Obsidiana
Al pequeño Darío lo embargaba la felicidad. No veía la hora de que concluyera el minuto cívico para que el nuevo año escolar diera inicio. Ahora estaba en segundo de básica, lo que quería decir que muy pronto le enseñarían a leer y escribir.
La impaciencia lo sobrepasaba, quería cuanto antes conocer los diferentes fonemas, consonantes y su variedad de combinaciones. Y todo por una razón: escribirle una carta a una de sus compañeras que lo había conquistado con su brillante mirada. Fue verla para que su corazón infantil e inocente empezara a latir de un modo incomprensible.
La primera semana transcurrió con lentitud, para desesperación de Darío. El primer día los hicieron pasar al frente a mencionar cómo invirtieron el tiempo en vacaciones. Desde su banca escuchó desganado a sus compañeros hablar de playas, nevados, cascadas y un sinfín de lugares visitados por estos. Luego prosiguieron con un repaso general de los temas tratados el año anterior. Las siguientes semanas no fueron diferentes.
Un mes completo se mantuvieron así. De permanecer en la misma línea, Darío pensó, que no iba a resistir más. Tendría que buscar a alguien que lo ayudara en su cometido. Torció el gesto al pensar en su hermano mayor: un futuro donjuán en ciernes. Se burlaría de él, después de obligarlo a revelar la urgencia por aprender a leer y escribir. Dejó caer los brazos en el pupitre, frustrado. No le quedaba otro remedio que esperar.
Cerca de aceptar la derrota, irrumpió en el aula la señora encargada de la limpieza. Una mujer muy amable con los niños. De pronto, una idea le iluminó la mente. Sonrió al imaginarse cómo sería verla reflejada encima de su cabeza adquiriendo la forma de un foco esmerilado, igual que en las caricaturas.
Ella, pensó mirándola con una angelical sonrisa. Doña Lola me puede ayudar.
Se armó de paciencia para resistir como un verdadero mártir que la materia de manualidades finalizara, introduciendo de manera aburrida y casi mecánica un trozo de hilo en una gruesa aguja.
Un vez el recreo llegó, fue a buscar de inmediato a doña Lola al inmueble que esta ocupaba cerca de la dirección. Al llegar al sitio, le expuso su petición con una luz esperanzadora. La mujer le dedicó una tierna sonrisa mientras le mecía el cabello. Tomó un cuaderno y una pluma que descansaban encima de una desvaída mesa y procedió a tomar nota de todo lo que el pequeño le susurró con voz candorosa.
Después de haber logrado su objetivo, Darío estrechó la mano de doña Lola. Gesto que los adultos usaban muy a menudo e intuyó denotaba respeto hacia la otra persona. Se despidió de ella agradeciendo la invaluable ayuda.
De vuelta en el patio, buscó con la vista a la niña de mirada luminosa. La divisó en escasos segundos. Esperó a que estuviera sola para entregarle la carta, la misma que le rebotaba en el pecho a causa de su acelerado corazón. Por suerte, no tendría que informarle acerca del contenido, Gema provenía de una escuela más avanzada en dónde aprendió a leer con verdadera destreza.
Al vislumbrar la inexistente presencia de niños alrededor de su compañera, aceleró el paso. Ya frente a frente, algo que no supo identificar la causa, le impidió mover las cuerdas vocales. Tomó una de las pequeñas manos de la niña y depositó el papel, apretando con dedos temblorosos la palma de esta, indicándole que la misiva era para ella, luego se fue corriendo a toda prisa.
Gema lo vio alejarse, extrañada por ese comportamiento. Extendió la mano, curiosa. Una hoja arrancada de un cuaderno hizo acto de presencia. La improvisada carta, escrita con una caligrafía algo torcida y llena de errores ortográficos, decía:
eres la niña con los hojos negros mas ermosos que alguna ves aya bisto.
La pequeña, contempló la nota con una mezcla de incredulidad y emoción a la vez. Nadie le había dicho unas palabras tan bonitas. Bueno, sus papás sí, pero ellos no contaban en esa ocasión. También comprendió esa sensación rara que sintió al leer esos vocablos: se debía al escaso conocimiento de ortografía con que fueron elaborados.
La profesora de su anterior escuela solía decir que el sentido común humano emite una alerta cuando un texto o palabra está mal escrita. Sensación que la mayoría de personas optan por reprimir, ya sea por pereza de buscar un diccionario, o porque en definitiva gustan de vivir en la ignorancia.
A pesar de ser consciente de los errores de aquellas palabras, Gema conservó la hoja como si de un gran tesoro se tratara.
El timbre del patio puso fin al receso. Se dirigió al aula dispuesta a decirle al niño lo feliz que le había puesto su carta.
Al llegar, se fue directo al asiento. La maestra ya estaba en su escritorio. Miró de soslayo a Darío, este le dedicó una mirada tímida. Ella le sonrió y Darío recuperó la confianza perdida. Confianza que se evaporó cuando la profesora al proceder con el repaso del abecedario pidió a los alumnos ejemplos de palabras que comenzaran con "h".
—¡Hilo! —pronunció, Hernán.
—¡Helado! —intervino, Hilda.
—¡Ojos! —gritó orgulloso, Hugo.
La profesora pidió silencio al alumnado para rectificar lo expresado por el pequeño.
—Te equivocas, Hugo. Ojos no lleva "h"
—Doña Lola me dijo que "ojos" se escribe con "h" al inicio —se defendió el chiquillo—. Mientras esperaba el recorrido escolar le pedí ejemplos para adelantar el deber y ese fue el que ella me dio.
Adelantándose un poco a la materia, la maestra le explicó al niño el porqué de su error.
Darío oyó la explicación en silencio, avergonzado por el descubrimiento. En la misiva que le escribió a Gema la palabra "ojos" estaba escrita con "h" inicial. Había memorizado esas letras junto al color que definía sus preciosos luceros, con el fin de volver a escribirla él mismo en el futuro. Era consciente de que la misma no fue escrita por su puño, pero sentía que eso no lo eximía de la culpa. Todos en el grado
conocían la excelente ortografía que tenía Gema a sus cortos seis años, la misma que se fortalecería con el paso del tiempo.
El niño clavó la vista en un lateral del salón, temeroso de encontrarse con los censuradores "ojos" (que ahora sabía no llevaba"h") de su compañera de clase. Se mantuvo así hasta que llegó la hora de abandonar la escuela.
Para sorpresa de él, Gema no le hizo ningún reclamo. La niña se acercó con una amigable sonrisa y le agradeció las bonitas palabras. Darío se sintió feliz por el favorable desenlace.
Entre risas y juegos esperaron que el recorrido estudiantil los recogiera. La tertulia se detuvo cuando Darío atisbó a doña Lola, afanada con la limpieza del patio. Dejó la mochila a un lado y fue hasta ella.
Gema observó a lo lejos la expresión sorprendida de la mujer por algo que le decía Darío. Seguramente le estaba aclarando cierto problema de ortografía. El chiquillo corrió de vuelta una vez cumplió el objetivo. Subieron juntos al vehículo escolar que esperaba estacionado en la acera, los pequeños se alejaron contentos del lugar. Ese día lo recordarían como un suceso muy especial en sus vidas.
—¿Rememorando viejos tiempos? —preguntó Gema, observando a Darío con expresión divertida mientras este inspeccionaba el escritorio.
Darío levantó la vista del papel desgastado por los dobleces en el que doña Lola redactó aquel mensaje a petición de él en su época infantil. Su esposa seguía teniendo los ojos negros más hermosos que alguna vez haya visto. Tan refulgentes como el obsequio que le había comprado.
—Nunca me cansaré de hacerlo —concedió juguetón. Gema chilló cuando de improviso la sentó en su regazo—. Estaba buscando tu regalo. Esta vez lo escondí bien —rio. Aquel día cumplían tres años de casados y Gema siempre se daba modos para encontrar sus escondites—. Toma, cariño —extendió una pequeña caja.
Ella abrió emocionada la cajita de terciopelo. Una delicada cadena plateada de la cual pendía un dije negro, brillante ante la luz, la enterneció en gran proporción.
—Obsidiana, como el color de tus ojos. —Le acarició la mejilla—. Los ojos negros más hermosos que alguna vez haya visto.
Gema le dio un beso lleno de amor. Sacó de la espalda el obsequio que tenía para él.
—Esto es para ti, cielo.
Darío aceptó el presente, encantado. Intuyó que era un juego de mancuernas. El envoltorio también incluía una hoja enrollada atada con una cinta. Retiró el lazo y soltó una carcajada a leer el contenido:
eres el ombre con los hojos verdes mas ermosos que alguna ves aya bisto.
—Te amo —susurró Darío con dulzura.
—Y yo a ti, amor. —Gema le dedicó una pícara sonrisa, lo llevó del brazo hacia la habitación matrimonial, en donde encontrarían algo que los haría felices a los dos.
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