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CAPÍTULO XX

ÉIRE

Cerré mis manos alrededor de la cuerda del puente que unía los dos acantilados. Ni siquiera sentía el vértigo de estar a un paso del vacío, ni las cosquillas ascendiendo por mi estómago; mucho menos el miedo a caer. Tan solo veía el paisaje bajo los tablones de madera, una flora antes verde y frondosa, ahora consumida por unas llamas que mordisqueaban con ferocidad todo a su paso. Unas llamas que ahora parecían encerradas en Gregdow, tragándoselo todo a su paso menos nuestro campamento, obligadas por unas paredes mágicas a no pisar suelo no permitido. Aún así, algunos elementales se habían encargado de convertir en cenizas las hebras frondosas de nuestro campamento, pero sin que el fuego se mantuviese ni amenazase a ningún ser mágico.

La expresión de Asha me perseguía, derramando mi dolor en cada lágrima que caía por mi mentón. Finalmente, se deslizaban por mis botas y empapaban la madera bajo mí. Mi garganta estaba cerrada, y por muchos sollozos que me permitiese soltar no parecía mejorar. El dolor no se iba, solo se asentaba. Ninguna lágrima lo hacía desaparecer, ninguna me calmaba, tan solo seguían cayendo por mis mejillas una tras otra. Sin detenerse, hasta dejarme sin aliento y con el vientre contraído.

—¿Dónde está Asha? ¿Es cierto lo que dicen? —La voz de Audry ni siquiera me tomó por sorpresa.

—Está muerta —respondí. Me mantuve donde estaba, impasible, tan solo aguardando para recibir su enfado, escuchar sus gritos y sus reclamos. Siendo realistas, él tenía todo el derecho a buscar una pelea conmigo

—Pensaba que te había entendido, pero no era cierto. No es hasta ahora que creo que lo hago. Yo pensé...que podría ayudarte como lo hacía Keelan. Traté de servirte de tanto apoyo como él, pero lo cierto es que no soy él. Me he despertado queriendo estrangularte, de hecho. Pero me he dado cuenta de que no serviría de nada.

Vi como apoyaba sus antebrazos sobre las cuerdas, justo a mi lado. Aún así, ninguno miró al otro. Tan solo nos perdimos en el cauce del río, donde las piedras relucían y las llamas bailoteaban a su alrededor, conformando una imagen surrealista donde el agua y el fuego formaban una vorágine de chispas violetas, que ascendían por el cielo y lo cubrían con pinceladas malva.

—¿Qué te ha hecho cambiar de opinión?

—¿Sinceramente? Aún sigo con ganas de estrangularte y no voy a perdonarte nunca lo que has hecho con Asha. —Me miró durante un instante, cabizbajo y encorvado —. Pero sé que si me aparto de ti en tu peor momento, tan solo estaría dejando que te autodestruyeras con más fuerza. Así que aquí estoy, esperando que me digas que, al menos, has entendido que este no es el buen camino.

—¿Crees que no lo sé? —Dejé escapar un suspiro apesadumbrado —. Pero no hay otra opción.

—Tú fuiste quién me dijo que siempre había otra opción.

—Pues no era cierto —repuse, mirándole de soslayo. Sus mejillas húmedas hicieron que mis hombros se hundieran aún más.

En ese momento, fue cuando decidí pasar bajo la cuerda. Cerré mi mano en torno a ella, e incliné mi cuerpo lo suficiente como para tocar con la suela de mis botas el borde del abismo. Por un instante, el sonido que hacían las ondulaciones del agua al impactar contra las rocas puntiagudas erizó mis vellos, pero me esforcé por mantener mi espalda presionada contra la fina cuerda tras de mí.

Escuché el jadeo sorprendido de Audry sólo un instante después. Con una rapidez abrumadora se deslizó a mi lado, balanceando sus pies sobre el pequeño tramo que sobresalía de las cuerdas. Casi no cabían siquiera nuestros pies al completo, y la puntera de nuestros zapatos se hallaba fuera de los tablones de madera. Él me miró de reojo, con su pecho subiendo y bajando salvajemente, entreabriendo los labios para inhalar grandes cantidades de aire. En sus ojos se reflejaba el terror más puro y absoluto, mientras deslizaba sus pupilas inquietamente por el río de sal; probablemente imaginando el mortal golpe que nos esperaría si cayésemos desde esta altura.

—Éire, ¿qué se supone que estamos haciendo?

—¿Tú? El ridículo.

—Bien, al menos no has perdido el sentido del humor.

