CAPÍTULO XXXVII
No nos habíamos parado siquiera a descansar. Las pequeñas casas de piedra parecían apagadas sin siquiera una vela encendida, como sino hubiera una sola alma despierta en ninguna de las aldeas por las que pasamos. Por lo que sabía, apenas nos quedaban unas horas para llegar a la capital, y el manto ya no tan oscuro se cernía apabullante sobre nosotros, como un vestigio de que pronto amanecería.
Keelan se mantenía callado a mi lado, mientras yo me apoyaba contra la ventanilla y contaba cada bloque de paja que se apilaba sobre las calles. Pensé en cerrar los ojos y perderme en la somnolencia; pero, de nuevo, aquella sed por las hierbas que me administraba mi madre tanteó mi garganta.
Carraspeé y froté desesperadamente mis párpados. Esta, definitivamente, no era una buena forma de prepararme para pisar la corte de Aherian.
El carruaje dio algunos brincos más. Pasaron, probablemente, dos horas; y las estrellas desaparecieron casi por completo sobre el cielo. Lo que antes había sido una cúpula ónix, ahora era de color cian. Y la sensación de cansancio tan solo pesaba cada vez más y más sobre mis músculos febriles.
Keelan tampoco había cerrado los ojos; al menos, no por más de unos breves instantes. Bostezó ligeramente una vez, y casi pude haber jurado que se tambaleaba aún estando sentado. Aún así, era más que obvio que sus motivos eran muy distintos a los míos.
Sin duda, esto tampoco daría una buena imagen de Zabia. La comitiva cansada, diezmada, y con apenas dos bolsas con algo de ropa de Keelan y mía.
Entonces, casi repentinamente, el carruaje se detuvo.
El príncipe asomó su cabeza por la ventanilla, y escuchamos atentamente como unos guardias vociferaban:
—¿Quiénes sois?
Keelan se tensó imperceptiblemente a mi lado. No tardó mucho en cuadrar sus hombros; sin embargo, tardó aún menos en parpadear hasta que el brillo de cansancio que había relucido en sus ojos desapareció por completo.
—Somos la comitiva del príncipe heredero Keelan Gragbeam, hijo de Symond Gragbeam, próximo señor del reino del sur y de todas sus tierras, y uno de los mejores espadachines del estado.
La voz de Audry había sonado segura, firme, tan endurecida que podía haberlo confundido con un soberano. Y, tras algunos instantes, casi quise sonreír cuando Keelan miró con orgullo la fina pared que nos separaba de él.
Después de aquello, tan solo se escucharon algunos carraspeos incómodos, unos pasos dubitativos, y uno de los dos guardias volvió a hablar:
—Avisaremos a su majestad de este improvisto. Mientras tanto, su alteza deberá esperar por nuevas órdenes.
El chasquido de una puerta cerrándose, una armadura balanceándose con el movimiento de un cuerpo, el silbido de un carcaj removiendo flechas y, tras eso, no más que silencio.
Keelan y yo compartimos una breve mirada. Aún así, pese a que yo le incitaba a salir para comprobar qué estaba pasando, el príncipe no hacía más que insistir en que no era apropiado.
—Es estúpido que nos quedemos aquí — bufé yo, esta vez en voz alta, y el príncipe rodó los ojos.
—Si saliésemos, sería una clara ofensa para los reyes. Y, créeme, no queremos ofender a nuestros anfitriones — me susurró él, tan cerca que sentía con claridad como su aliento chocaba contra mi nariz. Aún así, era más que de agradecer, porque hacía tanto frío que estaba a punto de convertirme en un trozo de hielo.
Asentí de mala gana, sin tener mucho más que decir. En cuanto ambos guardamos silencio, unos pasos apresurados resonaron cerca de una de las ventanillas del carruaje. Entrecerré los ojos, y cerré mi mano en torno a la empuñadura de mi daga.
