CAPÍTULO XXXI
ÉIRE
Lo cierto era que había pasado una semana, y aún no había encontrado a ningún "apuesto joven que se hiciese llamar Lucca". Había levantado cada tienda, postulado a más guerreros alrededor del campamento y recorrido cada posada o taberna de alrededor, pero no habían encontrado a nadie que coincidiese con mi descripción.
Cuando llegó el cuarto día de búsqueda, simplemente me resigné. Traté de convencerme de que podía haber sido cualquier otro hombre llamado de la misma forma, pero ¿por qué taparía su rostro si fuese así?
—No es él. Seguro que no —me había dicho Audry, pero incluso él parecía poco convencido. Por un momento, me sentí increíblemente mal por el comandante. Lucca había sido mi amigo durante gran parte de mi vida, prácticamente parte de mi familia. Una persona a la que debía proteger, y a la que protegí y cuidé durante años, llevándome golpes y palabras crueles por hacerlo. Pero también había sido importante para Audry: su primer amor. La primera persona en la que confío, a la que besó, con la que compartió momentos dulces y que revolvieron en él miles de sentimientos. Y en el fondo, me sentía tan mal por él como por mí misma.
Y cuando encontrase a ese cabrón, si es que verdaderamente era él, desearía no haber pisado nunca este lugar.
También había esperado a Keelan cada noche desde que se marchó a la tienda de Audry. Había aguardado en mi cama hasta pasar la medianoche, y había dado vuelta tras vuelta sobre las gruesas telas, imaginando que cruzaría mi entrada y en un par de zancadas estaría sobre mí. Me besaría y me diría que ya había pensado suficiente, que ya había esperado suficiente, que me perdonaba y que me seguía amando.
Pero eso nunca pasó. De hecho, ni siquiera me encontré con él, mientras cruzaba el campamento y observaba los entrenamientos. Mientras alimentaba a los monstruos y comprobaba que todos los hechiceros se encontrasen bien.
Finalmente, había terminado por pensar que él ni siquiera había salido de su tienda, y aquello me volvía aún más loca. No podía evitar preguntarme cuanto daño podía haberle hecho para que ni siquiera se dignase a salir. Al menos, no durante toda la mañana y gran parte del atardecer.
Yo nunca hubiera querido verle mal. Bajo ninguna circunstancia le hubiese hecho daño intencionalmente, porque sus problemas eran los míos, y su dolor palpitaba en mi pecho con la misma fuerza.
Acabaría con quien le hiciese mal a aquel hombre, pero ¿qué tenía que hacer cuando yo misma había sido quien le había dañado?
Dale su tiempo, me susurraba una vocecilla en lo más profundo de mi cabeza. Y eso era lo que estaba haciendo. Él necesitaba su tiempo, y yo se lo daría, pero eso no aliviaba los pensamientos culpables que rondaban mi cabeza. Y yo... ni siquiera sabía qué hacer para que aquel sentimiento desapareciese.
—¿Cómo va la búsqueda? —les pregunté a los manipuladores de objetos, los cuales se ocultaban entre telas en una tienda, rodeados de cachivaches y velas cerosas que se deslizaban sobre el aire a su alrededor. Les había pedido que encontrasen una solución para la debilidad que sufrían nuestros cuerpos ante la madera de Gregdow. Quizá si manipulaban la materia de aquel objeto, éste no alteraría de tal forma nuestro organismo, y así Eris no utilizaría aquellas armas para masacrarnos.
Cuatro personas se encontraban allí congregadas, en torno a una mesa de madera trabajada y con aquella estaca que recogimos de Normagrovk en el centro de ésta. Una vela con su llama titilante oscilaba sobre el arma mortal, alumbrándola con una fuerza abrumadora e ilógica, que no hacía más que confirmar que todos aquellos objetos estaban siendo manipulados, alterados, mejorados. Limpié una capa de sudor de mi frente y me esmeré por centrarme en aquello.
Porque tenía que dejar que una línea se trazase, separando mi vida personal de esto. Esto era mejor. Más importante. Mucho más trascendental.
Un hombre fue el que se giró hacia mí, dejando que el olor de su magia se balancease con más fuerza por la estancia. Era un olor antiguo, como meter tu cabeza en un libro, olfatear la tinta y perderte en el tacto de un pergamino. También era dulce, como vainilla e higos dulces; con dejes frutales, pero no livianos. Dejes inamovibles y profundos. Azucarados, aunque no como un sorbo de chocolate ni un remolino de nata. Justo el punto medio.
—Mi señora. —Se inclinó respetuosamente, siendo seguido por los demás hechiceros de allí —. Hemos avanzado respecto a la tarea que nos encomendó. Bastante, si me puedo permitir el valor de decirle esta buena nueva; sin embargo, me temo que también tenemos malas noticias.
—Fenomenal —resoplé —. Adelante, dame más problemas.
—Necesitamos un sujeto de prueba —dijo sin muchos rodeos. Una mujer justo tras él evitó mi mirada desconcertada, fingiendo que volvía a revisar la dichosa estaca que se encontraba en el centro de la mesa. Cuando su rostro se giró y la brillante luz bañó su mentón, pude observar un reflejo de madera oscura en el. Y es que, se suponía, que cuando un manipulador pasaba demasiado tiempo trabajando junto a algún objeto, partes de su cuerpo comenzaban a mostrar sus características. Ahora, en el mentón de aquella mujer, apenas tenía que esforzarme por ver aquellos trazos de madera envejecida en su piel, tan reales que podías imaginar cómo sería palpar su mentón: la madera raspando la yema de tu dedo, la dura superficie contra tu fina piel, alguna que otra astilla lamiendo dolorosamente tu palma...
—¿Un sujeto de prueba? —inquirí, volviendo a detener mi mirada sobre aquel hombre menudo. Su enorme barba rizada, que casi rozaba su barriga, casi me hizo perder la concentración de nuevo.
—Así es. Hemos hecho cambios en la estaca, pero necesitamos a alguien que compruebe que estos cambios son válidos. Si fuera así, podríamos detener la efectividad de cada estaca como ésta en las batallas venideras.
Tragué saliva duramente.
—Así que... básicamente necesitáis a alguien que esté dispuesto a ser un posible sacrificio.
Él asintió. Ni siquiera trató de suavizarlo, tan solo asintió. Aquello me gustaba. La gente así me agradaba mucho.
—Sabemos que puede parecer difícil, pero hemos hecho un sondeo entre sus más leales seguidores, y no faltan candidatos en la...
—Yo lo haré —afirmé, sintiendo una punzada de inquietud al observar como la punta de la estaca relucía bajo la luz. No quería morir, claro que no, pero ¿habría mejor motivo para hacerlo? Ni siquiera me había despedido de nadie. Yo... no estaba lista para irme. No... No fui consciente del paso que di en ese momento. Un paso a oscuras, a tientas por el filo de un barranco, que pudo haberme arrojado al vacío.
Pero era mi momento de demostrarles que realmente quería tanto su bien como el mío. Era el momento de demostrar, no solo a ellos si no a mí, que esto era más que venganza. Los hechiceros, los monstruos e híbridos merecían algo mejor: un hogar. Uno como el que yo nunca obtuve.
Así que yo se los daría a ellos.
El hombre titubeó, y miró sobre su hombro durante un efímero instante a sus compañeros, los cuales se ojeaban entre ellos estupefactos.
—Mi señora, no tendría porqué hacerlo. Hay muchos candidatos y no merecemos tal gesto de bondad por su parte. Ya nos ha dado demasiado.
—¿Bondad? No soy una buena persona, así que para una vez que quiero hacer una buena acción no me quites mérito —mascullé, mirando a aquel pequeño hombre con los ojos entrecerrados. La llama de una vela se apagó en ese instante.
—¿Qué... ? No, no. Yo...
—No era más que una broma. Anda, trae esa estaca. Esperemos que vuestro trabajo sea lo suficientemente bueno.