—Fui a visitar a Serill —le confesé atropelladamente, sabiendo que cada instante de más sobre este sitio podría ser sustancial —. Y he averiguado como traerle de vuelta. Ahora que Ashania no está, tengo que hacerlo antes del amanecer, o su cuerpo comenzará a descomponerse.

—¿Y... si no es posible? ¿Cómo te destruirás esta vez al sentir que le pierdes de nuevo?

Ni siquiera quise detenerme a pensar el daño tan profundo que habían provocado esas palabras en mí. Porque era cierto, sería como perderle de nuevo, pero esta vez definitivamente. Para siempre. Todos los planes, todo lo que habíamos construido, sería nada. Tan solo nostalgia y melancolía. Y su recuerdo me perseguiría para siempre: en cada viaje a Zabia, cada vez que observase el color azul, del mar, del cielo o de un vestido como el que yo llevé el día de la cosecha. Lo recordaría en el olor de los limones, de las naranjas, del ámbar que intensificaba todo lo demás. Lo recordaría cada vez que me levantase y decidiese mirarme en el espejo, en esa cicatriz que surcaba mi rostro.

—Le soltaré. Si no es posible, le dejaré ir. Me merezco eso, sé que me merezco el aprender a superar, pero no puedes culparme por intentarlo. Yo... le quiero.

—Pero tú podrías morir. —Sus ojos estaban vidriosos y su expresión era pesarosa. Tragué con fuerza, justo antes de soltar la cuerda tras de mí y aferrar una de mis manos a la suya. Audry rápidamente miró nuestras manos unidas, alarmado, reparando en que acababa de soltar la cuerda. Cualquier corriente suficientemente fuerte o cualquier trastabille y perdería el equilibrio.

—Necesito que ahora confíes en mí —le pedí —. Sé que hemos estado distanciados, y que no he sido la mejor amiga del mundo. Pero necesito que tengas fe en mi palabra cuando te aseguro que voy a volver. Aunque tenga que aplastar a los dioses y destrozar su maldito círculo, me las arreglaré para volver. Al fin y al cabo, ese es el significado de familia, ¿no?

—Está bien, no sé qué mierda se supone que vas a hacer, pero está bien. —Ni siquiera se esforzó en esconder el temblor de su labio inferior —. Y si tardas más de una media hora, buscaré tu huesudo trasero y te mataré yo mismo.

Asentí una vez, forzando una sonrisa frente a él. En menos de un instante, se decidiría si aquello funcionaría o Nascha permitiría que muriese en aquel río, si es que realmente existía el espíritu de esa mujer. En menos de un instante, sabría si habría una segunda oportunidad para Keelan, o tendría que enterrar su cuerpo bajo tierra, alimentando las flores que le llevasen con mis propias lágrimas. Aquello era un salto de fe, una estupidez absoluta y una sentencia de muerte. Pero, si seguía pesándolo, tan solo retrasaría lo inevitable. Porque lo haría, sabía que iba a saltar.

Así que no lo pensé más veces, y di un paso al vacío, soltando la mano de Audry.

No hubo ningún impacto. Mi cabeza no crujió ni perdí la consciencia por un repentino golpe. Al menos, eso creía recordar. Había sentido el frío, las heladas aguas arañando mi ropa hasta ahondar en mi piel. Hasta hacerme estremecer y temblar. Hasta que mis dientes castañearon y me dejé arrastrar por la violenta corriente que me sacudía. Este río no debería sentirse tan frío... No debería, pero se sentía extrañamente así.

Agité mis brazos sobre el agua, tratando de rodearme con ellos, intentando evadir el frío que se adentraba hasta en lo profundo de mi ser en un estúpido intento. El frío formaba esquirlas en cada poro de mi piel, embotándome como una flor escarchada. Todo era sensible. Cada lamida del agua helada quemaba. Hubo un momento en el que cerré los ojos, tan solo dejando que las inconmensurables cantidades salinas me mantuviesen flotando hasta un destino incierto.

Aún así, mis pulmones se empeñaban en hinchar mi pecho y obligarme a bracear, provocando que los temblores fueran insoportables. Cada segundo era una tortura peor que la anterior, mientras mis extremidades rozaban trazos de hielo semi-derretido que derribaban mis estúpidos intentos por calentarme.

