CAPÍTULO X
Fuera de las tiendas lloviznaba. El cielo estaba cubierto de nubes cubiertas en lo que parecía tizne, golpeándose unas a otras en un fiero intento por hacerse hueco en el cielo. El agua calaba mi capucha con una rapidez abrumadora, mojando mi cabello aún aceitoso. Mis botas saltaban cómo podían el barro, mientras los trazos de nieve aún amontonados atenazaban de vez en cuando mis suelas gastadas, tratando de atraparme en sus gélidas garras. Las sombras que me ocultaban entre las pieles de mi capa me impedían ver lo que se encontraba bajo mis pies, así que intentaba manejarme a ciegas por el campamento. Aún así, me hacía una idea de hacia dónde tenía que ir.
El gélido aire se deleitaba lamiendo mi piel aún húmeda con su larga lengua. Dejaba una sensación agria en la boca de mi estómago y convertía mi tacto en un sentido hipersensible. Mis vellos se erizaron involuntariamente, mientras yo apretujaba la capa contra mi cuerpo. Tenía frío. Mucho frío. Y el agua cada vez me empapaba más y más, haciéndose hueco entre los recovecos de mi ropa.
Mis dientes castañearon, mientras me acercaba rápidamente a los dos guardias que aguardaban frente a la tienda. Sus miradas se cruzaron, e inmediatamente elevaron sus lanzas en mi dirección, sin saber quién era.
—Fuera de mi vista, inútiles —les gruñí. Perlas de agua ahora rodaban por mi piel. La lluvia cada vez era más fuerte, más notoria, más estruendosa. El cielo se iluminó con un ladrido furibundo, disparando uno de sus trazos relucientes sobre la tierra.
Los guardias entornaron los ojos casi al mismo tiempo. Bajaron sus armas rápidamente y se enderezaron con aún más firmeza, mientras trataban de mantenerse bajo las telas caladas por el agua de lluvia. Los charcos ya habían empezado a formarse sobre los techos hechos de pieles, impregnando las telas tan profundamente que enormes gotas caían desde ellos.
Mantuvieron sus bocas cerradas y la mirada férreamente puesta en el frente, cosa que agradecí enormemente. Si hubieran empezado a darme conversación… probablemente no habrían obtenido una buena respuesta. No ahora.
Entonces, pasé por las sedas que abrieron los guardias para mí, y tuve que contener un suspiro entrecortado al sentir el aire gélido que removía la tienda. Las atizadas feroces del viento la sacudían como un navío en mitad de una tempestad. Aquí dentro…todo era mucho más frío. Incluso más que fuera.
Sólo unas cuantas velas cerosas mantenían el interior ligeramente alumbrado. La sombra de mi cuerpo se reflejó justo a mi lado, como una extraña forma humanoide que se encorvaba aterradora. No pude evitar tomar una escueta bocanada de aire, pero todo lo que sentí en mi interior fue un frío vertiginoso. No era por el agua helada que perlaba mi piel. No era por la tormenta. No era por la escarcha que aún lo cubría todo. Era un frío mucho más profundo, mucho más significativo. Era visceral, crudo e intenso. Mordisqueaba mis huesos como mantequilla y arañaba con sus ponzoñas mis músculos, desgarrando mis vasos sanguíneos y alimentándose de mi sangre. Por un momento, casi sentí que me mareaba.
Y prefería achacarlo a eso… Era eso. No era… No era porque Keelan estuviese justo frente a mí. Pero no vivo. No sonriente. No esperándome con los brazos abiertos o con una mueca burlona.
Estaba recostado sobre acolchados cojines de seda, rellenos de plumas de oca y con varias pieles cubriendo su cuerpo. Su cuerpo inerte. El cuerpo que yacía justo frente a mí, sin vida.
—He venido a verte…—Me obligué a mantener los ojos bien abiertos mientras me arrodillaba a su lado. Tomé sus manos entre las mías, pese a que su piel cetrina solo me provocó un escalofrío — de nuevo.
Sabía que no me respondería. Nunca lo hacía. Pero aún no había perdido la esperanza de que aquello cambiara.