El hombre no tardó en hacer que la estaca atravesase el lugar volando hacia mí con un simple deslice de dedos. En un instante, esta estuvo sobre mis manos desnudas, y pude sentir el enorme poder vibrando sobre mi piel. Brindándome escalofríos y haciendo que mis rodillas temblasen.
Por un instante, aquello quedó opacado por el miedo. No era enorme, no tanto como hubiese esperado, aunque sí estaba presente. Me susurraba con su trémula voz escenarios catastróficos y futuros que pese a ser inciertos parecían muy reales. Me susurraba cómo moriría, me narraba con dulces palabras e impecable narración como la vida escaparía de entre mis dedos y mi ser se bañaría en magia pura para ser convertido en niebla.
Respiré profundamente y tomé con más fuerza aquella estaca. Estaba segura de que aquello funcionaría. Porque, sí, era un salto de fe, pero no en cualquiera. Un salto de fe por mis hechiceros. Un salto de fe por mi pueblo.
Como el que ellos daban por mí día tras día. Podría ser una asesina, pero ¿acaso aquello me hacía malvada? ¿Hacía que mis razones fuesen inválidas? ¿Eso me convertía en una mala soberana?
Discutible, sin duda.
Pero no tuve tiempo para pensarlo, cuando ya había presionado con tanta fuerza la madera que mis dedos comenzaron a sangrar sobre ella.
Sentí como mi respiración se mantuvo contenida en mi vientre, esperando por una sensación dolorosa o un aguijoneo repentino; sin embargo, no hubo nada. Y no fue una nada sospechosa, ni que se sentía extrañamente como la muerte, sino nada.
Absolutamente nada.
Me sentía como... yo.
Como mi yo viva, claro.
—¿Ha funcionado? —pregunté, aún incrédula. Elevé la mirada, esperando encontrarme expresiones sombrías y anunciantes de malas noticias. En su lugar, todos parecieron boquiabiertos, mientras la mujer con el mentón trazado en madera apenas ocultaba su esbozo de sonrisa —. Eh, no soy la hechicera de las adivinanzas. Lo sabéis, ¿verdad?
Su gaznate se movió con fuerza, y en sus ojos relució la confusión más cruda. Él me repasó con la mirada varias veces, y no pareció creerse lo que estaba viendo en ninguna de ellas. No sabía si realmente tenían tan poca esperanza en su trabajo, o en su lugar no se habían esperado aquello de... mí.
—Sí, ha... funcionado. —El hombre asintió, con los labios entreabiertos y los ojos entornados. Casi podía jurar que, de hecho, todas las velas a nuestro alrededor se tambalearon durante un instante.
Yo suspiré, aliviada. Inmediatamente, sentí como un peso enorme desaparecía de encima de mi vientre.
—Genial, pues ya está bien de buenas acciones por hoy. —Y le tendí la estaca, sin querer volver a tocarla nunca más. Aún podía sentir como mi corazón latía con una fuerza feroz, pese a ya estar supuestamente segura.
Iba a marcharme de allí sin esperar ni un segundo más. Probablemente, me daría un paseo por el campamento y revisaría que todo estaba en orden. Me aseguraría de que todos estuvieran listos para partir mañana hacia Sindorya y luego entrenaría un poco.
Pero, antes de poder llevar mi plan a cabo, una voz me detuvo sobre mis pies:
—Gracias, su majestad. No habrá años de servidumbre que puedan agradecer lo que acaba de hacer.
Era aquella mujer. Parecía algo mayor, probablemente rondaría los cincuenta, y los signos de vejez se denotaban con claridad en su semblante; sin embargo, emanaba una luz radiante que pulía su rostro sin necesidad de polvos. Era una mujer de constitución delgada y casi tan alta como yo, con harapos en lugar de ropa y extrañas cadenas trenzadas que rodeaban su tronco, levemente sueltas en torno a sus caderas y apretadas exageradamente en su pecho. También tenía unas inusuales flores y algunos tallos mal colocados enroscados alrededor de aquellos metales, asemejándose a una enredadera que trepaba por su cuerpo.
Yo apenas pude detener el sentimiento cálido que surgió en mi pecho, justo antes de murmurar —: Para eso estoy aquí.
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