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XV

La tensión en el auto se podía cortar con un cuchillo. El señor Haines tenía la mandíbula apretada, la mirada clavada en la carretera y los nudillos blancos de tanto apretar el volante.

Por alguna razón estaba nerviosa y tenía un poquito de miedo. Estaba incluso más enojado que el día que lo extorsioné para que follara conmigo. Apreté el borde de mi falda, intentando contener la mala sensación que me abordaba mientras pensaba en que no traía bragas, pero eso era lo que menos me importaba en esos momentos. Después de meditarlo innumerables veces decidí romper el silencio:

—¿A dónde me lleva?

Aunque parecía imposible, sus nudillos se tornaron más blancos aún porque intensificó su agarre en el volante. Su mirada era siniestra, contemplaba la carretera con odio y su silencio solo empeoraba mi estado, ya me estaba poniendo ansiosa.

—¿Qué pasa? —insistí en saber.

Más silencio.

—¿Por qué está así? —hice otro intento por obtener una explicación.

Nada.

—Hasta que no me diga no voy a detenerme —le aclaré. Al parecer, en aquel momento mi voz era como un tenedor en un plato para él porque tragó saliva con rabia. Mi insistencia comenzaba a irritarlo, pero me daba igual; quería saber, necesitaba saber.

Fruncí el entrecejo ante su silencio perpetuado. Ya estaba impaciente.

—Si no me dice, voy a lanzarme del auto —lo amenacé, colocando mi mano en la manija y no era broma, sí era capaz de hacerlo. Era capaz de hacer cosas de las que no muchos sentirían orgullo.

De pronto mi cuerpo se fue hacia delante bruscamente debido al frenazo tan repentino que dio. Luego se bajó del auto y me quedé paralizada observando cómo daba la vuelta hasta abrir mi puerta. Después, con esa mirada gélida de odio, me tomó del brazo y me dio un tirón que me obligó a salir del auto.

—¡Suélteme! —chillé, zafándome con la misma brusquedad que él me había agarrado.

—¿No querías saber por qué estamos aquí? Ahora te diré —masculló.

Eché un rápido vistazo alrededor. Era un lugar bastante apartado del pueblo y que nunca había visitado. Alrededor solo había árboles.

El señor Haines se llevó las manos a la espalda y sacó de su pantalón un sobre enrollado. Mi entrecejo se hundió mientras lo contemplaba.

—Te suena, ¿no es así? —articuló.

Lo peor era que sí me sonaba, pero me mantuve en silencio. Ante su enfado cualquier paso en falso podría ser fatal.

—No te hagas la niña inocente ahora y ¡responde! —bramó, zarandeándome por el brazo. Al parecer, mi silencio no serviría; al contrario, lo empeoraría todo.

—¡Ya le dije que no me toque! —rugí, halando mi brazo—. ¡¿Qué le pasa?! ¡¿Ya está demente?! —bramé.

—¡No te hagas la desentendida! ¡Sabes perfectamente lo que es esto! —sus gritos no se quedaron atrás con respecto a los míos.

—¡No dé más vueltas y diga de una puta vez por qué rayos me trajo aquí!

Con movimientos frenéticos abrió el sobre y sacó algo de él. Luego me tomó inesperadamente del cabello sin ningún tipo de delicadeza y tiró de él hasta que mi cara quedó justo enfrente de las hojas que su mano sujetaba.

—Por esto te traje aquí —masculló.

Mis ojos se abrieron excesivamente al comprender el motivo de su rabia.

¿Pero qué...?

—¿Cómo...? —musité.

—¡No te hagas la idiota, Marina! —gritó, dándome un fuerte empujón que me hizo trastabillar.

—Yo... no... qué... —balbuceé torpemente, víctima del asombro—. ¿De dónde sacó eso? —logré formular una frase coherente.

—Tú dímelo —replicó.

—Yo no sé nada —aseguré en un murmullo.

