CAPÍTULO II
ÉIRE
—¿Éire? — Escuché un voz que se entrometía en mi soñolencia, rebotando en la espesa oscuridad que se congregaba tras los árboles, justo frente al lugar donde nos habíamos asentado.
Parpadeé varias veces, y no faltó el bufido que solté mientras me desperezaba sobre las pieles apiladas tras mi espalda.
Si había sido Audry el que osaba despertarme, le haría agazaparse junto a Ojitos durante una larga temporada.
—Éire, acércate — volvió a decir aquella voz, aguda y repentina, haciendo eco en cada recóndito lugar de mi mente, aún cuando ni siquiera había podido mirar sobre mi hombro hacia su lugar de procedencia.
Me giré hacia la oscuridad, donde una niebla ennegrecida como el hollín y tan densa como un mar de acero líquido se enroscaba en las copas de los árboles.
—¡Éire! — gritó. Y, entonces, tan inesperado como el aquel quejido, un pensamiento rodó por mi mente.
Sabía a quien pertenecía esa voz. Yo conocía ese tono tan exasperante y capaz de acobardar a un grupo de ñacús.
—¿Mamá? — musité, temblando ligeramente desde la punta de mis pies escondida tras el cuero de mis botas hasta la última hebra de cabello que caía tras mis hombros, convenciéndome internamente de que aquellos escalofríos eran por culpa de las bajas temperaturas y no por la abrumadora situación.
«Despierta» Escuché el susurro furtivo de la risa de Gianna en mi mente, tan solo un soplo en mi fuero interno y mis sentidos estaban más alerta que nunca. Los gritos de guerra estallaron en mi mente como eco de la voz de aquella hechicera convertida en espíritu, la cual parecía reticente a dejarme en paz.
Solté un siseo, y estuve a punto de golpear mi cabeza contra el suelo hasta que aquella mujer saliese de ella, y así pudiese dejar a la voz de mi conciencia trabajar tranquila. La cual, desde que Gianna había llegado, no hacía más que dormir.
Cosa que, debo decir, no me molestaría hacer por ella.
—¡Éire! ¡Ayúdame! ¡Tienes que ayudarme!
Parpadeé y sacudí mi cabeza, intentando centrarme en mis manos, las cuales mostraban sus palmas desnudas justo frente a mis ojos. Mi uñas estaban mordisqueadas, rotas y echas un asco, pero, pese a aquello, era mejor alternativa que entrar en aquella densa oscuridad.
Yo no era una cobarde, nunca lo había sido, pero si había algo capaz de erizar hasta el último trazo de vello de mi cuerpo, eran estas pesadillas.
«Vamos, despiértate, niña »
Puto espíritu condescendiente, pensé. Aunque, antes de poder decirle aquello en voz alta, una enorme gota carmesí cayó sobre mi zapato.
Solté el aire que había estado conteniendo mientras volvía a ojear mis extremidades. Ahora no estaban desnudas, ni limpias, ni siquiera podía apreciar mis uñas llenas de suciedad: ahora todo era sangre. Un espeso plasma recorría mis manos y caía hasta mis muñecas, manchando la tela de mi túnica, su olor metálico impregnándose en las aletas de mi nariz.
Justo sobre mi lengua, encima de aquel músculo que ahora lo sentía como un peso muerto, parecía haber una moneda de cobre marcando su circunferencia sobre el: porque el olor era taan intenso y pegajoso, taan viscoso y acaparador, que todos mis sentidos se convirtieron en metal ferroso.
—No me iré nunca, aprendiz, aún cuando tu felicidad sea verdadera, yo seguiré aquí atormentándote. Porque no traes nada más que soledad, miserias y muerte, y así te así mismo te recompensará la tríada.
—¿Éire? — dijo alguien tras la oscuridad que me otorgaban mis párpados cerrados. Una pesadilla, nada más, me dije, intentando tranquilizarme y no auto sabotearme de nuevo, como cada noche hacía mi subconsciente sin pedirme permiso.
Una mano sacudió mi hombro, y por sus finos y largos dedos supe que era Audry quien estaba intentando despertarme; sin embargo, permanecer con los ojos cerrados y tumbada en unas mantas era mejor opción que abrir los ojos y chocarme de bruces contra el desastre que era nuestra vida ahora mismo.
—¡Éire! — exclamó entre susurros aquel niño —. Se avecina una tropa de guardias con los colores de Einar Waldorm cosidos en sus capas.
Entonces sí que abrí los ojos de inmediato.
Me revolví sobre las mantas con rapidez, y antes de que Audry siquiera pudiera volver a intentar sacudirme, me levanté de un salto de aquella cama hecha de hierba y piel.
No me hizo falta comprobar si iba a armada, ya que el peso de mi daga recaía sobre mi cadera con gentileza. Aquel niño, ahora frente a mí, me echó una de las miradas más esperanzadoras que había podido ver en mucho tiempo.
