CAPÍTULO XXVII
Alerta ⚠️ Contenido sexual explícito.
Dos vasos de golpe. Tal vez tres; o cuatro, ¿qué más daba? Al fin y al cabo estaba amarga y espumosa, demasiado cálida para mi gusto, humedeciendo mi seco gaznate. En este reducido espacio lleno de mesas y borrachos con putas sentadas sobre sus regazos, no podía negar que un sorbo de algo frío me hubiese venido mejor; aún así, me conformé con todas esas cervezas.
No era que yo tuviese la necesidad de beber; en realidad, detestaba el sabor del alcohol como lo hacía la mayoría; sin embargo, cuando el peso sobre mis hombros era demasiado y tenía un buen barril a mano, nadie me impedía que me dejase bailar entre las sensaciones de la bebida; ahí, en ese momento, me sentía libre, sin cadenas, sin retenciones, pese a que Idelia siempre me esperaba dentro de mi habitación; su mirada repasándome de arriba a abajo, su gesto de repulsión, desaprobación y…
—¿Quieres otra? — me preguntó una mujer frente a mí. Era camarera, y me había servido todas mis anteriores cervezas, mientras detenía su mirada con demasiada parsimonia sobre mi cuerpo; como si fuera una delicia que mereciese la pena desnudar con la mirada lentamente, de forma pausada.
Pestañeé una vez, deteniéndome a analizar sus rasgos. Nariz recta, firme, barbilla levemente marcada, pómulos ligeramente rollizos, un largo pelo negro trenzado caía por su espalda; largo, perfectamente peinado; el sudor bajando en perfectas perlas por su delgado y pálido cuello. No tenía un cuerpo curvilíneo, aún así, con sus curvas moderadas era atractiva; no podía negarlo.
Y yo llevaba semanas, sino eran meses, sin tocar a nadie.
—¿Cerveza? — inquirí yo, pasando mi lengua por mis labios, deteniéndome en saborear hasta el último resquicio que había quedado de aquella bebida en ellos.
La camarera sonrió. Un destello leve, apenas un esbozo, pero pude ver con claridad como entendía mis palabras con rapidez.
—¿Qué querría sino?
Enarqué una ceja, sintiendo el revuelo de sensaciones en mi vientre. El alcohol no era un buen aliado para aquello que Keelan nos había encomendado; sin embargo, servía muy bien para detonar situaciones como esta.
—¿Cómo te llamas? — pregunté, desabotonando con habilidad los primeros botones de mi túnica, sintiendo como mi sudor se pegaba sobre la tela y transparentaba más de lo necesario. Tal vez debería de usar ropa interior más a menudo; o tal vez no.
La chica bajó su mirada brevemente, apenas un aleteo descarado; pero ambas supimos que lo hizo, y apenas se esforzó en disimularlo. Elevó su mirada, la lujuria hirviendo en ella, su boca ligeramente entrecerrada mientras me observaba con deseo.
—¿Importa?
Ensanché mi sonrisa. Me gustaba aquella mujer.
—Realmente no, si sabes de algún sitio donde poder encontrar algo de privacidad.
Ella pareció tragar saliva, sus piernas temblaron ligeramente, el rubor subiendo reptante por su garganta; avergonzada, tal vez la primera vez que coqueteaba tan deliberadamente.
—Sí…, claro que sí — balbuceó, mientras pasaba el dorso de su mano por su cuello enrojecido; no sabía si era por la vergüenza o por el calor, pero, de cualquier forma, ahí estaba —. Sígame.
Y eso hice. La seguí.
Pasamos entre algunas decenas de cuerpos; de mujeres desnudas, hombres gordos y delgaduchos enfundados en sayos, jubones y chaquetas. Había algunos nobles, aunque la mayoría parecían ser aldeanos, sucios y gastando sus últimas monedas en pasar el día aquí con la jarra llena; aún así, no sería precisamente yo la que los juzgara.