“Tanto como hojas de melisa haya en el mundo”.
Tuve que cerrar mis ojos con fuerza. La agonía me perseguía cada día, cada noche…, cada amanecer. Era un dolor tan insondable que apenas podía estimar cuando acabaría. Cuando cesaría. Ojalá lo hiciera pronto. Ojalá, pero no parecía acabar nunca.
Hacía meses había dejado de llorar por su muerte. El dolor seguía ahí, tan presente en mi pecho como el propio latido de mi corazón; sin embargo, ya no había vuelto a ser capaz de soltar una sola lágrima por él. Era un dolor que cargaba en silencio, un peso que mantenía sobre mi espalda sin poder liberarme. Eran unos grilletes de hierro que me mantenían apresada de pies y manos. Para siempre. Para toda la eternidad.
“Yo nunca privaría al mundo de alguien como tú”.
Ahora entendía que era yo la que nunca se hubiese permitido privar al mundo de alguien como Keelan Gragbeam.
Porque sin él… era un sitio vacío y oscuro. Era como bracear en mitad de un mar bravo en el que no conseguías ver nada. Nada además de agua. Agua y más agua. Cada vez más turbia, más profunda, más helada.
—Te he traído una sorpresa. Es…Es una tontería, pero me ha recordado a ti. —Sorbí irremediablemente mi nariz, mientras sacaba del fondo de mi capa el pequeño instrumento que había robado hacía unas semanas del puesto de un comerciante. Era muy pequeño, con pinceladas pasteles que se trazaban sobre la madera, tan finas como un hilo que se enroscaba en su mástil.
Lo sostuve entre mis brazos como si fuese mi tesoro más preciado. La madera estaba hinchada por el agua que la calaba, y una de sus cuerdas se había roto por el camino. Aún así, era precioso. Era nuestro y era precioso.
—Es un ukelele, Keelan. Como… ¿Te acuerdas? Como cuando tuviste que hacerte pasar por un juglar —le dije, pero mi voz se rompió casi al instante. Sentía que me ahogaba. El aire pesaba tanto en mis pulmones. Quizá no era aire, quizá finalmente me había ahogado mientras boqueaba en aquel mar de aguas obsidianas —. Iba a traerte tus famosos pantalones, pero me he dado cuenta de que… ya no te los podrías poner de nuevo.
Tragué saliva duramente, pero aquello no alivianó aquel dolor. Quemaba en mi pecho, incendiaba mis órganos y los estaba atravesando con sus filos puntiagudos. Unas uñas acuminadas se clavaron en la piel sensible de mi pecho y atravesaron mi esternón. Sentí como apretujaron mi corazón, como lo convirtieron en hollín y cenizas. En ese preciso momento, otro gruñido iracundo restalló en el campamento y fue como si aquel rayo hubiese estallado en mi corazón y lo hubiese hecho pedazos. Destrozado en no más que añicos.
Dejé el instrumento en el regazo de Keelan y no tardé en deslizar mis manos por las suyas. Su piel estaba tan fría como siempre. Sus facciones relajadas, sus ojos tranquilamente cerrados. En un primer lugar, podía llegar a parecer que dormía plácidamente, pero si te detenías lo suficiente…podías ver que no era un sueño lo que le mantenía inconsciente. Su piel estaba tan pálida como el alabastro, y las sombras de su rostro al dormir habían desaparecido. Estaba extrañamente calmado, tanto como nunca lo había estado. Ya no torcía sus labios, no los mordisqueaba. Ya no acariciaba su mentón ni sonreía sin darse siquiera cuenta.
Entonces, apreté con aún más fuerza sus manos. Sentía que estaba muriendo…pero no estaba herida ni enferma.
—Keelan, tienes que volver. Tienes que volver o quemaré Zabia hasta los cimientos, ¿está bien? —Mi voz era trémula, mis manos temblaban entre las suyas, las cuales no se movían. Mordí con fuerza mi labio inferior. Aquel dolor era mejor. Aquel dolor podía soportarlo —. Tienes que volver conmigo… antes de que te olvide. Antes de que la magia Elaboradora se lleve todos nuestros recuerdos. No quiero perderte por segunda vez.
