CAPÍTULO XXVI
NYLISS
Una vez, dos veces, tres veces. Tuve que entrar a mi tienda y salir en tres ocasiones, siempre clavando mis dedos en las gasas y contando mentalmente hasta tres. Tres, tres, tres. Sí, pero ¿habían sido tres? No estaba segura. Maldita sea, no... No habían sido tres, ¿cierto?
Así que volví a hacerlo, y procuré articular con mis labios las veces que entraba y salía; las veces en las que mis pies se balanceaban fuera y dentro de la fina línea que separaba el terreno chamuscado de aquel cobijo.
Y entonces estuve dentro, pero... aquel nerviosismo, aquel sentimiento ansioso y aquellas náuseas no se habían rebajado. Normalmente, solían rebajarse, pero la sensación de que tenía que volver a hacerlo seguía ahí, implacable. Así que rasqué mi piel hasta rasguñarla, con mucha fuerza, pero solo tres veces.
Entonces, el dolor físico opacó firmantemente al emocional, así que se me hizo inevitable rasguñarme una cuarta vez y sentí como una frustración explotaba en mi pecho con brutalidad. Cuatro veces. Habían sido cuatro. No, no, no, no...
No podían ser cuatro. ¿Qué estaba mal conmigo? No. Podían. Ser. Cuatro. Aquello estaba mal, aquello ahora me zarandeaba con más fuerza. Hasta no poder respirar, hasta crearme un ansia que trepaba por mi estómago y apretujaba mi pecho.
¿Cómo podía...? ¿Cómo...?
Permití que mis rodillas se deslizaran hasta tocar el suelo, notando como me ahogaba; sintiendo como unas garras se cerraban en torno a mi esófago y punzaban allí con ira. Me incliné hacia el suelo, sin poder controlar las lágrimas y los sollozos, los berridos y las sacudidas. Todo en mí temblaba, y sentía la necesidad imperiosa de levantarme y volver a cerrar las telas con fuerza. ¿Las había cerrado bien? Yo... no estaba segura.
¿Por qué nunca lo estaba? ¡Maldita sea! Solo tenía que saber si había anudado las gasas, pero no...Creía que sí, casi podía afirmarlo, pero aquella inseguridad bailante gritaba en mi cerebro que solo tenía que...comprobarlo. Una vez o varias, ¿qué más daba? Solo era una estúpida manía, o al menos... lo era para el resto de la gente. Para mí no era simplemente eso.
Era un susurro malicioso que me obligaba a actuar en contra de mi voluntad, que me hacía mantenerme en vela solo para chasquear los dedos varias veces, para comprobar mi alrededor, para acurrucarme, erguirme o cerrar mis ojos cierto número determinado de veces. Era un ser que vivía dentro de mí, que me manejaba con unos hilos compulsivos y anulaba mi raciocinio hasta dejarme a su merced.
Sabía que era estúpido, pero estaba ahí desde hacía meses. Ahora mi vida era por y para aquella extraña enfermedad. Ahora yo sólo existía para... obedecer sus demandas, para vivir en la posibilidad de que si no hacía esto algo terrible me ocurriría. Si no lo hacía, es que verdaderamente nunca sería más; nunca sería más para alguien.
Aquel desorden en mi mente existía de verdad, y me apartaba una y otra vez de los demás. A veces, no podía frenar un golpe por tener que repetir un mismo movimiento. A veces, no dormía durante días. A veces, ni siquiera salía de mi hogar. Otras veces parecía ir a mejor, pero nunca se iba, solo se mantenía en suficiente silencio. Si tenía suerte, por supuesto.
Sollocé mientras deshacía el nudo de las gasas y volvía a hacerlo con aún más fuerza. Lo hice varias veces, tantas que mis manos se cansaron y tuve que masajearlas cuando cesé aquel trabajo. Por un instante, imaginé que uno de aquellos monstruos entraría en mi tienda, y que con sus filosos dientes desgarraría mi vientre. Porque aquí... no estaba segura.
Entre aquellas paredes de pieles y telas, donde el frío se colaba por la tenue protección y todo estaba absolutamente plagado de seres que le guardaban a Éire una lealtad incuestionable, no estaba a salvo.
Así que me dejé caer sobre la cama, temblando hasta la punta de mis pies. Sentía la impotencia crepitante en mi pecho. Yo solo quería cerrar los ojos, pero no podía.
Me estiré varias veces, comprobé que la daga estuviese bajo mi almohada otras tres, y cuando concluí en que no iba a estar segura de aquello en ningún momento, la apreté contra mi pecho hasta sentir su frío metal contra mi piel.
