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CAPÍTULO V

ÉIRE

Tras aquel baño, Keelan y yo nos habíamos vestido de nuevo y habíamos vuelto a la cabaña más bien en silencio, con la pesada tensión sobre nuestros hombros. En cuanto subimos a nuestra habitación, y abrimos la puerta de madera, esperando ver la pequeña cama y las cuatro paredes prácticamente a centímetros de lejanía una de la otra, no fue tan solo eso lo que vimos, para nuestra gran estupefacción.

Audry y Amy estaban sentados en la cama, con el niño observando el trabajo de la regordeta mujer mientras traspasaba una fina aguja habilidosa y reiterativamente una y otra vez por una extensa tela escarlata, con brocados segmentados en extrañas mandalas.

Entrecerré los ojos, aunque antes de poder interrogar al niño sobre porqué estaban en nuestro camastro, Audry levantó la mirada y arqueando las cejas en sorpresa, dijo:

—Oh, ya estáis aquí. He vuelto de Thart con los trajes para esta noche. Como no teníamos mucho dinero, he tenido que comprar algunas telas ya usadas, así que Amy me está ayudando a repararlas.

—Que sepáis, que no trabajo gratis: esto os costará un favor y bastante grande — dijo la mujer en respuesta, sin siquiera levantar la mirada de su trabajo. Keelan, Audry y yo, casi instantáneamente, compartimos una mirada.

—¿Qué tipo de favor, Amy? — inquirió Keelan, arrugando la frente, ligeramente preocupado. Y yo sabía bien porqué: dos personas mayores, que ascendían a los sesenta años, solos en unas tierras y con posibles monstruos acechándoles…Eso solo significaba una cosa, y creía que todos lo habíamos deducido ya, hasta que Audry dijo:

—Me ofrezco voluntario para ordeñar yo a la vaca que queráis. — Un instante después, y Amy soltó una carcajada tan grave que pudo haber hecho temblar el suelo bajo nuestros pies. Audry pareció confundido —. ¿Qué? Me caen bien. Gerald dice que las llama: Ozzy, Izzy, Lizzy y Unzzu. ¿Veis? Me he aprendido hasta los nombres. Podría ser ganadero perfectamente.

—Y no lo negamos, Audry — respondió Keelan, con una sonrisita patinando en sus labios —. Pero dudo que se trate de eso.

Audry se encogió de hombros, y casi inmediatamente la mujer hizo un aspaviento con la mano: como si estuviera restándole importancia al tema.

—Me iré a uno de los divanes a terminar esto. La Gran Hoguera azul se enciende en unas dos horas, así que hablaréis de ese favor más tarde con Gerald —. Tras aquellas palabras, se levantó, y tomando la gran tela rojiza y otras cuantas abombadas y alabastrinas, se dirigió al pasillo, haciéndose hueco entre nosotros como pudo —. Eso sí, esta noche disfrutad de Las Dos Lunas. Dicen por Thart que es el día perfecto para empezar una unión entre dos personas, ya que las lunas vuelven a fusionarse cuando llega el amanecer.

Hice una mueca ante sus palabras.

Entonces, Audry intervino — : Bueno, podríamos seguir practicando mientras. ¿Te parece, Keelan?

Más que una pregunta inocente, parecía un ruego directo. Ya que, aunque sus habilidades habían mejorado ligeramente, no eran lo suficientemente aceptables como para hacer el juramento de la guardia.

El príncipe pareció pensárselo durante algunos instantes, aunque finalmente acabó asintiendo. Audry, tan feliz que pudo brincar hasta el pasillo pobremente alumbrado, se marchó rápidamente del cuarto.

Entonces, el príncipe se giró sobre su hombro, a punto de marcharse. Pareció querer decir algo, pero vaciló, titubeó una última vez, y finalmente, acabó por irse con tan solo el sonido de sus botas sobre el suelo de piedra.

