paz sin discutir los unos con los otros.

—Te pido disculpas, Theodora —dijo el mago—. Te juzgué por las decisiones de tu hermana y no por las tuyas propios. Ha sido injusto por mi parte y si la única forma que tengo de redimir mis acciones es ayudándote a calzar a Evanora, así lo haré.

Locasta coincidió en este discurso y juntos, algo más tranquilos, y con el Espantapájaros como mediador de este conflicto, acompañaron a La Bruja del Oeste, quien nunca más volvería a ser acusada de ser mala, hasta donde había permanecido oculto el cuerpo de Evanora.

Era una hermosa urna de cristal, decorada con piedras preciosas en tonos verdes y con bellas enredaderas cubriendo parte de su cuerpo. Más que una bruja, parecía que era un princesa la que dormía plácidamente en esa caja. Con sumo cuidado y cariño, Theodora quebró el cristal y permitió que la piel de su hermana recibiera el aire fresco del invierno. Los copos de nieve caían en un descenso suave y pacifico sobre todos ellos, adorando la escena en un hermoso paisaje.

Fue el Gran Mago quien insistió en ponerle los zapatos a la bruja.

—He de ser yo: estos zapatos fueron un obsequio mio, de cuándo nos queríamos.

Theodora hubiera preferido ser ella misma quien colocara los chapines rojos en los pies de su hermana, pero también comprendió que era un acto de valentía y humildad por parte del mago realizar ese gesto.

Él introdujo los pies descalzos y cubiertos por medias a rayas blancas y negras. Cuando por fin se los puso, un brillante resplandor dorado envolvió el cuerpo inerte de la bruja y, de pronto, se escuchó su respiración. Absolutamente los cuatro observadores permanecieron en vilo, sin atreverse a mover un músculo. Temían que cualquier gesto pudiera destruir ese preciado momento. 

—¿Qué-qué ha pasado?

Aquel interrogante pronunciado a través de un tartamudeo, emanaba de los suaves labios de Evanora, La Bruja Mala del Este: el remedio había funcionado. Dando saltos de alegría, esbozando la sonrisa más sincera del planeta, Theodora se lanzó a los brazos, aun adormecidos, de su única familia y la besó en la cara repetidas veces al son de un cantarín:

—¡Estas viva! ¡Al fin volvemos a estar juntas!

Por otro lado, el mago y las hadas permanecían en silencio por miedo a que la bruja recayera en su presencia. ¿Cómo podían disculparse sabiendo que llevaba muerta más de un año, solo porque ellos habían tramado conjuntamente un retorcido plan en el que garantizaban que Evanora nunca pudiera despertar? Era más que probable que no les perdonara.

—¡Oh, Theodora! ¡Qué feliz estoy de verte! —decía su hermana, fundida en un bello abrazo—. ¿P-pero... qué hacen ellos aquí? ¿Qué hace él aquí?

—Salvarte, hermana mía.

—¿Me salvaron?

—Veras, Evanora. Hubo un horrible tornado y una casa cayó sobre ti. Después de eso, la niña que había dentro se llevó tus zapatos a otro mundo, lo hizo por accidente, y por todo ello no pude resucitarte antes. —Todos agradecieron en silencio que Theodora se saltará muchos detalles de la auténtica historia que se escondía tras el resumen—. Glinda abrió un portal y me acompañó a ver a esa niña, una tal Dorothy, que muy amablemente nos devolvió tus zapatos. Después de aquello, el Gran Mago te los calzó, en compañía del Hada del Norte y del Espantapájaros.

Theodora pensaba que no era necesario que su hermana supiera absolutamente toda la verdad. El mago ya le había roto el corazón una vez y a causa de ello habían ocurrido terribles calamidades. Era mejor que viviera en la ignorancia: por su propia salud mental pero también por la seguridad de las Tierras de Oz.

Evanora estaba muy feliz por haber despertado. Se sentía repleta de dicha y ni siquiera tener frente a ella a su examante podía entristecerla. Coincidía con Theodora en la voluntad de escapar de aquel lugar, más allá del arcoíris.

—¿Qué mundos encontraremos? ¿Qué aventuras nos esperan? —preguntaba, ansiosa por comenzar su viaje.

—Lo descubriremos pronto. Ese será nuestro regalo de Navidad.

Tanto Glinda como Locasta y el Gran Mago, se esforzaron por ayudar a las brujas en todo lo necesario para garantizar su felicidad. Les proporcionaron escobas nuevas y de mejor calidad para sobrevolar los cielos, unas varitas mágicas poderosas para enfrentar peligros y, como último obsequio, unos nuevos gorros de pico; negro como el ébano para Theodora y rojo como el fuego para Evanora, ambos con retoques dorados formando espirales.

—Que estos presentes os recuerden a las Tierras de Oz —dijo Glinda al entregárselos—. Que simbolicen el perdón, la paz y la esperanza: un auténtico milagro navideño.

Cuando el reloj marcó la medianoche, la Ciudad Esmeralda se inundó de viandantes que salieron de sus casas para apreciar un hecho insólito y sin precedentes. El Mago de Oz, desde el balcón de su palacio, contemplaba sonriente a sus fieles súbditos. A su lado, el Hada de las Tierras del Norte, Locasta, sonreía con las mejillas tintadas de un color rosáceo.

A los pies del gigantesco abeto navideño, la hermosa Glinda sobrevoló a los ciudadanos.

—Estas Navidades son excepcionales —dijo—. La Estrella Crisoprasa fue robada, sí, pero por una causa más que legítima: el amor de una hermana que, sin freno y a pesar de cualquier obstáculo, luchó con toda su energía por lo que consideraba correcto. Es un orgullo para mí retornar la Estrella, intacta, a la cima del abeto navideño de la Ciudad Esmeralda. ¡Qué la alegría nos acompañe siempre y las buenas intenciones guíen nuestras decisiones!

Voló hasta lo más alto y depositó, ante un coro de voces alegres, la Estrella Crisoprasa justo donde debía estar.

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