CAPÍTULO XXIII
El llanto de la Nigromante había llegado, y con ello, nosotros nos habíamos asentado a pocas varas del acantilado de Normagrovk.
Tan solo llevábamos una semana de viaje, pese a eso, sentía como si llevara años con estos dos hombres; recorriendo Gregdow y matando a monstruos.
Según Keelan, al ritmo de nuestros caballos ya deberíamos estar en Aherian. En cambio, aún nos quedaban unos cinco días de viaje; sin paradas, sin imprevistos.
Yo me había reído por lo bajo justo en ese momento. Con nuestra suerte, era obvio que habría más de un imprevisto.
—Entonces, ¿sabes cómo es tu futura prometida? — inquirió Audry, sentado sobre la hierba, a tan solo unos palmos de Keelan. No pude evitar enarcar las cejas y agudizar mi oído, mientras masticaba con parsimonia aquel trozo de carne.
Yo estaba algo más alejada de ellos, recostada contra un fuerte tronco, y con mi capucha tapando mi expresión curiosa; Chica estaba estirada a mi lado, soltando bufidos de vez en cuando, mientras yo le ofrecía algunos trozos deshilachados de mi comida.
Keelan pareció tensar su mandíbula, mientras lamía la grasa que había quedado untada en su labio inferior, aprovechando cada resquicio de alimento.
—La vi: dos veces — admitió él, mirando al suelo con fijeza —. Aún así, no pude tener el placer de conocerla.
Solté un bufido, justo al mismo tiempo que mi yegua, la cual sacudió su cabeza con desdén.
—¿El placer? — solté, reprimiendo una sonora carcajada. Ambos, el príncipe y Audry, detuvieron su mirada sobre mí —. Nunca pensé que Keelan Gragbeam se referiría a una dama como algo a lo que no tuvo el placer de conocer.
El príncipe elevó una ceja en mi dirección, mientras decía: — ¿Y eso porqué?
Acaricié el lomo de Chica, mientras ella escondía su hocico en mi regazo. Ni siquiera me molesté en levantar la capucha que escondía mi rostro entre las sombras para hablar.
—No pareces ser el típico hombre que diría eso. Mas bien, pareces ser el hombre que odiaría no tener control sobre las cosas; el típico que odiaría que sus padres hubiesen estado a punto de cerrar un compromiso sin su permiso.
Keelan carraspeó.
—Pues te equivocas.
—Lo dudo — dije, cerrando ligeramente los ojos, con el calor del cuerpo de la yegua cerniéndose sobre mí; mucho más útil que cualquier otra manta.
—Aunque no quisiera, no tengo otra opción — admitió el príncipe, dejando aquella confesión en el aire. No pude evitar crispar los labios, aún cuando sabía que ninguno me veía.
—Siempre hay otra opción. — Escuché como Keelan tomaba aire para contradecirme, cuando añadí: — Matarte, por ejemplo. Rápido, sencillo e indoloro.
Audry pareció soltar una risilla ante eso, justo antes de decir: — No parecía que tú quisieses morir cuando me pediste esa agua mágica embotellada.
—No estamos hablando de mí.
Esta vez, fue Keelan quien soltó una carcajada, aún observándome. No podía verlo, pero sabía con certeza que me estaba observando.
—O podríamos matar a la prometida de Keelan — sugirió Audry. No pude evitar sonreír ladeadamente, sin esperarme en lo más mínimo aquel comentario del delgaducho niño de dieciséis años.
—Estoy orgullosa, Audry — comenté, sintiendo como Chica se removía mi regazo, ahora medio inconsciente —. Sé de algunos venenos que pueden colocarse en las joyas; tan solo un poco de arsénico y…
—No sé si es necesario que os recuerde que estamos al lado de un acantilado protegido por guardias reales — me interrumpió Keelan. Aunque, pese a que se quejase, los dejes de diversión eran obvios en su voz —. No es el lugar más idóneo para conspirar contra la princesa Evelyn.
