
CAPÍTULO XLVI
NYLISS
Al chocar, las dos espadas produjeron un fuerte chasquido metálico. Yo erguí aún más mi postura, manteniendo firme mi mano sobre la empuñadura, pero él empujó con más fuerza y casi tiró mi espada al suelo de la habitación.
Casi, era la palabra clave de aquel conjunto de ellas.
El denso escudo que produje a mi alrededor detuvo el golpe que él quiso propinar a mi vientre justo a tiempo. Keelan retrocedió, sorprendido, y me miró de arriba abajo con una mirada de aprobación.
—No sabía que la magia estaba permitida.
—Es una regla no escrita —le respondí, limpiando el sudor de mi frente.
El príncipe asintió, relajando su posición defensiva. Aún así, no dejó a un lado su espada. Yo, en cambio, no tardé en dejarla sobre el escritorio.
De repente, una de las cerosas velas que estaban sobre este se encendió con un sorprendente ímpetu, rozando con su flamígera punta mi mentón. Me aparté de inmediato, pero no pude evitar que el calor calase en mi piel y se expandirse por mi mandíbula, haciéndome tensarla con fuerza.
Jadeé y palpé mi piel herida mientras me giraba en dirección a Keelan. Él sonreía ladeadamente. No parecía preocupado, tan solo ligeramente divertido.
Como si supiese con certeza que el fuego no iba a hacerme más daño que el que él le permitiera.
—La magia está permitida, ¿no? —se burló.
—Si quieres que juguemos con magia, te ganaré tantas veces que perderé la cuenta. Tengo muchos más años de experiencia que tú. Y, perdona mi atrevimiento, pero creo que tienes mal perder y no quiero escucharte llorar.
Keelan se mantuvo en silencio, pero su mirada estuvo sobre mí durante un largo tiempo. No era una mirada cariñosa ni candente, tan solo contemplativa. Solo era un gesto que hacía que el silencio fuese aún más tenso, pero no era precisamente la tensión que yo pude haber esperado, y aquello me molestó más de lo que debió hacerlo.
Me aclaré la garganta.
—¿Qué tal está Éire?
Aquello le tomó sorpresa.
—¿Crees que yo lo sé? —Bufó —. Últimamente hablar con ella es como correr hacia una pared de piedra una y otra vez. Ya empieza a doler demasiado como para intentarlo muy seguido
—Pero ibais a casaros, no debería parecerte complicado hablar con ella.
—Es complicado, Nyliss. Y, aunque quisiese explicarlo, simplemente no sabría hacerlo sin sentir que me he fallado.
—¿Fallarte? —le pregunté, avanzando hacia él —. ¿En qué sentido?
—Tenía una idea muy férrea del amor, ¿sabes? Un amor con comunicación, algo fácil y tranquilo. El amor de mi vida no sería mi amante, sino mi compañera, mi mejor amiga ante todo. Debíamos tener estilos de vida parecidos o, al menos, saber complementarlos. Solo quería algo... sano. Pensé que lo mantendría para siempre, pero entonces llegó ella. —Keelan sonrió inconscientemente, pero su mirada era triste, con añoranza —. Sé que es una asesina y sé que la venganza no va precisamente con mi estilo de vida, pero no puedo dejarla sola. No puedo fallarle a ella. No a Éire. Aunque me acabe destruyendo a mí también.
Pese a que un sabor amargo se colocó en la boca de mi estómago, reprimí una mueca disgustada.
—A mí me parece romántico. Ojalá alguien hablase así sobre mí. Éire debe... apreciarlo mucho.
—No, no —Keelan negó —. No es algo romántico. Es algo trágico, es estúpido e inconsciente. Pensar que el amor es dependiente, que te niega tu individualidad como persona es peligroso.
Cuando me di cuenta, ya estaba demasiado cerca de él como para retroceder sin que fuese descarado. Pude haberme disculpado, haberme marchado y simplemente olvidar aquello, pero decidí no hacerlo. Me quedé donde estaba y el dolor seco de mi pecho de intensificó más y más, hasta que solo una cosa pudo haberlo aliviado.
—Podemos marcharnos de aquí —solté de sopetón —. Yo podría acompañarte, Keelan, si solo me lo pidieras.
Acaricié su pómulo y acuné su rostro entre mis manos. Cuando no se apartó, pensé que me sentiría mejor, que ese dolor se desvanecería de un plumazo; pero seguía ahí, latente.
—Nyliss...
—Quizá no ahora, pero yo me marcharé. Cuando la guerra termine, no me quedaré con Éire y si decides marcharte también, estaré ahí esperándote.
—Ni siquiera me conoces lo suficiente como para considerarme tu amigo.
—Pero quiero hacerlo —mantuve.
—No así, Nyliss. No así. —Entonces, sí que se apartó. Mis manos cayeron de nuevo al vacío —. Quiero a Éire y aunque no mantengamos ningún compromiso, no estoy listo para conocer a alguien más.
—Pero...
—Debería irme —afirmó, con el ámbar de sus ojos cada vez más apagado. Apretó reconfortantemente mi hombro antes de darse la vuelta y dirigirse hacia la puerta. Lo último que vi de él antes de que se marchase fue una fugaz sonrisa pesarosa por encima de su hombro.
