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La Guillotina

El 27 de junio de 1882, la hija de un noble de alta alcurnia fue liberada de su torre, donde había sido encerrada durante semanas por una acción que, aunque desastroza, había sido catalogada como delito. Tal como una prisionera de los más crueles capitanes de un ejército enemigo, fue tratada con severidad y maldad. Las manos de los guardias se aferraban a sus hombros y cintura para mantenerla erguida, pues, como un cuerpo sin vida, se desplomaba, arrastrando los pies por aquella estrecha escalera.

Los recuerdos de los últimos 47 días desfilaban ante ella mientras se preguntaba: ¿por qué? La respuesta era evidente, pero dado que su condena se basaba en mentiras y principios superficiales, aún le costaba aceptarlo.

Dorotea Isabel Alighieri era una joven cuya única aspiración en aquellos días era atraer la atención de un hombre de alta estima y casarse para asegurar su linaje y el orgullo familiar. El problema era su propio orgullo, que servía de cortina para ocultar su dolor.

Dorotea siempre había sido hermosa: piel pálida con mejillas sonrojadas y nariz como una cereza, rizos dorados y una figura bien conformada. Lamentablemente, su belleza también atrajo desgracias y secretos.

Dorotea había perdido la cuenta de cuántas veces, debido a su educación como mujer sumisa, nunca había levantado la voz cuando hombres "de buena familia" abusaban de sus bellas cualidades. Su sonrisa, así como su natural carisma, se fueron desvaneciendo, y en un último intento por evitar el matrimonio, empezó a comportarse de manera excéntrica y descontrolada.

Este nuevo comportamiento pronto se convirtió en un impedimento para todos los caballeros interesados en desposarla. Más de una vez fue castigada por su comportamiento perturbador, que sólo se manifestaba cuando alguien acudía a su casa con la intención de casarse con ella. Nada funcionó, pero toda historia tiene un clímax que lo culmina todo.

Su madre, desesperada por casarla, decidió llevarla al mercado local, donde las nuevas joyas de alta gama eran visitadas por nobles de todas partes. Arregló a su hija con un vestido violeta, el cabello recogido y adornado con un elegante tocado. Con la excusa de resaltar su belleza, esperaba que alguien se le propusiera sin conocerla. Su hija, aferrada a lo que le quedaba de tolerancia gracias a su educación, pronto vería cómo esto cambiaría.

En un puesto de broches de plata, un caballero desconocido encontró en la señorita una presencia vivaz y agradable, tal como lo había planeado su madre. Sin embargo, el matrimonio pasó a un segundo plano cuando los deseos y la falta de escrúpulos del noble lo hicieron acercarse. Sin preguntar ni siquiera buscar su mirada, el joven noble faltó al respeto con descaro. Oculta ante los ojos de los demás mercaderes y compradores, y ante su madre, que la había dejado sola por unos pocos minutos, Dorotea, harta de tantos gestos que habían colmado su paciencia, tomó la peineta de plata más cercana y, en un solo movimiento, la hundió en el pecho de su agresor. No lo mataría, pero las finas hebras habían traspasado su ropa y se habían clavado con deleite en su carne.

El noble, aterrorizado y dolorido, gritó, y el rostro de Dorotea se iluminó al ver el sufrimiento que ella siempre había experimentado. Impulsada por ese dolor y el miedo de ser atacada nuevamente, se lanzó con dientes, uñas y gritos horribles. No pasó mucho tiempo antes de que los oficiales intervinieran.

La influencia de su padre la obligó a regresar a casa. Sin embargo, nadie le preguntó por qué actuó de esa manera, ni se buscaron testigos o explicaciones, ni siquiera se tomó en cuenta a la mujer del puesto de broches que había sido testigo de cómo el joven había deslizado sus manos hacia el interior de la falda de Dorotea.

No. Era una "simple plebeya".

La desgracia no terminó en la torre, donde fue mantenida prisionera, con tablas y clavos, siendo alimentada a través de una rendija como una vil prisionera, mientras su padre intentaba averiguar qué hacer con ella.

Su madre lloraba noches enteras, rechazando la posibilidad de ver a su hija, y nadie le revisó si tenía heridas ni le permitió cambiarse de ropa o asearse. Hubo varios enfrentamientos hasta que el médico declaró que, si su madre estaba en ese estado, no podía imaginar cómo estaba su hija.

Aterrorizados por la posibilidad de que padeciera una enfermedad mental, considerada una deshonra en aquella época de apariencias, a su madre se le prohibió suplicar más.

El espanto fue mayúsculo cuando el señor Alighieri se enteró de que el joven a quien su "indigna prole" había atacado era nada menos que el duque de una poderosa nación vecina. Encolerizado y humillado por el feo rostro que Dorotea le había causado, organizó un "justo" juicio.

Así, después de meses de confinamiento en aquella torre, donde sólo había destrucción y la compañía de un gato negro, Dorotea fue arrastrada a su juicio.

Oh, las murmuraciones que se susurraban entre la gente mientras ella se dirigía a la guillotina:

— La encontraron hablando con un gato negro. — ¡Debe ser bruja! — Atacó al duque. — Demonio deshonroso. — Bello demonio de Lucifer.

Aun así, lo que selló su destino fueron las palabras de los "expertos" al mencionar que padecía de un tipo de demencia. Dorotea escuchaba en silencio, con la mirada perdida, pues la última vez que usó su voz fue suplicando en la torre.

"Histeria", proclamaron, una tan arraigada y horrible que había afectado su buen juicio. "Contagiosa", dijeron otros, "imperdonable", declaró el ministro del duque. Así, el final de tan bella y triste doncella fue comparado al de una traicionera sangrienta cuyo único pecado fue ser leal a sí misma.

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