CAPÍTULO XXXVIII
Después de aquello, pasaron algunos minutos incómodos, silenciosos, incluso inquietos. De hecho, la tensión entre nosotros aún parecía palpable mientras el carruaje se encaminaba calle abajo.
Aún así, aquello pareció pasar a un segundo lugar cuando me detuve a observar nuestro alrededor. La capital, para mi inconmensurable sorpresa, parecía extrañamente desprotegida: sin puente levadizo, sin demasiados guardias apostados por las calles, sin puertas en sus murallas además de marcos vacíos. Las calles, hasta arriba de bloques de paja y casas de piedra, parecían bastante menos cuidadas que las de Zabia. Había charcos de barro, alguna rata que corría entre las decenas de pies de aldeanos, y apenas algún buhonero que poseyese un puesto de calidad.
Pude ver a algunos aldeanos; sin embargo, no vi lo que había imaginado. Parecían iracundos, molestos, pero no por las condiciones en las que vivían.
No, no era por la suciedad en la que se encharcaban sus botas, era por los blasones que relucían en los pechos de nuestros mercenarios: era por el carruaje que anunciaba la llegada de alguien perteneciente a la nobleza de Zabia.
Aun así, ninguno dijo nada. Ninguno nos insultó, ninguno nos tiró piedras, ninguno se atrevió a hacer nada más además de observar con una ceremoniosa tranquilidad.
El mercado era relativamente pequeño, al menos para lo que yo estaba acostumbrada. No había puestos enormes y repletos de telas exóticas y costosas, encerradas entre paredes de gasa y brocadas en cobre, oro y plata. No había tazas tan caras como un mismísimo palacio, ni casas de aldeanos tan altas como una mismísima secuoya; no había suelos pavimentados, ni música que parecía sacada de un cuento de hadas que era tarareada desde algún puesto ambulante. No había riqueza, ni decenas de platos deliciosos llenando de aromas especiados las calles, ni frutas ni verduras de primera calidad apiladas en cada puesto.
No había perfumes hechos especialmente para ti, ni hechiceros mostrando sus habilidades, ni los colores del reino por doquier.
No, no había nada de eso. Había hambre, pobreza y probablemente descontento. Cada nueva calle que recorríamos estaba más apagada que la anterior, aún más de lo que estaba el cielo sobre nuestras cabezas.
Y, entonces, supe con certeza porqué ambos lados necesitaban aquel tratado.
Zabia no tenía tanta fuerza militar, pero sí que tenía una infinita riqueza. En cambio, Aherian parecía tener demasiadas deudas como para incluso alimentar a su gente, pero poseía un ejército a duras penas contable. Ya que, por lo que sabía, Kamia y su marido siempre se habían negado a ser tan generosos con sus majestades. Básicamente, la familia Daggen era el banco de Aherian, pero solo para costear protección, de la que, además, irónicamente, este sitio carecía.
No tardamos mucho más en llegar al castillo. No era demasiado grande; al menos, no más de lo que lo era el castillo de Zabia. No había balcones, ni ventanas, tampoco cristaleras: había gasas que separaban los cristales rotos del exterior. El castillo parecía hecho de la misma piedra que las casas de los aldeanos, y pude ojear una sola gran bandera que ondeaba sobre el matacán de una de las torres.
Seis torres, conté rápidamente. Grandes, inmensas, altas, y con grandes telas ondeando en lugar de ventanas. Parpadeé, acercando aún más mi cabeza a la ventanilla e intentando observar todo lo que me fuese posible. La puerta estaba hecha de madera labrada, aún más grande que nuestro carruaje y protegida por seis guardias que no nos quitaban la vista de encima.
Pensé exhaustivamente donde podrían tener retenida a mi madre. Sabía que los calabozos de Aherian no eran precisamente reconocidos, no como lo habían sido antaño los de Iriam o lo eran actualmente los de Draba. Pero, aún así, me esforcé por recordar el fragmento de alguna historia que pudiera serme de utilidad.
No llegué a ninguna conclusión, y aunque pudiera haberlo hecho si hubiera tenido más tiempo, no lo tuve.
—Están esperando. Necesito que salgas en cuanto puedas — dijo Keelan, aún sin mirarme. Aún así, titubeó un instante justo antes de abrir la puerta del carruaje. Entrecerré los ojos en su dirección, justo cuando él añadió: — Estamos bien, ¿verdad?
Le dediqué una sonrisa afilada, irguiéndome levemente en el asiento. Su mirada era abrasadora mientras esperaba pacientemente, siguiendo cada uno de mis movimientos.
