Sanguinem et atramento
Sir Liber de Atra fue, tiempo atrás, un reputado escritor conocido por sus contemporáneos de todos los grupos coetáneos; asimismo, en cualquier escalafón social -incluidos los más bajos- su nombre podía ser escuchado al igual que el título de sus obras, el cual era pronunciado con verdadera reverencia.
Era el escritor.
Era. Ya no.
Hacía tiempo que las musas no respondían a su llamada. La inspiración parecía haberlo abandonado sin mostrar conmiseración alguna hacia su persona.
Se había ido, dejándolo cual soldado desarmado -las palabras, munición de su pluma certera, no llegaban- frente a los peores enemigos imaginables: una hoja en blanco y una noche en vela por delante intentando, en vano, plasmar en aquella vacía extensión algo que mereciera la pena y, por qué no, también la dicha de haber empleado tinta para algo que no fueran hojas arrugadas en un arranque de frustración.
Esa madrugada parecía reunir todos los ingredientes para engrosar la ya de por sí larga lista de noches en blanco, de noches frente a una hoja en blanco: la fantasmagórica luz lunar y un silencio sepulcral desgarrado de vez en cuando por el canto de algún ave habitante de las sombras; en el estudio de Sir Liber, el fuego crepitaba con timidez, los viejos volúmenes observaban con muda curiosidad desde sus estantes y el espeso líquido aguardaba en el tintero, expectante, a entrar en contacto con la pluma y transformarse en los renglones carmesí que relataran el nuevo éxito de aquel afamado escritor ahora sin inspiración.
Sir Liber de Atra, acomodado en su sillón de terciopelo azul cobalto, siempre tuvo la costumbre de escribir con tinta roja. Le gustaba ese color: el de la sangre; la misma sangre que aparecía, tal vez con demasiada frecuencia, en sus truculentos escritos, aquellos que los morbosos lectores devoraban con avidez. A mayor atrocidad y barbarie, mayor éxito parecía obtener la obra; era esa una realidad de la que él no tenía reparos en aprovecharse. El único impedimento era aquella dichosa falta de inspiración.
El crepitar del fuego pareció aumentar su intensidad como presagio del milagro que ocurrió en aquel preciso instante: las musas, al fin, volvieron a susurrarle al oído lo que debía escribir.
Durante un lapso de tiempo impreciso que no hubiera sabido concretar, la pluma de Sir Liber se deslizó sobre aquel blanco lienzo en el que trazó las primeras líneas de su nueva obra. Las palabras acudían a él con tal facilidad que la trama no tardó en cobrar vida propia.
Caedes, el personaje principal, era un desgraciado en el más amplio sentido de la palabra: hijo de una prostituta que, al dar a luz, lo abandonó en uno de los más inmundos callejones de la ciudad, logró sobrevivir -sabe Dios o el demonio cómo- y se dedicó a delinquir desde que tuvo uso de razón. La inmundicia fue su compañera de vida; la muerte, una invitada ocasional a la que conoció en algún momento previo a su décimo cumpleaños -del que, como era lógico, ignoraba por completo la fecha.
El caso es que Caedes mató a un hombre que le había quitado el trozo de pan mohoso que había robado días atrás. Era viejo y, para más inri, se encontraba beodo. Su estado de ebriedad le facilitó el desplazarlo hasta el río, de corruptas aguas, y arrojar su cuerpo, adormilado por el alcohol, para que se ahogara en ellas.
Caedes, ladrón y asesino. Niño que creció hasta convertirse en un joven sin escrúpulos, con otras muertes tras él que no le producían el más mínimo remordimiento.
Odiaba a todo y a todos, especialmente a aquellos que eran pudientes y tenían la vida de comodidades que él no era siquiera capaz de imaginar. Oh, pero a aquellos ricachones sí les gustaba inmiscuirse en las miserias de los bajos fondos; él sabía que disfrutaban conocer, o simplemente imaginar, los sucesos carentes de moral que acontecían en aquellos callejones que recogían lo peor de la sociedad.
Caedes decidió unir su sed de venganza y muerte con las avariciosas ansias de aquellos que disfrutaban con el conocimiento de crímenes y actos prohibidos. Un festín para el que ya había elegido comensal, fecha -aquella misma noche- y cómplice -el fantasmal velo de la luna, que, junto al ululato de un búho, lo ampararía en su cometido.
Caedes sabía que su plan era plenamente infalible: entrar al recinto no presentaba la más mínima dificultad, forzar la cerradura de la puerta principal fue como robarle a un niño -y él de hurtos entendía más que nadie- y saber dónde se encontraba a esas horas de la madrugada su víctima fue, sin duda, lo más fácil.
Recorrer el largo pasillo en penumbras que desemboca a un amplio espacio abierto, descartar las dos primeras habitaciones, abrir la puerta de la tercera, la del estudio. Ahí está él.
Rodeado de viejos volúmenes, arrellanado en su sillón de terciopelo azul cobalto y oyendo el crepitar del fuego; ajeno a las inaudibles pisadas de Caedes, plenamente concentrado en la tarea que lo ocupa: escribir con su pluma líneas de tinta roja...
...como la sangre que comienza a salir a borbotones de su garganta cuando Caedes la sesga con su daga.
Sangre y tinta mezclándose y confundiéndose sobre el papel en el que Sir Liber de Atra escribía hasta que ha sido asesinado por ¿su propio personaje?
***
Microrrelato muchísimo más largo de lo que viene siendo costumbre en esta obra, pero se me terminó yendo de las manos y ya pues dejé que fluyera.
Este relato es la respuesta a un reto de Genista77 y DanteVerne. ¡Una no puede hacer trabajos de filosofía in extremis sin que la líen en retos de escritura mientras tanto! XD
Bueno, a ver qué versión de los hechos escribís vosotros ;)
Yo he terminado haciendo una adaptación de un relato de Julio Cortázar titulado Continuidad de los parques.
Dato curioso: este cuento (más bien, una actividad que hicimos con él en clase hace años) me llevó a inventar una historia... que ahora está quedando casi en el olvido... Pero, bueno, a lo que iba, que le tengo mucho cariño a este cuento (si no lo conocéis, leedlo, que mola mucho).
¡Hasta la próxima! :D
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