—Oh, ¿lo has escuchado, Audry? — pregunté, con el sarcasmo pintando mi voz —. La princesa Evelyn de Aherian, su majestuosa alteza, próxima reina de Aherian y Zabia, dedicada a dar a luz a molestos bebés mientras su insoportable marido rige su reino.
Supe que Keelan tenía los ojos entrecerrados, aún sin la necesidad de girarme —. No soy insoportable.
Solté una risa baja.
—Que solo digas eso de todo lo que he comentado deja muy claro que sabes como será tu futuro.
—¿Y cómo será tu futuro, hechicera? ¿Acaso será mejor? — inquirió él. Su voz era dura, mordaz, con el mismo cometido de molestarme de siempre.
Aún así, era una pregunta que sabía responder con facilidad; y que ya, siendo sincera, no me provocaba más que indiferencia.
—La verdad es que no. Pero yo al menos no tengo que cuidar de insoportables bebés y soportar a un marido al que ni siquiera conozco. — Me encogí de hombros —. Lo único que voy a hacer a lo largo de mi vida es servir a reyes. Algo muy aburrido, pero también algo de lo que no puedo escapar.
—Sino recuerdo mal, has dicho que siempre hay otra opción.
—Sí, el suicidio. — Asentí, aún deslizando mi mano por el cuerpo de Chica —. Pero no quiero privar al mundo de alguien como yo.
Keelan pareció soltar un bufido —. Ni siquiera me sorprende que digas eso.
Rodé los ojos una última vez, y no volví a contestar al príncipe. Tras aquella explosión de poder que había desatado en el bosque, sabía con certeza que mi cuerpo tardaría en recuperarse. El dolor había llegado instantes después de matar a todos aquellos Protectores, sintiendo como mis huesos se rompían uno tras otro, tantas innumerables veces como esqueletos había en el claro.
Aún notaba aquella pequeña chispa; esa chispa que había saltado, extrañamente vehemente, en mi interior. Cuando la toqué, cuando la rocé con la punta de mis dedos, se convirtió en algo más.
Esa chispa se convirtió en una vorágine de oscuridad; en un incendio de llamas nebulosas, en un monstruo dentro de mi que me otorgó tanto poder; y que me aseguró que había más, mucho más, tanto como para exterminar a todos los monstruos del bosque.
Sin embargo, dudaba de que eso fuese cierto; al menos, sin sacrificarme a mi a cambio.
Escuché como las ramas silbaban a mi alrededor, crujiendo bajo el peso de alguien que se había sentado a mi lado. Estuve a punto de echarle una mirada de desdén, pensando que era Keelan.
Sin embargo, fue Audry el que habló tímidamente: — ¿Estás molesta?
—Siempre estoy molesta, Audry — dije, arrastrando las palabras, sintiendo incluso la desidia de contestarle. Solía gustarme hablar con la gente; pero no hoy, cuando sentía como si mi cuerpo hubiese sido pisoteado por seiscientos carruajes reales.
El castaño carraspeó.
—Bueno, yo me refería a otra cosa. — Ladeé la cabeza, esperando a que añadiese algo más, sabiendo que él ni siquiera veía que yo tenía los ojos cerrados bajo las telas de mi capucha —. Tienes una enorme cicatriz por nuestra culpa. Te dijimos que debías matar al pulvra como una deuda; cuando, por mucho que me duela decirlo, tenías razón. Mis compañeros y yo hubiéramos muerto en el viaje, o en el instante en el que pisáramos Zabia. Éramos un lastre, incluso aunque sobreviviéramos hasta llegar a Aherian, allí verían que Zabia está en clara desventaja y ni siquiera se plantearían firmar el tratado porque…
—Cállate — ordené, sintiendo como mi voz salía débil de entre mis labios. Casi un instante después, solté un suspiro —. A veces me pregunto si Lucca y tú sois familia.
—¿Quién? Yo…, ¿lo comentaste una vez y no me enteré?
