CAPÍTULO V
ÉIRE
—Así que os dirigís a Güíjar. ¿Con qué cometido, si puede saberse?
Elevé mi mirada hacia él. La noche ya estaba cayendo como un manto oscuro sobre Valhiam, y yo ni siquiera había podido terminar mi cena cuando Asha irrumpió en mi tienda junto con el mismo guardia de esta mañana —del cual había averiguado algunas cosas: que se llamaba Aylwind y que era el comandante nombrado por Evelyn de las legiones de mi ejército—, y me confesó que el señor de Valhiam había permanecido firme en cuanto a su postura sobre conocer al señor del ejército que dormiría en sus tierras.
Cuál fue la sorpresa de este viejo hombre al saber que yo era una mujer. Bueno, sorpresa y horror, ya que había dejado caer varias veces entre sus guardias que yo no podía ser más que la señora de alguien importante.
Lo que sí había podido comprobar era la supuesta fortuna del pueblo. La enorme casa del hombre viudo que se sentaba en un trono frente a mí estaba bañada en oro. Al principio, quise pensar que era solo pintura, pero tras subir varios escalones, observar el brillo característico de las paredes pulidas, y fijarme especialmente en las alfombras de pelaje espeso, empecé a dudar. Aquel denso pelaje gris no era como el de mi abrigo. No era simple, apagado y suave. En cambio, raspaba, era brillante pese a que había sido arrancado de un animal sin vida. Era el doble de grueso y denso, y podría reconocer ese característico gris pálido hasta con los ojos vendados.
Era el pelaje de un cornok. Y toda la casa estaba repleta de alfombras del mismo, además de los cuadros que colgaban de las paredes y mostraban diversos cuerpos de mujeres escasas de ropa.
Y, por lo que sabía, únicamente la realeza podía permitirse pagar a mercenarios cualificados para matar a tal cantidad de monstruos. Porque no eran fáciles de matar. Y, mucho menos, de tocar su sangre y desollarlos y no morir en el intento envenenados.
—Tengo un ejército y pretendo expandirlo. Como usted sabrá, su pueblo vecino no es precisamente conocido por su arte. No como su casa, por supuesto, que está repleta de pinturas…. Mm, ¿cómo las llamaría? —Miré a Audry y a Aylwind, quienes estaban justo a mis lados, como si estuviera sopesándolo —. Ah, sí, probablemente asquerosas.
Él chasqueó la lengua, mientras rascaba su puntiaguda barba blanquecina y me echaba una mirada molesta. Al parecer, no estaba demasiado acostumbrado a que le contradijeran.
—Este tipo de arte es un arte tan respetuoso como cualquier otro.
En lugar de responder, tan solo me di la vuelta y me acerqué a una de las esquinas donde se colgaban aquellos cuadros. Las pinceladas eran profundas, bañadas en colores vivos, y muy realistas. Tanto que, sin mostrar nada en específico, se veía a leguas lo que el “artista” quería señalar. Aún estando esas mujeres vestidas y sonrientes. En ocasiones, hasta con niños pequeños.
Aquello era repugnante.
—No creo que estas mujeres supieran que estaban posando junto con sus hijos para ser sexualizadas.
No me hizo falta mirar a aquel hombre por encima de mi hombro para saber cuál era su mirada. La había visto antes. En los ojos del rey Symond. Aquella mirada petulante que emanaba aires de grandeza. Aquella mirada típica de personas débiles que se sentaban sobre asientos demasiado grandes.
Estaba segura, aún sin haber conocido a la mujer de este idiota, que vivía mejor muerta que al lado de este ser que se hacía llamar a sí mismo hombre.
Aylwind hizo el amago de acercarse a mí, pero Audry lo sujetó con firmeza por su túnica y lo mantuvo a su lado, aún frente al señor de estas tierras. Por la mirada del comandante, sabía que no estaba de acuerdo con mis acciones más recientes.
Pero ¿me importaba lo suficiente como para detenerme? No. No en este caso.
—La he dejado acampar en mis tierras por cortesía. La iba a alojar en mi casa por amabilidad hacia una joven dama. Ahora, tan solo parece estar buscando un conflicto, pero debería pensárselo bastante bien. Échele cuenta a su comandante, y márchese antes de que me arrepienta.
Me giré lentamente en su dirección. Sus ojos pequeños. Sus capilares dilatados. ¡Ah! Justo igual que el baboso del Conde Fazus. Su nariz tan afilada que podía raspar telas con su punta. Una redonda verruga justo en su bigote. Y su piel brillaba, grasienta. Brillaba… pero no tan solo por el sebo natural de su piel. No, no, no. Había algo más. Aquel brillo determinado. Alabastro. Más denso que una capa de grasa, pero más líquido que un tejido gelatinoso. Era… baba.
Baba lechosa.
—Está bien. Me marcharé. —Asentí en dirección al señor de Valhiam. Después, les ordené silenciosamente a mis guardias que se adelantasen a la salida.
Aylwind soltó un suspiro aliviado, y dejó las puertas de la enorme sala abiertas para mí, dejando que Audry y otro par más de guardias que no conocía me escoltasen hasta él.
