CAPÍTULO XXXII
ÉIRE
Estábamos flotando sobre la terma privada. Nuestros rostros perlados de agua salada. Ese olor floral ahora como un sabor muy presente en nuestras lenguas. Tan solo estábamos ahí, flotando, mirándonos mientras nos perdíamos en la mágica calidez del agua.
—¿Sabes lo que he pensado? —le pregunté. Él negó con una sonrisita, pareciendo ansioso por saberlo, y yo sonreí también en consecuencia —. Podríamos ir a conocer la aldea. Hace mucho que no me tomo una buena cerveza. Y podríamos bailar, y cantar al son del juglar y…No lo sé, pero me encantaría hacerlo.
—¿Quieres que vayamos solos o avisamos a alguien más?
—¿Por qué no a todos? Evelyn no conocerá lo que es ese ambiente, Lucca dudo que alguna vez haya disfrutado de algo así y, obviamente, no vamos a dejar a Audry atrás.
Keelan soltó una risa baja.
—¿Éire siendo amable e invitando a gente a conocer una aldea? —Su índice trazó la forma de mi labio inferior —. Mm, sospechoso.
—Me siento…feliz. Por primera vez en mucho tiempo. Así que, ¿por qué no?
—Está bien. Invitaremos a quien tú quieras.
Me desperecé sobre la terma privada, como si fuese una cama perfectamente sólida, y me puse de pie sintiendo como el agua trazaba una línea sobre mis pechos. Zarandeé el brazo de Keelan y solté una risa mientras él me miraba, ceñudo.
—¡Pues vamos! ¡Tenemos que vestirnos y avisar a todos! Si llegamos demasiado tarde, la taberna se va a llenar y yo quiero alguna mesa libre y un espacio para bailar.
Keelan se quejó.
—Me caías mejor antes.
—Ajá —le dije, apoyando mis manos sobre la nieve e impulsándome para salir a la superficie. Los pequeños cristales de hielo se clavaron en mis manos y solté un siseo —. Más te vale darte prisa o me buscaré a un compañero de baile nuevo.
Me pareció escuchar unos chapoteos. Di algunas zancadas rápidas mientras me acercaba a la ropa limpia y me vestía velozmente. Una camisa gruesa bajo la túnica, unos pantalones para montar y mis botas de cuero trenzado que anudé con rapidez. Tras eso, solté un suspiro de alivio al no sentir el contacto directo de la nieve contra mi piel. Aún así, mis dientes seguían castañeando mientras intentaba mantenerme cálida gracias a las nubes de vapor que soltaba la terma privada.
En cuanto me giré, Keelan estaba asiendo los botones dorados de su túnica. Tan dorados como sus ojos. Cómo relucientes ámbares.
Le sonreí.
—Veo que no te disgusta bailar conmigo, entonces. —Él se encogió de hombros, actuando de forma indiferente. Aunque, tras aquellas sombras imperturbables, había una sonrisita que ni siquiera él podía disimular —. ¿Tengo que recordarte que el mal bailarín de aquí eres tú, Keelan Gragbeam?
—Eso dice tu ego el cual te impide ver que es al contrario.
Bufé, y dejé aquellos harapos que antes habíamos llevado sobre la nieve. Ni siquiera me molesté en recogerlos porque si se lavasen nada quedaría de ellos además de trozos de tela húmeda.
Tomé a Keelan por el brazo y le insté a irnos.
—¡Vamos! No quiero quedarme sin mesa.
Él suspiró.
—Que la tríada me salve.
—Ni los dioses te podrían salvar de mí. — Di algunos pasos hacia él y dejé un beso justo en sus labios —. Vamos, anda.
—Sino hay otra opción…
Me giré en dirección contraria y le eché una mirada desdeñosa sobre mi hombro.
—Quedarte solo.
Tras eso, dio grandes zancadas en mi dirección y echó a correr hacia la casa.
—¡Eh! ¡Oye! — exclamé.
—¡Perdedora! — me gritó, mientras yo intentaba alcanzarle. Solté una risa, y me deshice de la nieve que entumecía a mis dedos.
Si, definitivamente no había sido tan feliz nunca.
