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RELATO 2. Ekdíknon, la espada de la venganza

La oscuridad teñía el cielo del Olimpo. Era bien entrada la noche, y solo el repiqueteo del martillo y el crepitar del fuego rompían aquel sepulcral silencio.

Sintiéndose completamente despejado Hefesto trabajaba en su herrería; el sudor se escurría por su frente haciendo que el escaso pero largo pelo de su cabeza se pegara en el parche de tela negra que cubría su cuenca vacía. A pesar de ser el dios del fuego y la forja el calor abrasaba su piel, pero no iba a permitir que aquello fuera un impedimento para terminar la hermosa espada de acero que estaba moldeando.

Era tal el esfuerzo que requería crear semejante obra de arte que su espalda, siempre curvada, empezaba a resentirse por el cansancio. Sin embargo, sus fuertes brazos y sus hábiles manos seguían sujetando la pesada herramienta con la que martilleaba el acero; eran golpes fuertes pero precisos que le permitían moldear el arma a su gusto.

Siempre le había gustado su trabajo; a pesar del sofocante calor le resultaba relajante el poder golpear el acero. Así lograba liberar las tensiones y los problemas de su vida diaria. Sin embargo, en las últimas décadas había empezado a sentirse infravalorado debido al gran avance tecnológico de los humanos; eran ya pocas las espadas y demás enseres que estos forjaban por lo que los festejos en su honor habían disminuido considerablemente, debilitando así su poder.

Pero al fin y al cabo, ¿qué era él? No era más que el fruto de una de las muchas aventuras que Hera había tenido a espaldas de Zeus, su marido. Eso es lo que era, un simple bastardo que desde pequeño había crecido rodeado del odio del más poderoso de los dioses.

En cada golpe de martillo Hefesto volcaba todo el dolor y el rencor que albergaba en su interior y lo transmitía a todas y cada una de las armas que forjaba; quizás por eso las suyas eran las más fuertes y letales. No en vano era el dios de la forja.

El llanto de un recién nacido podía oírse desde cada rincón del Olimpo. Hera, la más poderosa de las diosas, cogió a su hijo en brazos y lo contempló en silencio. Mas su rostro no transmitía la ilusión y el orgullo de las madres.

Hefesto —así había nombrado al recién nacido—, no era un bebé como los demás. Faltaba un ojo en una de sus cuencas, su espalda estaba curvada y tenía el cuerpo repleto de cicatrices. Aquel era el castigo que Zeus había decidido dar a Hera por su infidelidad.

—¿Para qué quiero yo a un hijo tullido? ¡No quiero volver a verle! —gritó la madre mientras se levantaba y dejaba caer al recién nacido.

Se oyó el crujir de los delicados huesos del neonato al golpear contra el suelo, y a pesar de que Atenea rápidamente recogió al pequeño y lo acogió como a su propio hijo, su auténtica madre lo había condenado a una vida repleta de desdicha. Sus huesos jamás se recuperaron, y desde el momento en que empezó a andar tuvo que hacerlo con la ayuda de un bastón.

Las lágrimas empezaron a recorrer su rostro al recordar el cómo su madre le había abandonado. Al principio, cuando no era más que un niño, al recordar aquel día sentía cómo el dolor empezaba a crecer en su pecho y se le cortaba la respiración. Perp, con el paso del tiempo, ese dolor se fue transformando en despecho y finalmente se convirtió en odio. Un odio que le reconcomía las entrañas y le dominaba por completo.

Enjugando las lágrimas de ira y frustración, Hefesto golpeó nuevamente el acero candente que tenía ante él y lo contempló maravillado. Al fin había terminado su nueva obra de arte; era la mejor de las espadas que había forjado hasta la fecha.

Afiló el acero todavía templado, y mientras la mirada del único ojo que tenía se perdía entre las chispas, un nuevo recuerdo acudió a él.

Un Hefesto de no más de quince años entrenaba con Atenea en el patio de su casa. En aquellos años había aprendido a convertir sus debilidades en fortalezas, y el amor con el que la diosa de la guerra le había criado había aplacado parte del odio que anidaba en su interior.

Ambos dioses estaban enzarzados en una muy igualada batalla; se lanzaban hábiles estocadas que conseguían esquivar con destreza, pero poco a poco sus fuerzas iban menguando por el cansancio.

