La huida
El ruido de sus pies golpeando el suelo retumba en la inmensidad del silencioso bosque, rompiendo la quietud. Se esfuerza por esquivar los troncos que aparecen en su camino mientras continúa adentrándose en la espesura en una carrera desenfrenada a lo desconocido, su camino apenas iluminado por los destellos de la luna llena que se cuelan a través de los pequeños espacios vacíos que dejan las ramas.
Al oír la forma en que sus zapatos resuenan sobre la tierra y arrastran piedras sueltas, se percata de que con sus ruidosos pasos y su respiración agitada delata su ubicación. Asustada por su descubrimiento, detiene su avance y se recuesta contra un árbol, con la idea de observar a su alrededor y procurar vislumbrar algo en medio de la oscuridad. Aguza el oído e intenta averiguar si aún la está persiguiendo, pero no escucha más que el susurrar de las hojas al ser mecidas por el viento, el continuo jadeo que produce al respirar y el latido de su propio corazón, que retumba en su cabeza.
Cada alimaña que quiebra una rama en su deambular nocturno es una amenaza inminente, por lo que toma conciencia de que debe tranquilizarse, de lo contrario, le resultará imposible percibir cuando el peligro se encuentre realmente cerca. Controla su respiración y se fuerza a serenarse. Parece dar resultado hasta que vislumbra un par de brillantes ojos rojos enfrentándola desde el árbol más próximo.
Una serie de temblores recorren su cuerpo y le resulta imposible moverse de aquel lugar donde quedó paralizada. Pronto se percata de que ya no queda escapatoria, no hay dónde huir. Cierra los ojos con fuerza y se entrega a su destino. Apenas unos instantes después, siente las afiladas garras entrando en contacto con su pecho, rasguñando y pinchando primero, desgarrándola después.
Abre nuevamente los ojos unos momentos más tarde. Se encuentra, una vez más, en su sala, recostada en el sofá. Todavía tiene el pulso acelerado y siente las gotas de sudor frío recorriendo su espalda y su frente. De manera inconsciente, lleva sus manos al sitio donde aquellas garras habían profanado su cuerpo; al retirarlas, las descubre manchadas de una sustancia color carmesí. Sangre. ¿La suya?
Recuerda entonces las sensaciones que experimentó cuando aquel monstruo se abrió paso en ella, atravesándola desde su mismo interior. Se arrepiente de no haber sido más fuerte, de no poder controlarse. Lamenta haber visto todo rojo, dejando lugar a que la ira, aquella enemiga escondida dentro de sí misma, dominara su accionar. Se arrepiente, pero sabe que ya es tarde.
Es tarde, y necesita continuar repitiéndoselo a medida que arrastra el cuerpo inerte de aquel hombre hacia su auto para llevarlo a algún lugar donde nadie lo encuentre.
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