Keelan, aunque trató de disimularlo un poco mejor, también hizo un gesto bastante parecido. Pasaron algunos segundos, el ruido se convirtió en silencio, y el grillar de la vigilia volvió a tomar protagonismo a nuestro alrededor.
La suela de una bota chirrió sobre la piedra del suelo. Un instante pasó, luego dos, y tras unos tortuosos minutos, un rostro se asomó por nuestra ventanilla.
Me tensé, Keelan acercó con rapidez su espada hacia sí, y entonces pudimos ver quién era la persona.
Solté un suspiro de alivio y el príncipe sacudió la cabeza justo a mi lado.
—¡Todo bien! ¡Todo bien! — exclamó Audry entre musites, levantando el pulgar. Una leve sonrisa se expandía por su rostro, y yo no pude evitar mirarle brevemente mal. Maldito niño, pensé, apartando mi mano derecha de la vaina de mi cinturilla.
Si esta ventanilla no nos separase, probablemente hubiera acabado sobre un charco de sangre.
—Audry, vuelve a tu posición — le susurró Keelan con furor. El niño delgaducho miró a su alrededor, como si hubiese algún guardia pululando por allí. Mi campo de visión era limitado, pero, aún así, estaba segura de que no había nadie alrededor.
De cualquier forma, Audry debió de ver algo, ya que asintió repetidamente y nos dio la espalda con exhaustiva rapidez. Aunque, antes de encaminarse al pescante de nuestro carruaje, nos echó una breve mirada sobre su hombro.
—El mejor espadachín, ¿eh, su alteza? No quiero alardear, pero ha sonado casi como un...
—¡Audry! — susurró Keelan, instándole a continuar su camino. El niño delgaducho se removió ligeramente, sobresaltado por la susurrante exclamación.
—Voy, voy — repitió una y otra vez, mientras daba algunas zancadas y desaparecía de nuestra visión.
No pude evitar soltar una pequeña risa nerviosa, mientras recostaba mi espalda contra el asiento del carruaje. Nunca lo diría, no, claro que no, pero una parte de mi ser estaba terriblemente aterrorizada de entrar en aquel castillo. Y no por sus soldados, ni sus reyes, ni por una inminente paz o declaración de guerra; de hecho, casi podía haber preferido que la persona que se asomase por la ventana fuese un guardia furibundo preparado para atacarnos con centenas y centenas de hombres.
Estaba terriblemente aterrorizada, porque quisiese aceptarlo o no, yo misma había decidido volver con una persona a la que debí prometerme hacía años no volver a ver. Porque haber vuelto no significaba más que una obvia muestra de poco amor hacia mí misma.
El príncipe, a mi lado, también se recostó contra su asiento. Su mirada se perdía frente a él, justo donde la mía había encontrado inconmensurablemente interesante un retazo de barniz demasiado brillante. Suspiré, y le miré de soslayo, intentando calmar cada uno de los sentimientos negativos que se retorcían en mi vientre y revolvían todo lo sólido a mi alrededor.
Keelan no me miró, pero, aún así, él fue el primero en hablar:
—¿Qué es?
Arrugué el entrecejo y le miré con aún más intensidad.
—¿A qué te refieres?
—¿Qué droga es?
Tragué saliva. Él, esta vez, sí que me miró sesgadamente. No me miraba con repulsión, ni con morbo, tan solo con curiosidad. Tal vez, incluso, con una pizca de preocupación.
Ahora, por mucho que quise, no pude mantenerle la mirada.
—No lo sé.
Él asintió. No supe con certeza si apartó su mirada porque mi incomodidad fue tan obvia, o tan solo por casualidad, pero lo hizo.
—Entonces, ¿quién fue?
—Mi madre — susurré, escueta, lacónica. Todo a mi alrededor dio un vuelco, el carruaje pareció agitarse como un bote de cristal, y todo aquello no aconteció más que en mi imaginación. En la realidad, nuestro alrededor no era más que silencio; claro silencio opacado a veces por el zumbido de algún insecto, pero, al fin y al cabo, no más que silencio.