—¿Tú no sabes nada? —repitió en voz baja—. ¡¿No sabes nada?! ¡Me aseguraste que no tenías copias! —reclamó a gritos.

—Y así era —le aseguré—. Le juro que yo no sé nada de esas fotos. Aquella noche le entregué todas las que tenía. Crea en mí.

—¿Que crea en ti? —murmuró tan bajo que casi no logré comprenderlo y, cuando pensé que se estaba calmando, me lanzó una fuerte bofetada que me giró el rostro, haciéndome caer al suelo. Llevé mi mano a mi mejilla que ardía, mirándolo con espanto. Esto sí que no me lo esperaba.

—¡Tú eres puta barata que no tiene palabra! ¡No vales nada! Eres una perra asquerosa sin escrúpulos. ¿Cómo fuiste capaz de enviar estas imágenes —las estrujó con rabia— a mi casa? ¡Mi esposa y mi hija las vieron!

—¡Yo no mandé nada!

—¡Cierra la boca! —Me lanzó una segunda bofetada que fue incluso más dolorosa que la primera—. Si te atreves a hablar otra vez, no sé de lo soy capaz —gruñó.

Evidentemente hablar no me llevaría a ningún lugar, así que opté por mantenerme callada hasta que se apaciguara.

—Y ahora después de destruir mi matrimonio y de acabar con el cariño que Elle sentía por mí, te enredas con mi hijo. Eres una prostituta barata.

Apoyada en mis manos, alcé la vista, devolviéndole la mirada de odio.

—No te quiero cerca de mi hijo ni de Elle. No quiero que mi hija se junte con gente de tu calaña.

—Usted no es quien para decirme lo que tengo que hacer —no pude contenerme en mascullar.

El apretó su mandíbula y con un rápido movimiento me obligó a ponerme de pie mientras me aferraba por el cabello.

—Escúchame, maldita perra —gruñó a centímetros de mi rostro, todavía asiendo mi cabello—, destruiste mi matrimonio con tus jueguecitos, tus mentiras y tu falta de carácter, pero reconozco que la culpa fue mía por dejarme enredar por una puta de quinta como tú.

Al escuchar sus palabras, una oleada de ira se apoderó de mí y la manifesté escupiendo su rostro. Lentamente se apartó mi saliva de su pómulo con el dorso de su mano mientras cerraba los ojos apelando una paciencia que no halló porque en el segundo exacto en que los abrió y me vio enfrente me estrelló contra el auto. Juraría que escuché mi columna crujir.

Aquella bestia enfurecida en forma de hombre ni siquiera me dio tiempo a reponerme, me tomó de los brazos y comenzó a zarandearme con agresividad.

—¡Nunca más te atrevas a hacer eso! ¡Nunca más te acerques a mis hijos!

—¡¿Y si lo hago qué?! —lo reté, encolerizada también y él me lanzó una tercera bofetada que me hizo tambalearme, pero no caer.

—No te acerques a ellos —dictaminó con una voz pausada que contrastaba con su ira reciente—. Si lo haces, atente a las consecuencias —emitió dando pasos en retroceso hacia la puerta del conductor mientras yo masajeaba mi dolorida mejilla—. Quedas advertida —dijo, subiendo al auto.

Avancé hasta llegar a la puerta del copiloto y cuando la fui a abrir...

—¿Pero qué...?

Él me miró con una sonrisita de suficiencia.

—Abra la puerta —ordené.

Articuló un no.

—¡Abra la maldita puerta! —chillé, golpeando la ventana—. ¡No puede dejarme aquí!

Él hizo descender muy ligeramente las ventanas.

—Sí puedo y lo haré.

—No se atreva —mascullé—. ¡Abra!

—Mucha suerte, Marina —canturreó con burla.

—Ni se le ocurra...

—Que te aproveche la noche en la carretera para reflexionar.

Dicho eso, el auto comenzó a avanzar.

—¡No! ¡Espere! —Alcancé a golpear las ventanas laterales, pero fue en vano—. ¡¡¡Hijo de puta!!! —grité al auto a la distancia.