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EVELYN WALDORM
Di algunos golpes con mis nudillos en aquella puerta. La mujer de dorado cabello me había indicado que estas eran las cocinas, y parecía ser cierto, ya que escuchaba el horno, los fogones y olisqueaba el olor a comida desde aquí. Escuché un ruido tras de mí, y me aferré con aún más fuerza al portavelas. Las cocinas estaban en la planta baja, un sitio mucho más oscuro que la primera y segunda planta, y aún intentaba alumbrar mis pies con la vela para que no se cruzase ninguna rata entre ellos.
Sin duda, no me habría imaginado esto. No parecía ser esta la cocina que esperaba de un lugar como la casa del duque.
El vestido que me habían dejado era cálido, de grueso material y con un oscuro pelaje por dentro que resguardaba perfectamente el calor. No llevaba armazón ni corsé, cosa que me hacía sentir extraña. Pero, aún así, me había sentido agradecida por ello. Por muy extraño que fuera el vestido. Ya que, aún habiendo conocido la gran mayoría de los diseños del país, nunca me había topado con algo igual.
De repente, la puerta de la cocina se abrió de sopetón, y una enorme mujer con tronzadas bajo su cofia y bucles cobrizos enmarcando su rostro se ajustó el mandil mientras entrecerraba los ojos en mi dirección. ¿Desconfianza? Podría ser…Pero no, era extrañeza.
—¿Si, señorita? ¿Qué desea? —Su voz era gruesa. Tanto que pudo parecer la de un varón. Y su cuerpo…Su cuerpo tampoco parecía demasiado femenino. Aún así, no quise parecer descortés echándole miradas inapropiadas.
Carraspeé y le dediqué mi sonrisa más encantadora.
—Me llamo Evelyn. Me encantaría poder ayudaros a preparar los postres para la cena. Quiero mostrar de alguna forma mi agradecimiento hacia el duque.
La mujer entreabrió los labios e hizo una torpe reverencia, pasmada. Parecía que nunca se había cruzado con alguien de la realeza, ya que sus pies casi tropezaron por la impresión.
Me reí suavemente y posé una mano en su hombro, aún siendo un acto descarado. Me tuve que poner de puntillas para hacerlo, pero sus facciones alumbrantes por la admiración hicieron que valiese la pena.
—¡Oh! Evelyn Waldorm…He escuchado hablar de usted, dama. No se preocupe. ¡No se preocupe! No tiene que ayudarnos en nada. Estoy…— Carraspeó y echó una mirada a la cocina sobre su hombro — Estamos acostumbrados a hacerlo solos.
—Tonterías — le dije, y aparté mi mano de su hombro —. ¿Cómo te llamas?
Ella se aclaró la garganta. Parecía joven. Tal vez rondaba mi edad. Y era bonita…Aunque no se acercaba a los cánones de belleza preestablecidos, ella tenía su belleza propia. Quizá fuera su sonrisa amable, o sus facciones simpáticas, pero tuve una primera impresión magnífica de ella.
—Soy Clarén, señorita. — Volvió a reverenciarse —. A su servicio.
—Bien, pues estoy encantada de conocerte, Clarén. Puedes hablar con naturalidad conmigo, porque pasaremos muchas horas juntas. Me encanta cocinar, así que, ¿podrías mostrarme este lugar?
Clarén tragó saliva. Titubeó durante algunos instantes. Pareció pensárselo también mediante pasaban los segundos. Pero, finalmente, desistió, y me dejó pasar haciéndome un gesto hacia el interior.
Solté una exclamación. La cocina tenía al menos tres fresqueras con comidas apiladas y preparadas. Los estantes estaban repletos de frascos con salsas de distintivos colores. Había varios cestos vacíos, y otros tantos hasta arriba de tripas de pescado y vaca. El suelo estaba manchado con algunas claras de huevos, harina, y masa fermentada. Del techo colgaban trozos de carne desollados y listos para ser cortados y braseados. Todo era un desastre. Pero aquello no fue lo que me impresionó: fue la cantidad de comida preparada que había.
Pasteles de grosellas, estofados de ternera y pollo, panecillos horneados con manteca, tartas de limón con rizados trozos de lima confitada, truchas rellenas de jamón y milhojas de ellas con verduras y patatas, setas salteadas con bastones de boniato de guarnición…
Y así plato tras plato apilado en las encimeras. Algunos mordisqueados, otros ya en mal estado, y otros cuántos que olían de maravilla aún con el acaparador olor de la putrefacción.