—¿Alguna vez lo hemos estado?
Me miró durante algunos largos segundos, como si esperase una sola respuesta más: tal vez una carcajada por su absurda pregunta; sin embargo, yo no se la di, y él no dijo nada más.
El príncipe asintió lacónicamente, y salió de un salto calibrado de nuestro carruaje. Apenas me dio tiempo a ver a la familia real congregada sobre los escalones del palacio, hechos de piedra y agrietados, cuando él ya estaba dando algunos pasos hacia ellos.
Vale, tal vez él no había esperado esa contestación, pensé, sin saber cómo sentirme exactamente al respecto. Aún así, tampoco tuve tiempo para pensar en aquello, justo cuando la puerta del transporte se abrió a mi lado. Esperé ver a uno de los mercenarios, con los dientes rotos y una sonrisa obscena; sin embargo, fue Audry quién me dedicó un asentimiento burlón y me tendió su tersa mano.
—¿Lista para unos días en la corte, señorita? — preguntó el niño, apenas reprimiendo su sonrisa.
Alcé una ceja, y me ajusté la túnica que ahora se ceñía a mi cuerpo, justo sobre el corsé que me había tomado la libertad de tomar de casa de los Daggen. Tan solo me detuve un instante más para poder acomodar los bucles que habían conseguido escapar de mi trenza, y tras tan solo unos instantes, le dediqué a Audry mi mayor sonrisa encantadora mientras aceptaba su mano.
—Yo nací lista, cobarde — le dije, bajando del carruaje con un movimiento calculado. Sabía que me observaban, podía ver sus miradas casi sin necesidad de corroborarlo; y, si de veras les interesaba tanto, iba a darles un espectáculo —. ¿O debería decir cochero?
Audry me miró con una molestia muy mal actuada. Mis botas pisaron el suelo, el aire rozó mi piel y removió mi trenza hasta dejarla caer tras de mí. El niño cerró la puerta del transporte, y tras ese sonido, solo me quedó darme la vuelta.
El rey Einar parecía demasiado ocupado compartiendo algunas palabras con Keelan, pero, de cualquier forma, mi entrada pareció ser demasiado interesante, ya que no tardó más de unos segundos en ojearme de forma poco disimulada.
Era un hombre menudo, con un frondoso pelo repleto de vetas entre castañas y canosas. No estaba gordo, desde luego no como Symond; de hecho, casi podía jurar que el rey pasaba tanta hambre como su servidumbre. El jubón enebro que se cerraba en torno a su famélico cuerpo era horrible, y no por que estuviera mal cosido, — ya que creía que era lo único de calidad en aquel sitio lleno de hambruna, — sino porque parecía el jubón de un niño de seis años que elegía su ropa por primera vez; y que, además, debía de ser, como mínimo, ciego.
A la reina, Asterin Waldorm, pude reconocerla inmediatamente por las tantas veces que la había visto en los bailes y la había escuchado de distintas bocas: la hechicera o, al menos, así era conocida en su mayoría. Según contaban diversos rumores, no ejercía su magia a menos que fuera estrictamente necesario; pero, antaño, era sanadora en el templo de su madre, una suma sacerdotisa llamada Astrahea. Ahora llevaba un largo vestido, de tela fina y visiblemente cara, con intrincados diseños piedra luna y un cuello tan cerrado y casi célibe que por poco no rozaba su mentón.
Su sonrisa era amarga, apagada, tan apagada como las calles del reino al que juró mantener. Aún así, no parecía ocultar algo, al menos no algo que me afectara. Parecía amable, o tal vez no, pero sí lo suficientemente cortés como para no tener que preocuparme.
Asentí en dirección a los reyes, sabiendo con certeza que su mirada estaba sobre mí. Pero, aunque estuve a punto de escuchar las palabras que el rey pareció estar a un instante de decir, alguien ocupó de improvisto mi campo de visión.
Parpadeé varias veces, viendo un trazo de pelo negro, trenzado, escardado, su trenza hilada con lo que parecían perlas. Pero no, no eran perlas. Para mi absoluta sorpresa, no eran perlas.
Eran huevos de kolbra. Seres diminutos, casi feéricos, con pequeñas alas que no eran más que cuchillas translúcidas. No eran precisamente inteligentes, pero sí aterradores, muy rápidos, y también muy numerosos. De hecho, eran tan numerosos que solían moverse en colonias, mucho más inmensas que las de cualquier insecto.