Me mantuve estática, al menos, unos diez segundos, y ni siquiera supe el porqué. Así que, cuando vi que nada pasaba y que mi mirada se tornaba borrosa sobre las rocas apiladas en las paredes con adobe, cerré la puerta de mi habitación y me tumbé sobre la cama.

«Esta noche la hoguera se encenderá, Éire»

—Lo sé — le respondí en voz alta, reparando en su presencia inhumana e incorpórea justo a mi lado. Aún así, podía ver sus rizos cobrizos trazando una línea casi circular y rojiza sobre la almohada de lana.

«Eso solo significa una cosa»

—Dímelo de una jodida vez y deja los acertijos.

«Los ñacús, Éire, los ñacús verán el resplandor de la hoguera»

—¿Y por qué debería importarme eso a mí? Solo estaremos un rato, hasta que Audry esté satisfecho, y nos marcharemos en cuanto escuchemos el mínimo gruñido. Además, ahora soy yo la única Razha que queda viva, ¿no deberían guardarme respeto?

Casi pude escuchar su risa sobrenatural retumbar sobre la habitación.

«Los monstruos que yo creé solo me respetan a mi, Éire. Ese vínculo ceniciento que sientes con el aminqueg, es porque tú eres su madre. Para las demás criaturas, tan solo eres carne jugosa y viva»

—¿Y dejarás que los masacren a todos? — pregunté con mi ceño ligeramente fruncido. Mi cabeza estaba trabajando a toda potencia, intentando saber qué era más importante: la venganza o la moralidad.

«Ellos masacraron a mi pueblo, y ahora yo los destruiré a todos. Ve a esa hoguera, y echa sobre las llamas azuladas de Cristea una chispa de magia Razha. Tan solo eso, y huye: lo demás estará hecho, y podrás hacer justicia. Si Thart muere, se desestabilizará la línea de comercio entre Aherian e Iriam, y al menos, pagarán mínimamente por lo que le hicieron a tu madre. Por lo que te hicieron a ti»

Tomé una bocanada de aire, esperando para que Gianna se fuera. Y, en cuanto lo hizo, las arcadas volvieron, las lágrimas también, el rencor lo potenció todo e hizo de mis sentimientos algo más sensible, más pesado. Y todo eso se congregó en mi interior y se convirtió en odio.

La magia Razha estaba desatada en mi interior, como otro de los síntomas del síndrome de abstinencia: tras tanto tiempo retenida, en algún momento iba a explotar. Contra mí, o contra otros.
Y, en este caso, Thart tenía todas las de perder.
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—¡Mírate, niña! ¡Estás hermosa! — exclamó Amy, con su cabello café recogido rápidamente en un moño sencillo y despreocupado. Su cara redonda se expandió en una gran sonrisa, marcando dos hoyuelos en las mejillas de su rostro, y aquella imagen me hizo dudar de mis palabras compartidas con Gianna.

¿Esta gente, verdaderamente, merecía morir de esa forma?

Asentí, mirándome en el pequeño espejo que me había dejado la mujer, redondo y de mano, con el mango y los accesorios arremolinados confeccionados en plata y la superficie de cristal límpida, sin una sola mácula.

Finos adornos de plata — que si era sincera, no habían sido comprados, si no que Amy me los había prestado ya que ella no iba a asistir al festejo debido a su edad — se engarzaban por mi pelo recogido en un rodete. Mi cabello trenzado estaba lleno de extravagancias plateadas y enrollado sobre sí mismo en un recogido con hilos de jaspe rojo y rubíes intrincados en torno a el. Mis dedos — también gracias a la prestación de Amy — estaban escondidos tras unos anillos plateados de garra cruzada.

El vestido de tela escarlata no era más que una tela gruesa, con mandalas brocadas en finos trazos de oro que Amy había tenido que reparar con hilo dorado, que se enrollaba a mi cuerpo como una boa constrictor justo antes de asfixiarte. La mujer había insistido en que pellizcase mis mejillas para dejar un rubor sutil en ellas, y tras eso, me untó algún producto que tiñó mis labios levemente con un tono carmesí. Yo estaba acostumbrada a las barras sólidas y rojizas envueltas en seda con las que Dalia daba toquecitos a mis labios, pero no a este extraño ungüento.

