Estira los brazos y siente la brisa. Escucha el viento silbar cerca de tu oído y no pienses en nada más. Sobre todo, no pienses en que se va a acabar esa maravillosa sensación. Va a ocurrir, por supuesto. Pero no lo pienses. Sólo existe el aquí y el ahora, nada más.

Ahí va la primera. Hace temblar el suelo. Mejor ignóralo. ¿Qué otra cosa puedes hacer?

La segunda cae aún más cerca que la otra. El suelo se agita bajo tus propios pies. Se te pone la piel de gallina. A partir de ahora, puedes empezar a tener miedo. Pero no puedes correr, todavía no.

Sientes la tercera llegar. Y unos pasos que se acercan a ti. Cierras los ojos con fuerza y sientes una mano que agarra tu brazo. Puedes oler su aroma por encima del humo.

Es él.

Te permites abrir los ojos. Ves que está hablando, pero no escuchas nada. El suelo vuelve a temblar y lo único que existe es él, su mirada de terror y las palabras jamás escuchadas, ya perdidas. Y también el incesante pitido en tus oídos, que es lo único que puedes oír.

Te coge del brazo y corréis juntos. Tú no quieres correr, claro. Sólo quieres dejarte ir. Pero le sigues.

Sabes que en el búnker estaréis seguros. Sin embargo, no quieres entrar. Él te obliga.

"¿Por qué?" preguntas. No te escuchas a ti misma, pero él sí. Mueve lo labios. No lo has oído pero sabes lo que ha dicho: "porque te quiero".

Hay más personas dentro del búnker. Varios niños, incluso. Todos aterrorizados.

Te sientas en el suelo al lado de una mujer con un bebé que llora y no emite sonido alguno para ti. Y lloras tú también, en tu particular bola de cristal silenciosa.