—No, Audry, nunca he dicho nada sobre Lucca. — Tuve que apilar toda mi fuerza de voluntad para apartar la capucha de mi rostro. En cuanto me giré hacia el castaño, y él observó mis facciones, supe con certeza que contuvo la respiración aunque tratase de disimularlo —. Entiendo porqué hicisteis lo que hicisteis. Es totalmente normal que tú estés molesto conmigo. Aún así, era lo que había que hacer, y yo lo hice porque nadie tuvo las agallas.
Solté un suspiro apesadumbrado, sintiendo el enorme peso del cansancio y de la yegua sobre mí, la cual no se movió incluso aunque intenté apartarla.
Sabía que Audry estaba analizando la enorme y fea cicatriz que partía mi rostro en dos, los semicírculos tan oscuros como el mismo tizón que se trazaban bajo mis ojos, mis labios agrietados y amoratados por todos los mordiscos que me había dado mientras convocaba a la niebla; y mi palidez extrañamente enfermiza que hizo desaparecer mi tez trigueña y la convirtió en un lienzo lleno de vasos sanguíneos marcados y pintura alabastrina.
—Me da igual tener una cicatriz, Audry. Si te soy sincera, la belleza no es algo que me preocupe — dije, observando el rostro descolocado del delgaducho niño. Me recosté de nuevo contra el tronco del árbol, acomodando la capucha contra mi cara —. Aún así, sino te importa, quiero descansar.
Mientras volvía a cerrar los ojos, y me acomodaba contra Chica, escuché los pasos de Audry alejándose de mi posición.
No me hizo falta abrirlos para saber que Keelan también lo había escuchado todo; y que ahora estaba mirándome, fijamente, y no era pena lo que estaba sintiendo.
Era comprensión.
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Había anochecido.
Después de aquel almuerzo, me había llevado horas tumbada contra aquel árbol, con Chica acompañándome en cada uno de mis sueños.
No me había desvelado hasta hacía unos minutos, con el olor del chocolate danzando en mi nariz, y la hoguera a pocos palmos de mí brindándome calor. Alguien parecía haber estado preparando alguna bebida en un cazo, dejando que se cocinase sobre el fuego.
Pese a eso, cuando me levanté, ninguno de los dos hombres que me acompañaban estaban allí.
Había dejado a mi yegua amarrada a un árbol, junto con los demás caballos, mientras yo tomaba algo de agua de mi cantimplora y me limpiaba los ojos.
No debían de quedar más que unas horas para el espectáculo: la luna llena coronaba el cielo, mientras que la brisa del verano se deslizaba por levante. Podía escuchar desde mi posición como las aguas del río se enturbiaban, las mareas de todo Nargrave ahora debían de estar descontroladas, mientras que el espíritu de la Nigromante se preparaba para pisar nuestras tierras cuando llegase medianoche y el solsticio tuviese lugar.
Si era sincera, este día me era indiferente; no negaba que la leyenda era cierta, y que el alma de la Nigromante aún existía en Gregdow; pese a eso, estaba más que segura de que su magia, ya extinta, no podría provocar ningún milagro como aseguraban los mortales.
Me senté sobre la hierba, sintiendo como mi cuerpo crujía como las láminas de madera cada vez que me movía. Estire mis piernas aún adormecidas, sintiendo como el rocío de la noche se condensaba en el ambiente; humedeciendo el paisaje oscurecido.
Normalmente, este festejo lo celebraba con mi familia materna, mientras bebía el ponche que preparaba mi prima Nyliss y coqueteaba con algún hechicero; sin embargo, esta vez, no me esperaba más que estar tumbada en mitad de un bosque, observando como el agua del río Normagrovk se suspendía sobre todo Nargrave.
Escuché las pisadas de alguien, inesperadamente cerca de mi, aunque ni siquiera me dio tiempo a alarmarme cuando esa persona habló.