Su nuez tembló mientras tragaba saliva, y casi quise decirle que ya no albergaba ni una pizca de esperanza en mi ser: que la esperanza fue algo que perdí en cuanto descubrí que todo lo que quedaba de mí era dolor y ansias de venganza.
—Keelan se ha marchado a explorar si realmente es el cuervo negro de Aherian el que marca el estandarte de sus ropajes o si no son más que los soldados de algún señorío cercano con unos colores parecidos.
Ni siquiera me molesté en asentir cuando le eché una ojeada a Chica y sus redondos y oscuros glóbulos oculares me respondieron a mi pregunta no dicha: Ojitos no estaba aquí.
—Guarda todo lo necesario en la alforjas, desata a los caballos y tenlos preparados para montar — le ladré a Audry, dándome la vuelta en dirección al sonido donde resonaban los cascos y las espuelas de los caballos.
—¿Qué? ¿Por qué? — me preguntó el castaño, dando zancadas en mi dirección y apoyando su mano sobre la curva de mi cuello. Consecuentemente , me giré sobre mi hombro para observarlo —. No estáis solo tú y Keelan en este viaje, no solo ustedes sabéis defenderos. Yo también puedo hacerlo, puedo intentarlo. Y si hay que ayudar al príncipe, cuenta conmigo. Siempre.
—¿Quieres una tarea más complicada que cuidar de unos caballos? — le pregunté.
—Sí.
—Entonces, encuentra a Ojitos. Y, ten cuidado, suele gustarle jugar a esconderse bajo tierra. — Me encaminé hacia los árboles que supuestamente llevarían a esos guardias hasta nosotros —. Si conseguís salir vivos ambos, te dejaré intervenir en la siguiente misión.
Me pareció escuchar como susurraba: ¡toma ya!
—Siempre he sido un experto convenciendo a la gente — se pavoneó, probablemente haciendo algún extraño bailecito, aún cuando ni siquiera le veía ahora que le daba la espalda.
—Pero desde luego no serías capaz de convencerme para darte una de las mejores noches de tu vida.
—¿Cuestionas mis habilidades?
—Cuestiono el hecho de que seas tú quien le guste — intervino, repentinamente, Keelan. Estaba apoyado justo en uno de los árboles frente a mí, con sus brazos cruzados sobre su pecho y su mirada bailando entre ambos.
Audry silbó ante su comentario, y una pequeña sonrisa danzó en sus labios aún cuando aquellas palabras no iban dirigidas hacia él.
Rodé los ojos ante aquella situación y me giré hacia a Keelan casi inmediatamente.
—¿Quiénes son? ¿Hacia dónde se dirigen?
—Varios soldados aherianos se dirigen hacia aquí cabalgando; sin embargo, no están solos.
Fruncí el ceño.
—¿Y quienes les acompañan? — le pregunté al príncipe.
—Además de sus yelmos cónicos y espadas envainadas hay otros cuántos que tan solo llevan un gambesón con los colores de Iriam.
Los colores de Iriam: el cobrizo y el ámbar. Remolinos de cobre justo sobre una pared de piedras preciosas. La bandera que antes había ondeado sobre un castillo que aparentemente me pertenecía, pero que, aún así, nunca había visto ni tocado aquel estandarte además de en las páginas arrugadas de un libro polvoriento.
—Se ve que, aparentemente, la protección de la que carecía Aherian se debía a las centenas de hombres enviados hacia el norte — dijo Audry, acariciando las crines de su caballo, el cual llevaba días temblando y temblando sin parar, como si un monstruo lo acechara o como si el mismo Ojitos le hubiese asegurado su desmembramiento.
Keelan asintió.
—Así es. Así que, ahora que sabemos con certeza que están a pocos instantes de alcanzarnos, deberíamos pensar en alguna estrategia.
—Podríamos huir — propuso Audry.
—O luchar — dije yo en su lugar.
Keelan nos echó una mirada desdeñosa mientras crujía sus nudillos, preparándose para tomar el mango de su espada ornamentada.
—Vamos a pensar en una estrategia — aseguró el, como si sus palabras fuesen la navaja que cortase esta discusión.
—A ver, cuéntanos, querido, ¿cuál es tu majestuoso plan?
El príncipe ni siquiera se molestó en hacer una mueca disgustada, ya que estaba más que acostumbrado a mis apelativos desagradables. En cuanto los cascos de los caballos resonaron con aún más fuerza, Keelan empezó a hablar:
—El aminqueg es la mejor distracción. Si el monstruo los ataca, tendremos el tiempo suficiente como para huir buscando el refugio más cercano.
Chasqueé la lengua.
—¿Y por qué no luchar nosotros? No deberíamos arriesgar a Ojitos por seis inservibles hombres.
—Si puedo opinar, yo digo que arriesgar la vida del monstruo es inútil, ya que ni siquiera está aquí — añadió el castaño, acercándose al pequeño círculo que habíamos hecho bajo la sombra de los sicomoros.
Keelan enarcó ambas cejas, justo antes de ladrarnos — : ¿Qué el aminqueg no está dónde?
—Aquí, sordo — le gruñí yo en respuesta.
