2. Napórimo, el espectro pirómano
Era 24 de diciembre, noche de regalos para los niños, y algunos adultos. Lo más emocionante de ese momento era que todos se juntaban para divertirse y jugar; cada quien se las ingeniaba. Los fuegos artificiales eran lo más atrayente y común, aunque fuese todo un sufrimiento para las mascotas.
Era posible disfrutar de la pirotecnia sin molestar a los animales, pero Davydson prefería perturbar la paz de los pobres animalitos. Él era alguien de catorce años, ocioso y revoltoso, sus padres lo soltaban en la calle para desahogarse un poco.
Se reunía con otros cuatro colegas de travesuras, formando la pandilla del desastre. Durante todo el año se la pasaban metiéndose en problemas, hasta donde el tiempo libre se los permitía, por los daños que causaban a la urbanización donde pertenecían: dañaban las plantas, golpeaban los portones con un balón de futbol, dejaban rocas de gran tamaño en medio de la calle, desinflaban los cauchos de algunos vecinos..., y así se formaba una enorme lista de fechorías, pero gracias a la queja de todo el vecindario, se lograban mantener a raya.
Sin embargo, en diciembre drenaban todo lo que no habían liberado el resto del año. Sus padres, como acuerdo de paz, les compraban todo tipo de fuegos artificiales.
Arrojaban petardos por doquier, siendo el asustar a los perros de las casas, su obra preferida.
Esa noche, se acercaron los cinco a la casa del señor Mora, un viudo anciano que solo disfrutaba estar sentado en la silla mecedora ubicada en la entrada de su casa. Ellos vieron que su mastín napolitano descansaba en uno de los escalones de la entrada, apenas notaban su rostro por el farol de la calle, ya que el resto de la entrada estaba muy oscura.
Se aproximaron percatándose de que su collar estaba sujetado con una cadena a un tubo de metal. Davydson estaba por prender un petardo para tirarlo cerca del perro, pero una voz de anciano lo detuvo.
—Napórimo, el espectro pirómano, los visitará si siguen portándose mal.
Ellos habían recibido un pequeño susto, entonces alumbraron con la linterna de uno de sus teléfonos, desvelando al viejo Mora sentado en su silla preferida, con la piel arrugada, canas y algo de vello en su mentón, los ojos deteriorados por la catarata y una vestimenta sencilla.
—¡Viejo! Es navidad, no Halloween. No intentes asustarnos —expresó Juan, el segundo miembro de la pandilla del desastre.
—Oye, Davydson. Prende el fosforito —término venezolano utilizado para petardos—, y salimos corriendo —susurró Héctor, el tercer miembro.
—¡Espera, animal! No ves que es un viejo, puede morir de un infarto —replicó en voz baja.
—Napórimo solía ser alguien como ustedes —procedió a contar el anciano—. Un día, una de sus jugarretas salió mal y terminó perdiendo sus manos y pies a causa de una terrible explosión. Se dice que desde ese entonces desapareció, no sin antes cambiar su nombre y jurar que hallaría a un grupo de jóvenes para efectuar su travesura más retorcida.
—Oiga, señor. Su historia no tiene sentido —increpó Manuel, el cuarto miembro—. Faltan muchos detalles, además, ¿cómo se movería sin manos ni pies?
—Las pesadillas no necesitan detalles ni sentido, hijo.
—Ah, ya veo —dijo Ernesto, el último miembro—. Es una de esas historias que los adultos usan para enseñarnos una lección...
—Cálmense, muchachos. Vayámonos y ya —dijo Davydson, asintiendo con un gesto sospechoso al grupo.
Todos lo habían captado y se retiraron. El anciano continuó meciéndose en paz, pero él y su perro se sobresaltaron al escuchar una explosión en su techo. Ellos habían lanzado un petardo desde la distancia.
—Malditos, diablillos —masculló el señor Mora, mientras calmaba a su perro.
Los muchachos, en otra calle, reían sin parar. Se mofaban de como hablaba el anciano y de lo que les contó. Caminaban por una vereda, planeando los objetivos de la siguiente urbanización. A pocos metros de llegar a la entrada, vieron a un perro grande echado al otro lado de esa calle, el cual les daba la espalda. Ellos eran los únicos que transitaban, así que se les ocurrió que le arrojarían tres esferas, de las que explotaban tres veces seguidas, y huirían a la siguiente urbanización.
Así lo hicieron, pero al explotar, notaron que el animal no había reaccionado. Intentaron por segunda vez, pero fue lo mismo. Por lo que concluyeron que estaba muerto.
—Que desperdicio —rezongó Ernesto y se fueron caminando. No obstante, Héctor se dio la vuelta para mirarlo por última vez.
El animal reaccionó levantándose sobre las dos patas delanteras y estirando las traseras hacia los lados, y se movió hacia la oscuridad.
Héctor, horrorizado, les señaló a sus amigos que el perro no era un cadáver. Miraron que la criatura ya no estaba y se extrañaron de su espanto, pero Héctor les contó sobre la extraña pirueta que había hecho. Ellos le abuchearon por cobarde. Entre las risas se dieron la vuelta para seguir su camino, y se encontraron con que los dos faroles que iluminaban lo que restaba de vereda estaban apagados.