La mujer frente a mí abrió una puerta de madera quebrada; y el salado olor a sudor, el exótico regusto a tomillo de los pollos recién asados, los parloteos y los gritos de los hombres en las mesas, casi desaparecieron cuando nos alejamos de ellos. Era pequeña, una estancia casi diminuta, con tan solo una vela encendida y de llama titilante, mientras alguna que otra alacena se resguardaba entre las paredes de piedra. Ella se dio la vuelta, evitando mi mirada, tragando con dificultad.
Aún así, no se movió, no se fue, no dijo ni una palabra; aunque tuvo tiempo para hacerlo, para decirme algo, tan solo se quedó ahí, mirándome, esperando.
Quería que yo hiciera el primer movimiento.
Bien, eso era fácil. Solía hacerlo, de cualquier forma.
Me apoyé contra la puerta, dejando caer mi peso sobre esta, cerrándola con tan solo un chasquido. La madera crujió, trinó y…, nos quedamos a solas, casi a oscuras, apenas con el sonido de las charlas de fondo.
Apenas veía su cuerpo, su rostro, tan solo un esbozo de su silueta trazado por la poca luz que cedía aquella vela. Aún recordaba los rastros de alcohol que quedaban en mi lengua, las aletas de mi nariz olfateando las hierbas que sazonaban al jugoso pollo, la sensación apabullante del calor, la mirada de aquella mujer que parecía lamer cada trazo de mi piel nuevo con el que se topaba. Así que no me lo pensé ni un segundo más.
Me abalancé sobre ella. Sus brazos se cerraron en torno a mi cintura, paseándose por mis caderas, sus uñas atravesando la tela de mi túnica y clavándose en mi piel con fiereza. Gruñí sobre sus labios, moviendo mi lengua al son de la de ella, sintiendo como su pierna se enrollaba en torno al arco de mi cadera, apretándose ligeramente contra mí.
Me aferré a la punta de su trenza, la cual se perdía ahora en su espalda, tan larga como podría haber sido mi brazo; la zarandeé, tiré de ella hacia abajo. Yo le sacaba bastante centímetros a aquella mujer, así que la obligué a elevar su rostro hacia mi; ella jadeó, se retorció ligeramente y entreabrió sus labios; hinchados, llenos de saliva…, de su saliva, de nuestra saliva. De su labio inferior caía un hilo de sangre, pequeño, mordisqueado por mis propios dientes, atrapado entre ellos con tal vez demasiada fuerza.
Aún así, ella no se había quejado; más bien, parecía gustarle.
Sonreí, inclinando ligeramente la cabeza para poder mirarla, observando sus ojos perdidos en la lujuria. Nunca había visto una expresión tan desesperada, tan suplicante; y me encantaba.
—Hoy me siento generosa, ¿sabes? — le dije, mi voz ronca, arrastrada por el placer. La mujer asintió, aunque rápidamente se quejó cuando mi agarre en su trenza, aún firme, obligó a que su rostro se mantuviese en su lugar; ella no entendía a lo que me había referido, pero, aún así, parecía dispuesta a aceptar cualquier cosa que le dijese con tal de proporcionarle placer.
Mi sonrisa aumentó.
Posicioné mi pie de forma estratégica, el lugar correcto justo tras su pierna, la postura correcta, una sonrisa que alardeaba y…, ella cayó al suelo de bruces. Soltó un quejido, una leve risa tonta, y se quedó recostada contra el suelo de piedra; sus piernas ligeramente abiertas, tan solo con un vestido de lana con poco vuelo, y para mí sorpresa, no parecía llevar enaguas ni vestimentas bajo el. Bien, bien, bien…
Me incliné, sentándome a horcajadas sobre su cuerpo, sintiendo como su vientre se contraía levemente. Podía sentir con facilidad los latidos frenéticos de su corazón humano; uno, dos, tres, cuatro…, demasiado rápidos, demasiada anticipación en su cuerpo.
Lentamente, aún manteniendo mi mirada sobre sus ojos centelleantes, arrugué y enrollé el vestido, lo suficiente como para tener acceso completo a su intimidad. Aún seguía mirándola, manteniendo su mirada sin flaquear; ni un instante, ni un segundo, mientras mis manos se paseaban por la suave y lechosa piel de sus muslos. Ella contuvo la respiración, un delicioso segundo, un alarido primitivo; lo esperaba, lo esperaba tantísimo.
Y entonces me detuve.
Ella se quejó, se removió bajo mi cuerpo, me miró con algo de rencor e impotencia en su mirada. Me acerqué a su rostro de nuevo, atrapando aquel quejido entre mis dientes, paseando mi lengua por sus labios ensangrentados, notando su metálico sabor justo en mi paladar. Ella soltó un pequeño gemido, insignificante, susurrante; mientras abría aún más sus piernas. Sonreí sobre sus labios, una sonrisa felina, arrogante, sabiendo que yo y tan solo yo tenía el poder.
—Me llamo Adaria — intentó balbucear ella, entre respiraciones entre cortadas y susurros silbantes que buscaban aire con desesperación —. Adaria Seahlon de…
—Bien, bien, bien. — Chasqueé la lengua, mirándola con lentitud. Sabía que mi mirada era como brasas sobre su cuerpo, quemando su piel aún sin tocarla, y eso la volvía loca. Pero, al fin y al cabo, ¿qué era el sexo sin juegos previos?
Dejé un húmedo beso sobre sus labios, me pavoneé en aquella sensación, acaricié su largo cuello con mis dedos, deteniéndome en apretar más de lo necesario y en escuchar el precioso gemido que salía de entre sus labios. Bajé mis besos por su cuello, lamí su clavícula, chupé su cuello, y aunque la necesidad de romper su vestido casi me doblaba en dos, sabía con certeza que no podía dejarla sin nada que ponerse en mitad de una taberna con borrachos; no era tan estúpida ni tan malvada. Así que me contuve y besé con suavidad la tela que tapaba sus pechos, su vientre, los trazos de piel desnuda de su cadera, sus muslos completamente destapados, mientras apartaba la molesta tela de aquella prenda de su cintura. Me deleité en la sensación de su perfecta piel bajo mis labios, de la humedad que caía por su entrepierna, del sonido de sus pequeños gemidos mientras yo apretaba con fuerza la punta de mis dedos contra la tela arremolinada de su vestido.
Paseé mi lengua por su muslo, pausadamente, torturándola, mientras sus rodillas temblaban y sus caderas se mecían inconscientemente bajo mis dedos. Entonces, cuando llegué justo donde ella quería, a aquella zona palpitante, aún podía recordar cómo tuve que tapar su boca para detener sus gemidos; incesantes, casi agoniosos, tartamudeos sin sentido.
La punta de mi lengua la saboreó, se movió, mordisqueó y tanteó cada zona, mientras sentía como sus piernas se cerraban alrededor de mi cabeza, apoyadas contra mis hombros, mis manos aún aferradas a los bordes de su vestido, hincando mis uñas en sus caderas; las cuales, aún, se movían descontroladas.
Apenas tardó unos cuantos minutos, con mi cabeza entre sus piernas y las puntas de sus pies retorciéndose con vehemencia. Ella se sacudió, sus ojos rodaron y sus facciones se distorsionaron en placer; casi pude haber reído mientras limpiaba mis labios con el dorso de mi mano.
Casi; sino llega a ser porque la puerta se abrió.
Yo seguía arrodillada sobre el suelo, con aquella mujer aún recuperando el aliento, tendida en las piedras pintadas con barro seco del almacén, cuando el príncipe entró. Parpadeó una vez, luego dos, paseó su mirada entre la camarera y yo, y después tan solo me miró a mi. No había sorpresa, ni tampoco repulsión, tan solo un asentimiento; una pregunta implícita en su mirada. La mujer ni siquiera hizo el amago de taparse, mientras yo soltaba un resoplido.
—Sí, ya hemos terminado — aseguré, echándole una mirada sesgada a la mujer que aún tenía la mano sobre su pecho. Enarqué las cejas y me levanté, dirigiéndome hacia Keelan con pasos seguros. En cuanto salimos de allí, el príncipe se acercó a susurrar algo en mi oído.
