CAPÍTULO XXIV
—¿Lo habéis escuchado? ¡Son los sollozos de Nascha! — exclamó Audry, de pie a poca distancia de mi posición, con el bigote manchado del cálido chocolate y una taza entre sus manos.
No pude evitar rodar los ojos, mientras me fijaba sesgadamente en como Keelan esbozaba una sonrisa.
—¿Nascha? — preguntó el príncipe, echándole una ojeada al niño. Audry, casi inmediatamente, se giró hacia Keelan.
Parecía inesperadamente entusiasmado, mientras una enorme sonrisa se pintaba en su rostro, iluminándolo de manera abrumadora.
—Nascha Dukherm, la niña que murió hace mil años a pocas varas de aquí. Un hechicero le cortó la garganta, mientras ella se retorcía y sollozaba, dejando que sus lágrimas cayeran en el río del acantilado; justo segundos antes de que ella intentase tirarse de este, como último recurso para escapar.
Parpadeé, mirándole con el ceño ligeramente fruncido, justo antes de decir: — Es escalofriante que cuentes la historia de la Nigromante con una sonrisa.
El castaño dirigió su mirada hacia mí, aún sonriente, mientras limpiaba con su lengua los últimos resquicios de chocolate que habían quedado en el borde de su vaso.
—Mi abuelo siempre nos contaba que una de las lágrimas de Nascha le salvó la vida a mi abuela; quién casi murió por la gripe de Cristea.
No pude evitar enarcar una ceja, escuchando el leve arrullo de la corriente del río.
—¿Crees en los dioses, Audry?
El niño se encogió de hombros, limpiando con el dorso de su mano las manchas que habían quedado en su piel.
—¿Tú no? — Al ver que enarcaba de nuevo las cejas, incrédula por lo que acababa de decir, él continuó: — ¿Keelan?
El príncipe parpadeó, como si ni siquiera hubiera estado prestando atención a nuestra conversación hasta ahora.
Él carraspeó, fijando su vista ahora en Audry.
—¿Qué pasa?
—¿Tú crees en las tres deidades? — volvió a preguntar Audry, asintiendo hacia el príncipe. Por un momento, casi pude ver la fe ciega vociferar en el rostro del niño, quién parecía más que convencido en que Keelan compartiría sus creencias.
Estupideces, no pude evitar pensar.
Si los dioses existieran, que viniesen aquí y me sacudiesen; porque, sin duda, tampoco es que hicieran mucho más además de permitir desgracias.
El príncipe bufó.
—Lo siento, Audry. Pero las tres deidades y su círculo plagado de almas no son más que canciones que se cantan en la cuna de un niño.
El niño arrugó el ceño, alternando su mirada entre Keelan y yo, como si fuera una barbarie lo que acabara de salir de nuestros labios.
—¿De veras? — preguntó él, aún sin flaquear en su escrutinio. Entonces, me señaló, justo antes de decir: — Eres una hechicera, posees una magia inconmensurablemente grande, ¿y no crees que puedan existir tres dioses? — Intenté contradecirle, rebatir aquello que acababa de decir; sin embargo, antes de poder hacerlo, dirigió su mirada únicamente hacia el príncipe: — Tú llevas toda tu vida practicando con la espada, matando monstruos, criaturas y seres inhumanos. ¡Estamos en un bosque plagado de ellas, por los tres dioses! ¿Y no creéis en unas deidades?
Sacudí la cabeza, aún estupefacta por su largo discurso. El príncipe, a mi lado, frunció el ceño casi instantáneamente.
—Joder, Audry, no es cosa…
—¿Por qué crees en los dioses, Audry? — me interrumpió Keelan, fijando su férrea mirada en el castaño, esperando pacientemente una respuesta.
Durante un instante, el niño titubeó, como si esa pregunta le hubiese tomado totalmente por sorpresa.
—Mi fe está para con ellos ya que…
—Exacto. Tu fe — le cortó de sopetón el príncipe —. Y está bien si quieres creer en eso; yo no soy absolutamente nadie para decirte en qué debes creer, ¿verdad?