Tenía que esperar. Aguardar unos momentos. Unos instantes y el trabajo estaría hecho. Ni siquiera tendría que perder a mis guardias. No tendría que empezar un altercado. Unos segundos y aquel hombre sería arrastrado muy lejos de aquí. Hasta el bosque. Hasta una gruta. Y, finalmente, hasta el estómago de un quepak. Si es que tenían bajo aquellas capas de sombras.
Pero, entonces, se escuchó una carcajada. Una carcajada que compartieron los guardias del viudo y este mismo, que golpeó al ritmo de su carcajeo los reposabrazos de su asiento. Instantáneamente, me giré. No pude evitarlo.
—Una mujer al mando de un ejército buscando a salvajes de Güíjar. ¡Qué barbaridad! ¡Las cosas que se escuchan hoy en día! A esas mujeres habría que obligarlas a casarse con un buen hombre con mano dura.
Entonces, me detuve sobre mis pies. Mi mirada se mantuvo al frente, observando las enormes calles de Valhiam, donde los niños paseaban y compartían miradas curiosas conmigo, queriendo saber quién era aquella extraña. Las mujeres iban de la mano de sus esposos, pero no parecían felices. Sus miradas no se parecían a las que yo había mantenido con Keelan. No eran dichosas, no brillaban, no parecían desear ni querer a aquellas personas. Otros hombres besaban abiertamente a niñas jóvenes en las esquinas de las casas. Niñas menores. Niñas que tan solo se dejaban hacer, bajo la mirada contemplativa de los guardias que esperaban una queja. La esperaban, quizá, con ansias de aplicar un castigo.
Un castigo a la libertad.
Eso tenía un nombre, y no era precisamente justicia.
Y recordé la mirada de Evelyn en aquella enana habitación de posada. Recordé sus sollozos, sus quejas, y como llegó un momento en el que dejaron de escucharse. Porque se rindió. Porque no tenía salvación. Su única manera de salir viva de allí fue mantenerse en silencio y… dejarse hacer.
—¿Sabe una cosa, señor?
—¿Qué quieres, niña? Tengo cosas que hacer —farfulló él.
—Se le ha olvidado mencionar una última cosa.
Y me giré. Le miré fijamente. Notaba cada trazo de energía sobre cada poro de mi piel, naciendo y rebosando, serpenteando por mis órganos y punzando mis tejidos. Era apabullante. Abrumador. Tenté la conciencia de los monstruos. Los tomé con los hilos oscuros y anudé su conciencia hasta que solo quedó mi control. Ahora eran míos.
—¿El qué?
La mano de Aylwind sobre las puertas tembló. Audry tragó saliva duramente justo a mi lado y murmuró un tenue —: Oh, no.
Yo sonreí ladinamente.
—Que también tengo monstruos.
Observé como sus ojos redondos estuvieron a punto de fruncirse, dispuestos a soltar otra carcajada abiertamente. A punto de reírse de nuevo de mí. Pero, entonces, una gota cayó justo sobre su coronilla. Al principio, los guardias tan solo miraron a mis guardias, pensando que la única amenaza provenía de ellos. Y, en ese preciso instante, el señor de las tierras de Valhiam tocó su escaso cabello y acercó el dedo con el que había palpado aquel líquido a su rostro, con un temor apenas oculto en el brillo de sus ojos saltones.
Tras eso, elevó lentamente la mirada hacia el techo del que colgaban lámparas de araña con gotas antes cristalinas, y observó cómo aquel cristal inmaculado vibraba hasta romperse en pedazos de oscuridad. La niebla cayó hecha hebras sobre las cabezas de los guardias, mientras los cristales hechos añicos chocaban contra el suelo de metal, y se deslizaron por sus cabezas hasta transformarse en seres de largas extremidades y tan ligeros como las brisas de aire. Arrastraron sus enormes garras hasta sus manos, hicieron desvanecer sus armas, y los arrastraron entre sus brazos hechos de bruma hasta poder desgarrar sus cuellos. Las finas garras de sus patas arañaron el oro bajo ellas, mientras se encorvaban sobre los guardias y arrancaban pedazos de sus cuerpos inertes.
Entonces, el pequeño y cobarde hombre gritó, abalanzándose fuera de aquel trono hecho de oro líquido y tropezó hasta caer sobre los cuerpos de sus guardias hechos papilla. Sus gritos se grabaron en mi mente como unos versos melódicos, mientras aquella decena de criaturas escurridizas enroscaban sus titilantes brazos que palpitaban entre la densa niebla y la invisibilidad que camuflaba sus cuerpos, alrededor del cuerpo del pequeño señor. De sus piernas. De su vientre. De su cuello. Llegó un punto en el que todo lo que se formó a su alrededor fueron extrañas figuras que se deslizaban hambrientas de sus vísceras, sin poder distinguir dónde empezaba cada ser o, incluso, sin poder observar ningún retazo del señor de las tierras de Valhiam.
