CAPÍTULO XXI
ÉIRE
Cala estaba en mi tienda reorganizando los baúles, cuyo interior debía de estar revuelto de las tantas veces que había rebuscado en ellos sin miramientos.
Un recogido cuidadosamente atado era lo único que veía de ella, además de su enjuto cuerpo acuclillado al lado de mis bienes.
Reparé en los barriles de madera que se alineaban cerca de la entrada, aún sin abrir. Los reconocería en cualquier lado: eran de Valhiam. Aquella madera con cuidadosas mandalas talladas en la hendidura que unía las duelas y el fondo; aquella aleación fundida de oro y latón, que alanceaba entre lo modesto y lo exuberante, la cual rodeaba el cuello del barril.
—¿Qué hace esto aquí? —pregunté, soltando el aire que estaba conteniendo en una exhalación entrecortada.
Cala se giró sobre su hombro, mirándome con desconcierto. Entonces, debió seguir el trayecto de mi mirada, ya que ojeó los barriles y su mirada confusa se esclareció.
—Ah, sí. Iba a llevárselos a los soldados, para que los disfrutasen ellos. Ya no tiene sentido que estén aquí.
Asentí secamente, arrastrando una silla hacia atrás y aterrizando sobre ella.
—No será necesario, sírveme un trago.
La criada se irguió, girándose en redondo hacia mí.
—No entiendo, mi señora. Usted ya no bebía.
—Por un solo trago no pasará nada —demandé, aunque sabía que aquello era mentira. Nunca sería un solo trago. Siempre era el comienzo de un bucle que no cesaba.
—No debería servirle nada. Será mejor que me deshaga de ellos antes de que se arrepienta y tire todo su proceso por la borda.
Involuntariamente, apreté con fuerza mis manos en torno a los reposabrazos del asiento.
—Creo que no lo has entendido: es una orden, Cala.
No pasé por alto como sus rodillas temblaron, mientras trataba de mantener la barbilla en alto en mi dirección.
—Y yo le digo que no —mantuvo con una torpe firmeza. Casi inmediatamente, un gruñido surgió de lo más profundo de mi garganta, mientras volvía a ponerme de pie —. No está pensando con claridad. Es su enfermedad, no es culpa suya.
—No quieres provocarme ahora, créeme. —Y como si confirmase mis palabras, el sonido de un trueno restalló sobre la tienda, iluminando el techo como millones de estrellas congregadas. Cala tragó saliva duramente, observando las sombras oscilantes de la estancia, como si en cualquier momento pudiese salir una bestia de la nada.
Y, entonces, antes de que pudiese volver a abrir la boca, me lancé en su dirección. Fui lo suficientemente rápida como para que no pudiera esquivarme, y cerré con fuerza mi mano derecha alrededor de su cuello. La levanté del suelo, dejándola justo a la altura de mi rostro, mientras sentía como la magia patinaba ansiosa por las yemas de mis dedos. Un solo pensamiento y la pulsación mágica enviada a su organismo la mataría al instante.
—Tus ojos...—murmuró ella con voz trémula. Sabía a qué se refería: mis ojos debían haberse cubierto de una capa oscura y obsidiana que opacaba todo lo demás. Hacía mucho tiempo que alguien no me decía eso... Evelyn había sido la última, más concretamente.
—No vuelvas a desafiarme nunca —escupí. Sus labios entreabiertos temblaban, y sus enormes ojos estaban aguados en lágrimas y empapados en un terror primitivo.
—¿Cree que el príncipe querría esto? ¿Cree que esta versión de sí misma es la persona de la que se enamoró? —preguntó entre balbuceos, luchando por encontrar el aire para continuar —. ¿Crees que tú te sientes verdaderamente orgullosa de en lo que te has convertido?
Apreté los dientes con aún más fuerza. ¿Por qué todos me trataban como si absolutamente todas mis acciones fueran cuestionables? ¿Por qué me consideraban una villana? Yo era la buena aquí. Yo era quien los salvaría, y... Y tenía razón. Sabía que tenía razón En el fondo lo sabía.
Entonces, la solté. Ella acarició su cuello y boqueó con insistencia, intentando sostener suficiente aire dentro de sus pulmones. Su piel sensible estaba de un color escarlata, y la zona donde mis dedos se habían hundido marcaban trazos de tizne, casi como si mi niebla hubiese estado a punto de atravesarla.
Sentí un nudo en mi garganta que la atenazó con fuerza, haciéndome dar un traspiés. Retrocedí por inercia y me dejé caer de nuevo en aquella silla, notando como las lágrimas empezaban a humedecer mis mejillas.
¿Me siento orgullosa de en lo que me he convertido?
La respuesta me aterrorizaba, porque la sabía con una certeza abrumadora, y no era precisamente una afirmación.