—Es suficiente por hoy, Hefesto —habló Atenea mientras abrazaba con fuerza al que consideraba su hijo.

El joven dios cerró los ojos y se dejó llevar por aquella embriagadora calidez, pero cuando el característico hedor de la sangre acudió a él volvió a abrirlos y se encontró con una desoladora imagen.

Hera empuñaba la espada con la que había atravesado el corazón de Atenea, cuyo cuerpo yacía sin vida ante él. Sintió las lágrimas recorrer sus mejillas y un desgarrador grito salió de su garganta.

Y entonces, tras ver la sonrisa repleta de maldad que le dedicó la que era su auténtica madre, tomó una decisión.

Iba a vengar la muerte de Atenea. Iba a limpiar el Olimpo de todos aquellos dioses que no se merecían estar en el poder.

Cuando volvió en sí tras aquel recuerdo de tantos años atrás contempló embelesado el arma que tenía ante él: una ligera pero fuerte espada de doble filo que resplandecía con la luz del fuego. Ekdíknon; la espada de la venganza.

Hecha de bronce celestial y oro irrompible, forjada con magia pura y sumergida en las aguas del inframundo, aseguraba ser la espada más letal de todos los tiempos. Era liviana entre sus nudosas manos y revelaba un brillo cautivador; una sola estocada y el más poderoso de los dioses podía caer.

—Zeus —pronunciaron sus labios agrietados con tanto odio que su cuerpo se estremeció—. El dios del cielo, rey de los dioses. —Soltó una carcajada macabra que le sacó un hilillo de saliva—. Y Hera, la diosa de la Tierra, la Gran Madre... Mi madre.

Recordó su rostro infeliz al mirarlo a él cuando nació, su cuerpo rugoso y grotesco, la decepción que mostró Hera y el asco que sintió al sostenerlo. Sus ojos enseñaron lo que pensaba: un monstruo, había concebido a un monstruo.

Un estremecimiento sacudió su cuerpo, el rencor que sentía por sus progenitores lo invadió con tal fuerza que una ira encandiladora le escureció la mente y trabajó en su interior.

—¡Los dos caerán bajo el filo de esta espada! ¡Sucumbirán, yo, Hefesto, dios del fuego y la forja, lo prometo!

Apretó la espada, y al descender su mirada al mango frío que sostenía su ira se aplacó un poco, solo lo suficiente para reconocer su obra maestra, su arma mortífera. Pero no era suficiente; requería que fuese más que una simple espada que necesitara ser empuñada. La necesitaba...

—Viva —susurró para sí mismo, absorto.

Así que la bañó en su sangre, para darle la fuerza sempiterna de un dios, y le concedió el don de la vida y la conciencia.

Hefesto rió cuando terminó su proeza. Eran carcajadas tan estruendosas que resonaban en los confines de su fragua y asustaban a sus ayudantes.

—Sucumbirán, sucumbirán —repetía arrebatadamente, como un rezo dedicado únicamente a Ekdíknon.

Podía imaginar con toda claridad los rostros aterrorizados de los presuntuosos habitantes del Olimpo cuando llegara como una impetuosa agitación dispuesta a prenderle fuego a todo. Se extasió imaginando el espanto en el semblante de Zeus, su posición de defensa, preparándose para luchar, y su sorpresa, oh, cuánto quería ver la sorpresa en su rostro cuando fuese él, el hijo bastardo, quien lo matara. Y Hera... A ella la dejaría al final, se deleitaría con su pánico, sus gritos serían una hermosa melodía. La aniquilaría con lentitud, la obligaría a postrarse ante él y pedirle perdón. Entonces Ekdíknon vengaría siglos de humillación.

No caigas ante el odio, pronunció una voz. Resonó interminablemente, como un eco, con un tono serio y sereno, una voz que denotaba madurez.

Fue tal el espanto de Hefesto que se levantó precipitadamente de su silla de oro y miró en todas direcciones en busca del dueño de aquella voz.

—¿Quién ha hablado? —gritó.

No permitas que tu odio te ciegue, Hefesto.

Se enfureció con quienquiera que estuviera burlándose de él. Sacó su cuchillo forjado con diamantes para defenderse, pero nadie atacó.