Audry asintió, ahora inesperadamente ceñudo, con su sonrisa totalmente disipada. No pude evitar darle una palmadita mental a Keelan; porque, si era sincera, tenía toda la maldita razón.
—Entonces, no intentes decirme a mí en lo que debo creer — zanjó el príncipe, con su mandíbula ligeramente tensa, mientras su mirada se mantenía en dirección a Audry.
Antes de que el niño pudiese contradecirle, se escuchó un rugido en mitad del bosque. Durante un instante, estuve casi segura de que todos pensamos que se trataba de una criatura Razha; sin embargo, no tardó en escucharse el silbido del viento, el hosco sonido de las aguas golpeándose contra las rocas, cada gota de agua siendo suspendida por la magia de la Nigromante mientras el sonido de la caudalosa superficie se arremolinaba en el paisaje.
Mi corazón, casi inevitablemente, se aceleró. Nunca había visto este fenómeno en semejante cercanía de Normagrovk, escuchando exactamente como las rebeldes olas se expandían hasta ser absortas por la magia, formando extraños remolinos y siendo tragadas por el cielo; hasta casi formar un terremoto revestido en agua.
Entonces, el cántico de las corrientes pareció detenerse, dejando un espeluznante sonido tras ellas.
—¿Creéis que…? — intentó preguntar Audry. Aunque, antes de poder terminar de hacerlo, un extraño temblor le dio una sacudida a la tierra bajo nosotros.
Me aferré de forma instintiva a las matas de tallos tiernos que había a pocos palmos de mí, casi arrancando las pequeñas plantas de raíz. Keelan sacó una daga que parecía tener guardada en una de sus vainas, y la clavó en la húmeda tierra del bosque, sujetando la empuñadura con firmeza.
Audry, por el contrario, se abrazó al primer tronco leñoso que tuvo a mano, clavando las yemas de sus dedos en la corteza.
Los caballos relincharon, clavando las herraduras de sus patas en la hierba, removiéndose casi de forma inmediata, intentando liberarse de sus ataduras. No pude evitar echarle una mirada a Chica, la cual parecía terriblemente aterrorizada, mientras sacudía su cabeza intentando librarse de su cabezada de cuero.
—¿Qué ha sido eso? — dijo Audry; su voz temblando por la impresión, mientras que sus piernas se balaceaban, rodeando al árbol con ellas; sin apenas resistencia para aguantar allí más de unos minutos.
—¿Me ves cara de que lo sepa? — le ladré, girándome instantáneamente hacia Keelan —. ¿Tú lo sabes?
Keelan enarcó las cejas, echándome una mirada estupefacta.
—¿Me ves tú a mí cara de que lo sepa? — me gruñó él en respuesta.
Entrecerré los ojos en su dirección.
—¿Cuántas veces tengo que decirte que no…?
—¡Son los dioses! Seguro que estarán enfadados por vuestras blasfemias — vociferó Audry, aún de espaldas a nosotros, aferrado a aquel tronco mientras clavaba sus uñas en la corteza. Le maldije por lo bajo, deseando que se cayese de golpe de aquel agarre que ni siquiera le sostendría durante mucho más tiempo.
Aunque, tampoco es que los tallos que yo sostenía fuesen a hacer mucho si el terreno se rompía en dos mitades.
—Si fuera por ofensas a tus dioses, el mundo ya se habría extinguido hacía mucho — le dije, notando como los temblores descendían a nuestro alrededor. Casi solté un suspiro aliviado, mientras las corrientes del río se silenciaban junto con el descenso de las sacudidas.
Aun así, no tardó mucho en comenzar de nuevo.
La tierra a nuestro alrededor vibró, hizo sacudir a mi cuerpo mientras mis uñas se hincaban con aún más fuerza en ésta; tanta que casi sentí como se rompían en pedazos, ensangrentado la humedad bajo ellas, abriendo en dos los tallos y untando mis yemas en la savia que corría por el interior de las plantas.
Por un instante, todo a mi alrededor fue un borrón ennegrecido, convirtiendo en nubosas figuras humanoides a mis compañeros; sin siquiera poder fijarme en qué hacían mientras una extraña fuerza nos zarandeaba.