—¿Cómo has podido sufrir tanto daño? —inquirió Cala, pasándose totalmente por alto el protocolo.
Ella no debería llamarme de tú, pero lo hizo, aún cuando hacía tan solo un instante había tenido su vida entre mis manos. Aún no había vuelto a dar un paso en mi dirección, pero su mirada me seguía con fijeza.
—¿Qué? —pregunté con un hilo de voz. Esta vez, sentía que el dolor era inevitable. Esta vez, debía enfrentarme a él cara a cara sin esconderme con cobardía tras el alcohol.
—Para acabar así ¿cuánto daño deben haberte hecho?
Evité su mirada tras aquella pregunta, avergonzada por las lágrimas que delataban mi dolor. Quise haberlo detenido. Quise hacerlo, juro que quise pararlo, pero no fui capaz. El llanto escapó sin reservas, como si hubiese estado esperando ese momento durante tanto tiempo. Mis labios se apretaron con fuerza y se empaparon en lágrimas saladas que se derramaban desde mi lagrimal. Una tras otra caían, mientras rodeaba mis rodillas con mis brazos y acunaba mi cabeza entre mis muslos.
Ella pasó su brazo por mi hombro sin dudarlo demasiado, y yo no tardé en dejar que me abrazara.
Siempre había un sollozo que secundaba al anterior, un lamento que acababa exclamando o una maldición que mascullaba. Aún así, me sentía ligeramente reconfortada por su abrazo. No entendía porqué lo hacía. ¿Por qué se arriesgaría por mí? Pero daba igual la respuesta, porque aún así me sentiría eternamente agradecida hacia ella.
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El puente de Normagrovk se había convertido en un lugar especialmente significativo para mí. La muerte de Ojitos había sido otro golpe bajo que no me esperaba, y ahora lo único que conseguía reconfortarme era recostarme sobre los tablones de madera, cerca del sitio donde su cuerpo se desvaneció y la niebla se hundió bajo la tierra.
Había dejado que Cala se encargase de vaciar aquellos barriles, tras apartarme de ella y colmarla con decenas de disculpas atropelladas. Me sentía profundamente mal por lo que le había hecho, pero ya no había vuelta atrás, así que lo único que podía hacer era disculparme y procurar no volver a hacerlo.
Tomé una profunda bocanada de aire, limpiando con la manga de mi túnica las lágrimas aún húmedas de mi barbilla. Los árboles que antes habían rodeado los acantilados, ahora no eran más que cenizas esparcidas y hojas rotas que serían llevadas por los soplos del viento. Habían encontrado el cadáver de Serill junto al de su mascota hacía tan solo una hora.
Ambas acabaron calcinadas bajo la estructura caída de su choza, con los sauces que ella tanto se había esmerado en proteger masticados por el fuego mágico.
—¿Se puede saber por qué tenía un ukelele en mi regazo? —inquirió una voz extrañamente familiar.
Yo fruncí el ceño y me golpeé la frente, maldiciéndome a mí misma en voz alta.
—Detente. No quiero verle más. No es real —dije entre dientes, sosteniendo el puente de mi nariz con fuerza.
—Auch, eso ha dolido, hechicera.
Fruncí el ceño con aún más fuerza. Era cierto que le escuchaba a veces si me mantenía en un absoluto silencio, que le veía mientras dormía y que imaginaba dolorosamente una y otra vez su muerte.
Pero... finalmente siempre había sabido discernir entre lo que era real y lo que no; sin embargo, ahora mismo...esto se sentía inquietantemente real, y no debería ser así. ¿Acaso me estaba volviendo loca?
Así que hice lo único que vi suficientemente lógico en aquel momento: me giré sobre mi hombro, justo de donde la voz procedía. Por un instante, estuve segura de que allí solo habría un espacio vacío y tras aquello el golpe de realidad, cuyo tacto gélido calaría hasta mis vértebras y carcomería mis entrañas. Pero no... Allí no se hallaba el lúgubre paisaje de la devastación, si no una persona. Una persona alta, de anchos hombros y labios pálidos. Con su túnica remangada y los antebrazos plagados de finas líneas pálidas, con un alborotado cabello tizón que caía por su frente y un trazo de barba que punzaba levemente al tacto.
—¿Keelan? —pregunté, desconcertada.
—¿Debería tocarte una canción? —Y agitó el ukelele que sostenía en su mano. Aquel instrumento....era el mismo que había llevado aquella noche a su tienda. Un estúpido presente para alguien que no me escuchaba, y ni siquiera me sentía.
—¿Eres...? ¿Eres tú? —volví a inquirir, sintiendo como mi pecho se encogía en una peculiar sensación. Ahora las lágrimas que comenzaban a caer desde mis ojos no eran pesarosas.
—Sabía que era apuesto, pero no que lo era tanto. ¿Acaso pretendes abrazarme o tengo que hacerlo yo, hechicera?