Pasé mi lengua por mis labios, esperando encontrarme una superficie blanda y cálida bajo la punta de esta; sin embargo, tuve que contener un jadeo al sentir como el frío inundaba mi paladar. En ese momento, cerré los ojos con fuerza, abrazándome a mi misma en vano. La oscuridad me amparó con gusto, mientras me perdía en las sensaciones pegajosas y dañinas. Intenté convencerme de que sería rápido, pero era imposible engañarme a mí misma con eso. Sabía que podría pasarme aquí todo el día, y nunca tendría porqué tener la certeza de que iba a salir.

—¿Éire? —preguntó repentinamente una fina voz en mitad de la oscuridad. Era suave, casi como un cántico que escapaba de sus labios. No parecía una voz sobrenatural como la de Gianna, pero sí era preciosa. Era como una partitura de notas bajas que te transportaba a un lugar idílico con tan solo cerrar tus párpados y escuchar.

—¿Si? —pregunté, sintiendo como mi cuerpo se giraba en redondo entre aquella oscuridad. Sabía que todo era un escenario que estaba en mi cabeza, pero por un instante el frío desapareció y solo quedaron los húmedos tentáculos de la oscuridad. — ¿Nascha?

—¿Para qué has venido, hechicera de las bestias? ¿Es para lo que creo? —La voz sonó de nuevo, rebotando por las paredes de mi cabeza como una molesta pelota de goma. Me giré de nuevo en dirección a aquella voz aniñada, pero no había nada. Solo oscuridad. Un vacío absoluto que me rodeaba, y tras el, aquella voz desconocida. Quise pensar que se trataba de Nascha, pero bien podría ser por las bajas temperaturas a las que llevaba sometida unos diez minutos.

—¿Cómo sé que eres tú realmente?

—Debes confiar, me temo.

—No se me da bastante bien —le ladré a la nada, como si la oscuridad fuera mi enemiga.

—Quieres a Keelan Gragbeam de vuelta, ¿verdad?

Asentí, asumiendo que me estaba observando. En este pequeño rincón oscuro, fuese lo que fuese, el frío era tan solo un susurro pesado en comparación con las oleadas gélidas que congelaban tus entrañas ahí fuera. Aunque el pensar que mi cuerpo físico seguía vagando por un lugar desconocido, dónde podría haber seres amenazadores y superficies rocosas que destrozasen mi cráneo, me inquietaba fervientemente.

—Está bien —aseguró ella. Yo fruncí profundamente el ceño, notando como mi corazón comenzaba a galopar en mi pecho. ¿Había... escuchado mal? —. Pero tengo una condición.

—¿Qué? Sí, lo que sea —me apresuré a decir. Si aquello era una alucinación, al menos quería que se mantuviese lo suficiente como para verle el rostro una vez más.

De pronto, sentí como la humedad empapaba mi muñeca, clavando pizcas de hielo en mi piel e incrustando sus puntiagudos extremos. Sentí como si dentro de mi cuerpo se formase una fila de estalactitas, rozando mis músculos, huesos y vasos sanguíneos hasta congelarlos también. La sensación se extendió hasta la última hebra de mi cabello, mientras abría los ojos desmesuradamente y sentía como la sombra de mi poder razha los cubría de un color tizón, como indicativo de que mi propia magia se saldría fuera de control para protegerme.

Entonces, reparé en que aquella sensación había sido producida por el tacto de una mano. La mano femenina y esbelta de una joven adolescente, que emergía de la oscuridad y no se atrevía a mostrar su rostro.

Aún así, no tuve tiempo para detenerme a pensarlo, cuando sus labios cubiertos de granizo rozaron el lóbulo de mi oreja para murmurar —: Continúa con el plan.

Abrí los ojos de golpe, tomando una gran bocanada de aire. Imaginé que tras aquella visión me encontraría mucho más lejos del puente, con los pulmones inundados de agua y mi cabeza herida sobre una roca; sin embargo, no me encontré más que clavando mis dedos sobre unas briznas de hierba convertidas en cenizas. Parpadeé mientras tragaba con fuerza, sintiendo como un escalofrío recorría mi cuerpo desde mi espalda baja hasta mi nuca.

—¡Estás aquí! —exclamó alguien cerca de mí. Al principio, me sentía desorientada. No sabía de quién se trataba, hasta que él deslizó sus gélidos dedos por mis brazos y vislumbré su rostro crispado por la preocupación. Audry estaba encorvado sobre mi cuerpo tumbado, con la ropa mojada abrazando su torso. Sus labios tiritaban con un color violáceo enfermizo —. Pensé que te perdía. No respirabas, Éire. ¿Te encuentras bien?