Un relincho cortó el desastre que emergía a nuestro alrededor, paralizando de inmediato mi retahíla de pensamientos; deteniendo de sopetón cualquier otra cavilación que se centrase tan solo en mí y en mi supervivencia.
Chica, me recordó mi fuero interno.
Solté un quejido, notando como aquel fenómeno me arrastraba hacia abajo, tirando de mis botas y aferrándose a mi cuerpo con sus incorpóreos dedos, hundiendo las puntas de éstos en mis tobillos, instándome a seguirla río abajo.
Mi espalda se aplastaba contra la superficie, mientras escuchaba escalofriantemente cerca como las plantas a las que me aferraba se rompían, como una cuerda roída y en desuso. Tan solo veía el cielo sobre mí, estrellado, oscuro, mientras imaginaba a las tres deidades, — Cristea, Kerönhe y Vignís, — carcajeándose desde sus grandes tronos hechos de lechosos huesos, rodeados por el círculo del que se suponía que nacían los hechiceros.
No pude evitar mascullar una palabrota, sin saber cómo salir ilesa de esta situación; me había enfrentado a muchas cosas en mi vida, pero nunca a una fuerza sobrenatural que amenazaba con aspirarme como si fuese un líquido al que embeber.
Repentinamente, algo húmedo chocó contra mi mejilla. Parecía una gota de algún líquido, nimia, salpicando mi rostro con abrumadora fuerza.
Pestañeé, mientras ese líquido volvía a salpicar a mi cara, obligándome a cerrar los ojos mientras me aferraba con aún más fuerza a aquellas plantas. Tuve que ladear mi cuerpo, sintiendo como mis músculos desgañitaban por el esfuerzo, cerrando mi mano restante sobre otro matojo de plantas.
Entonces, ambos tallos se rompieron entre mis dedos, dejándome sin soporte alguno.
Gruñí, mientras mi cuerpo era atrapado por aquella aterradora energía, mientras intentaba tantear mi vaina para aferrarme a la tierra con mi daga, justo como había hecho el maldito príncipe.
Aún así, no me dio tiempo a hacer nada, cuando fui arrastrada sobre la hierba, mientras los tallos leñosos y tiernos rompían mis pantalones, arañando mis manos, las cuales intentaban agarrarse a cualquier superficie estable.
Noté como mis ojos lagrimeaban contra mi voluntad, por el extraño vigor de aquel poder, escavando en mis glóbulos con las acuminadas garras del viento.
—Sujétate — me ladró una voz, que durante un instante no pude identificar. Un momento después, algo puntiagudo se clavó justo al lado de mi mano, rompiendo la manga de mi túnica.
De forma inmediata, cerré mi mano sobre aquel mango, clavando las yemas de mis dedos en la empuñadura de aquella daga. Ni siquiera levanté la mirada, sintiendo como mis piernas eran tironeadas hacia atrás, agitadas por ese extraño temblor.
Observé la empuñadura ornamentada en filigrana borgoña, y de forma instantánea supe que había sido el príncipe quién me había ayudado.
Solté todo el aire que había estado conteniendo, intentando adentrar la hoja de aquella arma todo lo que fuera posible en la tierra del bosque.
Repentinamente, el temblor descendió de nuevo, sosegando a aquella fuerza que parecía haber estado rugiendo; yo ya no podía ver el cielo, ahora con el pecho clavado en el suelo, mientras la palma de mi mano se pegaba con determinación al mango de aquella daga. Aún así, estaba segura de lo que estaría suspendido bajo el.
—¡El cielo! — exclamó, trastabillante, la voz de Audry —. ¡Mirad el cielo!
Pausadamente, me deshice del agarre que sostenía sobre aquella daga, notando como mi corazón bombeaba con una ferocidad parecida al gruñido de un ñacú.
Exhalé detenidamente una buena cantidad de aire que se había negado a salir de mis pulmones antes; notando como mis músculos se relajaban consecuentemente, ahora bastante menos entumecidos.
Me di la vuelta de golpe, notando como la extraña y nueva humedad del ambiente se reunía en mis facciones; perlando mi tez de redondas gotas salinas. Mi espalda chocó contra la hierba, siendo atravesada repentinamente por diminutas ramas, mientras que mis ojos barrían todo el paisaje con exhaustiva rapidez.