—¿En qué momento se apagaron? —preguntó Manuel.
Observaron que algo se arrastraba desde lo oscuro, era el perro. Este asomó su cabeza en el área iluminada con la mirada hacia abajo.
—¡Ay, no! —exclamó Héctor y trató de huir, pero Davydson lo sostuvo de su antebrazo.
—Cálmate, gafo. Solo es un perro...
—Oigan —expresó el perro, causando que todos se paralizaran—, ¿me lanzan otros tres explosivos de esos? —, y levantó la cabeza revelando el rostro de un joven que marcaba una sonrisa de dientes puntiagudos y ojos con escleróticas negras y espirales rojos y azules sobre cada iris y pupila—. Asegúrense de que esta vez caigan dentro de mi boca... —, y la abrió, moviendo una lengua morada como si de un tentáculo con vida propia se tratara.
Héctor se desmayó sobre los brazos de Manuel, el resto huyeron despavoridos.
—¡Esperen! ¡No podemos abandonar a Héctor! —gritó Manuel, mientras lo cargaba.
—Déjame ayudarte con la carga —dijo Napórimo mientras algo salía de su espalda—. Un murcielaguito me dijo, que no creías que pudiera moverme sin manos ni pies, pero yo te enseñaré como lo hago —, y dos tentáculos sujetaron al inconsciente Héctor.
Manuel solo pudo pensar en correr, pero también fue atrapado por otras dos extremidades. Ambos muchachos fueron arrastrados a la oscuridad. El monstruo se estiró, removiéndose la piel de perro para exhibir a un chaval con braga de jeans, un tanto sucia y con algunos agujeros en las rodillas; una camisa manga larga verde pino, con una palabra bordada, cada letra de color amarillo claro, que decía: BOOM!
Uno de los tentáculos le colocó una gorra multicolor con hélice entre la maraña de cabellos.
—Gracias, ¿qué haría sin ustedes? —alagó a sus tentáculos.
Saltó a la altura de los faroles de los postes y pregonó una risa aguda en los aires. Los tres muchachos, a unos metros, se detuvieron al ver que los bombillos de los faroles, comenzaron a estallar uno por uno desde la otra entrada de la urbanización. Cada estallido liberaba chispas coloridas en abundancia.
Eso no daría miedo, de no ser porque cada explosión destellaba el rostro de la criatura con una sonrisa exagerada y sus ojos característicos.
Trataron de regresar, pero se encontraron un camino repleto de volcanes de fuegos artificiales que ardían con intensidad. Estaban acorralados.
—¡¿Qué está pasando?! —gritó Ernesto, desesperado.
—¿No es obvio? Nos estamos divirtiendo —expresó un dibujo del monstruo situado sobre el paredón a sus espaldas. Los tentáculos emergieron del paredón, el cual se había vuelto viscoso, y sujetaron a Ernesto, halándolo hacia él.
—¡Auxilio! ¡Me está comiendo...! ¡Mmm! —un tentáculo le tapó la boca. El paredón volvió a endurecerse al terminar de absorberlo.
Davydson y Juan emprendieron su huida cruzando hacia la otra acera. Un petardo apareció en medio de ellos y estalló separándolos: Davydson cayó cerca de la isleta y Juan en medio de la calle. Dos destellos crecían a la distancia, anunciando que un vehículo venía. Por la oscuridad de la calle, el conductor no distinguiría lo suficiente como para detenerse.
—¡Levántate! —alertó Davydson, pero los tentáculos emergieron de la copa de un árbol frondoso de la isleta, y lo sujetaron, elevándolo hacia las hojas.
—¡Nooo! —pregonó Juan con un grito largo.
El vehículo estaba casi cerca, él trató de levantarse, pero estaba pegado al pavimento.
—Olvidé mencionarles —platicó con tono burlón, el espectro humanoide posado sobre un tentáculo como si de un columpio se tratara, la cual descendía de la copa del árbol—, que el fosforito que les lancé, tenía algo de pegamento. Lo inventé yo mismo, ¿no les parece genial?
—¡Déjame en paz, cosa horrible! —Juan continuó gritándole insultos mientras el estupor se apoderaba de su rostro con los focos a solo un metro. Sin duda, moriría atropellado..., para su sorpresa el vehículo eran dos bicicletas, cada una con un farol y conducida por una copia de la misma criatura.
—Hey, niño. No debes estar tirado en medio de la calle, es peligroso —comunicó una de las copias con voz de anciano.
—Estos chicos de hoy son tan imprudentes —platicó la otra copia.
Juan estaba en medio de las dos, ellas siguieron su camino hasta desaparecer en la oscuridad. El muchacho no solo estaba horrorizado sino confundido. Tanta presión le hizo caer desmayado.
El monstruo que colgaba del tentáculo, chasqueó las puntas de sus tentáculos.
Juan despertaba, descubriendo que estaba amarrado con cuerdas de mecha a una cruz. No podía hablar por la pañoleta que cubría su boca. Estaba rodeado de millones de pequeñas bengalas.
