Ella tocaba el piano. Lo tocaba todos los días, siempre que podía. Sus gráciles dedos acariciaban las teclas de un lado para otro, produciendo notas, suaves melodías o interesantes piezas. Aquella habitación era iluminada a cualquier hora con su hermosa música, hasta que un día, dejó de escucharse; un día no fueron sus dedos los que tocaron las teclas del piano, sino su sangre.

Todos pensaron que después de la desgracia nunca más volverían a escuchar su música, pero estaban equivocados. Porque su espíritu siempre volvería por las noches, para hacer sonar las teclas del piano.