Los ojos detrás del cristal
¿Se puede envidiar una vida que apenas conoces?
Una que solo observas por 17 segundos, de lunes a viernes. A la misma hora, con la misma escena, una y otra vez. Apenas un destello de su existencia o, quizás, la cortina que esconde si su hogar es un verdadero infierno.
Ah... pero por sus sonrisas, no creo que estén fingiendo. Menos aún si creen que están solos. Sin saber que, gracias a las luces apagadas de mi cuarto, puedo observarlos sin temor a ser descubierta.
Comparto habitación con otras 12 chicas en el segundo piso de este convento para señoritas. Una institución que busca educarnos para servir a la iglesia. Suena hermoso, pero nunca quise estar aquí.
También soy la menor de siete hijas y dos varones. Mamá dice que, cuando nací, las primeras palabras que mi padre me dirigió fueron: "A esta sí la dedicaré al Señor".
Qué injusto.
Me habría gustado poder elegir, pero aquí todos parecen tratar a sus hijos como "propiedad". Pocas son las chicas que conozco que están emocionadas por convertirse en novizas y aspirar a puestos importantes dentro de la iglesia. Otras, como yo... nos vemos opacadas por las puertas cerradas hacia nuestros sueños.
La única ventaja de crecer en un sitio así es la abundancia de libros. Me encanta leer, aprender... Es tan fácil recorrer las letras con la vista y comprender su significado de forma tan honesta. Palabras que existen con un mensaje claro, aunque muchos quieran reinterpretarlo a su manera.
Hasta que alguien se mudó a la finca del otro lado del sendero.
No somos "vecinos" exactamente. El convento es una propiedad extensa junto a otra finca de terrenos igualmente vastos. Dicen que la compró una familia rica. Para ir de una puerta a la otra hay que recorrer un camino de piedra, dos kilómetros a través de un cálido bosque.
De niña solo veía pasar el carruaje de vez en cuando, pero al llegar casi a la adolescencia, la rutina de la familia cambió. Su único hijo creció lo suficiente para ir y venir de la escuela a pie.
Yo despertaba demasiado temprano para verlo partir, pero cada tarde era testigo de su regreso a casa, siempre pasando por el frente del edificio hacia su hogar.
En el internado todas estábamos obligadas a mantener cierta postura y a movernos con delicadeza. Por eso fue un pequeño alivio cuando lo vi pasar dando brincos y balanceando su maletín, con toda la gracia e inocencia de un niño. Algo en mi apagado corazón se movió. Algo que no había sentido desde que mis padres me dejaron aquí.
Aprendí su rutina, su horario estimado, su camino. Aunque su andar variaba, estuviera contento o enojado, siempre me deleitaban los pequeños gestos que evidenciaban su libertad.
Hasta que un día dejé de esperarlo.
Fue después de verlo caminar acompañado de otra chica. Leer siempre había sido fácil para mí, y sin darme cuenta, había comenzado a leerlo a él. Así que, cuando vi las miradas que le lanzaba y las sonrisas que le ofrecía, supe que no era solo una amiga. Para entonces, yo tenía 16.
La ventana desde la que lo observaba dejó de ser mi lugar favorito. Antes pasaba tardes y noches enteras bordando y leyendo allí, esperando. Ahora apenas la rozaba con la mirada al meterme en la cama.
Había disfrutado tanto sus paseos solitarios porque podía imaginarme caminando junto a él.
No tenía la culpa de nada, pero no podía evitar estar molesta, con él y conmigo misma. Estar encerrada en este lugar no era tan malo gracias a sus caminatas. Pero nunca supe que deseaba casarme hasta que vi a otra tomar el lugar que solo en mis sueños me correspondía.
No sé cuánto tiempo pasó después de eso. Dejé de mirar por la ventana.
Anunciaron que la finca había sido desocupada.
"Un gran carruaje se llevó las pertenencias y a sus dueños con ellas", dijeron un día en el comedor.
Mi corazón se hizo pequeño y reprimí las ganas de llorar mientras terminaba mi sopa sin llamar la atención.
Esa noche, después de tantas interrogantes e indecisiones, corrí la cortina y miré por la ventana una vez más, a la hora que conocía tan bien.
Esperé.
Pero nadie, nunca más, pasó.
Los años transcurrieron. Dejé atrás mi estado de novicia y, finalmente, el convento. Pero no pasó mucho hasta que regresé.