Sus amigos también estaban en una situación idéntica. Las cruces estaban recostadas de las paredes y Davydson era el único que no tenía cubierta la boca. Todos lloraban y algunos tenían sus pantalones mojados.
Visualizó mejor el espacio, estaba repleto con todos los fuegos artificiales habidos y por haber. Por la iluminación ámbar y la forma del lugar, se dio cuenta de que estaban todos dentro de una botella de malta.
—¡Gualá! —expresó el monstruo, apareciendo en medio de ellos—. Con todos despiertos, verán mi jugarreta más loca: un estallido de botella. Todos sabemos qué pasa cuando introduces un fosforito encendido en una botella; pero, ¿qué pasará si todos nos introducimos con el fosforito... y toda la pirotecnia del mundo?
—¡Estás demente! —gritó Davydson.
—Es evidente, ya han escuchado acerca de mí. Aunque, un dato más será sumado a mis cuentos: ya hallé a la pandilla perfecta para efectuar mis planes.
—¡Libéranos de aquí, por favor! —suplicó el muchacho muy nervioso.
—Oye, en mi pandilla nadie dice por favor. Es aburrido —contrarió el monstruo—. Ustedes cada año demuestran que son los más divertidos; por eso, pienso que son los más actos para acompañarme a las tinieblas. Me he sentido un poco solo... pero ya no será así —expresó entre carcajadas, levantando el bulto dónde estaría su mano y haciendo que todas las mechas se encendieran, al mismo tiempo, que un petardo gigantesco descendía en el centro desde el pico de la botella.
Davydson se quedó pensando acerca del por favor que le desagradó y recordó cuando Ernesto dijo al anciano sobre que la historia era para darles una lección...
—Lo lamento —dijo, tembloroso. La risa de la criatura se esfumó—. Molestamos a muchos todos estos años y no nos importó el daño que hacíamos. Fuimos insensibles y sin vergüenzas...
—Mi pandilla jamás se disculparía —increpó Napórimo.
—Si todo esto fue para darnos una lección, entonces afirmo que lo lograste. Yo... no, mis amigos y yo estamos arrepentidos de todo —reveló con lágrimas cayendo por sus mejillas. Los demás muchachos también lloraban y asentían con la cabeza.
El espectro percibió que decían la verdad.
—Ya no son divertidos y no califican para ser mi pandilla, son tan aburridos... —los muchachos sintieron un poco de alivio al escucharle—, pero mi jugarreta más loca debe acabar con broche de oro —sonrió y chasqueó los tentáculos, haciendo que el fosforito gigantesco se encendiera.
—¡No! ¡No! ¡No! —gritó Davydson exasperado, al igual que el resto.
Todo estalló dentro de la botella, ocasionando que explotara en miles de pedazos y liberando una humareda espesa. Al cabo de unos minutos esta se dispersaba, dejando ver a Davydson y el resto de la pandilla como si hicieran un círculo. Él abrió los ojos de golpe, todos estaban perplejos. En el centro había fragmentos de la botella.
—Los estaré vigilando —se escuchó la voz del espectro—. Todavía resaltan en mi lista, por lo que rondaré en las adyacencias para cuando vuelvan a calificar. Si vuelvo una vez más, me llevaré al grupo entero. Todo dependerá de cómo se porten juntos y separados. Nos vemos...
Ellos estaban inmóviles, apenas se miraban los unos a los otros.
—¿Qué inventan ahora? —preguntó el señor Mora, acercándose. Él paseaba a su perro con una correa.
—Usted tuvo razón —dijo Manuel al anciano—. De todas las historias de terror que he escuchado, esta ha sido la única verdadera. Ahora, ¿cómo usted sabe que Napórimo es real?
—Él lo sabe porque estuvo en nuestro lugar —contestó Davydson—. ¿No es así, señor Mora?
El anciano dio un suspiro y afirmó lo que Davydson contestó, también les contó que varios de sus amigos de la infancia habían desaparecido por no obedecer. Todos estaban exhaustos por el estrés al que estuvieron sometidos, además de las terroríficas imágenes que les había quedado en la mente.
Se deshicieron de toda la pirotecnia que tenían y cada cual volvió a su casa a compartir con su familia. Nadie les creería lo que vivieron, pero ellos mismos eran testigos de las consecuencias de su mala conducta. El año siguiente, ellos no dejaron de reunirse, hasta donde el tiempo les permitía, pero esta vez los vecinos no reportaron quejas, al contrario, dieron elogios porque ahora ayudaban en la comunidad.
Hay todo tipo de espantos sobre la tierra, pero si eres visitado por uno como Napórimo, entonces siéntete con suerte. Lo único que debes hacer es portarte bien y ser respetuoso con la paz ajena para que no te lleve.
Él aún anda en busca de una pandilla que califique...
Fin
—Prohibido el plagio de este relato o el Reno Mocho sin Rostro, te dará un paseo. Por favor, eviten la pirotecnia por amor a las mascotas. Felices fiestas —les desea este humilde servidor.
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