Lo único que recibí fue silencio, así que volví a insistir. Entrelacé sus dedos con los míos, pero no sentí que estuviese tomando su mano. Este no era Keelan, y lo sabía porque al rozar su piel ya ni siquiera sentía un leve hormigueo. Solo vacío.
—Voy a recuperarte, ¿vale? Confía en mí. Confía en mí, por favor. Yo… lo haré.
De nuevo, esperé una respuesta, pero solo hubo silencio.
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—¿Podemos hablar, Éire? —me preguntó Asha, sosteniendo las faldas de su vestido para no marcharlas de barro. Sus mangas fruncidas estaban remangadas hasta los codos, intentando no manchar la suave tela de las lociones que embadurnaban sus brazos. Un aceite denso y reluciente también humedecía sus manos de tonos verdinegros, como una especie de hidrante para la piel. En cuanto las telas de mi tienda se agitaron al entrar la hechicera, un olor sustancioso y especiado se coló junto con ella, llenando mi tienda de su fragancia.
Elevé mi mirada en su dirección, apartándola de la baraja de cartas que sostenía entre mis manos. Yo misma se las había pedido a Asha en cuanto amaneció, ya que no tenía pinta de amainar y Audry y yo nos aburríamos sin nada qué hacer. Por ahora, nuestra suerte había sido más bien mala, ya que habíamos perdido todas las partidas.
—¿Por qué te aplicas mejunjes en los brazos? Pensé que eso solo os lo echabais en la cara —repuso Audry, arrugando el ceño en dirección a la elaboradora.
Ella chasqueó la lengua.
—¿Mejunje? Por todos los dioses, Audry, son las preparaciones para la víspera del último día.
Audry dejó caer las cartas de entre sus dedos, desconcertado.
—¿Has preparado el musgo para la limpieza? ¿Por qué no he sido avisado? —Él alternó la mirada entre ambas, indignado —. ¡Casi me pierdo las preparaciones para el final de año!
Sabía exactamente de qué estaban hablando. Las preparaciones para final de año solían hacerse un mes antes de diciembre. Tenías que limpiar tu cuerpo con musgo y cenizas durante treinta días para poder recibir las bendiciones de los dioses en el año venidero. Yo nunca había hecho esa tontería, pero Idelia se había bañado cada madrugada con aguas colmadas de hollín y musgo que rascábamos de las cortezas de los árboles.
—Audry, si me pagaran por cada vez que se te ha olvidado una de las celebraciones de tus dioses, podría ser fácilmente rica. Aunque, siendo realistas, ya lo soy —suspiré, dejando el mazo de cartas pintadas a mano sobre mi regazo. Aparentemente, se había acabado mi mañana de juegos.
—Hay ya una larga cola para sahumarse antes de tomar la limpieza Yo que tú me daría prisa —le advirtió Asha, señalando con su cabeza la entrada. Audry ni siquiera esperó a que terminara, cuando se despidió presurosamente y salió de la tienda a trompicones.
Observé detenidamente como desaparecía tras las telas.
—Si soy sincera, admiro su fe. Tiene que ser bonito creer en algo con esa firmeza —confesé. La elaborada se mantuvo en silencio mientras se sentaba justo frente a mí.
Pasaron tan solo unos instantes hasta que se atrevió a cercenar el silencio:
—Tenemos que hablar.
—Lo sé, lo has dicho al entrar —le recordé, echándole una mirada divertida.
—Los exploradores han vuelto.
Arqueé una ceja, aguardando impacientemente su respuesta, mientras le daba un sorbo a mi jarra de agua de tormenta. Dejó un sabor amargo en la punta de mi lengua en cuanto lo tragué.
—¿Y? ¿Qué dicen? —Por cómo su gaznate tembló, supe que no había venido a dar buenas nuevas precisamente —. ¿Asha? ¿Qué tal están los exploradores?
Desvió su mirada, justo antes de contestar con un hilo de voz:
—Están muertos, Éire. Todos muertos.
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