Congelado
Descarte de Crónicas I.
Las finas tiras de vapor fluyen en el aire desde mi ya desierta taza de café hacia la atmósfera que me rodea, con mis heladas manos sujeto el envase sobre mi mesa con el fin de absorber un poco de su calor.
Miro a través de la ventana y el panorama no es muy alentador: la neblina apenas me deja ver lo que sea que haya fuera de esta cafetería, el ambiente gélido del exterior cubrió el cristal con escarcha, la cual brilla blanquecina en los bordes. Se supone que estamos en Marzo, la primavera debió empezar hace un par de días, aunque sé que el sol no volverá a tocar mi corazón.
Desde el mostrador, vistiendo su delantal, la mesera se acerca con la tetera en sus manos. Ella había notado que mi taza ya estaba vacía así que, sin preguntar, sirvió más en el contenedor.
—Gracias, Agnes —digo casi como un susurro.
—No es nada, Daniel, pero... ¿no crees que es un mal día para estar aquí? —me pregunta ella con amabilidad, sin ser grosera, normal en ella.
—¿A qué te refieres?
—Eso lo puedes ver tu mismo, hijo, afuera el mundo parece un apocalipsis invernal y tú decides venir aquí, a estar sólo —dice con un tono comprensivo y como si sintiese cierta lástima. Y tiene razón al tenerla, suspiro cansado.
—Es que, ya sabe... —comienzo a vacilar antes de quebrarme— Esto es muy difícil, Agnes, no... no puedo más. Este lugar es lo único que me recuerda a ella, y no puedo dejarla ir.
—Ay, hijo... —responde lamentándose— Todos perdimos un poco de nosotros cuando Mia... cuando pasó a mejor vida —me relata mientras se limpia el rostro con un pañuelo que tomó de su delantal—. No sólo es un capuccino de vainilla y un panqué de chocolate que ya no sirvo; es una sonrisa que ya no veo, una gran persona que ya no me cuenta su día o trata de animar el mío. Éramos vendedora y cliente, pero aun así logré estimarla —su historia me conmueve y, aun así, prosigue—. Tal vez yo no sea nadie para darte consejos, pero debes dejarla ir. Si la amaste, déjala ir.
Mi corazón se siente como si se congelara, como si estuviera enterrado sólo en un montículo de nieve y lo viese desde el interior de una caja de cristal. Las lágrimas vuelven mi rostro salado e inmediatamente las limpio y sostengo el puente de mi nariz con las yemas de mis dedos índice y pulgar.
Miro hacia el frente y le explico a la mujer sin siquiera observarla.
—No lo entiendes... no estoy sólo.
—Nadie lo está nunca, querido —dice mientras se dirige a la cocina detrás del mostrador.
Yo observo a la persona que está sentada frente a mí con su cabello castaño oscuro contorneando su delicado rostro, su mirada seria que deja caer una lágrima congelada y sus labios azulado por el frío. Me mira a los ojos y mi corazón estalla por una nube de gélida agonía que lo cubre, como un cambio en la presión. Miro hacia dónde está Agnes y le digo:
—No lo entiendes, ella está aquí por tu culpa.
Las luces se apagan y yo sigo tomando de mi café, ignorando los platos que se quiebran desde el fondo del local.
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