Llevé mis manos a la cabeza, peinando mi cabello suelto y alborotado hacia atrás con frustración.

Ni siquiera tenía mi celular. Lo había dejado en el auto e incluso seguía descalza y sin bragas bajo la falda.

—Dios mío, ¿qué hago? —murmuré para mí misma mientras escrutaba lo que me rodeaba.

Estaba en medio de la puta nada, pero repentinamente recordé una estación de servicios que pasamos hace un buen rato. Era lo único que debía tener un alma a esas horas de la noche.

Comencé a caminar en dirección al local.

La luz de la luna era lo único que iluminaba la infinita carretera. A ambos lados de esta solo había árboles de finas ramas que se extendían como si quisieran absorber hasta tu alma. El bosque se abría paso hasta donde mis ojos podían llegar a ver. Soplaba una brisa fresca que hizo que mi piel se erizara y, por consiguiente, tuve que frotar mis brazos para intentar soportar la temperatura. La carretera era tan solitaria, no pasaba un maldito auto. Si comenzaba a pensar mucho, llegaría a ponerme paranoica e incluso a sentir miedo, así que mejor me concentré en la rabia que sentía.

Maldito hijo de puta.

Esta se la tenía que cobrar.

Por momentos, mientras las piedras se clavaban en mis pies descalzos y vulnerables y me sobresaltaba por los ruidos nocturnos, sentí deseos de haber sido yo la que mandó aquellas malditas fotos, pero desgraciadamente no fue así.

Las únicas que estaban en mi poder se las había entregado.

Solo quería acostarme con él y lo hice, no ganaba nada enviándole las fotos que probaban su traición a su esposa.
Yo nunca querría destruir a la familia de mis amigas. Elle era casi una hermana para mí y siempre he estado consciente de la idolatría que siente hacia su padre, nunca podría destruir la imagen que tiene de él.

Además de mí solo había otra persona que estuvo en poder de aquellas fotos y que, probablemente, conservó copias: el detective Luddington.

Mi enorme interrogante era: ¿por qué?

¿Por qué hizo esto?

¿Qué ganaba?

Después de una eternidad logré divisar la estación de servicios y aceleré el paso hacia un teléfono público que allí había.

Marqué el número de mi tarjeta telefónica y luego el de la persona que quería contactar.

Dio varios timbres y llegó el punto en el que me desesperé porque pensé que no contestaría, pero de pronto:

—¿Hola? —escuché su voz soñolienta.

—Necesito que vengas a buscarme -fue lo primero que solté.

—Pero, pensé que...

—Es una larga historia —lo interrumpí.

—¿Estás bien? —Su voz denotaba una repentina e incipiente preocupación.

—Sí, pero necesito que vengas lo más rápido posible.

—¿Dónde estás?

Le dije más o menos la ubicación del lugar y, afortunadamente, logró comprender.

—Voy enseguida.

—No tardes —le pedí y luego colgó.

Coloqué el teléfono en su lugar y después peiné mi cabello hacia atrás con frustración mientras me recostaba de la pared para luego descender por esta hasta quedar sentada en el suelo. Abracé mis rodillas, ignorando el hecho de que continuaba sin ropa interior bajo mi falda.

Me sentía cansada y estresada, mis pies dolían muchísimo. Quién sabe cuánto tiempo anduve.

El tiempo pasaba y la misma duda atormentaba mi cabeza.

¿Cuál era la ganancia del detective con esto?

De repente, recordé que él me había dado una tarjeta del lugar en el que se quedaría en Morfem. Recuerdo perfectamente que era un hostal y en el pueblo no había muchos. Sabía exactamente donde quedaba el sitio, pero fue hace tiempo. Tal vez ya se había marchado, pero no perdía nada con hacerle una visita.

Mañana a primera hora aporrearía su puerta para pedirle explicaciones.

De pronto el ruido de la llegada de un auto me sacó de mis pensamientos. Era demasiado rápido para que hubiese llegado.