—¿Cómo has entrado a mi fragua? —rugió—. ¿Acaso no sabes quién soy yo? ¡Muéstrate!

Estoy aquí. Puedes verme. Era una voz exquisita, cada palabra pronunciada era como una melodía que cobraba gloria. Por un momento desconcertó a Hefesto, pues en la habitación no había nadie más que él mismo. Todo estaba conformado por sus herramientas de trabajo y la enorme hornilla que nunca se apagaba.

—No juegues conmigo. ¡Muéstrate, he dicho!

Hefesto, dijo tranquilamente. Abandona tus planes y retorna hacia otro camino.

La frase se repitió varias veces, hasta extinguirse lentamente y convertirse en un mortecino murmullo. Pero se perpetuó en los oídos de Hefesto, perforando su cabeza e intentando manipular sus ideas.

Se encajó las uñas en las sienes y se jaló los delgados cabellos. Quería desaparecer esa voz de su cabeza.

—¡Deja de jugar conmigo!

Y causó que el fuego en la hornilla rugiera y se alzara febrilmente.

No puedo permitir que me uses en tu ardid rencoroso. Hefesto, abandona tus planes malévolos. Tus pensamientos retorcidos solo te conducirán al sufrimiento. La venganza a mí no me pertenece, como tú lo crees.

Entonces su mirada decayó en la espada que reposaba en la plataforma de piedra, inmóvil e inanimada. O eso parecía.

—¿Ekdíknon? —preguntó con incredulidad.

Sí, señor. Soy su creación.

Se sintió regocijado, pero la felicidad se diluyó con profusa rapidez al recordar las palabras de la espada.

—Tú vas a conseguir mi venganza. Tú serás el arma que utilice para aniquilar a esos dos. —Decir sus nombres le daba repugnancia—. Tú vengarás mi humillación. ¡Tú lo harás!

No estoy de acuerdo con el propósito que me has dado. No es justo para nadie.

Entonces Hefesto estalló. El fuego en la hornilla crepitó, como un rugido furioso, y emergió incapaz de contenerse. Todo se convirtió en llamas, tan densas y altas que en cuestión de minutos nada quedaría en pie.

—¿Tú qué sabes de justicia? Solo eres una espada, una obra mía.

Estás cegado, no puedes ver las cosas objetivamente, así que tengo más conocimiento de la justicia que tú.

—¡Yo te creé! ¡No puedes revelarte!

Sí, eres mi creador, aceptó Ekdíknon humildemente. Pero me has concedido la conciencia, y esta no me tolera actuar como tú deseas. Hefesto, por favor, abandona tus planes retorcidos y retorna hacia otro camino. Solo sufrirás si continúas con este derrotero.

—¿Por qué quieres salvar a Zeus y a Hera? ¿Qué te han dado ellos para que los protejas? —Sus ojos se empañaros de lágrimas furiosas, pero muy dentro de él, se sintió herido, porque hasta su más grande creación lo había traicionado igual que sus enemigos—. ¡Ellos no te han dado nada!

Si los aniquilas, el equilibrio en el cielo y la tierra se desbaratará. Habrá caos en cualquier lugar.

—¿Y eso qué importa? Esos dos me han tratado como basura, me han humillado. Deben pagar lo que hicieron.

¿Por la venganza de uno caerán todos? Si matas al rey de los dioses, la humanidad y todas las formas de vida morirán con él. ¡Tú morirás, Hefesto! ¿Vas a sacrificar a millones de vidas con tal de conseguir tu venganza?

Hefesto no titubeó.

—¿Qué ha hecho por mí la humanidad? Soy el dios más despreciado. No me importa si también sucumben.

Eres mi creador, pero no puedo permitirte que sacrifiques injustamente a todo el mundo por tu odio.

Ekdíknon se alzó.

Todo sucedió repentinamente.

La espada atravesó el corazón de Hefesto, que cayó de rodillas y no fue capaz de tomar un último aliento. Murió, por la represión de su misma obra, para salvación del mundo entero.

Quiero dar las gracias a JAJonesJA por esta fantástica colaboración. ¡Ha sido todo un verdadero honor trabajar contigo! Estoy muy orgullosa de nuestro trabajo; estaré siempre agradecida a la editorial por habernos mandado el reto de trabajar juntas :)

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