Tragué saliva.
—¡Ya es medianoche! — dijo Audry, mientras vislumbraba a duras penas su sonrisa. Observé sesgadamente como se tambaleaba en mitad del bosque, a poca distancia de mí; con sus piernas temblando como una acuosa gelatina, sus labios entreabiertos y su cabeza elevada hacia el cielo.
Las gotas se congregaban suspendidas por todo el terreno visible, y era consciente de que se expandían más allá; por todo Gregdow, por todo Nargrave.
Eran grandes, casi tan grandes como mi mano, intactas en el aire; sin gotear, sin desaparecer al aparecer una corriente de aire, perfectamente pintadas por todo el cielo; a pocos metros de nuestra altura.
Ni siquiera me lo pensé dos veces cuando intenté incorporarme, consciente de la daga que ataba a mi túnica al suelo; aún así, tan solo zarandeé mi brazo, partiendo la manga de ésta, dejando toda la longitud de mi brazo expuesta.
—Sabes que podrías haber desencajado la daga y ya está, ¿verdad? — dijo Keelan, con el sarcasmo implícito en su voz. Aún así, tan solo sacudí la cabeza con hastío, justo antes de ponerme en pie.
Escuché como el príncipe sacaba la daga de la tierra, mientras que la hoja silbaba al ser zarandeada a la fuerza de su escondite entre las altas hierbas.
Entrecerré los ojos en dirección a una de esas gotas; las llamadas lágrimas de la Nigromante. Por un instante, algo en ellas me sedujo, me embelesó como una mujer guapa contoneándose frente a mí. Resoplé, levantando mi mano casi de forma inevitable, mientras una extraña voz cantarina me hipnotizaba y me adentraba en un círculo que no tenía fin.
—¡No toques las lágrimas de Nascha! — alguien vociferó. Pese a eso, ignoré su reclamo mientras me ponía de puntillas, intentando alcanzar esas elevadas gotas que parecían estar a punto de caer sobre mi coronilla.
Antes de poder hacerlo, alguien me dio la vuelta repentinamente.
Unas manos sacudieron mis hombros con rudeza, devolviéndome repentinamente a la realidad. Pestañeé, notando como mi raciocinio salía de entre la nebulosa que era mi mente, maldiciéndome una y otra vez por haber caído en ese fácil engaño.
—¿Qué estás haciendo, hechicera?
Observé a Keelan frente a mí, aún con sus manos aferradas a mis hombros, esperando a que volviese a entrar en razón. Detuve mi mirada sobre la delgada cicatriz que partía el arco de su labio, justo en la que había reparado hacia tan solo unos días.
—¿Éire? — volvió a preguntar el príncipe.
Instantáneamente, sacudí mi cabeza.
—Estoy bien. Dejad el drama. — Me desbaraté de su agarre, retrocediendo algunos pasos. Intenté parecer despreocupada, pese a eso, podía sentir perfectamente la mirada extrañada de aquellos hombres sobre mí.
—No tienes ninguna vida que salvar, Éire. Si esas gotas no te consideran merecedora, si ven que estás jugando con la magia de Nascha…
—Sí, ya lo sé, moriré y blablablá. — Solté un suspiro justo después de interrumpir a Audry. Froté mis ojos repetidas veces, intentando asentarme de nuevo en la realidad. No sabía lo que me había pasado; aún así, no me gustaba un pelo.
Mientras volvía a separar mis párpados, me fijé en que Keelan tenía el ceño fruncido en mi dirección.
Entonces, fue cuando reparé en el corte que sangraba ligeramente en su barbilla. Pero, de cualquier forma, no abrí la boca ni una vez más mientras me dirigía a comprobar cómo estaba mi yegua.
Casi empecé a creer en esas tres deidades cuando pude ver que aún seguía viva. Algunos caballos habían desaparecido, probablemente ahora mismo se encontrarían ahogándose entre las aguas del río de Normagrovk; pese a eso, Chica seguía ilesa, aunque tirada en el suelo, anudada de tal forma que casi podría cortar su respiración, y enormemente asustada.
Pero seguía viva.
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