—¿Sabes que te has enrollado con una devota? Estaba recitando oraciones al círculo antes de irte. — Él me echó una mirada burlona.
—Bueno, se ve que mis dotes son suficientes como para dar gracias a las tres deidades. — Keelan sacudió su cabeza, ahora con su ceño ligeramente arrugado. No pude evitar esbozar una sonrisa mientras añadía: — No he conseguido toda esa cerveza, pero podría hacerte una demostración de lo que le he…
—Mejor no sigas — advirtió el príncipe.
—¿Celoso?
Él frunció aún más su ceño.
—Ni en mil vidas, hechicera.
Quise seguir bromeando; sin embargo, la mirada de Keelan se detuvo en un lugar demasiado tiempo. Demasiado tiempo para alguien como él, demasiado como para que fuese prudente; como para que fuese una causalidad. Así que seguí su mirada.
Un hombre alto, con un muñón como brazo derecho, y una expresión amarga en su rostro estaba frente a un mesón; sus músculos parecían fuertes, su espada firmemente envainada, su mirada feroz. Pero no fue él quien llamó mi especial atención, sino el niño que se encontraba junto a él, tendiéndole una jarra llena de espumosa cerveza: Audry; extrañamente feliz, desenfadado.
Fruncí el ceño y volví a mirar al príncipe. Él crispó sus labios, sus ojos entrecerrados, su mirada ni siquiera se despegó de ellos dos. Malas noticias, pensé.
—¿Quién es ese?
Keelan se acercó a ellos.
—El hombre al que buscábamos.
Y entonces supe que estaba en lo cierto. Malas, muy malas noticias.
Tuve que empujar a algunos hombres que brindaban con sus jarras servidas hasta arriba; gotas de alcohol me salpicaron, mientras Keelan daba grandes zancadas hacia a aquel mesón. Aunque estuviera de espaldas a mí, casi podía ver a la perfección su expresión iracunda, su mandíbula apretada. Mi capucha ya no tapaba mi reciente y enorme cicatriz, así que ahora muchos se giraban a observarme con aversión y asco reluciendo en sus miradas; casi como si fuera una cucaracha escabulléndose de la suela de su zapato: sucia, nauseabunda.
Miré a algunos, enarcando una ceja; si querían insultarme en voz alta, adelante, que lo hicieran; luego, tal vez, se coserían sus propios labios con hilo y aguja.
Escuché las sonoras risas de Audry, escandalosas; tal vez demasiado como para estar hablando con un hombre así. Un hombre, que sino estaba deduciendo mal, era uno de los mercenarios a los que buscábamos.
En cuanto nos acercamos a la mesa, Keelan soltó un suspiro de alivio, limpiándose las gotas de sudor que brillaban en su mandíbula. Detuve mis pasos, ojeando como aquel tullido se giraba a observarnos; su frente se arrugó en desconcierto durante un instante…, no, desconcierto no, más bien molestia.
Keelan estuvo a punto de decir algo; sin embargo, Audry chocó su hombro contra el de aquel hombre, dedicándole una sonrisa cómplice. Casi pude ver cómo el único puño que tenía aquel tullido se cerraba con dureza.
—Pues eso, Éldelgar, que luego mi primo hizo que…
El príncipe le interrumpió de inmediato, colocando una sonrisa tensa sobre sus labios mientras agarraba con rudeza a Audry de los hombros y lo pegaba a su pecho.
—Dulce primo, mejor no cuentes mis secretos frente a un desconocido.
Tuve que reprimir una pequeña risa mientras Keelan le dirigía un asentimiento cortés al mercenario. Mentiroso, mentiroso, mentiroso, pensé.
El niño miró a su alrededor, confuso, como si no tuviese ni idea de lo que estaba pasando. Olfateé el ambiente impregnado en alcohol…, tal vez cualquier otro no lo hubiera distinguido entre la inmensa vorágine de olores tan distintos y tan desagradables; sin embargo, yo lo supe de inmediato. Aquel vestigio amargo cerca de Audry, el pequeño vaso que reposaba en la mesa y apenas contenía más que un sorbo de ese brebaje oscuro, la nube en la que el niño parecía bailar, perdido, sin tapujos.
Opio; tan solo podía tratarse de la sustancia que extraían de las cabezas de adormidera
Niño, niño estúpido, tonto, inútil y humano. No pude evitar rodar los ojos mientras observaba aquella escena; más tarde, sin ninguna duda, Keelan le sacudiría hasta que vomitase sus entrañas.
—Fuera de aquí si vais a hacerme perder el tiempo — ladró aquel hombre, echándonos una mirada a los tres. Me tensé casi de inmediato por su tono; sin embargo, no era tan estúpida, las mediaciones prefería dejárselas al príncipe.
Keelan ladeó la cabeza, aún sosteniendo los hombros de Audry, clavando la punta de sus dedos tal vez con demasiada fuerza sobre su túnica. El niño aún parpadeaba, como si estuviese en un mundo de algodones mientras era agasajado por los dioses. Estúpido, tonto, inútil, humano, repetí, con ganas de cabecear contra la húmeda pared.
—Éldelgar, ¿verdad? — inquirió Keelan, mirando a aquel hombre con una firmeza que era impresionante. El mercenario entrecerró los ojos en su dirección instantáneamente; recorrió las facciones del príncipe con rapidez, intentando identificarlo; sin embargo, fue obvio en su mirada que no encontró ninguna similitud con cualquier conocido suyo.
—¿Quién lo pregunta?
El príncipe soltó una risa baja.
—Alguien con mucho dinero que necesita hombres suficientes para una comitiva.
—¿Por qué alguien con mucho dinero estaría aquí hablando conmigo? — inquirió el tullido, con la desconfianza reluciendo en su mirada. Sus ojos echaron miradas sesgadas a su alrededor, intentando asegurarse de que nadie escuchaba aquella conversación.
—Éldelgar de la frontera…, de la frontera… — Keelan chasqueó la lengua —. Sí, sé quién eres. Un coronel de un regimiento entero que batalló en la guerra de los cinco reinos, hiciste tratos con nigromantes para alargar los años de tu vida, tu quinta esposa está justo arriba, durmiendo, tranquila, sola, indefensa y…
—¿Qué quieres? — gruñó aquel hombre. Su expresión podría parecer la de un peligroso animal salvaje; pero el miedo, la incertidumbre y la estupefacción latían bajo sus glóbulos.
Keelan humedeció sus labios y le sonrió ladeadamente —. Ya lo he dicho, Éldelgar, quiero hombres para mi comitiva.
Un sonido gutural reverberó de la garganta del tal Éldelgar, que ahora tan solo tenía su vista sellada en el príncipe; candente, furibunda, probablemente fastidiado porque hubiesen averiguado sus secretos con esa deliberada facilidad.
Fruncí el ceño hacia Keelan; tal vez me había equivocado con ese hombre; tal vez era más que un peón elegido por su sangre.
¿Qué escondes, Keelan Gragbeam?
—Dos días y los tendrás. Aunque quiero tres bolsas llenas de monedas de oro y los tres caballos que dormitan en los establos de la posada.
Keelan enarcó sus cejas. No sabía exactamente si por el hecho de que Éldelgar sabía toda aquella información, o por las condiciones tan altas que estaba exigiendo; aún así, la socarronería era obvia en sus facciones.
—Ni siquiera los mejores mercenarios cobran eso — alegó —. Unas monedas de oro, y eso es todo lo que ofreceré.
Aquel hombre tensó su mandíbula, evitó la fija mirada del príncipe, juntó sus labios en una fina línea y casi estuve segura de que iba a negarse a ayudarnos.
Entonces, dirigió sus oscuros ojos hacia Keelan; pequeños, arrugados, cansados, su mirada aún recelosa.
Aún así, su respuesta fue firme.
—Bien.
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