—No, yo...—Me quedé sin palabras durante un instante. Mi voz se rompió en cuanto agregué —: ¿De veras eres tú, Keelan Gragbeam?
—No traigo conmigo mi espada, pero por lo demás creo que estoy igual —bromeó, con una sonrisa ladeada. Dejó aquel ukelele al lado de sus pies, sobre unas briznas de hierba quemada. Aún así, podía entrever fácilmente la tristeza insólita tras su sonrisa.
Ni siquiera lo pensé durante un instante más, cuando me abalancé a sus brazos y dejé que me rodease la cintura con ellos. Pasé mis dedos por las ondulaciones tizón de su cabello, deslizándolas por su cuero cabelludo. Enterré mi rostro en su hombro, casi temblando de la euforia. Él...estaba aquí. Había funcionado.
Había funcionado. Keelan estaba vivo, de verdad estaba vivo. Estaba aquí, frente a mí.
—No sabes cuánto te he echado de menos. No tienes ni la menor idea. —Mis palabras estaban sin aliento, mientras me esmeraba por no dejar escapar más lágrimas.
Su mentón se frotó contra mi sien afectuosamente, mientras apretaba mis caderas con firmeza. Ni siquiera pasó un instante, cuando respondió —: Lo sé. He estado aquí todo este tiempo. Esos sueños, esas voces... Era yo, Éire. Nunca me he ido, no podría haberlo hecho.
Me separé ligeramente de él, rozando cuidadosamente con las puntas de mis dedos el contorno de sus ojos. De ese color miel que reconocería en cualquier lugar. No miel fría, no oro forjado. Más bien era el incendio que se contenía tras su iris, las llamas vivas que se columpiaban en sus ojos.
—Entonces, ni siquiera sé porqué no me odias —admití.
—No justifico lo que has hecho. Ambos sabemos que has tomado muchas vidas innecesarias y ni siquiera yo puedo pasar por alto eso.
—¿Y ya está? ¿Eso es todo lo que me vas a decir? —pregunté, confundida.
—Éire, lo has hecho muy mal. Eso es un hecho —arguyó, acunando mi rostro —. No justifico lo que has hecho, pero también sé que Gianna sigue ahí, en tu mente, controlándote. Y, si es necesario, atravesaré la oscuridad para llegar hasta a ti y no abandonarte nunca más.
En ese momento, besó todas y cada una de las partes donde las lágrimas habían caído, y se detuvo justo a un suspiro de mis labios. Mordisqueé mi labio inferior y clavé ligeramente mis dedos en su nuca. La forma en la que su piel ardía envió un escalofrío por todo mi cuerpo, porque ya no estaba frío. Ahora era tan cálido como siempre. Ahora esa sonrisa temblaba, y ya no estaba enfermizamente intacta.
—No quiero decir ni una sola palabra más ahora mismo, Keelan Gragbeam. Quiero que me beses inmediatamente.
—Todo lo que me pidas, es tuyo —afirmó, inclinándose lentamente hacia mí. Sus labios rozaron los míos, tan suaves como siempre. Las chispas saltaron entre el espacio que nos separaba, lanzando haces de luz a través de mi cuerpo, atravesándome hasta la punta de mis pies.
Sentía como los pies de un ñacú brincaban en mi estómago, dando pisadas enormes en mi vientre y zarandeando mi corazón hasta que latiese a un ritmo desorbitado. Era como...un primer beso. No, mejor que eso. Era como el primer beso verdadero. En el que sabías con certeza que era la persona correcta. Y no por cómo te sostenía o por cómo movía su lengua contra la tuya. No era sobre cómo te presionaba o sobre el deseo sexual que provocaba en ti. No, no se trataba de eso.
Se trataba de las repercusiones que aquello ocasionaba en tu cuerpo. De tu corazón acelerado, de tu felicidad desbordante, de la química que bullía y se tejía entre vuestros cuerpos, uniéndoos para siempre. Del sentimiento de que... pasase lo que pasase, aquello se mantendría para siempre. Por muchas personas que siguiesen a esa en concreto, por muchos labios que chocasen contra los tuyos y por muchos tactos distintos que sintieses, este se mantendría para siempre. Intacto. En tus labios. En los suyos. En vuestra piel y bajo ella.
—¿Puedo? —preguntó él, levantándome por las caderas. Yo asentí rápidamente, sin poder menguar mi sonrisa. Él, al tener una respuesta, me elevó hasta estar a su altura y yo enrosqué mis piernas alrededor de su cintura —. Eres tan preciosa. Te prometo que nunca había conocido a alguien tan sumamente extraordinario como tú, hechicera.
—No volveré a perderte. Te lo juro.
—Atravesaría la condenación eterna una y mil veces, Éire. Por ti.
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