—Yo...—Tomé una bocanada de aire, tratando de incorporarme. Él me ayudó, sosteniendo mis hombros e irguiendo mi espalda —. Creo que he hablado con Nascha, Audry. He hablado... con ella.

Sus manos se cerraron con aún más fuerza sobre mis hombros. Sentí como sus dedos helados se clavaban sobre mi piel calada por el agua de mi túnica, e irónicamente noté como esa fricción enviaba a mi piel olas de un calor abrumador.

—¿Qué? ¿Y qué te ha dicho? ¿Nos ayudará? —Su voz temblaba de la emoción.

Asentí con fuerza, notando como mi vientre se sacudía por una agradable sensación.

—Sí, ha dicho que nos ayudará. Ha dicho que Keelan vivirá de nuevo.

—¿Y dónde...? ¿Dónde está? —inquirió, observando a nuestro alrededor con ojos brillantes. Yo seguí su mirada, pero era cierto: Keelan no estaba ahí. Me aparté de su lado y abracé mi cuerpo mientras me levantaba, repasando con mi mirada cada retazo del paisaje. Audry nos había llevado hasta Normagrovk de nuevo, cerca del puente colgante y rodeados por las llamas que consumían las copas de los árboles.

Procuré ahondar con mi visión entra las llamas, caminé sobre el puente, me asomé por él y seguí el cauce del río de sal con los ojos, pero... no estaba.

¿Por qué no estaba?

Había hablado con la Nigromante. Ella me dijo que lo traería de vuelta, que solo necesitaba que siguiese con esta guerra. Pero ¿y si solo había sido una alucinación? ¿Y si había sido parte de mi imaginación?

—¡Keelan! —clamé, girando mi cabeza en todas las direcciones posibles. Aún sentía la cálida esperanza en mi pecho, la sentía viva, pero estaba a punto de apagarse por los azotes de la realidad. Tensé mi mandíbula con una fuerza que pudo desencajarla —. ¡Maldita sea! ¡Keelan, respóndeme!

Audry dejó caer su mano sobre mi hombro, haciendo que la madera trinase bajo el peso de los dos. Los golpes del agua silbaban con fuerza contra las piedras, pero aquello no fue suficiente como para que él pasase por alto el sollozo que escapó de mis labios.

—Está bien, Éire. Él no querría que te hicieses tanto daño a ti misma, y por eso tienes que soltarle de una vez. Él se fue para que tú vivieras, y no lo estás haciendo.

Ni siquiera fui capaz de mirarle a la cara. Prefería no desviar mi mirada de las aguas heladas del río. Se suponía que debían ser cálidas como el mar de Vignís, como la terma de Sindorya, pero habían entumecido mis extremidades con una facilidad vergonzosa.

—Tal vez es demasiado pronto. Ni siquiera le ha dado tiempo a llegar aquí —me convencí en voz alta. No eran palabras para él, eran las palabras que necesitaba escuchar yo misma. Porque pensar eso alivianaría el sufrimiento, aunque fuese solo hasta que traspasase las puertas de su tienda —. Debo ir a visitarle, quizá está desorientado. Ni siquiera sabrá cuanto tiempo ha pasado. Debo estar ahí para ayudarle.

—Éire..., no creo que esto sea bueno para ti —murmuró Audry. Su compasión se clavó en mi corazón como un puñal candente, y sabía que desde su perspectiva debería parecer una triste estúpida, pero no me importaba. Yo seguía teniendo esperanza. La tenía, porque...eso era lo único que mantenía mi humanidad latiente.

—Necesito ir a comprobarlo. Solo...voy a cerciorarme de que es cierto. Quizá está vivo. Nascha...me lo ha dicho en el río. Yo hablé con ella y me aseguró que lo estaría.

Ambos sabíamos que esos argumentos podían ser desestimados de muchas formas. Aún así, ninguno los contradijo.

—Está bien. Yo iré a comprobarlo, ¿de acuerdo? Si él está despierto, serás la primera en saberlo. Pero, si no lo está, no creo que te haga ningún bien saberlo ahora mismo.

Asentí solo una vez. Aquello estaba bien, porque él estaría vivo. Estaba segura. Lo estaba.

Al menos, creía que lo estaba, pero en el fondo de mi corazón sabía que aquello era una estupidez. Él no estaba vivo, eso era algo irremediable, y aceptar esa verdad era algo devastador.

Porque aunque Keelan había muerto por nosotros, una parte de mí murió con él aquel día. Y esa parte mía era irrecuperable.

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