Reto#9 ( El juego de las apariencias)
RETO:
Hacer una historia del género que mas nos cueste escribir. Elegí drama.
El sol del mediodía, alto y resplandeciente, le hizo creer que hoy sería un día bueno. Y Miguel le tomó la palabra.
Volvía de clases. Había dormido mal así que estaba somnoliento (y enfurruñado como un gato, como solía decirle Rafael) Solo deseaba llegar a su casa, darse un largo baño y luego acostarse un rato.
Le sorprendió ver el auto de su padre en la puerta, a esta hora el solía estar en el trabajo. No le dio un pensamiento de más a ese asunto y arrastrando los pies subió las escaleras hacia el piso superior, donde estaba su cuarto.
Abrió la puerta con un bostezo largo, mientras se quitaba la mochila del hombro y fue entonces cuando lo vio.
Su padre estaba sentado en su cama pasando las páginas de un cuaderno.
Miguel tragó saliva.
—Papá...
El señor Acosta levantó la cabeza al escucharlo. Una mueca despreciativa competía en intensidad con el brillo fúrico de sus ojos claros.
—Solo entré para ver si había dejado aquí el carnet de la clínica. No puedo encontrarlo.
"Entré para buscar un carnet y terminé encontrando un secreto" pareció decir. Pero no era verdad eso, no era un secreto lo que tenía en sus manos, era una verdad que él no quería ver.
Miguel asintió con un gesto nervioso.
— ¿Saliste antes?
—Si—respondió Miguel—La profesora de Educación física faltó.
—La segunda vez en la semana. Por lo visto les pagan para quedarse en casa.
Él no respondió nada. Su padre tenía quejas contra todos por esto y aquello. Le impacientaba el trabajo mediocre, según él, de la mayoría de los empleados estatales, la poca responsabilidad de los funcionarios públicos, la indiferencia de los políticos al gobierno. Y así podría seguir una lista larga de acusaciones y descontentos. Nadie tenía la ética de trabajo que él tenía, ni sus principios y valores en la vida, ni su compromiso con la palabra. En fin, se creía perfecto, por eso las particularidades de Miguel le ofendían tanto, opacaban su brillo.
—Tengo que cambiarme—musitó Miguel.
Su padre levantó la cabeza y se encontró con sus ojos celestes, tan parecidos a los de él.
—Así que esto es lo que te atrae.
Miguel echó un vistazo a aquellas páginas llenas de dibujos. Le había llevado un gran trabajo hacer los diseños. Tenía la loca ilusión de ver algún día sus vestidos en una pasarela, se veía sonriendo entre el susurrar de los lienzos y el brillo indómito de las lentejuelas.
—Es lo que soy—dijo y no hubo titubeo en su voz. Él podía quitarle todo menos sus sueños.
—Un marica que prefiere dibujar vestidos de princesa en vez de buscar ser alguien en la vida. Si mi padre te viera...
—¿Qué?—respondió sorprendiéndose a sí mismo—¿Qué pasaría si me viera el abuelo?
—Ver en lo que te estás convirtiendo sería como clavarle un puñal en el corazón.
Miguel se rió pero en su risa solo hubo amargura.
—Entonces que suerte para él que ya no este. Y también que suerte para mí. Con tu mirada de absoluto asco y decepción ya tengo bastante.
Su padre se rió. Una risa envenenada y cruel que solo era un preludio a sus palabras.
—¿Asco? Asco me da comer cada tres domingos los revoltijos grasosos a los que tu tía Judith llama almuerzo. Decepción es pagar por un café de calidad y terminar tomando leche diluida. No, lo que tú me provocas con tus maneras afeminadas y tus gustos antinaturales es algo para lo cual aún no tengo nombre.
Los ojos de Miguel se cristalizaron. Fue difícil tragar el nudo que se le atoró en la garganta. Mas duro fue respirar sin sentir que el aire escaseaba, pues su pecho ardía herido por dagas certeras y bien calculadas.
—Entonces...—La voz se le quebró pero se esforzó en hacerse entender—Entonces si tanto me rechazas para que seguimos jugando este juego. Este en el cual soy tu amado hijo, y tú eres mi querido padre, este que tiene reglas que limitan mi voz y un tablero en el cual me empujas a avanzar hasta las casillas que crees correctas. Pero sabes qué, soy un mal jugador, pues todos pueden ver la trampa. Juegas con piezas falsas papá, porque tienes miedo a perder tu imagen.
El señor Acosta se puso de pie. En su rostro podía leerse una advertencia.
—Te he dado todo: educación, techo, ropa, alimento y un montón de cosas mas. Solo debías vivir, a cambio, decentemente, para que mi esfuerzo de años no fuera en vano. Por mi, pero mas que nada por ti para que fueras amado y aceptado.
Las lágrimas caían sin control por sus mejillas encendidas. Miguel se las limpió con la manga pero muchas mas vinieron a sustituirlas. Las dejó correr. Tenían su propio lenguaje.
—Quiero ser amado por ser yo. Y aceptado porque como todo ser humano tengo el derecho. No quiero ocultarme mas, no debería hacerlo.
Su padre suspiró, parecía resuelto. Avanzó dos pasos hacia él y puso una mano sobre su hombro.
—Dices que juego un juego Miguel, pero entérate, todos jugamos. Se nos asigna un color y se nos marca una meta, y avanzamos temiéndole al próximo número de los dados. Al que nos aleje del lugar de llegada. No podemos ser rojos si nacimos verdes, no importa con que fuerza lo deseemos, y como rojos debemos actuar hasta que se termine el juego. Los que piensan que pueden, ah, ellos pierden y son desechados. Son echados al olvido en una caja oscura y húmeda. Lejos de todos por querer ser diferentes. Por no entender un simple reglamento. Eres lo que debes ser, no lo que quieres.
Miguel trató de decir algo pero su voz se rompió convirtiéndose en un sollozo.
Negó con la cabeza mientras miraba a aquel hombre con dolor y y tristeza, tanta tristeza.
—Entonces no hay esperanza para mí—dijo.
—No la hay si sigues por ese camino. Pero solo has dado unos pasos.. aun puedes volver atrás, puedes hacer lo correcto.
Miguel respiró profundo buscando tranquilizarse. Sus ojos vagaron por la habitación y luego volvieron al cuaderno. Las modelos parecían sonreírle como las porristas de su escuela al equipo de rugby, dándole ánimos, vitoreando su nombre, agitando sus tules de colores y sus sedas en un aliento imaginario.
Tomó su mochila para prácticas y en dos movimientos rápidos guardó un par de prendas. Agarró su gorra preferida y luego se volteó hacia su padre.
—Quizás la caja de rebeldes y desechados sea mi lugar de ahora en adelante. Por lo menos en ella viviré feliz rodeado de otros colores inconformes.
Luego de decir esto simplemente salió de su cuarto y no miró hacia atrás. Se sentía deshecho y hastiado pero de alguna manera también libre; una pesada carga había resbalado de sus hombros y ahora se sentía ligero.
Marcó el número de Rafael. Él vivía solo y le haría un lugar. Se lo había ofrecido tantas veces y chocado todas ellas con el muro de sus frustradas esperanzas. No se negaría mas. La vida le esperaba allí afuera y era real, no un estúpido juego de apariencias.
Miguel aspiró el aire tibio de esa mañana de primavera y sonrió mientras esperaba que su amigo atendiera el teléfono.
El sol del mediodía, alto y resplandeciente, le había hecho creer que hoy sería un día bueno. Había cumplido con su palabra.
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