—Buenas noches —me dijo, pero preferí no responderle.
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HAAKON
Sabía lo que hacía Brunilda a estas horas. Ella no se tomaba la noche como un momento para relajarse, como una pausa del día y del trabajo; al contrario, era el momento en el que más activa estaba. Solía entrenar y practicar con la espada hasta que el sol se hacía ver de nuevo. Entonces, era cuando dormía.
Ni siquiera sabía cómo no caía inconsciente a cada rato, teniendo en cuenta que apenas descansaba tres horas.
La encontré fuera del templo, arrastrando sus pies por la nieve y tensando la cuerda del arco que sostenía. Frente a ella se encontraba una persona totalmente erguida y cuidadosamente quieta; sin embargo, bajo sus pieles y las decenas de flechas que tenía clavadas en el pecho, no había ningún órgano latiente.
Era una ilusión con la que Brunilda se ensañaba cada vez que entrenaba. A veces era solo una pobre persona y otras tantas eran varias, aunque nunca más de tres. Suponía que su poder no alcanzaba para más.
—¿Puedo unirme a ti? —le pregunté, pero el tono de mi voz fue quizá demasiado hosco. Ni siquiera tuve que ver a Brunilda para saber que ella ya era consciente de que estaba enfadado.
—No, hoy no. Hoy quiero entrenar sola. —Empujó con fuerza aquella flecha y dio justo en la frente de aquel hombre que ni siquiera parpadeó.
—Últimamente siempre entrenas sola. Al menos, eso creo, porque conmigo no lo haces.
Ella me miró sobre su hombro con el ceño fruncido.
—¿Qué insinúas, Haakon?
—Siempre hemos sido tú y yo contra todo y todos, pero ahora me delatas por una mujer a la que acabas de conocer. —No pude evitar bufar, más molesto de lo que nunca había estado con ella —. Dijimos que esto solo sería un medio para alcanzar a Eris, pero te veo demasiado implicada en la causa de la hechicera de las bestias.
Brunilda entonces sí que dejó a un lado el arco y se giró en mi dirección.
—¿Solo yo lo estoy? Creo que todos los que estamos aquí creemos firmemente en ella: en que pueda darnos la gloria que nos merecemos después de tanto tiempo y tantas humillaciones.
—Yo soy el que ha estado contigo todo este tiempo durante esas humillaciones, no ella. Yo te he salvado en múltiples ocasiones, no Éire. Ella solo quiere que seamos sus peones, Brunilda, y tú estás cayendo en su trampa como un cervatillo estúpido.
—¿Que tú me has salvado? —espetó, dando una zancada hacia mí —. ¿Quieres que te recuerde quién te ayudó en el combate contra Éire? ¿Quieres que te recuerde cómo la hice sentir para que no te matase?
—Lo tenía controlado —escupí.
—¿Lo tenías? Eres solo un humano, Haakon. Por muy buen guerrero que seas, tu idiotez te condenará. —El hombre que estaba tras ella y no era más que una ilusión titiló como la llama de una vela —. Estoy tratando de conseguirnos grandeza. Anhelo que nuestros nombres sean recordados, quiero tierras que lleven mi nombre y quiero tantas joyas como para poder enterrarme con ellas. Sin Éire, eso es imposible. Sin ella no somos nada y si sigues enfadándola acabaremos en el agujero del que salimos, así que cállate y déjame actuar por ambos, como siempre he hecho.
Yo parpadeé, sintiendo como una daga se clavaba en mi vientre. Por mucho que quisiese comprenderla, no podía. Todo esto había sido por... ¿grandeza? ¿Acaso eso había sido importante alguna vez? Pensaba que no, al menos para nosotros. Nunca habíamos hablado de ello y ella, desde luego, no había manifestado que fuese su deseo conseguirla.
Pero ahora... por cómo me estaba hablando, podía deducir que quizá siempre lo había planeado, solo que yo no era tan importante como para ser parte de ello.
Como ella había dicho y Audry justo antes que ella, yo al parecer solo era un hombre estúpido.
—Bien, entonces espero que seas muy feliz con tus malditas joyas, Brunilda. Si tan solo me hubieses preguntado, sabrías que yo no quiero esa vida, pero quizá ya lo sabías. Quizá no te importa en absoluto que yo no vaya a ser parte de ella.
—Claro que me importa, pero yo me importo más. No dejaré que me arrastres contigo a la marginación.
Tensé con fuerza mi mandíbula hasta que me dolió. Quise golpearla en ese momento, lo que no habló demasiado bien de mí. La rabia me inundó como agua que fluía por cada vaso sanguíneo y se colaba en cada uno de los recovecos de mis costillas. Quería gritar, cerrar mis manos en torno a su cuello y gritarle hasta quedarme sin voz.
Habíamos caminado por la vida juntos. Yo había crecido con Brunilda y ella conmigo y, tras tanto tiempo, ¿esto era lo que nos separaría?
Ella era una maldita zorra estúpida, pero no se merecía que gastase mi aliento diciéndoselo directamente, así que solo me fui de allí.
A partir de ese momento, estuvo muerta para mí.
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