No era su auto, era un taxi.

El taxista salió en dirección al surtidor de combustible para abastecer su coche.

Lentamente me puse en pie, escrutando su rostro, el cual me resultaba familiar.

Lucía distraído y despreocupado mientras yo hacía funcionar mi cerebro a toda velocidad.

Avanzando con pasos minúsculos logré contemplarlo mejor.

Era aquel hombre...

El taxista que me trajo del aeropuerto.

Cuando terminó de abastecer su tanque casualmente levantó la vista y me vio allí de pie, con apariencia de loca, mirándolo fijamente.

Su rostro reflejó una expresión que no supe interpretar: ¿asombro, incomodidad, nervios, miedo...?

No tuve tiempo de seguir analizando sus contraídas facciones porque con rápidos movimientos se metió en el taxi y aceleró a toda velocidad.

¿Pero qué...?

Me quedé mirando el camino por donde se había largado sin más y luego me giré lentamente para observar mi reflejo en el cristal: estaba un poco despeinada, con la ropa arrugada y sucia en algunos lugares, descalza, las mejillas ligeramente amoratadas y uno que otro raspón en los codos y las piernas.

Estaba horrible.

Parecía una desequilibrada que asesinaría a cualquiera que se le acercara.

Yo también habría huido.

De repente escuché el claxon de un auto y al girar el rostro vi cómo alguien venía hacia mí con grandes zancadas y una expresión preocupada.

—¿Estás bien? ¿Estás herida? —preguntó apresuradamente tomando mi rostro y mirándome por todas partes.

—Estoy bien, Ian —lo tranquilicé.

—¿Qué pasó? —indagó, endureciendo la expresión después de asegurarse de que estaba entera.

—Llévame a casa, por favor —lo esquivé, dirigiéndome con pasos vagos al auto.

—Marina —me llamó con voz seca mientras me tomaba del brazo haciéndome girar—, ¿qué pasó? —insistió en saber.

—Ian —murmuré, zafándome con suavidad—, estoy cansada, necesito dormir.

Sus labios estaban apretados en una fina línea, su entrecejo, hundido y sus ojos me analizaban hasta el alma.

Desvié la mirada automáticamente ante su incómodo escrutinio, pero él me tomó de la barbilla, obligándome a sostenerle la mirada.

Ambos teníamos los ojos azules, pero los de él eran ligeramente más claros. Parecían de cristal y, en este momento, se veían gélidos e inquisidores.

—Me vas a contar. —No era una pregunta, era una puta orden.

En ese instante me sentí ligeramente intimidada. No quería que se enterara de todo lo que había hecho, de hasta dónde me llevó mi arrebato y mi desenfreno. Si todo esto llegaba a oídos de Elle, me moriría. No quería ver la mirada de decepción de mis amigos recaer sobre mí.

—Ian, yo... —musité, intentando desviar la vista, pero él intensificó su agarre en mi mentón, aunque no llegó a ser brusco.

—Esta vez no vas a huir. Me vas a contar en qué andas metida, Marina.

—Ian, yo... no puedo —murmuré, haciendo hasta lo imposible por no establecer contacto visual.

—Joder, Marina —se quejó, alejándose de mí unos pocos pasos—. Siempre haces lo que quieres y nunca tomas en cuenta lo que nosotros pensamos —soltó, haciendo gestos bruscos con los brazos que denotaban su frustración—. Somos tus amigos, maldita sea. Nos preocupamos por ti, por lo que te pase. Parece que Crystal, Elle y yo no te importamos.

Sus palabras me dolieron. ¿Cómo podía pensar eso? Aunque, de cierta forma, lo entendía. Mi memoria no alcanzaba para recordar las veces que los dejé, no solo a él, sino a las chicas también, con la palabra en la boca, ignoré sus consejos o incluso los perjudiqué indirectamente por cumplir mis deseos.