¿Por qué iban a querer a alguien así, Nyliss? Solo eres una carga. Un fenómeno. Ni siquiera puedes dormir, porque sabes que ya no puedes defenderte ni siquiera a ti misma.
—Yo solo quería que me quisieran. ¿Por qué nadie lo ha hecho... nunca? —musité con la voz rota.
Quizá porque ni siquiera tú misma te satisfaces. Porque no estás segura ni de tus acciones, y las repites por el deseo estúpido e infantil de que todo mejore.
Tenía sentido, sí. Podía llegar a tenerlo. Porque... ni siquiera Éire me había querido nunca. Ella venía a casa a practicar porque mi madre era la única que aceptaba enseñarle, pero no lo hacía por mí. Ella misma se quejaba de que yo no había estado para ella, ¿pero acaso lo estuvo ella alguna vez para mí?
Solo apreciaba a su maldita madre y a ese niño llamado Lucca. Les guardaba una fidelidad irrefrenable, pese a que ellos nunca se entregaron como ella lo hizo.
Yo sí lo hubiera hecho, pero no tuve esa oportunidad. Ella ni siquiera se planteó que yo pudiese ser más que... una conocida con la que reír de vez en cuando.
Así que sacudí mi cabeza. Aquello no importaba. Ahora ya no. Ni siquiera sabía... Yo no debería pensar así. Aquello no estaba bien, no era justo. Y me hacía ver como si fuese una maldita mentirosa hipócrita.
Ya no me importaba el hecho de no haber podido ser su verdadera amiga, porque sabía... En el fondo sabía que ella sí que me había guardado cariño, solo que no como yo a ella. O quizá simplemente no podía pretender que todos demostrasen el amor como yo lo hacía. Pero luego había otra parte de mí... Esa parte oscura que me siseaba cuando miraba distraídamente hacia otro lado, que me aseguraba que ella era quien me lo había arrebatado... todo. Que por su culpa... Por su culpa, madre y padre dejaron de sentirse orgullosos de mí al conocer la grandeza de ella.
Porque cuando descubrieron su romance con el príncipe, su ejército, su poder oscuro, mortal y extinto, yo dejé de importar. Porque... ¿cómo podías comparar a una reina dispuesta a hacer todo por su pueblo con alguien como yo? ¿Cómo podría yo compararme con Éire? Con la poderosa, grosera, cruel, hábil y amada Éire. Ella había sufrido, sí, pero no más que yo, y todos la compadecían únicamente a ella; pese a que era la protagonista de las historias de terror entre los niños. Pese a que las personas huían al oír su nombre, pese a que había destruido familias, matado a padres y madres, amigos y hermanos, abuelos e incluso... a niños.
Y me odiaba por pensar así. Yo quería ayudarla.
Quería salvarla. Quería sacarla de aquel pozo oscuro y devolverla a la realidad, pero... ¿acaso estaba yo en condiciones de salvarla, cuando cada vez que me detenía a pensar en ella solo sentía una creciente inseguridad?
Sabía que tenía que trabajar en ello, que ella no tenía la culpa de nada. Que ella no era el motivo de mi desastrosa vida, que paradójicamente estaba cuidadosamente ordenada. Y lo iba a hacer, porque en el fondo...la quería muchísimo, a pesar de que era mi estresor más fundamental.
Porque yo sabía con certeza que el problema radicaba en mí: que mi inseguridad no era su culpa. Sabía que ambas merecíamos más, y realmente estaba tan malditamente destrozada por verla así...
Ella me tendría aquí. Siempre. Aunque me alejase constantemente. Estaba segura de ello.
Asentí, convencida, calmando levemente a la bestia indómita que pisoteaba mi pecho. Me levanté y flexioné las piernas. Uno, dos y tres, conté para mí.
Lo volví a comprobar todo. Anudé de nuevo todas las telas, enumeré mis pasos hasta la entrada y traté de que acabase en un número impar.
No supe cuánto tiempo estuve así, pero cuando me permití cerrar los ojos con la daga contra mi vientre, ya había amanecido.
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ÉIRE
—Brunilda envió bajo mi supervisión a varios espías para que nos actualizaran el estado de la capital —comentó Audry, lanzando una carta de papel gastado y sucio sobre la mesa de mi tienda. En cuando la tomé entre mis dedos, aclaró —: La carta que hemos recibido es esta.
Keelan aguardó a que la abriese con mis uñas rotas, y ambos nos detuvimos a repasar la caligrafía puntiaguda y pequeña que nos esperaba en aquella hoja de papel.