Keelan crispó los labios. Una breve mirada compartida, unas facciones que no parecían sorprendidas, un brillo de empatía.
—A veces, nuestros padres son nuestros verdaderos enemigos. Pese a cada situación, pese a cada persona, terminas dándote cuenta de que, tal vez, todo eso fue colocado frente a mí porque ellos me convirtieron en lo que soy: en algo que podría haberse ahorrado mucho dolor, y que ahora sufre las consecuencias de los actos que ellos cometieron.
Le di un esbozo de sonrisa, pese a que no me sentía en lo más mínimo contenta. Froté mis brazos, me acurruqué contra la ventana, y tragué con toda la fuerza que pude. Ahora mismo, tan solo rezaba para tener un buen motivo por el que matar a alguien.
Ahora mismo, podría ser una muy buena salida.
—¿Problemas familiares? — pregunté, esta vez yo, mientras el pecho de Keelan subía y bajaba con cada respiración; nuestras grandes y largas capas trazando líneas irregulares bajo nuestros cuerpos.
—No exactamente — respondió —. Pero soy bueno escuchando a la gente.
Pasó un instante, un extraño y cómodo silencio se instaló entre nosotros, y estuve a punto de suplicar porque algún guardia apareciese por nuestro bien. Estas conversaciones, fuesen lo que fuesen, no deberían tener lugar.
Pero, bueno, ¿qué podía decir? ¿Cuándo me había importado a mí que algo estuviese moralmente mal?
Exacto: nunca.
—¿Cómo lo has sabido? — le susurré, interrogante.
El príncipe me echó una mirada.
—Vómitos, problemas para conciliar el sueño, extraños botes de agua mágica — comenzó él. Aunque, apenas pasó un segundo cuando esbozó una sonrisa y añadió: — Y, además, no hablemos de tu humor de mierda.
Inevitablemente, sonreí. El ambiente se convirtió en algo cálido, pese a que todo el clima era una vorágine de humedad y gélido frío que entumecía y agarrotaba. Keelan ahora me miraba, casi girado completamente en mi dirección. No nos separaba nada más que nuestros alientos, que nuestros harapos, que nuestras capas.
No quise pensarlo, no quise convertir aquel pensamiento sin forma en algo legible; sin embargo, pasó sin pedir mi consentimiento. Y, entonces, casi gritó a los cuatro vientos lo que iba a pasar. O, al menos, lo que yo subconscientemente quería que pasara.
Iba a besar a Keelan Gragbeam.
El humedeció la cicatriz que cortaba su arco superior. Yo me incliné de forma inconsciente en su dirección. Su cálido aliento, casi como el vapor de un guiso deliciosamente tentador, se coló entre mis labios y me hizo desear que aquello fuese su lengua.
Dejé caer mi mano contra su pecho, y el príncipe no hizo un solo movimiento para apartarme. No se puso rígido, no me ojeó con repulsión, no me amenazó ni me apuntó con la hoja de su espada. En cambio, casi gruñó cuando cerré mis dedos sobre la tela de su túnica.
Sentí el latido de su corazón bajo la palma de mi mano: vehemente, extrañamente descontrolado. Pensé en reírme por aquel hecho; sin embargo, tuve que callarme a mí misma cuando incluso yo tuve dificultad para acercarme a sus labios. Todo mi ser temblaba con anticipación, porque, por mucho que no lo hubiera pensado antes, deseaba esto con tanto anhelo.
La mirada del príncipe bajó de mis ojos en dirección a mis labios. Tomé una bocanada de aire, él se inclinó esta vez en mi lugar y estuve a un segundo de deslizar mi mano hasta las hebras de su cabello. Pero, antes de poder cerrar aquel momento, un seco sonido resonó por el lugar.
—Podéis pasar. Os esperan en palacio.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro