Me revuelvo inquieta en la silla. Una sonrisa nerviosa en los labios. Ceño fruncido. Negando con la cabeza sin razón aparente (aunque en realidad sí). El corazón a punto de estallar, lanzando toda la cordura que me queda allí dentro a millas de distancia. ¿Por qué ahora? Nunca me hablaste, no después de aquello, al menos. Sin embargo, ahora que parecía haberte olvidado, lo haces. Y no sólo interrumpes una efectiva recuperación de sentimientos no correspondidos, sino que encima me preguntas por ellos. Me limito a sonreír sarcásticasticamente, mientras levanto mis cejas en una de mis típicas señales de dolida indignación, un leve bufido escapando de mis labios. Quiero decirte que te he olvidado, que ya no duele, que no me importa. Pero no puedo. Porque no te he olvidado. Sí me dueles. Sí me importa. Así que sigo con esa sonrisa sarcástica, una que te hace observarme con una mirada desafiante y una sonrisa retadora, que pide a gritos que la besen. Pero contradigo cualquier rastro de sentimiento al contestar contra todo pronóstico un "¿Sabes que todo fue una broma, no?".