—El plan va como esperábamos —anuncié, sintiendo el cálido sentimiento de la victoria. Al parecer, la capital era un caos. Las personas estaban matándose entre sí por un mendrugo de pan, las conspiraciones para destronar a Eris bullían entre los nobles que ahora se habían quedado hambrientos y sin cosecha, y la cólera de los ciudadanos se agravaba por como los pocos recursos que mantenían les eran dados a la aristocracia o a los templos de la tríada.
—¿Cuánto tiempo vamos a esperar antes de que se masacren a ellos mismos? —preguntó Keelan, sin apartar sus ojos de aquellas palabras escritas con tinta.
—¿Acaso hemos recibido noticias de mi hermana? —inquirí, haciendo una bola con aquella carta y tirándola a una esquina de la tienda. Mientras tanto, Cala se esmeraba en que el agua de tormenta cayese directamente en mi vaso sin salpicar ni un solo mueble.
—De hecho, no. No sabemos nada de ella, solo lo que podemos deducir por estas cartas. —Audry me miró —. Es obvio que atacará tarde o temprano. Ya debe saber en qué estado se encuentra Normagrovk, así que no podrá solicitar ayuda de otros señoríos lejanos. Al menos, hasta que lo recupere de nuevo.
—Bueno, puede intentarlo —bromeé, encogiéndome de hombros —. En cuanto el duque de Sindorya venga a por mí, tomaremos sus tierras. Tras eso, la Ladera de Carámbanos será nuestra. También he oído que allí había un templo, ¿cierto?
Miré a Keelan sobre mi hombro, esperando una respuesta, aunque él parecía genuinamente distante mientras ojeaba la mesa donde antes había estado aquella carta. No hacía falta que abriese la boca para saber que no estaba satisfecho con lo que había oído.
Entonces, sacudió la cabeza cuando reparó en que dos pares de ojos estaban sobre él, y respondió —: Sí, claro. Allí hay un templo.
Pero no me miró mientras lo decía, aún sabiendo que hablábamos de nuestro compromiso. Y aquello...irremediablemente me dolió; sin embargo, no pude recriminarle nada. No cuando sabía cuánto le dolía esta situación. No cuando sabía que él nunca podría ver mis acciones con buenos ojos, ni sentarse en un trono que estaba manchado con sangre inocente. Por mucho que aquello me quemase por dentro, tenía que aceptar que esa discusión era algo que nunca llegaría a nada.
En ese instante, alguien corrió las gasas de la entrada y entró rápidamente en mi tienda. En cuanto las gruesas trenzas nórdicas se asomaron bajo las pieles de lobo y venado, supe que se trataba de Brunilda.
—Mi señora, han llegado —anunció.
Audry y Keelan compartieron unas miradas e inmediatamente tapé mi rostro con la capucha de nuevo para poder salir al exterior. En cuanto Brunilda se echó a un lado para dejarme pasar, supe que ellos me siguieron desde atrás. Cada uno se colocó a un lado de mi cuerpo, con el murmullo de las armas resonando sobre sus pasos decididos.
En cuanto pisamos el exterior, los kolbras nos echaron unas miradas curiosas y expectantes, aleteando a nuestro alrededor y rozando su escamosa piel con nuestras túnicas.
Los ñacús dormitaban sobre algún que otro hechicero mal parado, y las sombras serpenteantes de los quepaks se ocultaban con maestría en las telas de las tiendas. Los hechiceros trataban de rehuir mi mirada, aunque algunos pocos la mantenían sobre mí con una admiración casi fanática.
Aún así, no les devolví la mirada a ninguno. Si estaban a salvo, yo me daba por satisfecha. Había amparado a un millar de hechiceros y todos los monstruos con los que me había topado, pero pronto serían más. Pronto llenaría un reino con ellos, donde nadie nunca pudiese volver a esclavizarlos.
Entonces, los guardias que sostenían a aquel hombre se abrieron paso entre algunos hechiceros de alrededor. Uno de ellos tuvo que agacharse con sumo cuidado bajo un kolbra que pasaba atropelladamente por allí, el cual ni siquiera había planteado apartarse cuando el hombre quiso pasar por donde él estaba.
Y justo entre aquellos hombres, la persona a la que buscaba. El hombre de espesos rizos y piel de color ébano. Un hombre que antes había sido radiante, y ahora no era más que una vaga sombra de lo que fue. Sus mejillas estaban hendidas, sus pómulos enfermizamente puntiagudos, sus ojos ardían vidriados por rabia y sus manos atadas con cuerda se cerraban con fuerza.
Era Cyrus Minceust, el padre de Ashania.
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