Así que pregunté — : ¿Qué es esto?

Amy cerró el bote donde guardaba aquel líquido carmesí y dijo despreocupadamente  — :  Tintes rojos de plantas y cera de abejas. Es difícil de elaborar, así que aprecia el gesto, muchacha. Solo lo utilizo cuando Gerald consigue un venado entero para cenar.

Asentí tan solo una vez, moviendo el espejo de tal forma que tan solo podía apreciar mis gruesos labios pintados de ese rojo tan vibrante.

Amy chasqueó la lengua y gimió — : Si no fuera por esa fea cicatriz, Catrina, ese tal Cedric ya te habría pedido la mano.

Por un instante, casi no supe a quiénes se refería, hasta que recordé que esta mujer no conocía mi identidad. Si lo supiese…Si supiese que yo era Éire Güillemort Gwen, la mujer que había asesinado a su propia madre con la daga que aún guardaba envainada, justo en la cinta de cuero de mi muslo bajo el vestido, no me trataría así. Nadie lo haría.

Nadie además de mis dos compañeros de viaje.

Y todo eso era por culpa de Iriam, de mi hermana Eris que había orquestado aquello con Aherian alegando que tenían un antiguo tratado, y manipulando a mi madre para que llegase al punto de querer acabar conmigo.

Así que, sí, ya tenía la respuesta: la venganza era más importante que todo, que cualquier cosa.

Me levanté de la quejumbrosa silla de madera que aguardaba Amy en su habitación, justo frente a un modesto tocador sin espejo — además del que reposaba sobre él, y que sostenía yo, que era de mano y pequeño —, y dejé aquel espejo de plata sobre la superficie astillada.

Tras eso, le dediqué una sonrisa más que cínica a Amy, quien desde el encontronazo de esta mañana parecía mucho más amable conmigo, y ella se despidió:

—Pásatelo bien, y recuerda: hoy es día sagrado para muchos, por eso hay que seguir con la tradición de la vestimenta. Si este día se arruinara, presagiaría una gran ola de furia de la tríada sobre nosotros: humanos o hechiceros. Y de eso, de los dioses, no se libra ni el más poderoso de los hombres.

—Como soy mujer, entonces supongo que no debo preocuparme por eso — le dije yo, apoyándome contra el marco de la puerta, cruzando mis pies tapados — como siempre — con aquellas botas de cuero trenzado.

Amy resopló, disgustada — : ¡Anda, vete! Vais a llegar tarde y no quiero escuchar más niñerías.

Una de las comisuras de mis labios se estiró ante aquella iracunda mujer, y bajé por el pasillo sutilmente empinado, hasta finalmente pisar el último peldaño de las escaleras de la cabaña.

Allí, justo en la puerta, ya estaban esperando Audry y Keelan. Sus trajes no eran muy distintos al mío, solo que en lugar de una larga tela que rodease su cuerpo, esta tan solo rodeaba sus piernas, y sus pechos estaban tapados con túnicas de diversos colores. Audry iba completa y enteramente vestido de blanco, con un círculo azul trazado con pintura y apenas seco en su túnica alabastrina.

Keelan, en cambio, llevaba una túnica borgoña y la seda que caía por sus piernas era ónix. Como siempre, haciendo honor al estandarte de su reino: Zabia.

Me acerqué a ellos, directa a abrir la puerta, pasando por el espacio que me habían dejado aquellos dos, cuando Keelan se acercó inesperadamente a mi oído y musitó:

—Preciosa.

Yo tragué duramente saliva. Y el sentimiento de culpa me apabulló, porque si el príncipe supiera lo que iba a hacer esta noche, no pensaría eso de mí. Pensaría que era un monstruo más sin escribir en uno de los tantos Bestiarios.