Pude haber elegido otros lugares, pero aun así... quise volver aquí.
Ya no vivía nadie. El centro cerró hace varios años y aún no sabían qué hacer con él. Hasta que enviaron a un puñado de nosotras para mantener el edificio.
Regresar a esa ventana se sintió extraño. Era lo único tangible de una vida que parecía haber sucedido hace décadas. Ni siquiera mi nombre era el mismo.
No.
Ahora era la hermana Celeste.
Volví a ocupar la misma cama y a establecer una rutina con quienes me acompañaron de regreso. Retomé el bordado y, bajo mis propias reglas, me hice de una silla, que coloqué en la mejor vista de aquella ventana. Día a día, recordaba tantas caminatas, al niño que observé con tanta dulzura y libertad.
Hasta que un día, un carruaje volvió a recorrer el viejo camino. Dentro de mí, sentí un atisbo de la calidez de aquel primer día. No tardé en enterarme de que la finca sería habitada nuevamente.
Esa tarde, sumida en el hilo y la aguja, el movimiento familiar de una caminata solitaria apareció en el rabillo de mis ojos.
Y una vez más, vi al niño.
Ahora hombre.
Regresaba a casa con un maletín y un elegante sombrero. Casi dejé caer todo lo que tenía entre manos cuando me puse de pie para observarlo mejor.
Era él.
De quien no sabía su nombre, su historia o su voz, pero cuya particular forma de caminar, pese a los años, conservaba la misma libertad que jamás me permití.
Sonreí.
Y, de pronto, me envolvió aquella alegría infantil que, a pesar de todo, me había rodeado al verlo pasar.
Oh...
Recién ahí me di cuenta.
La insensatez de mis sentidos.
El infortunio de mi vida, tan privada de todo.
De un hombre desconocido, me había enamorado en lo prohibido.
Pero ya no estaba solo. Una mujer de aspecto elegante, pero alegre, lo acompañaba. Los observé una vez más. La misma ilusión. La misma calidez. La misma chica.
Ahora su esposa.
Algo tiró de mi pecho, pero esta vez no fui acechada por el resentimiento. Suspiré en su alegría, porque yo, más que nadie, sabía lo difícil que era mantener la esperanza e ilusión de un niño al crecer. Y aún más, encontrar a alguien que las avivara en lugar de ahogarlas.
Eran perfectos juntos.
Y una vez más, a través de la ventana, me conformé con observar.
Días y meses pasaron. Ella tenía una preferencia por el amarillo y los limones. Pero amaba infinitamente cuando su esposo le ofrecía ramos llenos de flores violetas, más que las rosas o las margaritas.
Su vientre creció y, pese a las súplicas de su marido, siguió acompañándolo hasta bastante entrado su embarazo. Luego dejó de hacerlo.
Haciendo cálculos, comprendí por qué sus caminatas cesaron.
El bebé había nacido.
Hasta que una noche, el sonido de las sirenas me despertó. El olor a humo era intenso. Corrí a la ventana y, más allá de los árboles, vi el resplandor de las llamas.
Sin pensarlo, salí corriendo.
Los carruajes de los bomberos pasaron a toda velocidad, deteniéndome en seco. Entonces lo escuché. Un quejido ahogado y débil. Apoyado contra el bajo muro de la propiedad, el hombre me miraba con desesperación, con los ojos llenos de súplica.
Y, entre sus brazos, me ofrecía el bulto que cargaba.
—Celeste...— dijo con mucha dificultad.
—¡¿Cómo?!— respondí confundida.
—Su nombre es Celeste— aclaró, mirándome con aquellos ojos azules como el cielo, los mismos que jamás pude apreciar por la distancia y que tuve que ayudar a cerrar cuando su cuerpo se quedó sin vida.
Llevé a la niña adentro y la cuidé. Los días siguientes transcurrieron entre apagar el fuego, descubrir el cuerpo de Lord Edric Bermont frente al antiguo convento y largas horas de interrogatorio. Expliqué todo, y mi versión se vió justificada cuando una de mis chicas, a quien había enviado por un médico al pueblo, confirmó la causa de muerte del Lord: heridas y daño pulmonar por el humo. Su esposa no había podido salir de la finca; quedó atrapada en la habitación matrimonial cuando varias vigas colapsaron en la entrada, justo después de que su esposo saliera en busca de la niña.