—Ustedes sí me importan —dejé en claro hablando en voz baja, acercándome a él—. Tú me importas —murmuré, alzando la vista para encontrar sus ojos azul cielo y colocando una mano en su rostro para establecer cierta cercanía porque no quería que continuara su interrogatorio, así que intenté aparentar la mayor vulnerabilidad posible.

Lo sé, un poquito manipulador de mi parte.

—Pues no parece —soltó ríspidamente, tomando mi muñeca y apartando mi mano, completamente indiferente a mi sensibilidad.

Ok, no funcionó.

—No todo es lo que parece —me defendí.

Era cierto que yo hacía lo que me venía en gana sin tomar en cuenta la opinión ajena, pero eso no significaba que ellos me daban igual, muy por el contrario.

—¿Entonces me vas a contar? —insistió por enésima vez, por lo que tuve que contenerme para no poner los ojos en blanco. Odiaba las preguntas y dar explicaciones.

—Tal vez te cuente... —articulé—, pero no ahora —añadí ante su expresión ligeramente esperanzada.

Él asintió levemente con cierto deje de resignación para luego dar la vuelta y abrir la puerta del conductor, pero antes de subirse me miró para decir:

—Algún día tus líos nos arrastrarán a todos y será demasiado tarde para volver atrás.

Dicho eso entró y yo lo seguí.

Íbamos en un silencio total.

Miré a Ian por el rabillo del ojo, lucía tenso: sus manos apretaban el volante, su mirada atravesaba la carretera y su mandíbula parecía querer acabar con su dentadura.

—¿Estás bien? —pregunté con voz de tonta. Tal vez, solo tal vez, le pasaba algo más y no estaba molesto por mis andanzas.

—Estoy harto —escupió con la vista aun en la carretera.

—Si te pasa algo, me puedes contar —le aclaré en voz baja.

—Yo podría decirte lo mismo —terció.

Suspiré. Ya sabía por dónde iba.

—Ian —lo nombré como si fuese un niño de 5 años—, te dije no hace ni 5 minutos que te contaría, pero, por favor, no me presiones. Joder, ¿no puedes simplemente confiar en mí? —solté, frustrada.

—Eso digo yo, Marina —me espetó, volcando sus ojos en mí por primera vez en lo que llevábamos en el auto.

Cuando su mirada hizo contacto con la mía, la desvié, colocando mi antebrazo en la ventanilla y observando a través de esta los árboles que pasaban.

—¿Ves? Esto es lo que me tiene harto —añadió ante mi reacción esquiva.

—Pues yo me estoy hartando también, ¿sabías? —le solté con brusquedad, girándome nuevamente hacia él—. Estoy hartándome de que siempre te metas en todo y me trates como una niña que no sabe cuidarse sola.

—Si no quieres que te trate como una niña, entonces no te comportes como tal y acaba de decirme en qué andas metida —replicó.

—¡En nada! ¡No he hecho nada! —chillé, exasperada, perdiendo la paciencia.

—Tu irritación solo me hace sospechar más de que estás metida en problemas —La serenidad y el tono de certeza en su voz solo lograba irritarme más. Detestaba el hecho de que, a veces, pudiera leerme con tanta facilidad, era como si estuviese dentro de mi cabeza, como si tuviera un habilidad extraordinaria, pero la usara en mi contra.

Volví a desviar la mirada hacia la ventanilla. No me gustaba que me hicieran sentir contra la pared porque realmente odiaba la presión.

—¿Cómo acabaste metida en este fin del mundo a estas horas de la noche? —comenzó lo que sabía que sería un maratón de infinitas preguntas—. ¿No se suponía que irías de la casa de Elle directo a la tuya? ¿No te llevaría Ross o el señor Haines? ¿Por qué no me llamaste desde tu móvil?

Me mantuve callada y sin mirarlo. Era cierto que si me irritaba solo levantaría mayores sospechas. Debía mantenerme ecuánime.

Escuché cómo Ian suspiró, resignado ante mi silencio.

—Sé que ahora mismo debes estar pensando que soy un entrometido que se cree padre o hermano mayor, pero no es eso. Solo estoy preocupado. Hay una loco suelto matando gente. Marina —me llamó, pero lo ignoré—, Marina, mírame —me tomó de la barbilla, obligándome a mirarlo.

—Mira hacia la carretera. Vas a provocar un accidente —dije con la mandíbula tensa y los brazos cruzados.

—De acuerdo. —Devolvió las manos al volante y detuvo el auto.

—¿Y ahora qué? —pregunté, hastiada. Solo quería llegar de una puta vez a mi casa, ducharme y olvidar este asco de noche.

—Marina —se giró hacia mí—, yo creo que no entiendes la magnitud de todo lo que ocurre —habló pausadamente, como si yo fuera estúpida o demasiado lenta para seguirlo.

—¿Tan idiota crees que soy? —tercié, entre escéptica e indignada.

—¡Hay un asesino suelto! —bramó, evidenciando que su reciente impasibilidad se había ido a la mierda—. ¡Chicos mucho más altos y fuertes que tú han sido asesinados!

—Lo sé —murmuré, bajando un poco la vista. De repente, una ligera culpabilidad arribó a mi pecho porque entendía su preocupación, ya que si fuera al revés yo estaría igual o peor que él. No podía ni debía estar a altas horas de la noche sola en la calle.

—Entonces actúa en consecuencia —me pidió con tono severo y luego volvió a recostarse en su asiento—. Mi abuelo se pasa el día entero en la comisaría intentando resolver los casos, pero...

—Entiendo tu preocupación —musité con la esperanza de que su enojo pasara.

—El padre de Crystal está haciendo un trabajo sobrehumano intentando contener la situación. Hace poco Elle me llamó desconsolada para contarme acerca de la traición de su padre. Mi abuelo se está desmoronando por la impotencia.

Escuché atentamente su desahogo porque él lo necesitaba y porque cualquier cosa que dijera para mí era un honor oírla. Ian era de esas personas que cada palabra que salía de sus labios era una bendición escucharlas, incluso si eran lamentos.

—¿Entiendes lo que quiero decir? —prosiguió—. Lo último que necesito ahora es ir a reconocer tu cadáver.

Sentí un escalofrío por la frialdad con la que dijo eso, pero comprendía a la perfección lo que decía. Yo me sentiría cuanto mínimo devastada si él fuese asesinado.

—Entiendo —murmuré, sintiéndome como una niña regañada.

—Bien —concluyó él.

Dicho eso, volvió a encender el auto.

Volvimos a sumirnos en el silencio.

—Ian —murmuré después de algunos minutos, mirando mis pequeñas y pálidas manos sobre mi regazo.

—¿Sí?

—Entonces... ¿la policía no tiene ninguna pista todavía? —pregunté en un murmullo con miedo a escuchar la respuesta.

—Están en ello —fue su respuesta después de algunos segundos, pero eso solo me hizo pensar en que lo decía para tranquilizarme.

—¿Supiste lo de Nick y Luke? —pregunté con un hilo de voz.

—Claro —respondió en voz baja—, es un pueblo pequeño... También supe que fuiste tú quien... —dejó suspendida la frase, como si no se atreviera a decir lo que seguía, pero sabía perfectamente a qué se refería.

—Sí —dije en un murmullo, cerrando los ojos al recordar la imagen de sus cuerpos sin vida como si fuera una película que se repetía constantemente en mi cabeza.

—Debió ser muy difícil —comentó.

—Lo fue —musité, recostando mi cabeza contra el asiento mientras mis párpados se cerraban nuevamente. Él se mantuvo en silencio. Supongo que no encontraba palabras de aliento. No podía decirme "te entiendo" o "me lo imagino" porque nadie tenía la más remota idea de lo que sentí cuando hallé sus cadáveres.

—Ian —rompí el silencio al recordar una duda que rondaba mi cabeza mientras volcaba toda mi atención en su perfil—, ¿dónde conociste a los hermanos Holland?