El príncipe me maldijo silenciosamente, aunque Audry tampoco tardó en volver a intervenir.
—Bueno, tranquilicémonos: siempre nos queda la opción de montar en los caballos y huir.
—Audry, no vamos a huir sin Ojitos: vamos a pelear — aseguré; sin embargo, Keelan inmediatamente se tensó y me echó una mirada que pese al intenso color ámbar de su iris, parecía prendida en fuego.
—No podemos luchar y no podemos huir: porque si huimos con ellos sabiendo que somos nosotros mi padre pensará que he abdicado y que verdaderamente hemos hecho sin razón los crímenes de los que se nos acusa. Y, en cambio, si peleamos, tan solo con los rumores que cuentan sobre que nos escondemos en este tramo del país la gente atará cabos, y extenderán el rumor de que los guardias fueron asesinados por nosotros, dándoles otra pista sobre dónde nos encontramos. Además de que no pienso matar a una sola persona que tan solo está trabajando en nombre de su soberano.
Solté un bufido digno de Chica ante sus palabras, mientras que Audry le miraba casi anonadado por la de escenarios que acababa de recrearnos tan solo con sus palabras.
—No sé cómo no tienes dolores de cabeza con la de veces que piensas las cosas — resoplé, guardando la daga que ya estaba preparando para atacar a aquellos guardias.
—Los tengo, solo que prefiero no contar lo que hay dentro de mi mente.
Ninguno dijimos nada más, y el silencio se sembró bajo nuestros pies como dientes de león, mientras que mi estómago se removía sin cesar: probablemente porque no había desayunado, y había dormido lo justo como para mantenerme en pie.
Entonces, antes de poder plantear alguna cuestión, mis piernas empezaron a temblar justo con el resto de mis extremidades. El vómito se arrastró desde mi estómago lenta y dolorosamente hasta mi esófago, mientras que mis rodillas se doblaban y mi espalda se arqueaba ligeramente. Inconscientemente, me agarré a lo primero que tuve a mano, que fue justamente la rodilla de Audry.
Mientras mi boca se abría de par en par y mi abdomen casi parecía palpitar gracias al dolor tan grande que apabullaba a mi vientre, escuché como alguien partía un trozo de tela con fuerza y concisión. Y, antes de poder girarme a ver qué estaba pasando, el príncipe dijo:
—Audry, necesito que salpiques este trozo de mi túnica del agua de mi cantimplora y se lo acomodes en la frente. Pero date prisa, porque tenemos que terminar con esto antes de que lleguen los guardias.
Y, entonces, el vómito salió de entre mis labios, arrastrándose y quemando como fuego mi garganta. Alguien tras de mí sujeto mi pelo, manejándolo como si se tratara de un recogido improvisado, y el sudor que perlaba mi nuca se enfrío ligeramente ante aquello.
Audry no tardó demasiado en colocar aquel trozo de ropaje en mi frente sudorosa, anestesiando levemente mi incomodidad. Pese a eso, el vómito salía una y otra vez de mi boca, sin detenerse, aún con el ruido que nos avisaba de quienes se estaban acercando a nuestro escondite.
—Ya está — musitó Keelan en mi oído —. Estoy aquí contigo, y ningún guardia va a detener eso.
Solté un suspiro de alivio cuando mi boca por fin pudo cerrarse y mi estómago dejó de agitarse. Aún así, mi frente sudaba, mis manos temblaban y mis piernas estaban pegajosas bajo mis pantalones.
Antes de decirle nada, el príncipe me tomó entre sus brazos, sosteniendo mi espalda y agarrando mis pantorrillas. Me topé de frente con su rostro, magullado por las ramas que se habrían tenido que entrometer en su camino y sucio por los días que llevábamos viviendo sobre tierra húmeda.
Él me dedicó una sonrisa ladeada, mientras yo me esforzaba por limpiar el líquido que había quedado en la comisura de mis labios. Keelan me susurró que sostuviese yo misma aquel trozo de tela mojado sobre mi frente, e instantes después de eso le dije:
—Espero que esta vez no me dejes caer sobre el barro.
Apenas vaciló en su respuesta — : Nunca más lo haría.
Después de aquello, ambos me ayudaron a subirme en mi caballo, con el príncipe sosteniendo mis caderas tras de mí e intentando estabilizarme sobre Chica. Su capa rodeó mi cuerpo, y pese a los escalofríos que me estremecían, el calor que emanaba el cuerpo de Keelan me tranquilizó.
Y en cuanto Audry ató el caballo de Keelan hacia él para que no se escabullese, y se montó a horcajadas sobre el suyo, cabalgamos hacia algún destino incierto.
—¿No dijiste que no debíamos huir? — preguntó Audry.
—No estamos huyendo, estamos dejando que Ojitos haga el trabajo sucio.
Tras eso, el monstruo tan grande como un oso y de aspecto de lombriz escamosa, emergió del temblor que la tierra con salpicaduras de sangre en cada una de sus escamas, y con plasma espeso goteando de sus afilados dientes.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro