El día de ayer recibí varios documentos, todos para firmar y dar por sentado los acuerdos ya discutidos. Por supuesto, en un principio dudé; la tinta de mi pluma orbitó peligrosamente cerca de caer sobre el papel cuando me detuve a pensar. Era un paso gigantesco y todos tenían su opinión al respecto. La mayoría cuestionaba mi estado mental; no entendían por qué, pero creo que ya he dado suficientes explicaciones.

El hombre de traje se llevó los documentos, estrechamos las manos y se despidió. Quizá esa sería la última interacción humana que tendría en mucho tiempo. Había mucho por hacer: empacar, conseguir cajas y vender lo que no llevaría conmigo. Al final, solo quedaba esa cesta de ropa sucia, la última que usaste antes del accidente.

Me llamaron sentimental. No era más que el uniforme de trabajo estándar de una secretaria. Miles de personas visten con este clásico saco, blusa, medias, pantalón y falda ajustada a dos centímetros por encima de las rodillas, todo en tonos grisáceos, blanco y negro. No. Era importante para mí porque ella lo usó. La casa fue un caos las semanas siguientes, y cuando por fin logré deshacerme de sus cosas, el perfume de su cabello impregnado en las prendas me hizo detenerme.

Pasé muchas noches de insomnio sentado frente a esa esquina, siendo testigo de cómo su esencia abandonaba lentamente las prendas con el paso de los días. Dejé de salir, dejé de recibir visitas; me aferraba a su recuerdo, hundiéndome en la desolación.

Tomar decisiones radicales siempre fue mi manera de actuar, así que cuando vendí nuestra casa, no tardé en empacar. Pronto todo estaría vacío, de camino a la cabaña que compré en las afueras o en manos de un nuevo dueño. Dejé nuestra casa atrás, y lo único que permaneció, y sería sorpresa para los nuevos propietarios, es esa esquina con una cesta de tu ropa limpia.