De veras, necesitaba saber qué les pasaba a los miembros de la realeza con la moda monstruosa. Ja, qué ingenioso había sido eso. Si lo hubiera dicho en voz alta, podría haber alardeado durante semanas frente a Keelan y a Audry.
Pero no había podido hacerlo, y ahora tenía a una princesita frente a mí que ni siquiera se molestaba en separarse un paso.
Su sonrisa era enorme, sus dientes inesperadamente perfectos, sus labios finos, marcados y decorados con un carmín exageradamente cereza. Tuve que inclinar la cabeza para verla, ya que podía superarla por al menos siete centímetros, y sus enormes ojos aguamarina chispearon con curiosidad.
Casi quise apartarla a un lado cuando lo entendí. Para ella, yo era divertida. Como un bufón haciendo malabares, como un duendecillo al que diseccionar.
Cómo no, aquella era Evelyn Waldorm, la prometida de Keelan.
—He escuchado hablar de usted, y es un placer conocerla — dijo ella. Su voz consecuentemente femenina, sosegada, pacífica y medida —. Su madre no es demasiado comunicativa, ni amable, pero nos aseguró que la rescataríais. Veo que tenéis una muy buena relación.
Entrecerré los ojos. Sí, sin duda, una muy buena relación.
—Podemos debatir sobre el concepto. Pero sí, supongo que sí.
La princesa asintió en mi dirección, sonriente una vez más, y me tendió la mano.
—Sígame, voy a acompañarla por palacio.
Carraspeé una vez, y de veras que me planteé el hecho de hacerlo de nuevo. Le eché una mirada a Keelan, quién tan solo me instó a aceptar, y casi podía tocar con la punta de mis dedos la tensión que desprendían las miradas de los reyes.
Si aceptaba, era un gesto de cordialidad.
Pero, si me atrevía a denegar aquello…
—Por supuesto, alteza.
Acepté su mano: delicada, pequeña, con largas y limadas uñas redondas. Ni siquiera me detuve a mirar sobre mi hombro cuando ambas subimos los grandes y hoscos escalones del palacio.
Las inmensas puertas se separaron, los guardias que las abrieron se detuvieron a observar nuestras manos unidas, y el gran recibidor dio paso frente a mí: alfombras mullidas de un perfecto tono enebro, el cuervo de Aherian justo en el medio, con grandes ojos lechosos y blanquecinos. Cada mueble hecho de madera verde, húmeda, y con grietas apenas ocultas con más pintura. El techo era alto, muy alto, hecho de alguna piedra preciosa perfectamente pulida. Se alzaba abovedado, sin una sola viga para sujetarlo, reluciente y ennegrecido, tan maravilloso que pude haber jurado que se trataba de obsidiana trabajada.
Un tenue rayo de luz entró por una de las gasas, y se reflejó en cada parte del techo y de las paredes, deslumbrando sobre la piedra preciosa. Esta brilló, casi titiló, y una especie de resplandor azabache me cegó durante un instante.
Arrugué la nariz, y casi pude olfatear sobre la piedra pulida el vestigio a magia manipuladora. Hechiceros que trabajaban con los objetos, con los minerales, con las construcciones: las manipulaban como un Razha a sus monstruos. De hecho, mi propia madre había pedido y saldado un par de favores para conseguir sellar partes de nuestras habitaciones; como el cajón donde antes guardaba mis lapislázulis o aquellas botellas de agua temporal.
La princesa separó nuestras manos y se colocó frente a mí, dejando ondear libremente el pesado vestido alabastrino que tapaba cuidadosamente cada parte de su cuerpo. Podría haber hecho una broma sobre cómo parecía estar planeando el día de su boda, pero no lo hice.
Y eso significaba mucho. Entre otras cosas, que estar aquí no me afectaba tanto.
—Esta noche será el baile anual de la cosecha. Os enseñaré vuestra habitación y el vestido que especialmente os he preparado. — El baile de la cosecha, sí, había escuchado hablar de aquel día. En Aherian, la mejor época para cosechar los cultivos era cuando comenzaba el verano, ya que las lluvias no eran tan constantes. Extrañamente, sonó muy alegre por aquello. Me dedicó otra sonrisa dulce, justo antes de encaminarse hacía unas largas escaleras de caracol que también parecían trabajadas con piedra; aunque, estas, no parecían obsidiana. Tal vez, ¿jaspe negro? — Estoy taaaaan emocionada. De veras que espero que seamos buenas amigas.
Y no parecía decirlo en broma. Oh, claro que no parecía decirlo en broma.
Aunque, por mi bien, ojalá lo fuera.
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