CAPÍTULO XXVIII
KEELAN GRAGBEAM.
Éire no había dicho nada, pero suponía que ya había llegado Agosto. Estábamos a punto de llegar al ducado de Cyrus Minceust, pero habíamos hecho una pequeña parada dejando el carro apartado de la vereda.
No habíamos conseguido nada para comer, y en el carro de la elaboradora ya no había nada más para alimentarnos, así que la mayoría de nosotros tan solo se estaba calentando frente a una hoguera. Probablemente sintiendo la punzada del hambre en sus vientres, así como yo lo hacía.
Yo me había levantado del círculo que habían creado en torno a las llamas, dispuesto a alejarme ligeramente como solía hacer. A perderme en la soledad y en los recuerdos. Porque a veces era necesario sentirse triste y exponerte a ello.
Y eso hice. Aunque, mientras apartaba ramas y hojas ovaladas recubiertas de finas capas de escarcha, pude vislumbrar a una persona no muy lejos de mi posición.
Arrugué el ceño y me escondí tras un árbol. Era Éire, y estaba sosteniendo mi arco, justo el que había desaparecido mágicamente del carro esta mañana. Su pelo caía trenzado tras su espalda, y estaba mirando determinadamente un árbol frente a ella, mientras la túnica que la triplicaba ondeaba junto con el viento.
Lo primero en lo que reparé fue en la forma en la que se posicionaban sus pies. Estaba mal. No aceptaría ese tiro.
Y pensé en acercarme y en enseñarle cómo hacerlo. En mover yo mismo su cuerpo y dejar que ella estampara mis labios contra los suyos…
Pero eso significaba tocarla…Y ahora…Simplemente no me veía con suficiente coraje para ello.
No me veía con la suficiente valentía para tocar trazos de piel, para sentirme atraído hacia su cuerpo, para querer hacer más que tan solo eso…Porque esos guardias tuvieron aquel mismo impulso ese día, y si ellos lo hubieran controlado todo sería distinto. Todo sería mejor. Todo sería menos nostálgico.
—¡Keelan! — exclamó Ellie, mientras uno de los hombres la sacudía y la estampaba contra la pared, rompiendo su vestido con fiereza. Tragué saliva duramente, y el hombre contra el que luchaba aprovechó para soltarme un puñetazo justo en el arco de mi labio superior, haciendo que saboreara la metálica sangre en la punta de mi lengua. Marcándome para siempre.
Y lo intenté. Intenté llegar a tiempo.
Pero cuando intenté rescatarla…Lo último que quedó de Ellie fue un cuerpo desnudo y acuchillado que dejó de respirar entre mis brazos.
Sacudí mi cabeza, desprendiéndome de aquel sentimiento que me apabullaba. Éire había fallado el tiro, como había adivinado, y ahora se estaba acercando a recoger aquella flecha caída mientras crispaba los labios.
Estaba frustrada. Probablemente porque estaba acostumbrada a no fallar, ya que durante toda su vida le habían enseñado que hacerlo tendría consecuencias. Consecuencias que no todos podrían soportar durante veinte años.
Así que di un paso en su dirección. Vacilé durante un instante, pero di otro. Y ella se giró de nuevo hacia mí, preparada para posicionarse erróneamente como antes.
Su gaznate se movió mientras tragaba saliva duramente.
—¿Qué pasa?
—Me has robado mi arco — le respondí yo. Aunque ese no era el motivo de mi intromisión. Aquello me daba más bien igual.
Ella se encogió de hombros.
—Te lo devolveré. Solo quería pulir mi puntería.
Solté una carcajada. Y es que, verdaderamente, parecía convencida de aquello.
—¿Pulir? He estado viendo tu tiro, y primero tendrás que aprender cómo se hace.
Pensé que me retaría, que me haría una demostración fallida de cómo sabía o que simplemente me mascullaría que me fuese. En su lugar, dio una zancada, y tendiéndome mi arma dijo:
—Entonces enséñame.
Me acerqué a ella, dubitativo, y tomé la madera de mi arco entre mis dedos, procurando no rozar mi mano con la suya. Ella me miraba, fijamente, con aquella cicatriz dándole un aspecto temerario. Sus ojos cafés atentos, no brillantes ni distintivos, pero sí pegados a mi rostro.