Fue casi imperceptible, pero vi cómo se tensó.

—¿A qué viene esa pregunta? —intentó evadir mi interrogante.

—Me decías todo el tiempo que me mantuviera alejada, que eran peligrosos. Te pregunté muchas veces, pero nunca me quisiste responder. ¿En qué te basabas para decir eso? ¿De dónde los conoces?

Se mantuvo en silencio. No sé si estaba ganando tiempo o simplemente no iba a responder.

—Acaso tú... —hablé nuevamente ante su silencio excesivo con la esperanza de que mi insistencia lo obligara a hablar— ¿los conocías de antes? Ian —tomé su brazo para llamar su atención, pero prosiguió ignorándome—, tú sabes algo del pasado de ellos, ¿verdad? —mi interrogante parecía más bien una afirmación.

Posteriormente me percaté de cómo muy sutilmente apretó el volante. A él tampoco le hacía mucha gracia sentirse arrinconado y su reacción solo me hizo pensar que había dado en el blanco: él sabía algo.

—Ian... —pronuncié pausadamente—, no tengo ni que mencionarte que si sabes algo, si sabes quién pudo haberles hecho eso, si tienes una pista, por pequeña que sea, tienes que ir ante las autoridades. —Me parecía innecesario el hecho de tener que mencionarle eso porque él es el nieto del sheriff y desde niño siempre estuvo cerca de ese mundo, pero aún así quise mencionárselo porque los sentimientos negativos, a veces, pueden cegarnos. Para mí no era un secreto que, al menos Luke, no le agradaba; pero de igual manera no era correcto callarse la información solo por un desencuentro. Además, conocía a Ian, era muy moralista y escrupuloso, sabía que la culpa lo carcomería el resto de su vida si no hablaba—. Tienes que contarles lo que sabes —añadí.

Lentamente giró el rostro para mirarme, como si intentara decirme algo. Su mirada se veía... ¿triste?

—Yo iré contigo —me ofrecí ante lo que me pareció miedo.

Lentamente volvió a fijar la vista en la carretera. Pensé que se quedaría en silencio el resto del camino, pero de pronto dijo:

—No los conocíamos de nada, no sabemos qué sombras arrastraban —su voz sonó mecánica, como un mal presagio.

Su comentario me chocó. Ian no era necio en lo absoluto. Todo lo que decía tenía base y fundamento, así que, ¿por qué lo dijo? ¿A qué se refería?

Quería preguntarle, pero algo me decía que no respondería.

***

Al día siguiente, tenía mi objetivo muy claro: iba a descubrir cómo rayos llegaron esas fotos a manos de la madre de Elle.

Después de acostarme con el señor Haines destruí todas las copias que tenía, así que, obviamente, yo no había sido. Solo quedaba un sospechoso posible: el detective Luddington.

No comprendía qué ganaba él perjudicando al señor Haines, por lo que no estaba muy segura de que fuese culpable, pero era mi única pista.

Desperté muy temprano y con paso firme y una gran determinación, ligeramente mezclada con rabia, me dirigí al hostal que decía la tarjeta que me había dejado la última vez que lo vi.

Había altas probabilidades de que ya se hubiera marchado porque eso fue hace varios días y seguramente se quedaría poco tiempo. Además, Morfem no era un pueblo muy turístico, aquí no había mucho para ver, por lo cual no me extrañaría que se hubiera largado, pero igualmente tenía que comprobarlo personalmente.

Al llegar, entré dando grandes zancadas y fui directo hacia la recepción.

—Buenos días, ¿en qué puedo ayudarte? —habló con una gran sonrisa la recepcionista.

—Necesito saber si aquí se encuentra un señor que se apellida Luddington —dije con la esperanza de que su apellido bastara, ya que no tenía ninguna foto para mostrarle—. Es alto, de cabello oscuro y tiene alrededor de 30 años —comencé a describirlo. Tenía que recordarlo, un hombre así no deja indiferente a nadie. Ella mantuvo un gesto pensativo y de repente dijo:

—Oh, sí, está aquí.