—Clarén…, ¿dónde están todos los demás? — le pregunté, mirándola sobre mi hombro —. ¿Qué…es esto?
Ella bajó la mirada, concentrándose exclusivamente en limpiar los trozos de masa bajo sus uñas.
—Yo…Bueno, señorita…Yo…Es que solo estoy yo en la cocina. — Elevó la mirada tan solo un instante y casi pareció que toda su piel se ruborizó —. Vivo aquí abajo, así que me dedico a experimentar con la comida durante todo el día. No…No es aburrido, aunque tal vez para usted lo parezca. Claro, una dama de alta alcurnia. ¡Ni más ni menos que una princesa! Dioses, debo parecer ridícula ante vuestros ojos, dama.
Le dediqué un esbozo de sonrisa, y di un paso en su dirección. Sin duda, ahí se encontraba su belleza. Esa belleza que pese a no ser perfecta, no era como una piel lechosa o un curvilíneo cuerpo: efímero. Sino todo lo contrario, aquel buen corazón era longevo. Tanto como el mundo y los dioses sobre él.
—¿Te parece si recogemos algunas cosas? Podría llevar los cubos llenos hacia la planta de arriba y preguntarle a alguna criada dónde echarlos. Después de hacer de esto un sitio decente…, ¿aceptarías la ayuda de una simple aficionada para preparar una riquísima cena?
Ella parpadeó, anonadada. Sacudió ligeramente su cabeza y, tras eso, asintió con vehemencia.
—Claro, claro que sí. Pero deje esos cubos, señorita. Vienen a recogerlos tres veces al día, y dentro de poco se encargarán de ellos.
Le dediqué una enorme sonrisa. Ni siquiera me atreví a preguntarle porqué se llevaba todo el día aquí encerrada, viviendo en la planta más baja y oscura de la amplia y luminosa casa.
La verdad era que tenía curiosidad por saberlo, pero no tendría tal acto desvergonzado para con Clarén.
—Entonces, ¿cuál es el menú de esta noche? — le pregunté, limpiando sutilmente los trazos de tierra húmeda de mis dedos que no habían salido con aquel paño, un jarrón de agua y el lavamanos. De cualquier forma, si hubiera tenido que esperar que Keelan y Éire saliesen de aquella terma privada, me quedaría bañada en suciedad todo el día.
La cocinera se movió nerviosamente entre los fogones, y se acercó a tomar uno de los tantos trozos de masa dulce que se desperdigaban por la cocina.
—Estaba ideando el postre. No sabia si hacer la tartaleta con esencia de vainilla y migajas de galletas o con chocolate salado y frambuesas.
Tomé un trozo de aquella masa, acercando el molde y poniendo papel de pergamino sobre el. Solté un sonido de satisfacción, bastante parecido a un ronroneo. Aquella masa era espectacular. Las tazas de harina muy bien pesadas, sin demasiada mantequilla, yemas de huevo perfectamente coladas…Y una pizca de sal, y de azúcar quizá también.
—Mm, ¿chocolate salado? Nunca lo he probado.
Ella me dedicó una sonrisa deslumbrante.
—¡Dioses, te encantará! Aunque el caramelo salado es aún mejor. Tienes que probarlo…¡Mañana mismo, podría ser! Para no ser demasiado repetitivas, haremos hoy la tartaleta de vainilla. — Ella asintió, convenciéndose a sí misma de aquello —. Machaca esas galletas de ahí mismo. Las horneé esta misma tarde, así que deben de estar tibias aún. Después, mézclalas en un cazo junto con la mantequilla. Iré haciendo el relleno de vainilla mientras. Aunque tal vez me arriesgue y le añada algo de…
—¿Queso? — interrumpí yo, aplastando las galletas con aquel mortero. Sobre aquel ruido, pude escuchar el sonido complacido de Clarén por haber pensado en lo mismo que ella.