Los quepaks deslizaron el cuerpo del viudo por los escalones de su trono. Su cabeza chocó con cada peldaño. Su cráneo chasqueó en cada golpe contra el oro. Su sangre salpicaba los cuadros que él había llamado arte. Pero la sangre era roja. Era oscura, pero roja. Como la de cualquier otro mortal. Como la de cualquier otro humano. Sin embargo, se creía con el derecho de juzgar a un solo grupo de personas tan solo porque él pertenecía al otro.
Pero ya no. No conmigo.
Entonces, pasé justo por el lado del par de guardias que había traído conmigo. Aylwind tragó saliva mientras mantenía su mirada sobre sus botas, aterrorizado. Al parecer, ahora se arrepentía de haber intentado detenerme hacía tan solo unos momentos. Audry, en cambio, mantuvo su mirada con fijeza sobre mí, y una de las comisuras de sus labios tembló. Estaba orgulloso. No lo diría, pero lo estaba. Porque él había visto lo mismo que yo.
—¡Gentes de Valhiam! —vociferé, en pie sobre el peldaño más alto de la casa del anterior señor. Las decenas de personas que paseaban por la calle que se engrosaba frente a mí se detuvieron, desconcertadas, y los otros centenares apenas tardaron en aglomerarse al contemplar a tanta gente observando la casa de su señor —. ¡Yo soy Éire Güillemort Gwen, legítima heredera del trono de Iriam y hechicera de las bestias de Gregdow! He sido testigo de las denigraciones que vuestro señor tiene para con un tipo de género en específico, y he decidido que no las toleraré a partir del día de hoy. Hoy mismo, he decidido ejecutar al señor de vuestras tierras por los crímenes que nadie le ha podido recriminar por su estatus, pero de los que yo misma he decidido libraros.
Repasé cada una de las miradas del pueblo de Valhiam. Sentí su miedo. Su estupefacción. Su alegría. Observé como madres apretaban imperceptiblemente más fuerte las manos de sus hijas. Me concentré en la mirada aterrorizada de los hombres. Sorprendida. Como si tampoco pudiesen creer que una mujer pudiese hacer aquello.
Entonces, hice un aspaviento, y los quepaks se deslizaron fuera de la casa del antiguo señor. El gentío se enturbió, retrocedieron, y algunos incluso exclamaron como si los murmullos de los monstruos fuesen las definitivas campanadas de guerra. El cuerpo del viudo cayó sobre los escalones. Sobre mis pies. Se desparramó bajo mí, postrado como en vida debería haber estado.
Me erguí con más determinación. Porque podía hacer esto. Yo ya no era aquella niña temerosa que se encogía ante una mirada. No era aquella que respondía al miedo con desdén. Ni al poder reacia. Ya no era ella. Ahora era más.
Era la versión que más podía haber exprimido de mí misma. No la más feliz, pero sí la que era a día de hoy. Y no me arrepentía de ello. Sí de lo que había perdido para serlo, pero no de lo que era. Nunca más de lo que era.
Porque, por fin, era justo la versión de mí misma que podía vengar todo lo que me habían arrebatado y salir victoriosa. Ahora, ya no me conformaba con manejar una espada y una pelea, ahora lo quería todo.
Quería al mundo y a las personas con él.
—Y vosotros podéis aceptar este regalo desinteresado o en su lugar… —Mantuve mi mirada sobre los guardias de Valhiam que apuntaban sus lanzas amenazadoramente hacia mí. Los enormes ojos de los quepaks a mi alrededor brillaron peligrosamente, instándoles a acercarse —subestimarme, justo como hizo vuestro antiguo señor. Aunque aquel pensamiento no le permitió durar ni un solo día más con vida. Callarse, en su lugar, probablemente sí que lo hubiera hecho.
Bajé otro peldaño, pasando mi pie por encima del cuerpo mutilado. Los monstruos tras de mí arañaron el suelo bajo sus puntiagudas garras, esperando que alguien diese un paso hacia mí para arrebatarle la cabeza. La puerta de la enorme casa se cerró, mientras mis guardias me seguían con las manos ahora sosteniendo férreamente sus armas.
Asentí en dirección a los hombres armados frente a mí, esperando una respuesta por parte de ellos. Tan solo les hizo falta compartir una sola mirada más con aquellos quepaks aún hambrientos, y dejaron caer sus armas justo antes de hincar la rodilla frente a mí. Tras ellos, las demás personas cayeron frente a mí como piezas de un dominó.
Se arrodillaron ante mí. Justo como lo habían hecho aquellos monstruos. Justo como lo había hecho Asha en su momento.
Y es que, en su día, no me detuve a pensarlo, pero ahora… Ahora sabía hasta qué alcance llegaba mi poder. Y que si me lo proponía podía conseguir Nargrave entero.
Cada reino, cada señorío, cada pueblo. El país entero caería. Después podría surcar los mares de Vignís y hacerme con las tierras de más allá.
Navegaría por el mundo y todos se arrodillarían ante mí. Ante Éire Güillemort Gwen. A quien habían subestimado tantas veces. A quien yo misma había insultado tantas otras.
Pero, por ahora, me conformaría con este momento.
Me conformaría con Valhiam. Aunque estaba segura de que tras esta, muchas otras victorias esperaban impacientes.
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