Sonreí castamente en su dirección, y tras algunas bromas de Audry, los comentarios de la nefasta protección de la cabaña de Amy y Gerald que hacía el príncipe y mis resoplos molestos por el camino, por fin se ojearon las luces de un poblado.

—¡Thart! — exclamó Audry, señalando con su dedo índice las titilantes luces de velas que provenían de un pequeño pueblo que casi podía considerarse una aldea. Todavía no habíamos llegado, pero desde aquí se podían apreciar los grandes leños en mitad de las altas hierbas, aún sin ser engullidos por el fuego que, como un fenómeno, en este día hasta acabar la madrugada, era azul — Ya está la gente congregada, ¡van a encender La Gran Hoguera!

Tras eso, el castaño empezó a correr hacia el poblado, pasando alguna que otra casa de piedra que eran casi idénticas a las de la cabaña donde nos alojábamos. Las pequeñas cabañas estaban dispersas por la hierba, con alguna fuente para lavar y tablas y jabones de grasa animal desperdigados por las charcas más cercanas.

En cuanto llegamos al centro del poblado, pudimos ver a decenas y decenas de personas alrededor de los enormes leños que parecían troncos enteros de árboles talados apilados uno encima del otro. Estaban riendo, brindando con copas de bronce, latón y plata rebosando en vino rojo purpúreo, vestidos prácticamente igual que nosotros, solo que con distintos adornos, piedras y colores.

Frente a la hoguera había un hombre que llevaba unos ropajes muy parecidos a los femeninos en esta ocasión: un enorme y pesado traje garzo que se enrollaba en torno a su cuerpo, y tenía sus pies desnudos sobre la hierba. Era joven, calculaba que tendría unos treinta y tantos años, y su pelo dibujado en bucles castaños con ligeras hebras rubias se enroscaban como lana natural siendo torcida e hilada preparada para ser utilizada.

Entonces, mientras los tres nos intentábamos hacer hueco entre la multitud, el hombre chasqueó sus dedos. Y, con tan solo ese gesto, todos callaron, detuvieron el sorbo de sus vinos, y las risas se silenciaron de sopetón.

—Hoy, en este día tan especial y en el que todo Thart y gente de más allá de nuestra aldea ha venido a ver este lugar sagrado en su esplendor el día de Las Dos Lunas, observarán los incrédulos como los chispeos azules que la tríada envía hoy a esta hoguera llegan hasta nuestro astro y lo divide en dos circunferencias que son los ojos de nuestra madre: Cristea.

Pasaron unos segundos, y nadie abrió la boca, ni soltaron vítores eufóricos ni tampoco se inclinaron ante el que debía ser el sumo sacerdote; sin embargo, instantes después entendí porqué.

El hombre dio una sola palmada, y tras él, La Gran Hoguera se encendió en una enorme llama índigo que llegaba al cielo y más allá de el. Los chispeos azulados tocaron el cuerpo del sumo sacerdote, pero en lugar de lamentarse, exclamó de felicidad: como si aquel fuego fuese fuente de alegría y sus chispeos no te otorgaran más que felicidad.

Tras eso, la gente sí que empezó a moverse eufórica. Empezaron a bailar en torno a la hoguera, los niños rociaron la hoguera de hojas de plantas y algunos otros lanzaron jarras de sangre de algún animal, probablemente en forma de ofrenda para la tríada. Aún así, pese a los líquidos y materiales que arrojaban a La Gran Hoguera, esta nunca se apagó.
Al parecer, era cierto: no se apagaría desde la medianoche hasta el amanecer.
Keelan, a mi lado, sonrió.

—¿Por qué sonríes? — le pregunté yo.

—Mira a Audry, mira a los niños corretear, mira cada expresión de felicidad. Llevan esperando un año entero para esto, y hoy todo es maravilloso en su mente. Los problemas desaparecen y solo están Las Dos Lunas que se supone emergerán pronto.

Le eché un vistazo a Audry, como el había dicho, y le vi tomado de la mano de unos niños de cabellos trenzados y largas vestimentas, dando saltos en torno a las llamas índigo. Madres acunaban a sus hijos, dejando que tocaran con las palmas diminutas de sus manos las llamas de la hoguera, provocando que soltasen risas, mostrando su dentadura careciente de dientes. Hombres hacían pasos extraños, estrechaban sus manos con el sumo sacerdote — que debía ser un hechicero de la casa Elemental — y agarraban a sus mujeres de las cinturas y las movían en volandas.

Y eso, exactamente eso, me hizo titubear. La hoguera estaba justo a mi lado, nadie se extrañaría si me acercaba sutilmente a ella, pero…Pero, si lo hacía, toda esta gente acabaría eviscerada, jadeando de dolor por los rugidos de los ñacús que los ensordecerían a todos.

Incluso a Amy y a Gerald. Que aunque los conociese tan solo de un día, no creía que mereciesen ese destino tan cruel.

Así que me detuve, me giré hacia Keelan, y le tendí mi mano.

—Bailemos en torno a esa maldita hoguera — le propuse. Rápidamente, él aceptó, y una enorme sonrisa se extendió por su rostro mientras me tomaba con quietud de las caderas y me movía dando círculos veloces y sin sentido alrededor de las llamas.

Tan solo veía retazos de índigo, de la túnica borgoña de Keelan y de sus ojos chispeantes que me miraban fijamente. Me dejé llevar por el calor de la hoguera, por las risas de la gente, por las charlas interminables, y dimos vuelta tras vuelta a La Gran Hoguera, bajo la luna que luego se convirtió en dos, y que alumbró todo Thart como si fuesen los mismísimos rayos del sol.

—¿Ahora mismo querrías ser otra persona? — me preguntó, elevando la voz para que le escuchase entre el gentío, mientras las palmas de mis manos se aferraban a su nuca perlada en sudor.

—Ahora menos que nunca.

—¿Por qué? — inquirió él, haciendo que diésemos una vuelta alrededor de otra pareja que también bailaba a nuestro ritmo. Ellos rieron por el encontronazo, y extrañamente, nosotros también.

—Porque entonces no estaría contigo, Keelan Gragbeam.

Él iba a responder, lo sabía con certeza, pero no pudo. Y no porque alguien nos interrumpiese, si no porque algo pasó dentro de mí.

Una vorágine de oscuridad, de la nebulosa más pura, de la niebla más obsidiana, se expandió por mi pecho y me hizo trastabillar. Sabía que Keelan me había preguntado algo, sabía que me miraba con preocupación, sabía que Audry también se había acercado y que algunos nos miraban curiosos, pero yo no podía controlar nada.

La opresión en mi pecho hizo que mis ojos lagrimearan, mi estómago llegó a doler tanto que arañé mi rostro con aquellos complementos de mis dedos. Caí de rodillas sobre la hierba, y mis piernas temblaron mientras en mi cabeza solo resonaba una voz:

«Venganza, Éire. Créeme, después estarás de acuerdo conmigo»

Y entonces, aquella oscuridad que antes había sido dolor, aquella magia que creó al aminqueg, salió de la yema de mis dedos que estaban tapados por picudos anillos plateados, cayendo de golpe sobre la hoguera. Los hilos de oscuridad se entretejieron contra los azules chispeantes, pero, aún así, la oscuridad se sobrepuso a las llamas de La Gran Hoguera, haciendo que sus llamas se desvanecieran de inmediato y se convirtiesen en un borrón hollín que apenas destellaba.

Yo caí al suelo, no supe que más pasó, pero escuché los gritos de las personas, las estridentes exclamaciones, y sentí como alguien me tomaba en sus brazos. Pero ahora no bajo dos lunas y una sombra azulada, sino bajo un manto nebuloso y unas sombras enormes, de piel desnuda y negra, como la de un gato sin pelaje, y unas enormes alas llenas de púas ponzoñosas:

Una manada de ñacús.

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