—Sí, exactamente. Quedará cremosa pero con sabor. Entonces no nos hará falta esto —dijo, tomando la masa dulce y echándola a uno de los cubos. Casi pude decir que me dolió, pero ella pareció indiferente — Ahora batiré el huevo junto con la vainilla y el azúcar. Tras eso, añadiré el queso. ¡Va a quedar espléndida! Podríamos hacerle decoraciones…Dejar las migajas de forma estratégica para que parezcan pimpollos sobre la nieve —Me echó una mirada brillante. Como si fuese lo más emocionante que hubiese hecho en su vida, pese a que parecía llevarse la mayor parte de ella cocinando —. Esto estará listo en un periquete.
Tras eso, fue un largo rato en el que pasamos la espátula por el queso, lo batimos junto con la mezcla de Clarén había hecho con el azúcar, el huevo y la esencia de vainilla. Lo dejamos caer en el molde que yo antes había preparado, dejando que un poco de mantequilla fundida resbalase sobre el papel de pergamino, y no tardamos en hornearlo.
Al principio, fue algo incómodo, mientras ella guardaba silencio y yo intentaba sacar temas de conversación. Pero, mediante pasaba el tiempo, Clarén cada vez seguía con más destreza el hilo.
Me preguntaba algunas cosas de mi corte, y yo curioseaba sobre su vida aquí. De cualquier forma, parecía más bien reservada, y tan solo había podido averiguar que tenía quince años y una altura desproporcionada para su edad. Además de eso, solo sabía que no podía acompañarme al exterior por algún extraño motivo, y que ella había sido rescatada por el duque.
Según sus palabras textuales: “Le debo mi vida al señor. Él me salvó de la muerte en las calles.”
Miré a mi alrededor, y aunque quise concentrarme en el agradable olor de la cremosa tarta que estaba esperándonos en el horno, solo olía aquellas tripas, aquellos platos descomponiéndose, la carne pudriéndose…
Me aclaré la garganta y le dije — : ¿Me ayudas a recoger las cosas en mal estado? No creo que sea demasiado salubre tenerlas aquí. Y, desde luego, no hacen más que cerrarte el apetito.
—Por supuesto. Claro que sí. Así estarán listos los cubos para cuando vengan Danielle y Klarissa.
Eché todo el contenido de uno de aquellos platos en un cubo vacío.
—¿Danielle y Klarissa? ¿Alguna de ellas es rubia? Tal vez me las he encontrado.
Clarén soltó una risa, como si aquello fuese alguna extraña broma que yo no entendía.
—Son las dos únicas damas que trabajan para el señor. Además de mí, claro.
Arrugué el ceño. ¿Cómo podrían solo dos damas mantener una casa así de enorme? ¿Cómo…?
Iba a decirlo en voz alta, pero la puerta de la cocina se abrió de golpe.
—¿Éire? ¿Keelan? ¿Puedo ayudaros en algo? —pregunté, entrañada. La hechicera arrugó la nariz, asqueada mientras miraba alrededor. Keelan me miró, confuso, y lo pareció aún más cuando vio mis manos llenas de sangre y vísceras de pescado, masa dulce y yema de huevo.
—Desde luego que en esas condiciones no —dijo Éire, cruzándose de brazos. Ni siquiera miró a Clarén —. Vamos a ir a conocer la aldea. ¿Vienes con nosotros o prefieres…hacer lo que sea que estés haciendo?
Yo miré a la joven sobre mi hombro, casi como si estuviera pidiéndole permiso. Y es que, si era sincera, me parecía descortés abandonarla en este momento.
Además, yo nunca había conocido una aldea. Nada más allá que la capital de Aherian, y pocas veces había caminado fuera de los jardines de palacio.
—No sé si es…
—¡Claro que quiere! —me interrumpió Clarén, echándome una mirada significativa.
Yo solté un suspiro, y dejé el plato que estaba limpiando sobre la encimera.
—Necesitaría limpiarme las manos y…
—La cara. La tienes llena de cosas para cocinar —me interrumpió la mujer castaña. Keelan miró mal a Éire y ella se encogió de hombros.
Asentí, y le eché una última mirada a Clarén.
—Guárdame un trozo para mí. ¿Podrás?
La cocinera asintió. Tras eso, me fui de la baja planta junto con Keelan y Éire, y me dispuse a limpiar con cepillos mis manos hasta que mi piel estuvo rosada.
Porque iba a conocer una aldea.
Y yo…nunca había conocido una.
¿Cómo era una aldea?
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