—Toma. Está recién hecho — Keelan me ofreció una taza humeante, apareciendo repentinamente de entre los árboles que trazaban el camino hacia el acantilado —. Es chocolate caliente con melisa; te vendrá bien para reponer fuerzas.
Le dediqué una sonrisa ladeada, mientras el príncipe se sentaba mi lado, con una taza sujetada en cada una de sus manos.
Tomé el vaso que él me había ofrecido, justo antes de decir : — ¿Esto también lo habéis conseguido por Serill?
Keelan estiró una de las comisuras de sus labios, ojeando el paisaje que se cernía sobre nosotros. Pese a que las copas de árboles lo taparan casi todo, las estrellas que danzaban sobre el cielo brillaban con la mejor claridad, pintando la oscuridad sobre nosotros con puntos luminiscentes.
—A mi madre le encantaba el chocolate con melisa. Decía que la melisa era una hierba que tenía múltiples usos; hacia perfumes con ella, la utilizaba para sazonar los alimentos y la cultivaba con frecuencia por su fuerte olor a limón.
—¿Le encantaba? — inquirí, echándole una mirada curiosa al príncipe; el cual tan solo se encogió de hombros.
Pese a eso, podía ver la obvia tormenta que centelleaba tras sus ojos.
—Las personas cambian — dijo él con simpleza. Asentí, deduciendo rápidamente que no querría hablar más de ello; sin embargo, no pasó mucho tiempo cuando él me echó una mirada sesgada y volvió a hablar: — Pruébalo.
Keelan asintió hacia la taza que sujetaba entre mis dedos.
Arrugué el ceño, echándole un vistazo a la bebida achocolatada que subía hasta casi los bordes del vaso de barro. No tenía mucha fe en su sabor; pese a eso, no tardé en darle un sorbo.
Inesperadamente, estaba deliciosa; el casero chocolate amargo apenas era un ápice del sabor de aquella humeante bebida; trazada por un sabor cítrico y exótico, entibiando tu garganta y llenándola de nuevos regustos.
—Podría estar mejor — dije, sin poder evitar lamer mis labios, saboreando aún el exquisito sabor en la punta de mi lengua.
Keelan soltó una carcajada, inclinado hacia atrás, sujetado por sus codos y con la mirada tan solo dirigida al cielo estrellado.
—Seguro que sí, hechicera. — Le di otro trago a la bebida, esta vez mucho más largo, mientras el príncipe me echaba otra ojeada divertida —. Aunque te has manchado de chocolate: justo aquí.
Arrugué el ceño casi instintivamente, mientras el príncipe se incorporaba y se giraba en mi dirección. Estuve a punto de ladrarle alguna maldición; sin embargo, antes de poder hacerlo, su rostro se inclinó sobre el mío.
Keelan elevó su mano, acercándola a algún punto cerca de mis labios; a punto de limpiar cualquier trazo de bebida que según él quedaba sobre mi piel.
—Estás invadiendo mi espacio personal. Y no es que me suela quejar por eso, pero tú no…
Antes de poder terminar mi frase, el príncipe tomó la taza que tenía sujetada con firmeza entre mis dedos, y me echó todo el contenido encima.
Entreabrí mis labios, sintiendo como el tibio contenido caía espeso por todas mis facciones, cayendo por mi barbilla y goteando hasta mi impoluta túnica.
Maldije por lo bajo, limpiando la bebida, e intentando abrir mis ojos sin que aquel chocolate entrase entre mis párpados.
El príncipe no tardó mucho en reír, intentando mascullar algo entre sus carcajadas: — He escuchado…, he escuchado que el chocolate es bueno para la piel. Aunque no sé si la tuya tiene arreglo.
Inevitablemente, mientras abría mis ojos y le observaba riéndose, no pude evitar estirar una sonrisa por mis labios untados en chocolate.
No podía negar que el príncipe empezaba a agradarme un poco más.
—Oh, Keelan Gragbeam, no sabes lo que acabas de hacer.
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