Suspiré, aliviada.

Menos mal.

—Está en la habitación 18, en el segundo piso —me informó.

—Muy bien, gracias —solté y me apresuré hacia las escaleras.

—¡Espera, Marina! —la escuché exclamar, obviando el tono profesional—. Tienes que registrarte.

—Me conoces de toda la vida —grité mientras subía.

—Pero aun así —rebatió a mis espaldas. Me estaba persiguiendo—. Debo registrar todas las visitas.

Corrí más rápido para no ser alcanzada. Una vez en el segundo piso me invadió un olor extraño, pero decidí ignorarlo. Supongo que es por cosas como esta que la señora Sanders no tiene muchos huéspedes. Observé todos los números de las puertas en búsqueda del 18.

—Habitación 18, habitación 18 —murmuré para mí misma a medida que recorría el pasillo y a cada paso que daba ese extraño olor se hacía más fuerte y más insoportable, tanto así, que tuve que tapar mi nariz.

—¡Marina! —escuché llamar a Nina, la recepcionista, cuando estuve justo en frente de la puerta número 18.

Giré el rostro para ver cómo Nina se acercaba a mí y luego volví a enfocarme en la puerta.

—Detective Luddington —llamé, tocando la puerta—, necesito hablar con usted, es urgente.

Nadie respondió.

—Marina, te dije que debes registrar tu visita antes —me regañó al llegar a mi lado y, al hacerlo, su rostro se contrajo en una expresión de asco debido al olor.

—Lo haré antes de irme, Nina —le aseguré—. Detective Luddington —volví a llamar, tocando más fuerte esta vez.

—Joder, es por esto que ningún huésped quiere estar en el segundo piso —emitió Nina más para sí que para mí mientras yo pegaba mi oído a la puerta, intentando escuchar algo.

—Creí que habías dicho que estaba aquí.

—Y está. No lo he visto salir. Tal vez está dormido o duchándose —opinó, encogiéndose de hombros—. O tal vez salió y no lo vi —agregó luego, pensativa.

—Abre la puerta —le ordené.

—¿Qué? —emitió, confundida.

—Hazlo.

—No puedo invadir la privacidad de los huéspedes —replicó con voz débil.

—Es importante, Nina —insistí.

—Pero... —balbuceó.

—Yo tomaré la responsabilidad —le aseguré. No permitiría que perdiera su empleo, aunque ya esto iba más allá de que quería hablar con él, estaba sintiendo un mal presentimiento.

Por favor, que sea una paranoia mía.

—Señor Luddington —tocó Nina—, soy la recepcionista. Señor Luddington, voy a pasar.

Ni un solo sonido se escuchó más allá de la puerta.

Nina, ante el silencio, comenzó a introducir la llave en la cerradura.

Me daba la impresión de que lo hacía sumamente lento o tal vez era yo que estaba desesperada.

Cuando sacó la llave de la cerradura, la aparté (quizás de forma más brusca de la necesaria) y giré el picaporte.

Al entrar, el ensordecedor grito de Nina a mi espalda me desgarró la audición.

La habitación estaba llena de moscas que se aglomeraban en un punto exacto y, a nuestra entrada, comenzaron a dispersarse, saliendo por la ventana, dejando a su salida algo que hizo a Nina ahogar un grito con sus manos: el cadáver del detective Luddington.

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Heeeeey, qué tal, gente :D
Cómo los trata la vida?
Yo sigo viva a pesar de que la vida es dura :')
Bueno, dejando de lado el drama,
qué les pareció el cap?
Los leo :D
El detective Luddington estiró la pata :v
Y qué fuerte todo lo del señor Haines :0
Qué sabrá Ian?
Espero que hayan disfrutado el cap.
Nos vemos en las próximas aventuras, pequeños saltamomentes.
Sayonara :D
Ig: daia_marlin

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