—Ponte de lado — le dije. Ella, en lugar de hacer alguna broma ácida, se puso de lado. No dijo nada, tan solo lo hizo. Fruncí el ceño y me acerqué ligeramente, dejando pasar mis manos por sus hombros y colocando el arco frente a ella.
Ambos estábamos pegados. Demasiado para mi gusto. Pero, mientras sentía la necesidad de besar aquella marca de su cuello, más culpable me sentía. Así que respiré hondo, como bien sabía ya hacer.
Y aquel dolor en el pecho se detuvo. Aquellos pensamientos negativos se fueron convirtiendo lentamente. Y pude sentirme mejor mientras colocaba mis pies en posición y tomaba la flecha del carcaj que tenía Éire pegado a mi espalda. Rápidamente la deslicé por el arco y dejé una pequeña parte de la zona trasera de ésta sobresaliendo de la cuerda.
—Postura firme. Toma la cuerda con unos tres dedos, y sostén el arco con todos tus dedos en torno a el. — Éire fijó su mirada en la flecha que pasaba a un lado de su rostro. Me pareció ver como sus ojos se desviaban para mirarme —. Tienes que levantar el codo. Esto es muy importante, ya que es lo que definirá si tu tiro dará en el blanco o no.
Después de eso, en cuanto sentí como el culetín de aquella flecha rozaba la comisura de mis labios, la solté. Tan solo se vieron trazos de sus plumas, de su madera y de la rapidez con la que se clavó justo en el centro del árbol.
La hechicera no dijo nada al respecto. Se quedó ahí, pegada a mi pecho, hasta que yo decidí separarme para recoger aquella flecha y dejarla en la palma de su mano.
Entonces, le tendí también el arco, y su mirada se elevó en mi dirección. No me había dicho nada, sabía que no lo haría tampoco. Pero en su mirada relucía aquel miedo al fracaso. A que la vieran fracasar de nuevo o a fracasar siquiera.
—Vamos, demuéstrame que eres Éire — le dije yo, elevando una de las comisuras de mis labios. Aquello pareció no disgustarla, ya que esbozó una sonrisa y tomó el arco con aún más determinación.
—Si quieres que vuelva a dejarte en ridículo…
Me reí por lo bajo. Tras eso, sus pies se mantuvieron de forma vertical, firmes sobre la tierra. Estaba erguida, las pequeñas hebras onduladas que sobresalían de su trenza apenas le tapaban la visión, y su larga capa trazaba una línea ónix tras ella. Su mirada tan solo pegada en aquel árbol, en aquel punto, casi desprendiendo la seguridad que sentía mientras tensaba la cuerda y tiraba de ella.
Entonces, las plumas de mis flechas rozaron sus labios, y debió de quedarse con aquel detalle, ya que entonces ejerció la fuerza suficiente como para que la flecha volara fuera de su alcance. Su codo estaba elevado, casi de manera profesional, y aquella flecha se clavó en la corteza del árbol.
No en el centro, pero sí muy cerca.
Ella sonrió. Y aquella sonrisa hizo que mereciera la pena el haberla tocado.
Entonces, se giró en mi dirección, con una enorme sonrisa. Tan grande que casi podía contar uno a uno sus dientes.
Y aquello…Aquella sensación de que hacerla feliz me llenaba, aquella paz que sentía al ver sus facciones alegres…Aquello lo valía malditamente todo.
Así que di un paso en su dirección, y luego otro y otro. Hasta que apenas nos separaba la madera de mi arco pegada a nuestros abdómenes. Sostuve con firmeza su rostro entre mis manos, deslizando mis dedos por sus mejillas.
—Deberíamos apartarnos — dijo ella. Su mirada tan fija en mis labios como la mía en los suyos.
—Deberíamos.
—Pero no vamos a hacerlo, ¿verdad?
Yo esbocé una sonrisa. La primera real en mucho tiempo. Sus ojos brillaban, pero ya no caían lágrimas de ellos. Y su cuerpo estaba pegado al mío, pero ya no se revolvía soltando alaridos. Ahora parecía feliz.
Y yo lo fui también en consecuencia. Porque con ella…Con ella todo era más liviano.
—Verdad.
Así que se sostuvo por la punta de sus pies, y rodeando mi cuello con sus brazos, juntó sus gruesos labios con los míos. Su olor a jazmín y a frutos rojos nos envolvió en una vorágine de algo mucho más fuerte que la pasión.