Imagino la agonía de un hombre que logra salvar a su hija sabiendo que su esposa muere en la misma casa.
Las autoridades aún definían el origen del incendio cuando decidieron enviar a Celeste a otra ciudad, donde un orfanato podría encargarse de ella, pues no tenía más familiares. Yo me había quedado con ella todo ese tiempo y pude abogar por su custodia. No fue sencillo, pero también resultó ser una solución para el antiguo convento, que solo se sostenía por ahorros y nuestra efímera presencia. La iglesia me apoyó, pero también hubo discordia. Querían reinaugurar el convento y transferir a aspirantes de pueblos cercanos, a lo que me opuse firmemente.
De haber sido así, Celeste habría tenido que crecer igual que yo: sin opciones y acallando sueños, quizá condenada a enamorarse de un hombre y ser solo espectadora de una vida que no le pertenecía.
No fue fácil, pero la falta de orfanatos locales era un problema, y las aspirantes de conventos hermanos estaban perfectamente bien en sus actuales domicilios. Fue una grata sorpresa cuando me pusieron a la cabeza de la educación de las niñas que pronto comenzaron a llegar. Algunas eran vagabundas, otras consideradas cargas por sus familiares, y algunas venían de desafortunados padres que no podían alimentarlas.
El edificio era grande, incluso para la cantidad de niñas que tenía a mi cargo. El padre Lucian, quien me ayudó con el asunto del orfanato, habilitó la posibilidad de recibir niños también. De un momento al otro, me sentía como la madre de catorce almas hambrientas de amor y cariño.
Celeste... mi querida Celeste, por quien todo había comenzado, fue mi consuelo y también el más tormentoso recuerdo de las vidas que observé a través de aquella ventana. Legalmente no pude adoptarla, pero una mañana me llamó "mamá" y confesó que no quería otros padres.
Así, a diferencia de los demás niños, ella fue la única que se quedó conmigo.
Pese a que sus ojos azules me recordaban a Lord Bermont y su rostro era el reflejo de su madre, la imagen de su apariencia me traía el recuerdo de la alegría y el amor que ellos se tenían. Cada día, al pasar por aquel camino en sutiles movimientos de libertad.
Por supuesto que le conté sobre ellos, sobre lo que pude interpretar. No le habría contado la verdad, pero una tarde, mientras trenzaba su cabello rojizo y rizado, me enfrentó.
—Estabas enamorada de mi papá, ¿verdad?— Habría querido negarlo, pero mi mano se paralizó sosteniendo el cepillo sobre su cabeza. No pude hacerlo. Dio media vuelta y me miró con esa determinación que me recordaba a los últimos momentos de Edric.
Acaricié su cabello antes de responder.
—Cuando terminaste en mis brazos, quisieron sellarte con el mismo destino que a mí: observar una vida que no nos pertenece, añorando algo imposible—. Su mirada se suavizó. Nunca le había contado esa parte de mi historia; siempre me limitaba a la de los Bermont. —No sé cuáles son tus sueños, es probable que ni tú lo sepas aún, pero no iba a tomar la decisión por ti ni dejar que otros lo hicieran. Me quedé contigo no solo por tu padre, porque me lo pidiera o por lo que yo sintiera. Me quedé contigo porque vi la necesidad de proteger tu futuro, de cuidar esa decisión que tú y solo tú podrás tomar cuando llegue el momento indicado.
Celeste me abrazó tras escucharme y nunca puso en duda el amor que le tenía, por ser ella y no el delirio de la existencia de alguien más.
Ella era mi hija ahora.
Las lecciones en casa terminaron cuando el pueblo creció lo suficiente para permitir una escuela local. Mis niños asistieron con entusiasmo y, nuevamente, ocupé mi lugar en aquella ventana, viéndolos partir y regresar, colmados de alegría y sueños.
Una tarde, el aroma a sopa caliente inundaba el orfanato, esperando la llegada de los niños. Yo estaba en mi silla, interrumpida en el bordado cuando el primero de los pequeños cruzó la puerta, seguido por toda la manda de pequeñas alegrías.
Fue la primera vez que vi llegar última a Celeste.
Venía acompañada de un muchacho de su edad, compartiendo sonrisas y regalando miradas de profundo sentimiento. Y en mi corazón, recuerdos de una historia que se repetía.
Agradecí al Señor porque, al menos por ahora, yo seguía siendo la única que observaba desde la ventana.
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