El arco se cayó en algún momento sobre la tierra, pero apenas me importó mientras Éire me empujaba contra un árbol. Sentí el golpe de sopetón, pero apenas me amedrenté mientras ella desasía algunos botones de su túnica. Era brusco, rápido, y violento. Pero, al mismo tiempo, sentía la lentitud con la que sus manos me tocaban, como si fuese algo demasiado valioso entre sus manos. Sentía el cariño con el que me besaba. Y sentía como ella llegaba hasta donde yo me sintiera cómodo. Hasta donde había visto que yo antes me había sentido seguro.
Ambos fuimos una maraña de ropas arrancadas, besos interminables y caricias dolorosas. Sus manos rasgaron mi espalda desnuda, y la tomé por sus caderas, dejando que deliberadamente enroscara sus piernas en torno a mi cintura.
Su pecho desnudo chocaba contra el mío, y sentía sus palpitaciones desbocadas mientras besaba los hematomas que aún estaban sanando desde aquel día en el que ella me mordisqueó en la posada. Mientras lamía la pequeña cicatriz que había quedado en mi cuello tras aquel beso en la colina.
La sentía contra mí, tan cerca y al mismo tiempo…Al mismo tiempo, en mi mente, aquello estaba lejos. Muy lejos. Porque confiaba en ella, de veras que sí. Pero me daba miedo…
Me daba miedo que ella no se sintiera cómoda. Que en algún punto se arrepintiera.
Entonces, sosteniendo con quietud el pómulo donde aquella cicatriz surcaba su piel, la hice mirar en mi dirección. Éire esperó, aunque su mirada fuera ansiosa y sus labios parecieran hinchados, deseosos de seguir estándolo mientras continuaban besándome.
—¿Te sientes cómoda? Me refiero…¿Estás bien? ¿Estás…?
—Siempre que tú lo estés, Keelan Gragbeam.
Yo dudé. ¿Estaba cómodo? No lo sabía. Simplemente había dejado que las cosas acontecieron. Simplemente había querido esto y lo había tomado. Pero tal vez…Tal vez había sido demasiado brusco. ¿Y si ella no disfrutaba con esto?
¿Y si se sentía presionada?
—Yo…creo que es mejor que lo dejemos aquí.
Esperé una mirada de decepción. Algún comentario sarcástico sobre mi virilidad. Lo que fuera.
En cambio, Éire dejó caer sus piernas hasta estar de pie frente a mí, y besó con delicadeza esa cicatriz que cortaba mi labio superior.
Aquella maldita cicatriz.
Aún así, no la aparté. Porque cuando lo hizo con aquella gentileza, como si simplemente fuese una marca más, me hizo sentir brevemente más reconfortado.
—¿Puedo decirte algo? Sé que no es el mejor momento, y que dentro de poco me marcharé…Pero necesito…Necesito decírtelo ahora por si algún día no puedo. — Pareció desconcertada, mientras se sostenía de puntillas y acunaba mi rostro —. Porque no quiero irme sin decírtelo. Quiero ser honesto contigo, hechicera.
—Puedes decirme todo lo que quieras. — Y pareció tan sincera al decir aquello.
—Yo…Sé que has podido matar a todos mis soldados. Sé que has sido una persona insensible la mayor parte del tiempo. Sé que ambos tenemos aún mucho por conocer del otro y sé que, sin duda, has sido la persona más insufrible que he conocido en mi vida...
—Vaya, gracias por tu honestidad — dijo ella, con una sonrisita en su rostro. Aquel rostro trigueño, con ojos ligeramente rasgados que casi podían llegar a parecer felinos, y con labios rojizos y redondos.
Era preciosa. Joder, era tan única.
—Déjame terminar — respondí yo, soltando una risa nerviosa. Porque estaba nervioso. Estaba más nervioso de lo que había estado nunca. Había matado a hombres y a monstruos. Había blandido una espada, utilizado un puñal y clavado una flecha. Pero esto…
Esto requería de más valentía que aquello.
Así que tomé una respiración prolongada, me perdí en el roce de sus labios contra los míos y estuve a punto de susurrárselo; sin embargo, sentí algo viscoso justo al lado de mi pierna y me aparté instintivamente.
Fue Ojitos. Éire lo pasó por alto y tan solo soltó una risa.
Pero no sabía porqué tenía la extraña sensación de que debía de habérselo dicho en aquel momento.
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